Читать книгу Elementos para una (re)interpretación de las convenciones internacionales de drogas - Francisco E Thoumi - Страница 10

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introducción

1. El modelo de la política de drogas de las Naciones Unidas y la búsqueda y apoyo para establecer una política de drogas simple y global

Las políticas del SICD se basan en la premisa de que las sustancias psicoactivas solo deben utilizarse con fines médicos o científicos y todos los demás usos están prohibidos. El artículo cuarto de la Convención Única sobre Estupefacientes de 1961 señala que las Partes se comprometen a “tomar las medidas legislativas y administrativas que sean necesarias” (UNODC, 2013, p. 4) para hacer cumplir esta limitación del consumo. En consecuencia, el SICD necesita que los países prohíban algunos comportamientos individuales y que los eliminen si ocurren o aparecen en sus sociedades. Este ha sido un experimento global único que intenta regular el comportamiento humano individual.

La Convención sobre Sustancias Psicotrópicas de 1971 reafirma esa política y la amplía para incluir las drogas psicotrópicas. En sus artículos 5 y 7, menciona también la limitación de los usos de las drogas controladas a fines médicos o científicos. Ambas convenciones establecen cuatro listas de drogas psicoactivas controladas y algunos de sus precursores químicos (insumos), y cada lista dictamina sus propias restricciones para el consumo de drogas.

Adicionalmente, el Comentario sobre la Convención Única sobre Estupefacientes1 de 1961, que aunque no es vinculante tiene importancia para su interpretación, confirma que la restricción de la producción, los usos y el comercio de drogas controladas exclusivamente a fines médicos o científicos representó el propósito fundamental y el logro más importante del SICD:

El objetivo del sistema internacional de narcóticos es limitar exclusivamente a fines médicos y científicos el comercio y el uso de drogas controladas. Desde un comienzo este ha sido un principio básico del sistema multilateral de estupefacientes, aunque todos los tratados que lo prevén autorizan algunas excepciones. Los Convenios de 1912 y 1925 y el Protocolo de 1953 contenían disposiciones que incorporaban este principio. La ampliación gradual del alcance de su aplicación es una característica de los progresos realizados en esta rama del derecho de los tratados. Es uno de los logros más importantes de la Convención Única que puso fin a las excepciones permitidas en tratados anteriores, con sujeción únicamente a disposiciones transitorias de aplicación y duración locales limitadas. (ONU, 1973, p. 110).

Este enfoque prohíbe todos los usos no médicos de acuerdo con lo establecido por la medicina occidental y excluye la mayoría de los usos de este tipo en la medicina tradicional, así como los empleos para la relajación, recreación, creación y disfrute de la música, la seducción, el trabajo, la batalla, el culto y rituales culturales que facilitan las interacciones sociales, etc.

Esta restricción ha determinado todas las políticas del SICD y ha recibido un apoyo abrumador por parte de gobiernos de todo el mundo. Las tres convenciones internacionales de las Naciones Unidas sobre drogas, que son el núcleo del SICD, se encuentran entre los tratados más ratificados. De hecho, la Convención Única sobre Estupefacientes de 1961, la Convención sobre Sustancias Psicotrópicas de 1971 y la Convención de las Naciones Unidas contra el Tráfico Ilícito de Estupefacientes y Sustancias Psicotrópicas de 1981 han sido refrendadas respectivamente por 187, 184 y 190 países y territorios que albergan más del 99,5% de la población mundial2.

Sin embargo, las drogas psicoactivas han tenido diversos usos a lo largo de la historia, lo que ha creado una tensión entre el compromiso de los gobiernos por eliminarlos y los deseos de las personas de usar drogas para la recreación, experimentar nuevos sentimientos, comunicarse con los antepasados y con la divinidad, socializar, entre otros. Esta tensión ha sido una constante desde los orígenes del SICD; se ha transformado a lo largo del tiempo y el espacio, dependiendo de factores culturales, políticos y sociales; y ha gestado diferentes opiniones sobre la forma de tratar con los campesinos que cultivan plantas utilizadas en la producción de drogas, con los traficantes y los consumidores.

Durante la primera mitad del siglo XX, cuando el “problema mundial de las drogas” se limitó a unas pocas sustancias adictivas en algunos países, la prohibición de los usos no médicos representaba una solución simple a lo que parecía ser un problema de política sencillo. Sin embargo, los problemas que las políticas de drogas buscan resolver actualmente se han vuelto cada vez más complejos e incluyen un número cada vez mayor de sustancias psicoactivas y precursores químicos.

Así mismo, las tecnologías para producir, traficar y consumir drogas también se han vuelto más complejas y se han extendido por el mundo. Las organizaciones ilegales de producción y tráfico de drogas han tomado muchas formas, desde consumidores menores de estas sustancias hasta organizaciones internacionales cuyos miembros provienen de distintos países. Los gobiernos involucrados en cuestiones relacionadas con el tema han evolucionado y su número ha aumentado de treinta y cuatro países, cuando se formuló la primera Convención Internacional del Opio de La Haya de 1912, a más de doscientos en la actualidad.

