Читать книгу Café Pergamino - Félix Romero Cañizares - Страница 7
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A las nueve de la mañana del mismo día de santa Marta, Julio Espinosa, nervioso y descompuesto, fue de nuevo a casa de sus vecinos. Emilio Rincón abrió la puerta; con ellos estaba Chanchito, que había ido a cobrar la minuta de la noche anterior y de paso a desayunar. Julio Espinosa los miró casi sin decir y con los ojos húmedos alcanzó a pedir que se quedaran con Fabián mientras se componía el velatorio; el médico estaba en casa y acababa de certificar la muerte de Violeta.
–No ha aguantado más su enfermedad –razonó, confirmando su viudez.
Desde el umbral, Emilio le extendió la mano y, mirándolos a los dos, padre e hijo, acongojado, comprendiendo la pena que debía suponer la pérdida de una esposa y una madre tan joven y bella, los invitó a pasar, ofreciéndose él mismo a ir a dar aviso al cura y al alcalde.
–Ha sido en un momento. Se tomó la medicina y luego desayunó como siempre, y cuando he vuelto a la habitación la he encontrado con los ojos clavados en el techo, como si quisiera seguir aferrándose a este mundo.
Chanchito se quedó pensativo; le recordó a él mismo explicándole a Emilio Rincón cómo sería la muerte de Libertadora tras aplicarle la inyección letal.
–¿Habrá autopsia? –preguntó.
–El médico dice que en su estado podemos dar gracias de que haya sido rápido, que ha tenido una muerte feliz.
Todos asumieron que había sido algo bueno, dentro de la pérdida.
–Cuánto lo siento, querido Julio –dijo Chanchito según se levantaba a saludarle antes de salir por la puerta.
Emilio Vélez agarró su sombrero, se puso una cinta negra en el brazo izquierdo enseñando respeto por aquella familia y bajó a informar, primero al alcalde, porque le venía al paso, y luego a don Basilio, para pedirle que tocara a difunto por el alma de Violeta Mejías.
De camino, pensando en la yegua, se repitió la misma frase dos veces: «Las desgracias nunca vienen solas».
En la sala de estar quedaron Julio Espinosa y su hijo Fabián, mientras Elvira Vélez preparaba café de filtro. El aroma de la infusión recién hecha atrajo a Julio Espinosa hasta la cocina. Allí encontró una atmósfera íntima en la que le resultó más fácil soltar los sentimientos que tenía agarrados a la boca del estómago. Se quedó de pie.
–¿Fabián tomará café? –preguntó ella, alargándole una taza.
–Mejor que no –respondió él.
En aquella cocina, Julio Espinosa tomó el café tinto, negro con azúcar. Elvira Vélez, también dulce pero blanqueado con un poco de leche. Fabián se quedó sentado en la cocina sin decir ni hacer nada, tan solo mirando de reojo a Paola que, apostada como una lechuza en el corredor, contemplaba la escena atentamente abrazada a su peluche mientras mordisqueaba una arepa de queso.
–Gracias por quedarte anoche con ella.
–Por ti hago cualquier cosa, Julio. Ya lo sabes. Los malos tragos son mejores si pasan pronto y acompañados.
–Gracias de corazón.
Se miraron unos segundos, como entendiéndose mentalmente. Elvira se lanzó a abrazarlo y él la correspondió con un beso contenido en la frente y otro abrazo.
–A veces alargamos las cosas más de lo necesario, ¿no crees? –reflexionó Julio Espinosa, que se encontraba en ese estado de duermevela que queda del poco descanso y los golpes inesperados de la vida.
–Y mientras se nos va la felicidad… –respondió ella emocionada y agradecida por la reflexión.
Enseguida se oyó sonar con desánimo el pequeño campanario de la iglesia. El repique de las campanas interrumpió definitivamente aquel momento íntimo, invitando a Julio Espinosa a volver a su casa para cuidar del cuerpo de su mujer hasta que llegasen más vecinos a ayudar con el velatorio. También le dio un beso en la frente a Fabián dejándolo allí a cargo de sus padrinos y se marchó con el cuerpo de Violeta.
Paola se acercó inquieta a aquella extraña mujer que ya no se parecía tanto a la que era su mamá. La contempló como si fuera otra persona. La percibió en trance, extasiada por aquella dosis anormal de adrenalina que dominaba su cuerpo. La miró y lo que vio en ella fue una madre amputada de ternura.
–¿Por qué lo hiciste, Elvira? –dijo temerosa desde lo más profundo de su enorme alma de cinco años.
Sorprendida por la frialdad de la pregunta de su criatura, Elvira se le acercó desconsolada con la cara desencajada y el propósito de poder agarrarla en brazos, pero le resultó imposible. El ánimo de Paola estaba dominado por esa humillación innata que surge de los corazones puros cuando sufren su primera decepción. De allí se había esfumado definitivamente la admiración por su madre.
–¿Qué dice la niña? –preguntó Emilio Vélez según entraba de regreso por la puerta.
–Debe de pensar que yo maté a la yegua… porque avisé a Chanchito… Ya ves… –respondió Elvira con los ojos en lágrimas.
–Qué tontería es esa –preguntó aquel marido despistado sin precisar a qué se refería exactamente–. ¡Ven acá, mi amor!
Paola fue el único de sus dos amores que salió corriendo hacia él. Tal vez imitando a la Libertadora de carne y hueso, lo hizo al trote, con su peluche en brazos. Al final de su cabalgada miró hacia atrás y entonces vio cómo su mamá, pálida y temblorosa, buscaba a tientas la pared mientras Fabián se dirigía hacia ella asustado para evitar su caída. A punto de desvanecerse, el muchacho consiguió sujetarla y acompañarla hasta hacerle tomar asiento en una silla de la cocina.
–Gracias, mi hijo –alcanzó a decir Elvira.
Con Paola en los brazos, Emilio la miró con susto.
–¿Estas bien, Elvira?
–Sí, es solo este calor y las malas noticias.
En el desconcierto, Fabián preguntó entonces algo que no obtuvo respuesta:
–¿Qué hicieron con la yegua? ¿La enterraron también?
La pregunta de su ahijado sonó incoherente y espantosa en la mente de Elvira.
Pasaron meses hasta que Paola volvió a llamarla mamá, pero Elvira Vélez nunca habló de ello con la pequeña; simplemente dejó pasar el tiempo pensando que lo que su hija hubiera tenido en la cabeza igual que le había venido se le iría.