Читать книгу Café Pergamino - Félix Romero Cañizares - Страница 6
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El veterinario de Arellano era un hombre bajito, grueso y de avanzada edad –casi setenta años–, y tal vez por eso se había vuelto despistado. Su verdadero nombre era don Fausto, pero todos le llamaban Chanchito, ese aspecto tenía.
Chanchito jamás tuvo un despiste tan grave como el de aquella noche. A las veintidós horas del 28 de julio del año en que Paola cumplía cinco, Emilio Rincón pidió a su mujer que fuera urgentemente en su busca; había decidido sacrificar a Libertadora. La yegua se había roto la cadera hacía un mes al resbalar por la única calle empedrada de Arellano. Iba cargada con tres costales de café. Desde entonces el animal había pasado los días levitando a diez centímetros del suelo sostenida de cuatro sogas amarradas a las vigas de la cuadra. En aquella postura, el animal básicamente dormía y, cuando no, se quejaba del profundo dolor en la cadera y de las propias heridas que las cinchas le hacían en el vientre. Había perdido el apetito y mucho peso.
Elvira no dudó en seguir la orden de su marido; agarró en brazos a la niña y enfiló la calle en busca del veterinario. Su marido se quedó con el animal, apenado, enfadado con el mundo, acariciando a aquella pobre yegua con los ojos llorosos, los dos, animal y hombre. A través de ella leía su propio pasado y de alguna manera su propio futuro. Libertadora había vivido con él veintitrés años, era suya desde mucho antes de casarse con Elvira. Con una vida tan larga, el animal era parte de la familia y la única yegua que había en la casa. Con aquel animal arreó su primer lote de café. Como muchos otros en Arellano, Emilio y Elvira eran hijos de colonos llegados a la sierra, a ese y otros poblados que ni siquiera eran municipios; simples corregimientos, pedanías levantadas sobre la marcha lejos del conflicto guerrillero del interior del país. En aquel éxodo muchos hombres y mujeres vieron su futuro en la sierra. Muchos vinieron con lo puesto; si tenían un animal eso era un tesoro, por eso Libertadora era tan importante en la vida de Emilio Rincón. Ahora que se le moría aquel animal, que más bien era un emblema al esfuerzo y al coraje de su familia, a través de ese terrible momento sintió la angustia de la incertidumbre: muertos sus padres y siendo hijo único quedó convencido de que con ello se acababa del todo una parte de su vida. Se consolaba pensando que por suerte tenía a Elvira y a Paola a su lado.
A los pocos minutos, Elvira regresó con Chanchito, este cargado con su maletín de cuero. Ambos se percataron del estado de Emilio. Estaba nervioso y no parecía que fuera capaz de ayudar. Con el rostro desencajado, descompuesto e indispuesto, parecía que el mundo se tambaleaba y que él caería desmayado en cualquier instante.
–Vamos, Emilio. Anímate, es ley de vida.
–No es la yegua, Chanchito.
Con el animal gimiendo, don Fausto se acercó a palpar la cadera. Enseguida concluyó que aquello no había soldado ni soldaría ya en condiciones y entonces le ordenó a Elvira que le acercase el maletín y que saliera corriendo a buscar a otro hombre para ayudarles a descolgar a la yegua una vez muerta.
–¡Este hombre y sus ánimos! –exclamó Elvira–. Se me ha hecho un viejito.
–¿Qué es lo que tienes entonces? –preguntó el veterinario.
–Que las desgracias nunca vienen solas, Chanchito. Ni sabemos cuándo empieza una mala racha.
–¡Qué actitud es esa! Así más bien la mala racha la empiezas tú, no es que ella tenga que hacer mucho para venirte a buscar –replicó don Fausto.
Elvira clavó sus ojos en el protocolo del veterinario hasta que don Fausto le devolvió la mirada. Solo entonces recordó que tenía un recado: ir en busca de ayuda. Reaccionó tan sobresaltada que se golpeó con la puerta y olvidó por completo que tenía a su cargo a la pequeña Paola.
En mitad de aquella conversación, Chanchito, extrañado, volvió a concentrarse en su tarea.
–Juraría que agarré dos dosis.
–Tú también estás mayor, Chanchito.
–Yo soy viejo, Emilio. Cualquier día me toca retirarme. Pero es que tú te sientes viejo, y aún te queda media vida por delante.
–¿Qué vas a ponerle pues? –preguntó Emilio en referencia a la inyección.
–Primero un relajante muscular y luego la eutanasia.
Aquel veterinario despistado concluyó que de todas maneras con una dosis sería suficiente y le advirtió que en unos minutos el animal moriría quedando con los ojos abiertos, un efecto secundario del barbitúrico.
–Te lo digo porque te veo sensible; no me vengas luego con poemas: que si te quería tanto que se quedó con los ojos abiertos para ver a su amo…
Emilio Rincón no se inmutó con el comentario de Chanchito que, a su manera, pretendía ser afable y quitarle hierro al asunto.
