Читать книгу Café Pergamino - Félix Romero Cañizares - Страница 5
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Llegando al pueblo ya había oscurecido. Fabián se detuvo en la plaza, frente a la refresquería de doña Dilia, para permitir que don Basilio cruzase la calle por delante de él. El cura salía de la iglesia camino del mismo establecimiento. Se fijó en el barro que traía el Jeep y también en que una vez más bajaba vacío, sin café. De reojo alcanzó a ver las dos cajas de cartón que Fabián había colocado en el asiento trasero.
–¿Ya acabaste tu paseo?
–Un viaje a unos clientes del hospedaje –respondió Fabián.
–¿A la sierra? –preguntó extrañado don Basilio.
–Quieren visitar a los jaguaríes.
–¿A los jaguaríes? ¿Tal y como están las cosas? ¿Cómo no les quitaste la idea?
–Mi papá arregló con ellos, padre. Yo cumplo órdenes. ¿De verdad es tan peligroso?
El tono de la pregunta no era inocente. Don Basilio se retuvo la boca para no hablar más de la cuenta. Pensó por un instante que debía conversar de unas con Julio Espinosa, el padre de Fabián, para que le aclarase el porqué de adentrar a aquellos turistas inconscientes en la sierra. Por unos instantes se quedó clavado con la mano puesta en la gastada cortina que doña Dilia usaba contra las moscas. Reflexivo, buscó en su bolsillo la cadenita de su reloj, tiró de ella y entonces se percató de la importancia de la hora. «Las seis casi», dijo para sí.
–A decir verdad –retomó el cura–, desde que tu mamá murió no he parado de verle hacer cosas raras, y parece que te arrastra a ti también.
–Yo soy libre de hacer, padre. Nadie me obliga.
–¿Seguro? Acabas de decir que cumples órdenes.
–Por ganarme una plata, padre.
–Por plata… ¿Y estás ya pilotando para don Evaristo?
–Sí, señor. Ya hace semanas que vuelo yo solo.
–Muchacho, no te creas que vuelas solo. Sin saberlo te llevan, Fabián Espinosa.
–Ya le digo que vuelo solo. Mire.
Fabián metió las manos en la guantera del Jeep y sacó unas llaves pequeñas que debían de ser de la avioneta del coronel.
–No me entiendes, ¿verdad? Tienes que ubicarte, Fabián. ¿Desde cuándo no te confiesas? No te veo por la iglesia desde que falleció tu mamá.
Fabián se quedó pensativo, pero no alcanzó a dar respuesta.
–Y de Paola, ¿nada que decirme? –continuó don Basilio.
–¿Qué le voy a decir yo, padre? Yo sé lo que usted nos cuenta de sus cartas.
–Veo que tampoco quieres entenderme.
Fabián se sonrió de forma altanera.
–Lo que usted diga.
Según se disponía a continuar la marcha, Fabián recordó el interés de los turistas por el café.
–Por cierto, padre, ¿qué café es mejor, el de la sierra o el de las montañas de Jamaica?
–Estas montañas son las más elevadas de todo el Caribe; aquí tenemos humedad, drenaje y temperatura. Nuestro arábica no tiene nada que envidiar al Blue Mountain.
–Si usted lo dice será cierto. Lo digo porque los turistas quieren conocerlo. Dicen que les interesa el café.
–¿De dónde son?
–Holandeses.
–Tráemelos de vuelta. –No era una invitación; más bien descargaba en Fabián la responsabilidad de traerlos enteros.
–¿Volverán, padre? –volvió a preguntar el muchacho intencionadamente.
Con la mente nublada por lo que había detrás de aquella conversación, el cura dejó que Fabián desapareciera tras la humareda negra que soltaba el Jeep al acelerar. De camino a la sacristía tosió secamente varias veces y también concluyó que ya no haría ninguna diferencia hablar del destino de aquellos turistas con Julio Espinosa. Al llegar encontró la puerta abierta, tal y como él la había dejado al salir. Entró y la cerró con llave, como si ahora fuera más peligroso estar dentro que fuera. Abrió el guardarropa y sacó de su interior una caja de madera de detrás de las pocas camisas que colgaban de un puñado de perchas viejas de alambre. La liberó de su candado utilizando para ello una pequeña llave maestra que él mismo había escondido en lo alto de aquel mueble y que atinó a encontrar en un solo tanteo. En aquella caja el cura guardaba una emisora portátil de radiocomunicaciones que colocó sobre la mesita. Lo hizo con la misma parsimonia con la que preparaba el cáliz y el cuerpo de Cristo y la puso en funcionamiento. Tomando asiento, comprobó la conexión con dos toques rápidos del botón que llaman PTT –Push To Talk– y esperó hasta escuchar respuesta. «Las seis en punto», comprobó. Entre tanto, tembloroso de su mano diestra por su enfermedad, ayudándose de la otra mano para no verterlo, vació en su pocillo el último tercio de café negro que le quedaba en el termo. Enseguida, a modo de respuesta, escuchó tres interferencias corridas que procedían del lado de su interlocutor y entonces lanzó un mensaje en clave:
–Por la vereda dos pollitos.