Recientemente, el crecimiento exponencial de la educación, la información y el acceso a medios de comunicación ha incidido en la globalización de muchos mercados ilegales de drogas. Los actores actuales en esos mercados son extraordinariamente variados e incluyen productores de drogas, traficantes y consumidores, además de especialistas financieros, abogados, transportistas y expertos en alta tecnología que proporcionan una multitud de servicios a esta industria. También son actores los policías y demás personal encargado de hacer cumplir la ley, médicos y expertos en salud pública, etc., quienes sirven a los gobiernos y al SICD.

2. Los desafíos al Sistema Internacional de Control de Drogas

A pesar del fuerte apoyo político generalizado en la mayoría de los países, las políticas implementadas para limitar el uso de drogas a fines médicos o científicos han recibido críticas y enfrentado desafíos crecientes en los últimos años. Estos han provenido de gobiernos y organizaciones de la sociedad civil que argumentan que algunas políticas a favor de permitir usos no médicos regulados y controlados de drogas, a pesar de que aumentan los costos sociales de la adicción, disminuyen considerablemente los costos sociales generados por el narcotráfico.

En consecuencia, algunos países y regiones han promovido políticas de reducción de daños como el intercambio de agujas y jeringas, así como el establecimiento de salas de inyección, donde se les garantiza a los usuarios de drogas inyectables que tanto el equipo como los medicamentos utilizados son higiénicos y no letales, y se respetan sus derechos humanos. Fue así como, a principios de la década de 1980, una epidemia de hepatitis B seguida de la crisis del VIH/SIDA indujo a algunos países europeos a iniciar programas de control del intercambio de agujas y jeringas, seguidos por el establecimiento de salas de inyección. Allí, no solo proporcionaron agujas limpias y jeringas a las personas que se inyectaban drogas, también probaron medicamentos para prevenir la ocurrencia de sobredosis mortales e intoxicaciones3.

A esto, se ha sumado también la ocurrencia de algunos acontecimientos importantes que han puesto en tela de juicio las políticas del SICD. En la década de 1970, tras el auge del consumo de marihuana en los años 60 como símbolo e instrumento de protesta social en los países occidentales desarrollados, Países Bajos fue pionero en el proceso de “domesticación” de la marihuana mediante la aceptación de algunos usos no médicos para minimizar los costos sociales del consumo de drogas. Así pues, desde 1976, este país ha permitido la venta de pequeñas cantidades de marihuana en los designados coffee shops. Esta medida se justificó como un intento por separar los mercados de la marihuana y los de las drogas “duras” y reducir los riesgos de mayores daños entre los usuarios de marihuana.

Otros países como Bolivia han argumentado que los usos tradicionales de la hoja de coca deben permitirse puesto que son parte integral de los derechos humanos de las comunidades tradicionales y de su cultura. Estas políticas han sido justificadas al amparo de razones de bienestar social, pero rechazadas por los órganos de control de drogas de las Naciones Unidas debido a que incumplen las convenciones en la materia. Sin embargo, tras la elección de Evo Morales como presidente de Bolivia en 2006, el gobierno inició un movimiento para modificar las convenciones sobre drogas con el fin de permitir los usos tradicionales de la coca. Así, en 2009, propuso una enmienda a la Convención de 1961 que permitiera la masticación de coca sin alterar otros controles sobre las plantaciones y la producción de cocaína. Esta solicitud se hizo de acuerdo con el proceso de enmienda de la Convención Única (artículo 47) y fue justificada por la nueva constitución del país que declaró la hoja de coca como patrimonio cultural del país. Sin embargo, la enmienda fue rechazada por el ECOSOC y Bolivia denunció la Convención. Luego, siguiendo el procedimiento establecido, el país solicitó de nuevo el acceso a esta con reservas y volvió a adherirla el 10 de febrero de 20134.

Por otra parte, el crecimiento de la industria de drogas ilegales en América Latina desencadenó fenómenos muy altos de corrupción y niveles elevados de violencia en algunos países y regiones. Esto llevó a que en 2008, diecisiete prominentes latinoamericanos, entre ellos tres expresidentes de Brasil, Colombia y México, convocaran la Comisión Latinoamericana de Drogas y Democracia para rechazar el enfoque de la guerra contra las drogas y promover reformas en materia de políticas de drogas. Como resultado de esta, en marzo de 2009 se publicó un informe donde se afirmaba que la guerra contra las drogas había fracasado y se abogaba por un cambio de paradigma en dichas políticas (Comisión Latinoamericana de Drogas y Democracia, 2009). En consecuencia, en noviembre de 2011, el presidente colombiano Juan Manuel Santos afirmó que era momento de repensar las políticas de drogas; ese mismo año, Otto Pérez Molina fue elegido presidente de Guatemala con una plataforma política que incluía la legalización de estas y, en México, después de terminar su mandato presidencial a finales de 2012, Felipe Calderón se unió al grupo de expresidentes latinoamericanos que apoyan cambios significativos en la política de drogas.