Paola contempló la escena y, a pesar de que era una culicagada que no comprendía lo que ocurría, todo aquello se le quedó grabado en la memoria para siempre: los ojos abiertos de Libertadora, la tristeza de su padre y también su madre hurgando en el maletín de Chanchito, lo cual la desconcertó enormemente, pues su mamá le tenía prohibidísimo hacer eso a ella con las cosas de los demás.
Por entonces Paola no sabía que lo que su madre sisaba del maletín del veterinario era la otra dosis de pentobarbital que don Fausto traía para la yegua. Solo se fijó en que, lo que fuera que cogiera, se lo guardó en el bolsillo del pantalón y con ello salió a cumplir el recado de don Fausto.
Con el tiempo Paola aprendió que el desconcierto conduce al abandono y que las normas incondicionales impuestas por las personas también acaban cambiando con las circunstancias, transformando lo que parecía absoluto, inamovible y eterno en relativo, cambiante y caduco.
La casa de Julio Espinosa y Violeta Mejías estaba a media cuadra. Por eso Paola, siguiendo los pasos de su mamá, alcanzó a entrar fácilmente en la casa de los vecinos mientras Elvira, frenética por lograr su cometido, seguía sin recaer en la pequeña. Atravesó la puerta, y desde ese momento también recordaría para siempre a Julio Espinosa plantándole un cariñoso beso en la mejilla de su mamá haciendo con ello que ella se abrazase a él. Luego descubrió que eso era lo que hacían los amantes en las películas: su mano en el cuello y sus dedos peinando su pelo; él agarrándola por los hombros como en un intento racional por contener su ímpetu. Para entonces Elvira ya le había explicado a aquel hombre lo que pasaba: Chanchito y su marido lo necesitaban para acarrear a la yegua sacrificada; a cambio ella se haría cargo de Violeta, enferma y postrada en la cama desde hacía casi tres años por algo degenerativo en el sistema nervioso que los médicos no sabían especificar. En su enfermedad, Violeta tenía días en los que estaba más activa, y entonces en aquella casa se vivía con esperanza mientras juntaban plata para llevarla a un especialista a Estados Unidos. Otros días apenas podía moverse, y entonces se apagaba y quedaba inmersa en una especie de sopor, latente, hermética.
Julio Espinosa no dudó en prestar ayudar.
Al salir de su propia casa se vio sorprendido por la mirada de Paola, indefensa y confusa en el umbral de la puerta.
–Pasa ahí dentro con tu mamá –le dijo, acompañándola con un pequeño empujoncito hasta mostrarle la puerta de la habitación donde Violeta Mejías descansaba su enfermedad.
La pequeña Paola, reubicada, le obedeció.
Avanzó en busca de su madre, primera habitación a mano derecha. Allí estaba el dormitorio del matrimonio, la puerta entreabierta. Paola se asomó al umbral y vio a su mamá de pie, observando a Violeta Mejías dormir de manera desahogada. Sin saber lo que era, vio que su mamá tenía aquella pócima en la mano. La vio también rebuscar en el cajón de la mesilla hasta que encontró unas tijeras con las que hizo un agujero en el tapón de la botellita para vaciar su contenido en el frasco de donde Violeta Mejías bebía el agua.
Cuando Elvira se volvió hacia la puerta descubrió a la pequeña Paola parada en el umbral agarrada con una manita al cerco, la otra ocupada en un medio abrazo a su yegua de peluche que había sido bautizada por ella misma también con el nombre de Libertadora.
Elvira se estremeció al descubrir allí a la niña e instintivamente se lanzó a por ella. La cogió en brazos, la apretó y se puso a llorar sin saber exactamente por qué.
–La pobre Violeta está malita, mi hija –alcanzó a decir.
La pequeña Paola en cambio no lloró. Ni ella ni nadie comprendía todo lo que estaba ocurriendo entre aquellas dos casas.
–¿Irá al cielo con los abuelos?
–Claro, mi amor.
–¿Y Libertadora?
–También, mi vida –contestó Elvira con la voz quebrada.
–¿Y tú?
–¿Yo? –se sorprendió Elvira–. Yo no, mi amor. ¿Por qué?
–Cuando se hacen cosas malas ya no se va al cielo, ¿verdad?
En un principio, Elvira no supo qué contestar.
–Yo voy a estar siempre contigo, mi hija –reaccionó apretándola en su regazo por unos segundos, hasta que Paola pataleó y consiguió zafarse y salir corriendo. La madre la dejó escapar.
De vuelta a casa, Paola se metió directamente en su habitación y abrió el cajón donde guardaba las velas de su último cumpleaños. Tenía cinco. Cogió dos y con ellas regresó a la casa de los Espinosa. Allí, Elvira contenía el llanto sentada en una silla al pie de la cama de Violeta Mejías. Paola simplemente extendió su brazo y le entregó las velas indicándole que las encendiera:
–Para que Libertadora y Violeta vean hasta que lleguen al cielo –dijo.
Petrificada por el gesto de la niña, dando enteramente por cierta la conclusión de su pequeña, luchó por mantener mínimamente la compostura. Cogió las dos velas, las puso junto a la imagen de santa Marta de Betania que había en el recibidor de aquella casa y las encendió. Aun así, aquella noche ya nunca dejó de ser oscura en los recuerdos de Paola.