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SAN AGUSTÍN ENFERMO Y SU EXPERIENCIA SALUDABLE

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DAVID CORTIS, OSA

Facultad de Teología

Universidad de Malta


1. Introducción


La película The Doctor («El doctor»), de 1991, cuenta la historia de un cirujano de corazón, egocéntrico y distante, que trata a sus pacientes como números de una lista. Pero, en un momento determinado, él mismo se pone enfermo y se disgusta mucho cuando le tratan como un mero paciente. Por tanto, voy a intentar demostrar cómo la experiencia de la enfermedad en alguien puede cambiar la manera de hablar sobre ella. Lo haré a través de san Agustín. Dejaremos que san Agustín nos narre en primera persona 1 su experiencia como enfermo, su visión sobre el cuerpo y el tema de la salud, la medicina, sus experiencias con los médicos y los aspectos teológicos de estos temas.


2. Mi experiencia como enfermo


a) Un análisis médico desde mis escritos


Tuve una salud bastante frágil 2, y aun así viví hasta los 76 años, que por aquella época eran muchos. Aparte de esto, gracias a Dios, era capaz de poner mi salud al servicio de los otros y, por tanto, tenía fuerza moral y psicológica 3. Con respecto a las enfermedades, mi apreciación tiene sus raíces en mi propia experiencia personal. Como conté en mis Confesiones, un libro de alabanza a Dios, «siendo aún niño fui preso repentinamente de un dolor de estómago que me abrasaba y me puso en trance de muerte» 4. Este cólico me produjo un intenso dolor que me duró un buen tiempo. La enfermedad fue lo suficientemente grave como para pensar en bautizarme –de modo especial mi madre, Mónica, alarmada por la violencia del ataque–, algo que entonces se retrasaba bastante tiempo. Pero, cuando vieron que me había curado rápido, no me administraron el bautismo. Pudo ser una sencilla indigestión ocasionada por aquellas frutas demasiado verdes que comí 5 u otra clase de enfermedad que no recuerdo. Tampoco sé si llamamos al médico o no. Por otro lado, en el juego era ambicioso y me esforzaba, por lo menos, en igualarme a los demás. Por tanto, siendo muchacho, era robusto 6.

Esta no fue la última vez que estuve al borde de la muerte. De joven, en el año 383, cuando tenía 29 años, estaba en Roma como huésped de un maniqueo 7 y «fui recibido con el azote de una enfermedad corporal […] cargado con todas las maldades que había cometido contra ti [oh Dios], contra mí y contra el prójimo, además del pecado original, en el que todos morimos en Adán» 8. «Parecía que se trataba de una grave enfermedad de carácter infeccioso» 9. Pero, gracias a Dios, me restablecí y me salvé «en cuanto al cuerpo, para tener a quien dar después una mejor y más segura salud» 10.

Cuando era joven, tenía miedo a los dolores, a la muerte y a la pérdida de mis amigos. En Los soliloquios escribí así:


Agustín: A mi parecer, solo me turbarían tres cosas: el miedo a la pérdida de los amigos, el dolor y la muerte.

Razón: Amas, pues, la vida en compañía de tus queridísimos amigos, y la buena salud, y la vida temporal del cuerpo, pues de lo contrario no temerías perderlas.

Agustín: Confieso que es así 11.


Tres años después, en el verano del 386, «debido al excesivo trabajo literario, había empezado a resentirse mi pulmón y a respirar con dificultad, acusando los dolores de pecho que estaba herido y a negárseme a emitir una voz clara y prolongada; me turbó algo al principio, por obligarme a dejar la carga de aquel magisterio casi por necesidad o, en caso de querer curar y convalecer, interrumpirlo ciertamente» 12. Tenía dolores en el pecho, dificultades respiratorias y debilidad en la voz. Por eso, en el otoño del 386, mi amigo Verecundo me ofreció hospitalidad en una casa en Cassiciacum, no muy lejos de Milán.

Además de esto estaba atormentado «con un dolor de muelas», dolor de dientes, y «como arreciase tanto que no me dejase hablar, se me vino a la mente avisar a todos los míos presentes que orasen por mí» 13 ante el Señor, Dios de toda salud. No tenía ninguna fuerza para hablar y, por tanto, «escribí mi deseo en unas tablillas de cera y las di para que las leyeran. Luego, apenas doblamos la rodilla con suplicante afecto, huyó aquel dolor. ¡Y qué dolor! ¡Y cómo huyó! [...] Nunca desde mi primera edad había experimentado cosa semejante» 14.