El informe de la Comisión Latinoamericana sobre Drogas y Democracia 2009 actuó como un catalizador que condujo al establecimiento de la Comisión Mundial de Política de Drogas, que actualmente cuenta con veinticinco miembros, incluidos doce expresidentes, primeros ministros y otros importantes ex artífices de políticas en la materia alrededor del mundo. La Comisión Global ha elaborado informes anuales cuyos objetivos, en 2016 y 2017, se centraron en “Avanzar en la reforma de las políticas de drogas: un nuevo enfoque para la despenalización” y “El problema mundial de la percepción de las drogas - contrarrestar los prejuicios sobre las personas que consumen drogas”. Estos documentos analizan la complejidad y las cuestiones de derechos humanos asociadas a las políticas de drogas.

Adicionalmente, partir de 1996, un grupo de estados estadounidenses empezaron a desarrollar sistemas para suministrar marihuana medicinal5, cuyo uso es permitido por las Convenciones, aunque se ha invocado con frecuencia para permitir usos no médicos.

Para mayo de 2019, en Estados Unidos, treinta y tres estados, además del Distrito de Columbia y los territorios de Guam y Puerto Rico, habían aprobado el uso de la marihuana medicinal. La marihuana no medicinal (“recreativa”) fue legalizada por votación en Colorado y el estado de Washington en noviembre de 2012. En mayo de 2019, Alaska, Michigan, Oregón, Nevada, Maine, Vermont, Massachusetts, el Distrito de Columbia y California también lo hicieron, así como la tribu Flandreau Santee Sioux, en su reserva de Dakota del Sur.

Uruguay fue el primer país que legalizó la marihuana no medicinal en diciembre de 2013. No obstante, el gobierno ha procedido con cautela para establecer un sistema de estrictos controles. Así, la marihuana al por menor solo estuvo disponible en dieciséis farmacias en julio de 2017. Aunque este país no ha impugnado el SICD, sostiene que su política cumple con las convenciones porque está diseñada para promover la salud y el bienestar de su población.

Posteriormente, el 21 de junio de 2018, Canadá promulgó la Ley de Cannabis que legaliza los usos no medicinales de la marihuana. Esta es una ley compleja que busca regular todos los aspectos del mercado de la marihuana y no hace ninguna referencia al SICD. Por su parte, el gobierno de Canadá ha argumentado que se ha tomado muy en serio sus obligaciones internacionales y a lo largo del proceso legislativo ha tenido en cuenta los objetivos generales de regular y restringir estrictamente el acceso al cannabis con el objeto de proteger a la sociedad de las consecuencias adversas del consumo ilegal de drogas. Canadá también sostiene que sus políticas tratan de proteger la salud y el bienestar y, por lo tanto, cumplen con los propósitos del SICD (F. Thoumi, comunicación personal con delegados de Canadá en su visita a la JIFE en Viena, 14 de mayo de 2019).

El 17 de enero de 2019 (Actas II 2018/19, No. 42, artículos 5 y 8) los Estados Generales de Países Bajos (legislatura bicameral) aprobaron el “Experimento de cadena de suministro en coffee shops”, un ensayo para suministrar legalmente cannabis de manera controlada a los coffee shops y analizar cuáles serían los efectos de hacerlo. El experimento también investiga la incidencia sobre la delincuencia, la seguridad y la salud pública, y se limita a algunos coffee shops en pocos municipios.

Estos acontecimientos son indicativos de los crecientes cuestionamientos de facto al consenso sobre las políticas mundiales del SICD. Si bien no se pone en duda que la adicción a las drogas psicoactivas puede ser devastadora para los consumidores adictos y sus familias, y que puede causar altos costos sociales y económicos; las industrias y mercados de drogas ilegales generados por la prohibición de la producción, comercialización y consumo también producen costos sociales y económicos elevados como el aumento de la corrupción, la violencia y el debilitamiento de la gobernabilidad. Ciertamente, tanto la prohibición mundial como la legalización de los usos no médicos generan costos y beneficios sociales y económicos; no obstante, sus distribuciones varían significativamente entre las sociedades.

Como se mencionó anteriormente, las políticas del SICD se basan en un conjunto de tratados que establecen la obligación de eliminar el consumo humano de las sustancias controladas, exceptuando los usos con fines médicos o científicos. Sin embargo, al considerar esta política surgen algunos interrogantes como:

1. ¿Qué se debe hacer si una parte considera que los costos de esa política exceden sus beneficios?

