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2. Poesía y literatura alimentaria (primera parte)

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Ya el poeta griego Píndaro decía que en su poesía había algo de comer, que su lírica era una bebida deliciosa y su canto (mélos) le parecía, gracias al juego de las asonancias, dulce como la miel (méli)5. Incluso algunos géneros literarios se expresaban en la antigüedad clásica con metáforas culinarias: la «sátira» tenía el significado de plato formado con varios ingredientes, de «plato combinado»6; la «farsa», en cambio, se relaciona con la idea del relleno, y originariamente designaba un breve entreacto cómico que servía de relleno en una representación seria7. Son frecuentes las metáforas de la escritura entendida como el arte de mezclar y cocer materiales crudos: reflejan la idea de que cocineros y literatos son artesanos que producen un revoltillo agradable para ofrecer como alimento a la boca o al intelecto, para saciar el hambre de los verbíboros.

Pero es en la Biblia donde encontramos la fuente más rica de metáforas alimentarias, incluidas las dos escenas dramáticas relacionadas con la comida: la del pecado de Adán y Eva y la de la última cena. En cualquier caso, son tantas las referencias literales y metafóricas vinculadas con la comida en el Antiguo Testamento que no tiene sentido enumerarlas y exponerlas. Me limitaré, pues, a recordar un significativo pasaje de Ezequiel en el que aparece, con más fuerza que en ningún otro, la analogía entre comida y palabra.

El Señor ofrece a Ezequiel, su profeta, un rollo escrito por dentro y por fuera, lleno de «lamentaciones, gemidos y ayes».

Me dijo: «Hijo de hombre, come lo que encuentres, come este rollo; y después ve, habla a la casa de Israel». Abrí la boca y él me hizo comer el rollo y me dijo: «Hijo de hombre, nutre tu vientre y llena tus entrañas de este rollo que te doy». Lo comí y fue en mi boca como miel por su dulzura.

Me reservo la interpretación de este pasaje para la última parte del libro, la que está dedicada al pecado de gula. Por ahora, obsérvese tan solo que para retener las palabras del Señor el profeta se come el rollo en que están escritas; es dulce como la miel, como el librito del Apocalipsis tomado de la mano del ángel:

Y tomé el librito de mano del ángel y lo devoré. En mi boca era dulce como la miel. Mas cuando lo hube comido se amargaron mis entrañas.8

También en el Nuevo Testamento abundan extraordinariamente las metáforas alimentarias. Basta echar una mirada al evangelio de Mateo: «No solo de pan vivirá el hombre, sino de toda palabra salida de la boca de Dios»; «Bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia»; «vosotros sois la sal de la tierra», o «semejante es el reino de los cielos a la levadura que tomó una mujer, y la mezcló con tres medidas de harina, con lo que toda la pasta fermentó». O bien véase el capítulo XIV del evangelio de Lucas, enteramente dedicado a comidas y banquetes, o el pasaje sobre «Jesús el pan de la vida» del evangelio según san Juan: «Yo soy el pan de la vida. El que a mí viene jamás tendrá hambre y el que en mí cree jamás padecerá sed... Yo soy el pan viviente... Y el pan que yo daré es mi carne...».9

Asomados a una ventana abierta sobre el jardín de la casa donde vivían cerca de Ostia, en la desembocadura del Tíber (Ostia viene de ostium, boca, desembocadura), Agustín y su madre Mónica hablaban entre sí dulcemente dirigiéndose con la mente a Dios: «Dirigíamos los labios de nuestro corazón [os cordis] hacia aquella corriente celestial que mana de tu fuente». Sus pensamientos vagaban, pensando en el Señor, «a la región de la abundancia indeficiente, donde tú apacientas a Israel con el alimento de la verdad [veritate pabulo]». Hambre, pues, como inquietud y deseo, que buscan saciarse en Dios, porque Dios es, escribe Agustín, «pan interior», y la «verdad es alimento».

