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1. Palabra y comida

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Conocer y comer, palabra y comida, dice Alves, están hechos de la misma pasta, son hijos de la misma madre: el hambre. Puesto que todos hemos pasado por esta experiencia, entendemos y usamos con naturalidad el lenguaje del conocimiento alimentario, de la palabra que es comida. Es el lenguaje que se sirve de expresiones como ganas de conocer, sed de saber, hambre de información. O bien expresiones del tipo: devorar un libro, tener una indigestión de datos, estar saturados de leer, estar hartos de lectura; o incluso, mascar algo de latín, rumiar una idea, digerir un concepto; o, por último, usar palabras dulces, reproches amargos, anécdotas picantes, comparaciones sabrosas.

Las palabras son el alimento de la mente, según estas expresiones que confirman el hecho de que las ideas son comida; comida y alimento que entran y salen de la sartén de nuestro cuerpo a través del orificio de la boca, para ser después amasados por la lengua, digeridos por el estómago, asimilados por el intestino. Comer y conocer son la misma cosa, y las palabras y los alimentos coinciden en el lugar de salida de las unas y de entrada de los otros, en la boca, órgano común a ambas funciones, y en el instrumento que los elabora y los amalgama, la lengua: «Por una parte, la boca es el lugar físico (el umbral) donde se cruzan palabra y alimento; por la otra, el mismo órgano, la lengua, desempeña la misma función (amalgamar) respecto a los alimentos y a las palabras»1.

Tras haber cruzado el umbral de la boca y haber sido amasadas y amalgamadas por la lengua, las palabras van a parar al estómago, contenedor real y simbólico en cuya forma se inspiran los alambiques de la alquimia, y allí se guardan. Se convierten así en parte de los conocimientos adquiridos, de las experiencias sufridas. Como tales se mantienen allí, como dirá Agustín, en el «estómago de la memoria»:

Podríamos decir que la memoria es una especie de estómago del alma, y la alegría y la tristeza como una comida suave o amarga. Cuando esta comida de las cosas se confía a la memoria, es como si pasara al estómago, donde puede guardarse pero no saborearse [...].

¿No salieron, quizá, de la memoria a través del recuerdo como sale la comida del vientre de los rumiantes?2

estómago que desempeña aquí la misma función que la boca y la lengua, que consigue conservar los recuerdos porque los ingiere, digiere y asimila; en resumen, los posee íntegramente hasta convertirlos en parte de sí mismo. Comer guarda relación con el recuerdo, observa asimismo Rubem A. Alves; de no ser así, ¿por qué razón diría Jesús a sus discípulos: «comed y bebed en memoria mía...»?3 Lo observa también, más carnalmente, Ernest Hemingway cuando, en París era una fiesta, pone en boca de la mujer: «La memoria es apetito»4.

Pero si palabra y comida son una misma cosa, si la afinidad entre conocimiento, recuerdo y alimentación nos resulta tan familiar que nos permite comprender inmediatamente las expresiones que hemos citado más arriba, también nos resultará natural el «lenguaje alimentario» aplicado a la literatura, al arte y a la filosofía.

Filosofía en la cocina

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