Poco tiempo después, cuando tenía 32 años, al terminar las vacaciones de la vendimia, anuncié a los estudiantes milaneses mi renuncia como profesor oficial de retórica por dos razones. Por una parte, había determinado consagrarme al servicio de Dios y, «por otra, no podía atender a aquella profesión por la dificultad de la respiración y el dolor de pecho» 15. El problema de la respiración y el dolor en el pecho continuaba, aunque nunca decía qué tipo de enfermedad en el pecho tuve 16.

Los problemas de las infecciones, los problemas respiratorios y los problemas con la voz que tuve, los tres fueron importantes en mi profesión de retórico antes de convertirme a la Iglesia católica. Estos problemas de salud influyeron mucho cuando, cerca del año 397, escribí una regla para servir como referente a todos los religiosos.

Alrededor del año 389 viajé desde Tagaste a Cartago, pero, como escribí en una carta 17 a Nebridio –un amigo íntimo mío, que murió a una edad precoz y que venía de una familia rica, lo cual no garantizaba la salud en mi mundo–, porque el trayecto no fue corto y además, con mi debilidad corporal, no podía hacer lo que quería. Entonces tomé la decisión de renunciar en absoluto a querer más de lo que podía 18.

Hacia la mitad del año 397 estuve otra vez enfermo. Recuerdo que, en una carta 19 que escribí al hermano Profuturo por la muerte del primado Megalio, decía al inicio que había estado «bien por lo que toca al espíritu, cuanto place al Señor y según las fuerzas que se ha dignado infundirme; pero, en cuanto al cuerpo» 20, había estado en cama. Ni podía caminar, ni mantenerme en pie, ni sentarme, por la hinchazón y dolor de las hemorroides 21. Además, pedí que rogara por mí «para que utilice con temperancia los días y para que tolere con buen ánimo las noches» 22.

En el año 410, a la edad de 56 años, me retiré a una villa en el campo, en las afueras de Hipona, a causa de mi salud 23, a fin de restablecerme 24. En una carta de respuesta 25 a Dióscoro, sobre las cuestiones del Orator y de los libros De oratore, de Cicerón, confesé que «yo no hubiese osado tratarlos si no me hubiese sacado de Hipona una convalecencia, en la que me sorprendió la llegada de tu emisario. Algunos días después se me han presentado de nuevo la fiebre y los achaques. Por eso te remito la respuesta algo más tarde de lo que en otro caso hubiese podido remitirla» 26.

En el 411, en una carta a Albina, Piniano y Melania, ofrecí excusas por mi ausencia, y es que, «o por mi estado de salud o por mi complexión», no podía tolerar el frío, aunque habían venido de tan lejos solo para visitarnos 27. La humedad, a causa del clima costero de Hipona, penetraba en mis huesos.

En la primavera del 414, ya a los de 60 años, tuve que excusarme de asistir a asambleas. Decía a Ceciliano que yo no podía sobrellevar tanto peso, pues, aparte de mi propia debilidad, notoria para todos los que me conocían íntimamente, se me había echado encima la vejez, enfermedad común del género humano 28.

Ya cerca de la Navidad del 425 29 aludí a mis achaques en un sermón en Hipona. En aquel momento dije que


mucho he hablado; disculpad esta vejez locuaz, pero tímida y débil. Como veis, los años me acaban de hacer anciano, más por la debilidad de mi cuerpo desde hace ya tiempo. De todos modos, si Dios quiere y me da fuerzas, no os defraudaré en lo que os he dicho. Orad por mí para que, mientras el alma more en este cuerpo y tenga fuerzas, muchas o pocas, pueda serviros en la palabra de Dios 30.


Como había dicho unos quince años antes 31 en otro sermón, que pudiera ser una buena descripción mía: «Uno es hombre: nace, crece, envejece. Múltiples son los achaques de la vejez: aparecen la tos, las flemas, las legañas, la angustia y la fatiga. Así pues, envejece el hombre y se cubre de achaques; envejece el mundo y se cubre de tribulaciones» 32.

La cuestión de la voz siempre me ha dado algunos problemas. Hablé mucho y dicté muchas obras sin cansarme. Recuerdo un hecho en relación con mi voz, en el 426, durante la designación de mi sucesor en la cátedra de Hipona 33, cuando tuve que parar al menos seis veces para que la gente se callase y se mantuviese en sumo silencio antes de hablar y pronunciar unas palabras.