Por unos segundos reinó un silencio absoluto, durante el cual solo se escuchaba el sonido sibilante de su asma, crónica desde sus cuarenta, y el cacareo de dos gallinas, otrora libres, que Marcelino, su protegido indígena, le había traído como obsequio y que ahora él guardaba en un gran jaulón metálico contra una de las esquinas del patio interior de la casa.
Sorbió café nuevamente hasta apurarlo convencido de que aquel brebaje era un buen remedio natural contra todos sus achaques. Al rato, una voz concreta y solemne respondió con cierta velocidad a través de aquel equipo transistor:
–Copiado.
De seguido volvieron a escucharse otras tres interferencias que fueron contestadas por don Basilio con otras dos pulsaciones sobre el mismo botón. Lo hizo al compás de los vaivenes del dichoso Parkinson, dando tirones sobre aquel cable rizado que, como si fuera una goma, aguantaba todos sus meneos con entereza.
Decidió quedarse en casa. Un café.
Recordó que aún no había probado el de aquel año, el último que había tostado con la ayuda de Paola y de Marcelino. Se preguntó qué sería de ellos en aquellos momentos. Lo hizo al tiempo que abría uno de los botes metálicos que reutilizaba para guardar su café. Utilizó la punta roma de un cuchillo de alpaca que procedía de la dádiva que recibió por la boda de Violeta Mejías y Julio Espinosa. Hacía ya casi dieciocho años de eso. «Cómo pasa el tiempo», pensó.
Recordó también que solo un año más tarde Elvira Vélez y Emilio Rincón, los padres de Paola, fueron los padrinos en el bautizo de Fabián, y los vio otra vez acompañando a Julio Espinosa y Violeta Mejías, todos como una familia, y también se vio él mismo echando el agua bendita de la sierra sobre la cabeza de aquel bebé alzado en los brazos de su madre sobre la pila bautismal de Arellano que ahora se decía piloto del coronel Evaristo Arias.
Frunció el ceño y se quedó pensativo intentando recordar lo que iba a hacer en aquel momento. Recayó en el café y entonces metió la nariz en el bote para volver al presente. Respiró hasta agotar la inspiración y se volvió a maravillar con aquel suave aroma del mejor café del mundo, del centro del mundo exactamente. Chupó también su dedo índice y lo impregnó con una ligera muestra de aquel grano molido artesanalmente hasta alcanzar el mismo tamaño de los granos de azúcar y se lo llevó a la punta de la lengua. El sabor amargo le resultó exquisito. Le recordó ligeramente a la leña de guamo que utilizaron para tostarlo y ahumarlo a la vez en una especie de parrilla con campana cerrada que él mismo había ingeniado utilizando una plancha fina de fierro acerado procedente de una máquina de esas de abrir caminos que había abandonada a tres kilómetros del pueblo, de cuando el Ejército colaboró para eliminar los cultivos de marihuana, y entonces recordó que también tenía otro bote idéntico, pero tostado con leña de quina roja y un tercero con eucalipto. Concluyó que los sabores serían sutilmente distintos y que la mezcla que se le había ocurrido con los humos del eucalipto sería más útil contra su asma, así que decidió servirse mejor de ese otro, discurriendo que procedía de la primera cosecha que en mucho tiempo se había dado apenas sin roya porque al parecer el verano había sido especialmente largo.
Tomó un pequeño sorbo y se quedó pensativo mientras lo saboreaba y leía en el periódico, un tanto contrariado, que los caficultores temían la inminente llegada de los enfrentamientos a la sierra. Concluyó que eso espantaría a los recolectores y que la mano de obra que se necesitaba para la cosecha sería insuficiente. Pensó también en el futuro de los indígenas en medio de aquel conflicto, ajeno a ellos pero que acababa jugándose en su propia casa, y volvió a tomar otro sorbo de aquel café: «Este es el futuro de la sierra» se dijo en alto.
En el mismo estado de pensamiento agarró la vieja olla de barro que alguien le había traído de un viaje a la capital y se preparó lo que acabó siendo un café largo y solo para él, reflexivo, a fuego lento, con agua de panela y tres clavos de olor. «Hoy mejor dulce y condimentado con giroflé –se dijo en alto–, que ya la vida se nos ha vuelto suficientemente amarga y demasiado seria ella sola».
Por primera vez después de tantos años en la misión comenzó a sentirse cansado.