2. ¿Cómo abordar las diferencias ideológicas entre los gobiernos con respecto a la libertad de las personas para consumir drogas que alteran la percepción, estado de ánimo, conciencia, cognición o comportamiento?

3. De igual manera, ¿cómo se deben manejar los diferentes enfoques para formular e implementar políticas públicas en la materia?

Las respuestas a estas preguntas conducen a las verdaderas raíces de los desafíos a los que se enfrenta el SICD. Para responder a ellos, es necesario reconocer la necesidad de establecer un diálogo fructífero, reconocer los obstáculos y analizar la pertinencia que tiene el Sistema de las Naciones Unidas en la formulación de políticas contemporáneas que busquen alterar comportamientos humanos enraizados en las diferentes sociedades.

3. La necesidad de establecer un diálogo fructífero

La forma como los humanos forman sus opiniones y creencias sobre los temas que les importan ha sido una tarea de filósofos, científicos sociales, políticos y todos los demás que están interesados en explicar cómo los seres humanos entienden la vida y el mundo. La literatura académica sobre estos temas ha crecido a un ritmo rápido. En las últimas décadas, muchas disciplinas han adoptado métodos empíricos para establecer cómo y por qué las personas desarrollan sus creencias y cómo evalúan la evidencia sobre los problemas sociales. Una conclusión común de muchos de estos estudios sostiene que las personas usan el razonamiento para explicar la vida y decidir qué creer, pero este proceso también está influenciado por sentimientos y emociones. Este trabajo no pretende examinar la literatura que aborda el proceso de toma de decisiones de los seres humanos, pues llevaría toda una vida hacerlo; sin embargo, utiliza algunas de las conclusiones básicas de esos trabajos, las cuales podrían contribuir a entender por qué los seres humanos producen, comercializan y consumen drogas psicoactivas.

Como se ha demostrado en los últimos años, muchas decisiones políticas se basan en emociones y sentimientos. Así ha florecido una industria para proporcionar “noticias falsas” y “hechos alternativos” e influir en las elecciones y en las posiciones políticas de las personas frente a determinados asuntos. Una conclusión importante de diversos experimentos aleatorios controlados proporciona evidencia sobre el hecho que cuando las personas toman posiciones sobre temas que consideran muy importantes creen que actúan racionalmente, pero con frecuencia se encuentran cegados por sentimientos y emociones. Por eso, hoy hay una fuerte polarización política en muchas sociedades. Como se muestra en este libro, el desarrollo del SICD, o al menos algunas de sus posiciones y las de sus críticos, responden a esta realidad. Por lo tanto, ha sido extremadamente difícil propiciar debates fructíferos sobre políticas en materia de drogas que puedan dar lugar a cambios y a políticas de drogas más eficaces.

Un corolario es que muchos expertos en drogas, académicos, activistas y periodistas discuten temas de drogas desde la perspectiva de su propia disciplina. Por ejemplo, usualmente se oyen afirmaciones como la siguiente: “como economista he llegado a la conclusión de que la producción, el tráfico y el consumo de drogas deben ser legales y regulados”. ¿Cómo se puede interpretar esta declaración?, ¿significa que las conclusiones opuestas desde la perspectiva de otras disciplinas son erróneas? Si la recomendación del economista no es aceptada por los artífices de política, ¿es porque son ignorantes o corruptos?, o ¿podría ser que solo interpretaran la evidencia desde la perspectiva de otras disciplinas?

Estos obstáculos epistemológicos a los diálogos productivos se ven agravados por las diferencias culturales, nacionales, religiosas, etc., que generan distintas cosmovisiones en las personas alrededor del mundo. Este es el caso de los simpatizantes activistas y críticos del SICD y las diferentes razones que dan para sustentar sus posiciones en materia de política de drogas.

Esto plantea preguntas tales como: ¿es posible desarrollar reglas o directrices racionales para elegir las recomendaciones de una disciplina como la economía sobre las de ciencia política, sociología, medicina, antropología u otras disciplinas? Y, cuando se escuchan las posiciones contradictorias de varias personas honestas, educadas, inteligentes y comprometidas, ¿hay una manera racional de elegir cualquiera de ellas, o simplemente cada cual elegiría la que este más de acuerdo con sus intuiciones, emociones, sentimientos y profesión?

De hecho, la postura del economista que hace la propuesta de legalización no tiene respuestas satisfactorias a estas preguntas, tiene su propia “verdad” de economista y, mientras permanezca dentro de su propio círculo de formación con quienes comparte paradigma, encontrará apoyo y no tendrá que enfrentar los desafíos desde paradigmas diferentes. No obstante, el hecho es que las cuestiones de drogas son multidimensionales e involucran una diversidad de disciplinas académicas (moral y ética, medicina, neurociencia, salud pública, derecho, psicología, economía, ciencia política, sociología, antropología, estudios ambientales, estadística, relaciones internacionales, criminología, agronomía, química, biología, entre otras) cualquier posición basada en un punto de vista disciplinar único tiene una alta probabilidad de ser parcial y frecuentemente errónea o engañosa.