Cerca del final de mi vida, en el tercer mes del asedio de mi ciudad, enfermé con unas fiebres 34, además de que la enfermedad de la vejez estaba más presente. Tenemos todo el escenario desde la perspectiva de mi amigo Posidio en la biografía sobre mí:


Así lo hizo él en su última enfermedad, de la que murió, porque mandó copiar para sí los Salmos de David que llaman de penitencia, los cuales son muy pocos, y poniendo los cuadernos en la pared, ante los ojos, día y noche, el santo enfermo los miraba y leía, llorando copiosamente; y para que nadie le distrajera de su ocupación, unos diez días antes de morir nos pidió en nuestra presencia que nadie entrase a verle fuera de las horas en que le visitaban los médicos o se le llevaba la refección. Se cumplió su deseo, y todo aquel tiempo lo dedicaba a la plegaria. Hasta su postrera enfermedad predicó ininterrumpidamente la palabra de Dios en la iglesia con alegría y fortaleza, con mente lúcida y sano consejo. Y al fin, conservando íntegros los miembros corporales, sin perder ni la vista ni el oído, asistido por nosotros, que lo veíamos y orábamos con él, se durmió con sus padres, disfrutando aún de buena vejez 35.


b) Mi visión sobre el tema del cuerpo


Fui elaborando mi filosofía sobre el tema a medida que iba viviendo mi vida 36. Notaba que «el cuerpo es un instrumento imperfecto y, en cuanto ocasión de error, carga pesada para el alma» 37. Al mismo tiempo, «del cuerpo recibe el alma la verdad, pero también le sirve de ocasión de engaño» 38. El orden jerárquico que establecí fue siempre el mismo: Dios, alma, cuerpo 39. El valor del cuerpo es como el de un compañero integral del alma. Hay una unidad esencial del cuerpo y del alma, y no desprecio hacia el cuerpo, pues la resurrección del cuerpo significa que la carne será restaurada 40: «Para que no temáis ni siquiera perder un cabello de vuestra cabeza, sabed que yo [el alma] resucito íntegramente en la carne» 41. Por tanto, «la salud perfecta del cuerpo será la final inmortalidad de todo el hombre» 42.


c) Mi visión sobre el tema de la salud


El tema de la salud me gustaba mucho 43, como una afición, ya que yo había estado enfermo varias veces y entendía mejor el sufrimiento por el que pasaba la gente. La salud es un bien necesario 44, un «bien natural» 45, una «cosa de este mundo» 46, un bien enlazado con la vida 47 y, por tanto, un valor en sí mismo 48 y al servicio de otros valores 49. Asimismo, «en atención a la salud se requiere alimento y abrigo y, en caso de enfermedad, medicina» 50. Nunca uno toma la salud por asumida:


Quizá diga alguien: «¿Cómo puede suceder que no engendre cansancio el repetir siempre lo mismo?». Si consigo mostrarte algo en esta vida que nunca llega a cansar, has de creer que allí todo será así. Se cansa uno de un alimento, de una bebida, de un espectáculo; se cansa uno de esto y aquello, pero nunca se cansó nadie de la salud. Así pues, como aquí, en esta carne mortal y frágil, en medio del tedio originado por la pesantez del cuerpo, nunca ha podido darse que alguien se cansara de la salud, de idéntica manera tampoco allí producirá cansancio la caridad, la inmortalidad o la eternidad 51.


Pero, a la vez, toda «nuestra vida no es otra cosa que una enfermedad, y una larga vida no es otra cosa que una larga enfermedad» 52. También «la enfermedad del cuerpo tiene su fuente en el hecho de que el cuerpo es una entidad material mudable, compuesta de muchas partes que tienen tendencia natural a separarse» 53. Y, por tanto, es un tema que toca el corazón, como decía en un sermón:


Ved, hermanos, cómo, en beneficio de la salud temporal, se suplica al médico; cómo, si alguien enferma hasta perder la esperanza de continuar con vida, ¿acaso se avergüenza, acaso siente reparos en arrojarse a los pies de un médico muy cualificado y lavar con lágrimas sus huellas? Y si el médico le dice: «A no ser que te ate, te queme, te saje, no podrás curar», ¿qué responderá? «Haz lo que quieras con tal de que me cures». ¡Con qué ardor desea una salud efímera, de unos pocos días! Por ella acepta ser atado, sajado, cauterizado, custodiado para que no coma lo que le agrada, no beba lo que le apetece, ni siquiera cuando le apetece. Lo sufre todo para morir más tarde, ¡y no quiere sufrir un poco para nunca morir! Si te dijera Dios, que es el médico celeste por encima de nosotros: «¿Quieres sanar?», ¿qué le dirías tú sino: «Quiero»? Quizá no lo dices porque te crees sano, siendo esta tu peor enfermedad 54.


Así pues, ponemos la confianza en un médico si queremos curación, y de igual modo confiamos en Dios si deseamos la salud espiritual.

Ayudé a construir un hospital, con la ayuda también de la gente, como dije en un sermón, alrededor de 426: «El hospital cuya construcción estaba prevista, lo veis ya terminado. Yo se lo impuse, yo se lo ordené. Él me obedeció de muy buena gana, y, como veis, es ya una realidad» 55.

