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4. Poesía y literatura alimentaria (segunda parte)

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Por fortuna el apetito de lecturas, a diferencia del físico, no se sacia nunca, aunque Kierkegaard se sonríe de esta presunta hambre insaciable al recordar la anécdota del escritor que, preguntado por el lector, que acababa de leer un libro suyo, si pronto escribiría otro, se siente halagado «de tener un lector que apenas ha acabado de leer un voluminoso libro y, a pesar del cansancio, conserva intacto el apetito»18.

De Kierkegaard y de sus metáforas alimentarias hablaremos con mayor extensión más adelante, en la parte dedicada a la dieta filosófica. Sin abandonar de momento el ámbito de la lectura y de la literatura alimentaria, recordaré un pasaje de El difunto Matías Pascal, de Luigi Pirandello. Matías Pascal, el hombre que perderá la propia identidad y cuyo recuerdo perderán los demás, acaba de convertirse en bibliotecario de la biblioteca Boccamazza o de Santa Maria Liberale. «Estando allí solo, consumido por el aburrimiento», decide comer a su vez para no acabar devorado; y comienza por lo que tiene a su alrededor, esto, es, por los libros. De modo que se pone a leer de todo, desordenadamente, y descubre con estupor que el consumo de libros no produce pesadez de estómago, como el de los alimentos. Es cierto que los libros, «especialmente de filosofía», pesan mucho. «Y sin embargo, quien se alimenta de ellos y se los mete en el cuerpo, vive entre las nubes»19.

Marguerite Yourcenar parece sostener una opinión algo distinta respecto a la ligereza y pesadez de los libros/alimentos: los grandes escritores clásicos —escribe—, Marco Aurelio, Agustín, Petrarca, Montaigne, Saint-Simon, son como «algunos alimentos especialmente nutritivos, que solo se pueden digerir si se diluyen o suavizan con otros de más fácil asimilación». De ahí que, según ella, es mejor alternarlos con la lectura de Fénélon o Chateaubriand, autores que evidentemente considera más ligeros...20

La palabra es comida, el conocimiento es alimentación, el saber es sabor; la escritura es cocina. Concluiré esta visión panorámica de la lectura y literatura alimentaria con dos escritores casi contemporáneos: el ensayista francés Roland Barthes y el escritor y psicoanalista brasileño Rubem A. Alves.

Mencionaré la lección inaugural pronunciada por Barthes en el Collège de France en 1977, que es un elogio a la vez del olvido y de la sabiduría; y lo es porque esta nace de aquel, en el momento en que, después de haber estudiado y enseñado mucho, se pasa por la experiencia de desaprender, es decir, de dejar que el olvido proceda a sedimentar conocimientos, culturas y creencias, para hacer que aflore a la superficie tan solo la nata del saber:

Esta experiencia tiene, según creo, un nombre ilustre y démodé, que osaré utilizar aquí sin complejos, precisamente en la ambivalencia de su etimología: Sapientia; ningún poder, un poco de sabiduría, un poco de buen juicio y el máximo sabor posible.21

El otro autor que mencionaré no se limita a una nota tan sobria. Su obra se presenta deliberadamente como una preparación culinaria, sobre todo en un extraordinario librito de reciente aparición. El título en su versión portuguesa es O Poeta, o Guerréiro, o Profeta, pero la traducción italiana (Parole da mangiare [Palabras para comer]) ha querido acentuar expresamente la coincidencia entre palabra y comida que está presente en toda la obra. Más aún que en la identificación entre leer y comer, Alves insiste en la equivalencia entre escribir y cocinar: manejo las palabras, escribe, como el cocinero prepara la comida, y las cocino con esmero, preparándolas escrupulosamente por anticipado. Fiel a su metafísica que predica que «el mundo no existe para ser objeto de contemplación», Alves, cayendo casi en una simplicidad precisamente de «filosofía alimentaria», en que el sujeto devora el objeto y todo acaba aquí (veremos la crítica de Sartre a esta postura), sostiene que el mundo «existe para ser comido, para ser transformado en banquete»; puesto que pensar es transformar nuestras ideas crudas, y cualquier lectura es una comida en la que se distribuyen «palabras para comer...»22.

Quién sabe si es consciente de este proceso simbólico y metafórico el publicista que, para incrementar las ventas de una editorial de libros infantiles, lanzó la idea de «merendar en la librería». Solo sé que uno de los mayores placeres que tenía de niña, por no decir el mayor, era «comer con el tebeo». Así se llamaba en la jerga familiar de los hermanos aquel acto prohibido y deseado, que solo podía realizarse cuando los padres comían fuera —cosa muy poco frecuente en nuestra casa. El ritual consistía en amontonar pilas de tebeos sobre la mesa y apoyar el ejemplar elegido en el vaso (lleno de agua, porque de lo contrario no habría aguantado el peso) para leerlo en total y gozoso silencio mientras se iba comiendo.

En resumen, un placer semejante al que Lewis Carroll prevé para Alicia, ya que el pozo en el que va cayendo lentamente al comienzo de la historia está sembrado de libros y de tarros de mermelada, los placeres de los niños de antes. Aún ahora, la niña que hay en mí experimenta un infinito placer, desgraciadamente raras veces permitido, comiendo en silencio, sola, con un libro apoyado en el vaso.

Filosofía en la cocina

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