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III. EL ABUSO DEL «HATE SPEECH» Y DEL APÓSTROFE «-FÓBICO» COMO EXPEDIENTE DE CENSURA IDEOLÓGICA

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1. En muchos de los casos expuestos, el recurso para silenciar las voces con las que se discrepa ha consistido, justamente, en asignarles el calificativo de «discurso del odio» (hate speech), o en asociarlas a fobias u aversiones emocionales. Ataques como los sufridos por John Finnis, Nicholas Christakis, John McAdams o Pablo de Lora son buenos ejemplos en tal sentido. Conviene advertir, sin embargo, que el discurso del odio constituye un concepto que se presta fácilmente a manipulaciones. Como ha subrayado el constitucionalista de la Universidad de Princeton, Keith E. Whittington, «en ocasiones, la categoría de “hate speech” se formula de manera restringida para centrarse en amenazas, acoso e insultos personales, pero a menudo se construye ampliamente para incluir argumentos con conclusiones desagradables»29.

Llamativamente, las amenazas a la libertad académica basadas en el contenido de las opiniones manifestadas contrastan con la extensa protección que la libertad de expresión ha recibido en la jurisprudencia constitucional norteamericana –muy especialmente en el ámbito académico. En una Sentencia dictada por la juez Ruth Bader Ginsburg, el Tribunal Supremo norteamericano afirmó, en relación con los grupos estudiantiles, que «pueden expresar cualquier punto de vista que deseen –incluido uno discriminatorio»–, y que con ello se continúa «la tradición de este Tribunal de proteger la libertad de expresar “el pensamiento que odiamos”»30. En caso de que una idea sea rechazada, lo que procedería –entiende el órgano judicial– es refutarla, no proscribirla. Tal era la sugerencia de Louis Brandeis en un famoso voto concurrente a Whitney v. California, de 16 de mayo de 1927: es preciso «creer en el poder de la razón aplicado a la discusión pública»; y añadía: «si hay tiempo para exponer, a través de la discusión, las falsedades y falacias, de evitar el peligro por los procesos de educación, el remedio que ha de aplicarse es más discurso, no silencio impuesto»31.

El Tribunal Supremo norteamericano ha sostenido con razón que no se puede «regular el uso (de la palabra) con base en la hostilidad o el favoritismo hacia el mensaje subyacente expresado»32. Emplear el concepto de hate speech con el fin de censurar de antemano ideas que uno rechaza encierra un ataque a la libertad de expresión, incluso cuando el rechazo se funda en consideraciones relativas a la discriminación. No debe ignorarse, en este sentido, que la aplicación del propio concepto de discriminación depende en sí mismo de valoraciones, tantas veces controvertidas33. Y tampoco puede olvidarse –como señala Whittington– que el argumento autoritario tradicional para actuar contra determinados contenidos ha sido siempre que tales contenidos eran en sí mismos nocivos, antisociales u odiosos; y, al contrario, que los defensores de la libertad de expresión nunca han entrado a cuestionar si semejante pretensión era cierta, sino que defendían la libertad con independencia de que lo fuese34.

En contraste con el difuso concepto de «hate speech», las categorías civiles clásicas de comunicación proscrita –no exentas de casos fronterizos, si bien menos controvertidas– de calumnia e injuria, se caracterizan por una actitud inequívocamente difamatoria u ofensiva –ora atribuyendo falsamente fechorías a alguien, ora mancillando su honor de forma insultante. El concepto de «discurso odioso» resulta, como se ha indicado, más ambiguo, y no es de extrañar que «el Tribunal Supremo nunca ha(ya) reconocido una categoría especial de “hate speech” que esté excluida de la Primera Enmienda». Como ha señalado la intelectual liberal, expresidenta de la American Civil Liberties Union, Nadine Strossen, «eso no quiere decir que todo discurso connotado por la vaga categoría de “hate speech” esté constitucionalmente protegido»35. Más sencillamente, lo discutible es que tal concepto constituya, dada su propia obscuridad, un canon de prohibición idóneo. En demasiadas ocasiones, lo que se pretende con su invocación es mover las fronteras de la libertad de expresión para censurar determinados contenidos que chocan con la propia opinión, sensibilidad o modo de vida36.

2. En el ámbito europeo, el Tribunal de Estrasburgo se ha opuesto también a la censura por el hecho de que las ideas expresadas no gusten: la libertad de expresión «no es aplicable únicamente a “información” e “ideas” que se reciben favorablemente»37. A su vez, el mismo Tribunal ha declarado la ilegitimidad de «difundir, incitar, promover o justificar el odio basado en la intolerancia»38. Como he señalado, sin embargo, a partir de esta última categoría no siempre se distingue adecuadamente el acto injurioso o violento de la defensa de ideas intensamente rechazadas por un sector de la ciudadanía, por grande o mayoritario que sea. Esto último no debería tomarse como un proceder ilegítimo, en tanto que lo primero no debería estar cubierto por la libertad de expresión. A mi modo de ver, la línea que separa uno y otro caso no siempre ha sido justamente evaluada por el Tribunal de Estrasburgo39.

De un lado, el Tribunal Europeo de Derechos Humanos ha conferido un amplio margen de discrecionalidad a los Estados para admitir delitos «ideológicos», significativamente la negación del holocausto40. Esta jurisprudencia es menos tuitiva que la del Tribunal Supremo norteamericano o el Tribunal Constitucional español, el cual –más atinadamente, a mi parecer– avala el castigo de la justificación del genocidio, mas no el de su simple negación41. La línea jurisprudencial del Alto Tribunal europeo se explica acaso, al menos en parte, por su posición supranacional. No deja de llamar la atención, de todas maneras, el contraste de esta jurisprudencia con su celo por cubrir con el manto de la libertad de expresión actos más directamente ofensivos como quemas de símbolos e injurias a la Corona42. En conjunto, como he señalado, parece que el Tribunal no mantiene una línea de tutela del todo coherente en lo que respecta al hate speech43.

Discurso de odio y creencias

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