En mi última enfermedad, la gente se acercó, y rodeaban mi lecho muy respetables personas 56, y también para pedir sanación en este final de mi vida, como narró bien Posidio,


un hombre se acercó a su lecho con un enfermo, rogándole le impusiera las manos para curarlo. Le respondió que, si tuviera el don de las curaciones, primeramente lo emplearía en su [propio] provecho. El hombre añadió que había tenido una visión en sueños y le habían dicho: «Vete al obispo Agustín para que te imponga las manos y serás sano». Al informarse de esto, luego cumplió su deseo e hizo el Señor que aquel enfermo al punto partiese de allí ya sano 57.


Creía que muchas cosas que van mal en la vida tienen dos fuentes: la enfermedad corporal y las ilusiones engañosas del alma 58. Al mismo tiempo, «el comienzo de la curación llega en el momento mismo en que uno acepta el hecho de la enfermedad» 59.

Por tanto, tuve dos conceptos distintos de la salud: «Una es la salud que el hombre perdió por el pecado y que solo recuperará, perfeccionada, en un futuro escatológico, y otra la que habitualmente denominamos salud» 60.


3. Los médicos y la medicina 61


En el momento mismo en que aceptamos el hecho de la enfermedad, y hay curación, se hacen necesarios los servicios de los médicos. A lo largo de mi vida trataba mucho con los médicos de entonces. Además, el trasfondo cultural de mi época, el trasfondo bíblico y el eclesial influyeron sobre mí en este tema 62. Entre los médicos contamos con Vindiciano, «un sabio varón, experto en el arte médico y muy celebrado, quien, siendo procónsul, puso con su propia mano sobre mi cabeza insana aquella corona agonística, aunque no como médico, pues de aquella enfermedad mía solo podías sanarme tú [Dios], que resistes a los soberbios y das gracias a los humildes» 63.

Sobre Vindiciano, en una carta a Marcelino, alrededor de 411, contaba este hecho:


Vindiciano, ese gran médico de nuestros días, fue consultado por un paciente. Ordenó que aplicase a sus dolores lo que parecía oportuno para el tiempo. Se lo aplicaron y recobró la salud. Unos años más tarde surgió la misma causa corporal, y pensó el paciente que no tenía que pensar en otro remedio. Se lo aplicó él mismo, y empeoró. Maravillado, recurrió al médico y le contó el suceso. Pero el médico, que era agudísimo, le respondió así: «Te lo has aplicado mal, porque yo no lo ordené», para que todos los que lo oyesen y le conocieran poco creyesen que no curaba por arte de medicina, sino quién sabe por qué oculta virtud. Pero, habiéndole consultado más tarde algunos que quedaron estupefactos con su respuesta, les declaró lo que no habían entendido, a saber: que en aquella edad no hubiese recomendado semejante remedio. Ya ves cuánto vale el cambio de las cosas según la variedad de los tiempos en conformidad con la razón y las artes, aunque estas no cambien 64.


Parece que este Vindiciano había traducido del griego al latín algunos textos de Hipócrates, que dedicó a Pentadio, para que con esos libros pudiese conservar y transmitir más fácilmente los conocimientos médicos a los miembros de la familia 65.

También conocí a Gennadio, que ejercía la medicina en Cartago después de haber vivido muchos años en Roma, donde había practicado la medicina con gran fama de excelente médico 66. Había también otros médicos, uno en concreto que intervenía en un monasterio fundado por Evodio, en Uzalis. Asimismo, en el monasterio de Hipona estaban presentes algunos médicos.

Además estaba Ammonio, que era uno de los especialistas más renombrados de aquel tiempo, a quien mencioné en La Ciudad de Dios:


Tuvo lugar en Milán, estando yo allí, el milagro de la curación de un ciego, que pudo llegar al conocimiento de muchos por ser la ciudad tan grande, corte del emperador, y por haber tenido como testigo un inmenso gentío que se agolpaba ante los cuerpos de los mártires Gervasio y Protasio. Estaban ocultos estos cuerpos y casi ignorados; fueron descubiertos al serle revelado en sueños al obispo Ambrosio. Allí vio la luz aquel ciego, disipadas las anteriores tinieblas.

Lo mismo ocurrió en Cartago: ¿quién, fuera de un reducido número, llegó a enterarse de la curación de Inocencio, abogado a la sazón de la prefectura? A esta curación asistí yo y la vi con mis propios ojos. Veníamos de allende el mar mi hermano Alipio y yo, aún no clérigos, pero sí siervos ya de Dios; como era, al igual que toda su familia, tan religioso, nos recibió en su casa y vivíamos con él. Estaba sometido a tratamiento médico; ya le habían sajado unas cuantas fístulas complicadas que tuvo en la parte ínfima posterior del cuerpo, y continuaba el tratamiento de lo demás con sus medicamentos. En esas sajaduras había soportado prolongados y terribles dolores. Una de las fístulas se había escapado al reconocimiento médico, de suerte que no llegaron a tocarla con el bisturí. Curadas todas las otras que habían descubierto y seguían cuidando, solo aquella hacía inútiles todos los cuidados.