La multiplicidad de formas en que las diferentes disciplinas miran el mundo puede llevar a algunos a cuestionar si son ciencias reales y si sus hallazgos deben ser insumos para la formulación de políticas. Sin embargo, la ciencia no es un tema como los tratados en la física, la química, la medicina o la economía, sino un método para formular hipótesis que pueden ser confirmadas o rechazadas después de rigurosas pruebas empíricas. Por ello, es posible que se pueda:

[…] argumentar que el conocimiento de las ciencias sociales, en promedio, es menos seguro que el conocimiento de las ciencias naturales, pero en las ciencias sociales hay un cuerpo significativo y creciente de conocimientos obtenidos utilizando métodos científicos y basados en la evidencia aplicables a la política de drogas. (Thoumi, 2017b, p. 73).

La mayor parte de este conocimiento no era suficientemente reconocido cuando se estableció el SICD, por lo que el reto, para cualquiera que quiera limitar el consumo de drogas a fines médicos o científicos, radica en identificar el conocimiento que se ha obtenido siguiendo métodos científicos rigurosos en todas las disciplinas que se ocupan de las drogas psicoactivas.

4. El modelo de políticas de las Naciones Unidas y la política pública contemporánea

Las Naciones Unidas y el derecho internacional son productos de la modernidad con su concepto de Estado, que surgió de la Paz de Westfalia en 1648. Ambos están diseñados para proporcionar marcos para la solución de conflictos internacionales y prevenir enfrentamientos entre Estados soberanos y nuevas guerras mundiales. El modelo:

[…] supone implícitamente que todos los gobiernos tienen el control total de sus territorios, donde tienen el monopolio del poder, la fuerza y la ley. Esto implica que las normas internacionales actuales están diseñadas para las naciones, es decir, para los grupos de seres humanos que tienen un propósito común y forman una sociedad cohesionada. (Ibídem, p. 74).

El sistema actual de organización mundial y el derecho internacional, que ha evolucionado a partir de él, han sido funcionales para resolver cuestiones derivadas de las relaciones entre los países que, en el pasado, condujeron a guerras. Ha sido muy útil para tratar problemas relacionados con las fronteras, las migraciones, los pagos de deudas y la regulación de viajes internacionales, el control de las zonas no estatales y similares. Sin embargo, su finalidad no consiste en regular el comportamiento de las personas al interior de un país; por eso, el SICD es flexible con respecto al trato de los consumidores, pero no de los productores o traficantes de drogas.

Las convenciones internacionales sobre drogas exigen a las Partes que controlen el comercio nacional e internacional, legal e ilegal, de las sustancias psicoactivas controladas y algunos de sus insumos. Estos controles comerciales se aplican para ayudar a aplicar la prohibición de los usos diferentes a los médicos o científicos de esas sustancias, de forma que las Partes se obligan a hacer cumplir algunos comportamientos personales a través de las legislaciones nacionales. La restricción del consumo de drogas a fines médicos o científicos promulgada en 1961 y propuesta y promovida por primera vez en 1909 se ajustaba al contexto histórico en el que surgió el SICD. En él, la interpretación de los términos “médicos o científicos” excluyó los desarrollos aportados por las ciencias sociales. Esto significó implícitamente que la literatura académica sobre políticas públicas no tenía ninguna base científica en esos campos. Desde entonces, el mundo ha cambiado de muchas formas y el contexto en el que se están aplicando las políticas de drogas se ha transformado drásticamente. La cuestión es si, en el mundo actual, la política fundamental del SICD puede aplicarse con éxito en todos los países del mundo bajo todas las circunstancias.

Como se señaló, cuando la creación del SICD se promovió en 1909, los problemas de adicción a las drogas se limitaban a unas pocas drogas y algunos países. El principal problema era la adicción al opio en China y otros países del sudeste asiático, pero los descubrimientos farmacéuticos cambiaron el panorama. En 1884, la cocaína empezó a ser comercializada en pequeñas cantidades por Merck & Co. en Alemania y por Parke, Davis & Co. En Estados Unidos, en la primera década del siglo XX, sus usos médicos y no médicos se habían expandido, pero la adicción a ella no había llegado a representar un problema internacional como el del opio y sus derivados y el uso del hachís también se limitaba a unos pocos lugares.