A su vez, los escritos de Agustín son para Gregorio Magno «harina de trigo»; mientras que los suyos son tan solo «salvado». Además, según Gregorio Magno, hay que alabar la ciencia cuando, en el «vientre del espíritu», prepara un banquete que «rompe el ayuno de la ignorancia» (ignorantiae jejunium). Si Gregorio hablaba de «vientre del espíritu», Alain de Lille habla de «paladar de la mente» (palatum mentis) cuando procede a descomponer teológicamente la leche en tres sustancias, suero, queso y mantequilla, que corresponden a los tres sentidos de la sagrada escritura: histórico, alegórico y tropológico (metafórico). El suero corresponde al sentido histórico, porque su sustancia es común y el goce que comporta es escaso; el queso corresponde a la alegoría, porque es alimento sólido y sustancioso; la mantequilla, finalmente, corresponde al sentido metafórico, que es la parte más dulce y más sabrosa10.

Avanzando en el tiempo, encontramos al autor que probablemente más se extiende sobre el tema de la «literatura alimentaria», Dante, que divaga muy extensamente sobre la cuestión en la Divina Comedia, pero sobre todo en el Convivio.

En esta obra, explica Dante, se ofrecerán al lector, como «manjar» espiritual e intelectual, catorce canciones, acompañadas del «pan» del comentario. Sentados a la mesa «donde se come el pan angélico» (la referencia no debe considerarse blasfema; a mí este pasaje siempre me ha recordado el dulce «pan de los ángeles» que se prepara con la levadura de vainilla Bertolini), los afortunados asistentes al banquete se alimentarán de manjares selectos, acompañando el condumio con pan, un pan purificado de «máculas mundanas» con el «cuchillo del juicio»; aunque siempre se tratará de un pan de cereal inferior («cebada») porque está escrito en vulgar, y no de trigo, porque no está compuesto en latín11.

Dejemos ahora a Dante ocupado en «administrar los manjares» y hagamos un recorrido por algunos autores de la literatura europea que utilizan en sus obras metáforas alimentarias.

Petrarca, en una carta a Boccaccio de 1359, compara su aprendizaje de los autores latinos con la ingestión de comida, cuando explica que ha devorado los autores clásicos12. Montaigne se presenta, en cambio, como cocinero que regala al lector con el fricasé que ha preparado («todo este guiso que voy garabateando aquí no es más que un registro de las experiencias de mi vida...»)13. Béroalde de Verville, autor francés del siglo XVII, utiliza abundantemente la metáfora alimentaria en su lenguaje narrativo invitando al lector a probar, saborear y digerir el texto, además de beber el contenido de su obra, con ricas variaciones sobre el tema de la bibliofagia14.

Pasemos ahora a escuchar los consejos que Tomás Campanella, filósofo y autor de poesías filosóficas, extendiéndose sobre el tema de la relación entre comida y letras, propone al poeta. Campanella le aconseja que sea «cocinero en el verso», o bien que sazone escrupulosamente sus composiciones poéticas con sabrosas anotaciones. Por otra parte, Campanella se sirve en abundancia de este imaginario, que le hace exclamar, por ejemplo, en la composición poética Anima immortale:

Mi cerebro en un puño apenas cabe, y devoro

tanto, que cuantos libros contiene el mundo

no alcanzan a saciar mi apetito voraz:

¡cuánto he comido! y, sin embargo, de ayuno muero.

Cuanto más me alimentan del gran mundo

Aristarco y Metrodoro, más hambre siento.15

Campanella, un voraz lector de libros, un bibliófago y logófago como muchos de nosotros, para quien toda lectura es un banquete y una mesa preparada, de la que se toma el libro/plato con las manos para devorar páginas y páginas ensartando las palabras con el tenedor del ojo. O para quien la despensa adopta el aspecto de una biblioteca que, en lugar de libros, contiene productos alimentarios, como en la ilustración del primer volumen del Almanach des Gourmands de Grimod de la Reyniére, editado a principios del siglo XIX (figura 1): en vez de volúmenes encuadernados, aparecen en los anaqueles toda clase de provisiones, desde el lechón a los patés y salazones, toda clase de golosinas acompañadas de un buen número de botellas de vino de excelente calidad, licores, tarros de fruta en aguardiente, verduras en aceite y en vinagre. A modo de lámpara, pende del techo un enorme jamón16.

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