Tuvo por sospechosa esa tardanza, y se horrorizaba ante una nueva operación que le había indicado un médico familiar suyo, a quien no habían admitido los otros ni como testigo de la operación, y a quien él con enojo había echado de casa; apenas ahora le había admitido, exclamó con un exabrupto: «¿De nuevo queréis sajar? ¿Van a cumplirse las palabras de quien no admitisteis como testigo?». Burlábanse ellos del médico ignorante, y procuraban mitigar con bellas palabras y promesas el miedo del paciente.

Pasaron otros muchos días, y de nada servía cuanto le aplicaban. Insistían los médicos en que le cerrarían la fístula con medicinas, no con el bisturí. Llamaron también a otro médico de edad ya avanzada y muy celebrado por su pericia en el arte, por nombre Ammonio. Examinándole este, confirmó lo mismo que había pronosticado la diligencia y pericia de los otros. Garantizado él con esta autoridad, como si se encontrara ya seguro, se burlaba con festivo humor de su médico doméstico, que había creído necesaria otra operación.

¿Qué más? Pasaron luego tantos días sin mejora alguna que, cansados y confusos, tuvieron que confesar que no había posibilidad de sanar sino con el uso del bisturí. Se asustó, palideció sobrecogido de horrible temor, y, cuando se recobró y pudo hablar, les mandó marcharse y no volver a su presencia. Cansado ya de llorar y forzado por la necesidad, no se le ocurrió otra cosa que llamar a cierto Alejandrino, tenido entonces por renombrado cirujano, para que hiciera él la operación que en su despecho no quería que hicieran los otros. Cuando vino aquel y observó, como entendido, en las cicatrices la habilidad de los otros, como honrado profesional trató de persuadirle de que fueran los otros quienes cosecharan el éxito de la operación, ya que habían procedido con la pericia que él reconocía, y añadía que no habría posibilidad de sanar sino con la operación; pero que era opuesto a su conducta arrebatar por una insignificancia que restaba la coronación de trabajo tan prolongado a unos hombres cuyo esfuerzo habilísimo y diligente pericia contemplaba admirado en sus cicatrices. Se reconcilió con ellos el enfermo, y se convino en que, con la presencia de Alejandrino, fueran ellos los que le abrieran la fístula, que de otra manera se tenía unánimemente por incurable. La operación se dejó para el día siguiente.

Cuando marcharon los médicos, fue tal el dolor que se produjo en la casa por la inmensa tristeza del señor que con dificultad podíamos reprimir un llanto como por un difunto. Le visitaban a diario santos varones, como Saturnino, obispo entonces de Uzala y de feliz memoria; el presbítero Geloso y los diáconos de la Iglesia de Cartago; entre los cuales se encontraba, y es el único que sobrevive, el actual obispo Aurelio, a quien debo nombrar con el honor debido y con quien, considerando las obras maravillosas de Dios, hablé muchas veces de este caso, comprobando que lo recordaba perfectamente 67.


Además de estos ejemplos, en la misma obra La Ciudad de Dios recogí algunos casos de enfermedades más detalladas y hablé por extenso de algunos médicos y de los medios que entonces había para cuidar. Los conocimientos que poseía no eran muy extensos ni demasiado profundos. Las informaciones médicas provenían del contacto con médicos, a los cuales preguntaba detalladamente con mucho interés sobre cuestiones relacionadas con la medicina. Por tanto, hablé varias veces con términos médicos y alusiones al instrumental médico. Todo ello, sin comparación con la abundante patología de la medicina de Plinni o la de Teodoro Prusciano 68. Tenía mucho afán por introducir en estos temas médicos al Christus medicus en un nivel espiritual, del que voy hablar más adelante, y que constituye uno de los temas centrales de mi doctrina.