En ese momento, el problema de la adicción se centraba en drogas basadas en adormidera, coca y marihuana. Los convenios y protocolos internacionales de los siguientes cincuenta y dos años, incluida la Convención Única sobre Estupefacientes de 1961, se centraron en esas drogas. A partir de entonces, el uso de las drogas psicoactivas de origen vegetal ha aumentado, pero el crecimiento en la producción y el uso de drogas sintéticas ha crecido mucho más. La Convención sobre Sustancias Psicotrópicas de 1971 fue una respuesta a ese desarrollo. Hoy los estimulantes de tipo anfetamínico (ATS) son las drogas ilegales más utilizadas excepto por la marihuana. Un número significativo (alrededor de cincuenta) de nuevas sustancias psicoactivas (NPS) aparece cada año y algunas de ellas se establecen en el mercado ilegal. Los insumos químicos necesarios para producir esos fármacos también están controlados por el SICD. Sin embargo, esta labor no es sencilla porque cuando se vigila uno, aparecen sustitutos, o pre-precursores utilizables para obtener la misma droga.

Desde que se firmó la Convención de 1961, los mercados de drogas ilegales han aumentado hasta el punto de que las organizaciones productoras y de tráfico de drogas han dominado algunas regiones de países e incluso algunos Estados nacionales que terminan siendo referidos como “narcoestados”. La Convención de las Naciones Unidas contra el Tráfico Ilícito de Estupefacientes y Sustancias Psicotrópicas de 1988 representó una respuesta al crecimiento del tráfico internacional de drogas. Los mercados ilegales corren el riesgo de experimentar violencia, ya que los conflictos sobre precios y pagos no pueden resolverse apelando a los sistemas legales de resolución de conflictos, por lo que algunos han sido en ocasiones extraordinariamente violentos. La corrupción también ha sido endémica en los mercados ilícitos de drogas. La respuesta del SICD al mundo cambiante ha consistido en fortalecer el sistema dentro del mismo marco basado en la modernidad; mientras las organizaciones criminales evolucionaron. El narcotráfico ha diversificado y desarrollado otras actividades como la extorsión, los secuestros, la trata de personas, los servicios sexuales ilegales, el sicariato, etc.

La evolución de los mercados de drogas ilegales desde 1961 plantea interrogantes sobre la idoneidad actual de ese modelo de política. El Estado moderno también se ha transformado a medida que la tecnología y la globalización han avanzado. Estos acontecimientos han permitido el crecimiento de actores no estatales que debilitan el monopolio estatal del poder, la fuerza y la ley. Esos actores influyen en la formulación, el cumplimiento de la ley, la opinión pública y alteran los procesos políticos. Algunos de esos actores son nacionales y otros, frecuentemente poderosos, son extranjeros o transnacionales. De hecho, muchos de ellos forman parte del Sistema de las Naciones Unidas y de cooperación internacional. Estos desarrollos han contribuido a que los Estados formalmente modernos estén evolucionando hacia la posmodernidad.

Muchos países se reconocen como multiculturales, multirraciales, multirreligiosos, multiétnicos y multirregionales. Diversos grupos dentro de los países tienen diferentes puntos de vista y cosmovisiones. Sus sistemas jurídicos son pluralistas, definidos “en general como una diversidad de estatutos normativos que regulan la misma cuestión, y emanan de diversas fuentes, y pueden ser implementados por diversos actores” (Anzola, 2014, p. 54). El pluralismo jurídico surge de factores sociológicos, antropológicos y legales y esto repercute en problemas para la aplicación del SICD en varios contextos. Por ejemplo, el uso de marihuana no medicinal en Estados Unidos está prohibido por el gobierno federal, pero un número creciente de estados lo aprueban. En Colombia, donde las plantaciones de coca son ilícitas, los tribunales protegen las plantaciones para usos tradicionales en comunidades nativas. En consecuencia, las políticas del SICD entran en conflicto con las prácticas consuetudinarias entre los nativos de toda América Latina.

Las teorías y modelos de política pública contemporáneos reconocen la complejidad de estas cuestiones, la interdependencia entre muchas de ellas y los factores institucionales, culturales, tecnológicos, económicos, jurídicos, estratégicos, geopolíticos, etc., necesarios para el éxito de la aplicación. En este marco, el simple requisito de la política mundial que exhorta a los gobiernos a hacer lo que consideren necesario para limitar los usos de las drogas a los médicos o científicos es simplemente ingenuo. El SICD fue un experimento interesante, adecuado para el momento en que se creó; sin embargo, la cuestión es si continúa siendo apto para el siglo XXI.

Esta política fue propuesta por un grupo de artífices de algunos países poderosos que creían que era un imperativo para la humanidad, pero en su formulación no siguieron un enfoque científico o basado en la evidencia sobre su eficacia y la de adaptación a las necesidades cambiantes de las sociedades. Estos acontecimientos han producido los desafíos que cuestionan la idoneidad del SICD para resolver un problema cada vez más complejo.