Los casos que encontré eran diversos y, cuando los necesitaba, llamé a médicos, como hice en una situación particular con un joven de quince o dieciséis años, como narré:


Hubo un joven en mi convento que, al llegar a la edad de la pubertad, comenzó a sentir un dolor intensísimo en los órganos genitales. Los médicos, por más que procuraron descubrir la causa de tales dolores, no pudieron hallarla; solo observaron que su órgano estaba replegado hacia dentro de tal modo que ni cortado el prepucio, el cual colgaba con inmoderada largura, podía aparecer; después apenas pudo ser descubierto. Sudaba un humor acre y viscoso que le producía un fuerte ardor en la ingle y los testículos. Este agudísimo dolor no era continuo, mas cuando lo sentía lloraba como un desesperado, mesándose los miembros como suele ejecutarse en los frenéticos y en los intensísimos dolores corporales. Con todo, su mente no se perturbaba. Después, poco a poco, en medio de sus gritos, perdía el sentido y se tendía en el suelo, quedando con los ojos abiertos sin ver a nadie de los que estaban con él y sin moverse al punzarle. Pasado un corto espacio de tiempo, como despertando de un sueño, y sin sentir ya dolor alguno, contaba las cosas que había visto. Después de algunos días volvía a sentir lo mismo. En todos estos ataques, o casi en todos ellos, tenía visiones, y en ellas decía haber visto a dos hombres, uno de edad avanzada y otro joven, los cuales le explicaban o manifestaban las cosas que él contaba haber visto y oído 69.


Hablé sobre la doble función de la medicina, «curar las enfermedades y mantenernos en forma» 70, y, por tanto, de una función profiláctica, y otra curativa. «Unas son, en efecto, las prescripciones médicas para conservar la salud –se dan a los sanos para que no enfermen–, y otras las que reciben quienes ya están enfermos para que recuperen la salud que perdieron» 71. Defendí la noción de la medicina en términos de cualquier cosa que proteja o restablezca el bienestar del cuerpo 72.

Al mismo tiempo expuse los límites hasta donde puede llegar la ciencia médica: «Se dice que la medicina conoce la salud, pero no conoce las enfermedades, y, sin embargo, las enfermedades se diagnostican mediante las técnicas de la medicina» 73.

Comenté algo sobre el principio de totalidad y también sobre la función del médico con una comparación con Cristo, que «es médico y sabe que hay que amputar el miembro gangrenado, no sea que, a partir de él, se gangrenen otros. Se amputa un dedo porque es preferible tener un dedo menos a que se gangrene todo el cuerpo. Si de este modo hace un médico humano en virtud de su arte; si el arte de la medicina elimina alguna parte de los miembros para que no se gangrenen todos, ¿por qué Dios no va a amputar en los hombres lo que sabe que está gangrenado, para que alcancen la salud?» 74.

Sobre la relación entre médico y enfermo, después de una de mis enfermedades 75, di un ejemplo en un sermón:


Cuando un enfermo pide al médico lo que le gusta en un momento dado, y ha hecho venir al médico precisamente para que, mediante él, se le proporcione la sanidad, pues no hubo otra causa para hacer venir al médico sino lograr la salud. Y, por eso, si quizá le gustan las frutas, si le gustan las cosas frías, prefiere pedirlas al médico y no a su siervo. De hecho, para perjuicio de su salud puede ocultar su petición al médico y pedirlas al siervo; ciertamente, el siervo obedece al señor más a una señal de dominación que para remedio de la salud. En cambio, el enfermo prudente, que ama y aguarda su salud, elige pedir al médico eso mismo que le gusta en un momento dado, de forma que, negado por el médico, nada reciba a voluntad, sino que más bien crea a este en orden a la salud. Veis, pues, que aun cuando el médico no da algo al pedidor, no lo da precisamente para dar, pues precisamente para proporcionar útil sanidad no proporciona lo inmoderadamente querido 76.


Además, reflexioné sobre la confianza en las decisiones humanas de los médicos, y «¡cuántas cosas hacen los médicos contra la voluntad del enfermo y, sin embargo, no actúan contra la salud! Y si el médico se equivoca alguna vez, Dios nunca» 77. Además, en otro comentario valoré la relación médico-enfermo, donde «a veces el enfermo pide muchas cosas al médico que el médico no le concede. No le oye según su voluntad, sino según su salud. Pon a Dios como tu médico y pídele la salud del alma, y él será tu salvación; no como si fuera algo distinto de tu salvación; él mismo es tu salvación» 78. Y en otro lugar decía: «¡Cuántas cosas inconvenientes piden los enfermos a los médicos y cuántas les niegan los médicos por misericordia!» 79. También descubrí la importancia de la confianza en esas relaciones:


¿No ves cuánto soportan los hombres bajo las manos del médico, teniendo puesta la esperanza incierta en el hombre que promete? «Sanarás –dice el médico– si te hago un tajo». Lo dice un hombre y se lo dice a un hombre. El que lo dice no está seguro, ni tampoco el que lo escucha; porque lo dice al hombre quien no conoce al hombre, y no sabe con exactitud lo que se realiza en el hombre; y, sin embargo, el hombre cree las palabras del hombre que ignora, y con mucho, lo que se realiza en el hombre, y le somete sus miembros, y le permite vendarlos, y muchas veces que los saje y los cauterice. Quizá recobra la salud por algún tiempo, y, ya curado, no sabe cuándo ha de morir; si es que no muere mientras es curado; o quizá no puede ser curado. ¿A quién prometió Dios algo y le engañó? 80


Además expresaba: «Medicina picante, pero salutífera; tal era la que el médico aplicaba al enfermo. Bajo el efecto de la medicina, el enfermo suplicaba que el médico le quitase lo que le había dado; el médico no le hacía caso, y precisamente así atendía su deseo de curación» 81.

Asimismo, «¡cuánto tenemos que sufrir aquí, y nadie nos hace caso! [...] Sería cruel un médico que escuchase a alguien no tocando la herida y la infección» 82. Por tanto, el médico tiene que formular un tratamiento, como dije en un sermón:


Fijaos en un enfermo. Un enfermo que se odia en cuanto enfermo se odia como es: entonces comienza a ponerse de acuerdo con el médico. Porque también el médico le odia como es. De hecho, si le quiere sano, es porque le odia en su estado febril; y el médico persigue la fiebre para liberar al hombre. De igual modo son fiebres de tu alma la avaricia, la sensualidad, el odio, el deseo perverso, la lujuria, la frivolidad de los espectáculos; debes odiarlas junto con el médico. De esta manera vas de acuerdo con el médico, te apoyas en el médico y escuchas y haces con agrado lo que él te manda, y, cuando ya vayas recuperando la salud, comienza también a agradar lo que te prescribe. ¡Cuán insoportable resulta el alimento a los enfermos a la hora de comer! Juzgan peor la hora de la comida que la del acceso de fiebre. Y, no obstante, se ven obligados a ir de acuerdo con el médico, y, aunque de mala gana y por la fuerza, se vencen para tomar algo. ¿Con cuánta avidez aceptarán, cuando estén sanos, preceptos mayores de quien, estando enfermos, a duras penas aceptan los menores? Pero ¿de dónde proviene esto? De que odiaban a la fiebre y se habían puesto de acuerdo con el médico, y juntos, el médico y el enfermo, acosaban a la fiebre 83.


Narré también el hecho acaecido a «un hombre llamado Curma, pobre curial del municipio de Tulio, próximo a Hipona, que era magistrado de aquel lugar y sencillo labrador; cayó enfermo y, privado de los sentidos, estuvo acostado como muerto durante algunos días. Un levísimo soplo de nariz, que apenas se sentía al acercar la mano, era el pequeño indicio de que tenía vida, para no permitir que fuera enterrado exánime. No movía miembro alguno ni tomaba alimento» 84. ¡Qué susto!

En asuntos médicos, mi visión religiosa de la vida me inclina más a poner mi confianza en las manos de un médico divino que a buscar una cura a través de un médico humano 85. Aun en Soliloquios acepté el consejo de la razón de orar por la salud corporal y espiritual 86. Este tema de los médicos y la medicina fue una afición mía, que usaba también como base para comparar con Cristo Médico. Pero antes vamos a desarrollar mi propuesta comunitaria para el tema de la salud.


4. Mi propuesta comunitaria para el tema de la salud


Como ya dije, cerca del 397 escribí una Regla para servir como referente a todos los religiosos. En ella escribí también sobre la salud 87, de modo particular en el capítulo 3 de la misma Regla 88. De hecho, un rasgo notable de la Regla es la atención a la salud y la curación 89. Si en el capítulo segundo de la Regla tomaba en cuenta a la hora de legislar la enfermedad del espíritu que consiste en vivir en la «ilusión» y no en la verdad, en los capítulos tercero y cuarto salí al paso de distintos males vinculados al cuerpo. El capítulo quinto es resultado de haber diagnosticado un nuevo mal en el espíritu humano, cuya específica sintomatología se manifestaba en las relaciones interhumanas 90.

De hecho, la salud es el tema central del capítulo 3, que está dentro de mi visión global sobre la salud, como hemos visto. Escribí sobre la salud del cuerpo y la salud física –la valetudo– o también la falta de ella. La misma Regla ofrece tres categorías de servidor de Dios:

1) los que gozan de buena salud;

2) los que, sin estar enfermos, son débiles;

3) los que propiamente se hallan enfermos.

Asimismo, subrayé la importancia del enfermo y los débiles de la comunidad. Para reconducir la vida de los hermanos enfermos expuse la necesidad de recuperar la salud. El plan era individual y no comunitario. Lo que buscaba promover era la justa relación interna del hombre, más que la externa. Hablé sobre la salud, que es solo la cara luminosa de la otra realidad sombría que es la enfermedad 91.