5. Propósito y contenido del libro

Teniendo en cuenta lo anterior, el propósito de este libro consiste en explorar la formación, evolución y limitaciones del SICD centrándose en su lógica interna y las consecuencias que conlleva una política pública única en un mundo cambiante y cada vez más complejo. El libro examina la manera como se formularon las políticas y las convenciones que sustentan el actual SICD con el objetivo de establecer su pertinencia dentro del contexto actual. El enfoque del libro es consistente con el concepto de la deconstrucción desarrollado por Derrida. Ofrece un análisis crítico de los textos de las convenciones de drogas, la narrativa que sirvió de base para su redacción y la formulación de las políticas. Enfatiza en la estructura interna del lenguaje y los sistemas conceptuales empleados, así como en las relaciones cualitativas del significado de las palabras y las asunciones implícitas en las formas de expresión.

Una conclusión principal es que el SICD no puede abordar eficazmente los complejos problemas actuales de drogas. Adicionalmente, no hay una política sencilla, ni una solución única aplicable en el mundo. Por eso, el libro no pretende proporcionar soluciones políticas a los complejos problemas actuales de drogas. Solo espera mejorar la comprensión de ellos y sugiere hacer una (re)lectura de los textos de las convenciones que posibilite una reinterpretación de estas y una flexibilización de las políticas acorde al contexto actual.

El libro está dividido en tres partes. La primera reseña la construcción del SICD, analiza las condiciones que llevaron al comercio internacional del opio a convertirse en una cuestión internacional y el origen de la política internacional básica que limita el consumo mundial de drogas psicoactivas a los fines médicos o científicos. Sigue con una revisión de lo sucedido en los cincuenta y dos años de intentos por alcanzar un acuerdo internacional para imponer esa política, la cual avanzó progresivamente con cuatro convenciones y varios protocolos internacionales, hasta que se logró el propósito en la Convención Única de 1961 sobre Estupefacientes. Posteriormente, se presenta un capítulo sobre el desarrollo de las dos convenciones que completaron el SICD, la Convención de 1971 sobre drogas psicotrópicas y la Convención de 1988 contra el tráfico ilícito de estupefacientes y sustancias psicotrópicas. En ese apartado, también se explica la estructura de las agencias de drogas de las Naciones Unidas dedicadas a las drogas y termina con una revisión de las características de la SICD que incluyen un sesgo hacia la políticas policivas y autoritarias y los problemas de interpretación que surgen de la falta de definición de términos importantes de los convenios, sus vacíos legales y las diferencias en sus textos en diferentes lenguas. Todos estos factores crean ambigüedades que suscitan dificultades significativas de interpretación.

La segunda parte estudia cómo el objetivo del SICD, un “mundo libre de drogas”, y sus órganos, principalmente la JIFE, han interpretado las convenciones sobre drogas de manera inconsistente; así como las consecuencias de estas decisiones. Las publicaciones de la JIFE y de los otros órganos del SICD se utilizan para rastrear la evolución de su narrativa. Así se muestra cómo sus posiciones sobre las drogas y derechos humanos, programas de intercambio y distribución de agujas y jeringas, salas de consumo de drogas y el mantenimiento de la adicción a opioides y a la heroína, los usos no medicinales de la marihuana y los tradicionales de la coca han variado a través del tiempo y el espacio, dependiendo de la composición de los miembros de la JIFE. También se señala que las Asambleas Generales Especiales de las Naciones Unidas (UNGASS) dedicadas a las cuestiones relacionadas con las drogas y las sesiones anuales de la CND han reafirmado su apoyo al objetivo del “mundo libre de drogas”. A pesar de estos hechos, las interpretaciones de las convenciones de la JIFE han tomado distancia de una posición de línea dura a una más flexible que requiere políticas de drogas respetuosas de los derechos humanos, que impongan sentencias proporcionales a los crímenes de drogas, eliminen la pena de muerte por delitos relacionados, que fortalezcan los programas de prevención y proporcionen tratamiento, rehabilitación y resocialización para toxicómanos, que fomenten programas de sustitución de opioides, rechacen políticas de “guerra contra las drogas” y promuevan políticas con un enfoque de género. Estos cambios han reconocido que el consumo de drogas psicoactivas, su tráfico y producción constituyen cuestiones complejas y las políticas de drogas deben tener en cuenta dicha complejidad. Sin embargo, este reconocimiento no se ha traducido en ninguna flexibilización a la restricción de los usos de drogas a los fines médicos o científicos.

La tercera parte del libro se centra en los desafíos a los que se enfrentan las políticas de drogas psicoactivas en un mundo complejo de sociedades con diversas leyes, normas sociales e individuos con diferentes niveles de autocontrol. Estas sociedades tienen distintas estructuras y políticas y sufren variados males sociales. Esto da lugar a que los países tengan diferencias significativas en su vulnerabilidad y riesgos para desarrollar organizaciones criminales e industrias de drogas ilegales. Estas vulnerabilidades limitan la eficacia de las políticas de drogas.

A pesar de las interpretaciones estrictas predominantes de las convenciones sobre drogas, se revisan algunas opciones de política propuestas por algunos analistas. Se muestra que la falta de definiciones de términos importantes y la ambigüedad en las convenciones abren la posibilidad de ampliar la interpretación de los términos fines médicos o científicos para incluir los conocimientos obtenidos científicamente en las ciencias sociales y reinterpretar las convenciones. Otra opción de reforma de la política consiste en establecer un acuerdo para acordar un tratado inter se permitido por las Convención de Viena sobre el Derecho de los Tratados de 1969 (CVDT)6. Finalmente, se plantea la posibilidad de ofrecer diversos tratamientos a diferentes drogas dependiendo de sus efectos en el cuerpo humano y sus riesgos de adicción.

En esta parte también se analizan algunas cuestiones de política “ineludibles”: los posibles conflictos entre los Objetivos de Desarrollo Sostenible (ODS) de las Naciones Unidas para 2030 y las políticas actuales de la SICD; los aparentes conflictos entre los principios más importantes de la OMS y el SICD con su finalidad de establecer un “mundo libre de drogas”; la necesidad de controlar el comercio internacional de drogas psicoactivas y sus precursores químicos; los problemas del SICD en algunos países con gobiernos federales donde sus estados son soberanos y no aplican las políticas; y los desafíos planteados a las políticas de drogas por la forma en que operan los servicios del sector de la salud y los mercados legales de drogas psicoactivas. El capítulo final resume las principales conclusiones, extrae algunas lecciones y destaca los desafíos políticos presentados por el complejo “problema mundial de las drogas”.

Finalmente, es importante alertar al lector sobre las referencias a los documentos de las Naciones Unidas. Como se verá en el capítulo cuarto, en el segundo apartado “Inconsistencias importantes, términos indefinidos y vacíos legales en las convenciones de drogas”, las versiones en inglés y español de las convenciones en algunos casos se diferencian sustancialmente. Los documentos de la JIFE están disponibles en los seis idiomas oficiales de las Naciones Unidas, pero el inglés y el francés son los únicos en que se trabaja en ese órgano. Por eso, las traducciones de los documentos de la JIFE al español no son acertadas algunas veces, por ejemplo legalization en inglés se convertía en “despenalización” en español, aunque en este idioma estos dos conceptos son distintos. Para evitar esos problemas, he utilizado traducciones propias cuyos resultados reviso y adecúo para reflejar los conceptos originales.

Notas

1 Los Comentarios a las convenciones son documentos que, aunque no son vinculantes, ayudan a entenderlas e interpretarlas. Su redacción está a cargo de expertos y testigos de los debates que tuvieron lugar a lo largo del proceso de redacción de las convenciones.

2 En febrero del 2020, los únicos países que no formaban parte de la Convención Única sobre Estupefacientes de 1961 eran la República Democrática de Timor Oriental, Guinea Ecuatorial, Kiribati, Nauru, Samoa, Sudán del Sur, Tuvalu, Vanuatu, Islas Cook y Niue.

3 La JIFE se opuso a este enfoque de “reducción de daños” para el consumo de drogas psicoactivas y se convirtió en un blanco de fuertes críticas de algunas ONG, periodistas y académicos que argumentaban que las políticas de reducción de daños representaban formas legítimas para promover y proteger el bienestar de los ciudadanos, que los consumidores de drogas y los adictos no perdían sus derechos humanos y que la JIFE estaba actuando más allá de su mandato y en conflicto con las Convenciones de Derechos Humanos de las Naciones Unidas (Bewley-Taylor, 2012b; Small y Drucker, 2007; Csete y Wolfe, 2007; Barrett, 2008; entre otros). En los últimos años, la JIFE ha suavizado su posición. Véanse los capítulos séptimo y octavo.

4 Este proceso se detalla en el capítulo décimo.

5 La marihuana contiene más de 300 sustancias de las cuales más de sesenta son “cannabinoides” únicas de la planta de marihuana. “El principal componente psicoactivo en el cannabis es el Δ-9 tetrahidrocannabinol (THC). Los compuestos que son estructuralmente similares al THC se conocen como cannabinoides” (OMS, s. f. a). Muchas de las sustancias que contiene la marihuana no tienen efectos psicoactivos; el cannabidiol, la sustancia empleada en la mayoría de los usos médicos es uno de ellos. La marihuana medicinal se ha fumado principalmente sin separar sus sustancias. En muchos lugares, la prescripción de marihuana medicinal ha sido muy laxa y de hecho se convirtió en un pretexto para legalizar el uso de sus sustancias psicoactivas.

6 Esto permite que un grupo de partes en un Convenio se una y realice un cambio en la convención que solo es válido dentro de sus países.

Elementos para una (re)interpretación de las convenciones internacionales de drogas

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