Para mí, la salud está dentro de un plan unitario: amar a Dios y amarse a sí mismo como al prójimo. En este amor a sí mismo se manifiesta mantener la salud o evitar la enfermedad tanto del cuerpo como del alma 92. Reflexioné sobre la salud y la enfermedad en la Regla. Es que, para mí, «el monasterio refleja la composición sociológica de la sociedad, pero a un nivel más simple» 93. Y por tanto la importancia de la salud en el monasterio significa la importancia de la salud y la enfermedad en la sociedad.

Con respecto a los enfermos, observé que su cuerpo no resistía la única comida de los días de ayuno 94. Y, por tanto, no solo son infirmi (débiles), sino que también están «más delicados». Por tanto, hay diferencia entre los débiles (infirmi) y los enfermos (aegrotes), ya que los fuertes son los que gozan de buena salud. La debilidad puede ser debida a un anterior tenor de vida 95. Por tanto, la medicación adecuada para la ingestión de alimentos es el descanso (dormir) y el vestido, ya que no todos sufren con la misma intensidad, y es necesario un trato alimentario diferente 96.

Hablé sobre la aegritudo (enfermedad). «A consecuencia del pecado original, el hombre perdió la salud de que había gozado hasta entonces; una de las manifestaciones de la enfermedad natural en que se vio envuelto es el hambre y la sed, para las que es medicación adecuada el alimento y la bebida» 97. Desde la sabiduría popular recogí el dicho: «Unos comen para vivir, otros viven para comer» 98. Reflexioné cómo el comer sin parar acaba en enfermedad 99, además de que la falta de templanza acaba en enfermedad 100. Será importante la conveniencia de que el enfermo reduzca la ingestión de alimentos para no empeorar 101.

El trato cuidadoso durante el período de convalecencia fue mirar las situaciones personales. Después de la enfermedad, el período de convalecencia es considerado como debilidad (infirmitas). Por tanto, no hay tratamiento específico, sino que «se dé al convaleciente un trato que le lleve a restablecerse cuanto antes» 102. La evolución positiva lleva a la recuperación.

Mientras el capítulo 3 está centrado en el enfermo mismo, el capítulo 5 contempla la responsabilidad de la comunidad frente al enfermo 103. Hablé sobre el trato que ha de darse al enfermo, pero no establecí la clara distinción de los tres estadios contemplados, que son la enfermedad, la convalecencia y la robustez 104.

Existe distinción entre el aspecto físico del cuidado de la salud y el aspecto moral de la represión de la concupiscencia. La concupiscencia tiende por sí misma al abuso, el abuso daña la salud y la falta de salud daña a la integridad 105.

En la vida eterna, la salud es plena y, por tanto, «el presente está entendido como enfermedad» 106. «Lo que todavía no ve lo espera con paciencia. Y lo que espera es la salud del cuerpo, pues a eso se refiere la redención del cuerpo. Lo que aún se espera implica que lo que ahora llamamos salud no es propiamente tal. El hombre no puede considerarse sano mientras sufra el hambre, la sed y el cansancio. Si no les aplica el remedio, esto es, el alimento, la bebida y el sueño respectivamente, esos males le conducen a la muerte. Solo podrá hacerse de salud cuando se pueda vivir sin tales remedios» 107. La enfermedad, por su propia naturaleza, acarrea degeneración 108.


El pasado remite al momento previo al pecado de Adán en que la salud era plena, aunque no definitiva. El presente se caracteriza por la falta de esa salud plena. La enfermedad radical que arrastra el hombre consigo es la de la mortalidad, que tiene por satélites el hambre, la sed y el cansancio […] el futuro apunta a la salud plena y definitiva 109.


En síntesis, los textos agustinianos sobre la salud tienen este formato de una curva de arriba abajo y de abajo arriba 110.

a) Salud

b) Pecado.

c) Enfermedad.

d) Medicación.

e) Abuso.

f) Efectos.

g) Remedio.

h) Modelo.

i) Salud.

En los siervos de Dios que se hallan enfermos, su enfermedad no es natural, fruto del pecado de Adán, sino más bien fruto de ella 111. «La enfermedad natural se supera, aunque de forma provisional, aplicando la medicación también natural del alimento, vestido, descanso» 112. Además, para los síntomas diferentes hay que reclamar tratamientos específicos 113.

En el capítulo 5 de la Regla hablé además del oficio de enfermero 114, pues, «cuando por razones de salud alguien necesite una dieta especial, no debe solicitarla él mismo, sino otro, encargado a tal efecto» 115. Al mismo tiempo, «el siervo de Dios que no goza de buena salud ha de renunciar a su criterio en cuanto a lo que ha de tomar de la despensa en favor del criterio del enfermero» 116.

Además es responsabilidad del médico 117 –lo que conlleva aceptar los criterios de los demás 118– decidir si un siervo de Dios que se encuentre débil ha de ir o no a los baños, tanto si el paciente lo rechaza como si lo ansía. Lo mismo es el médico quien va a decidir cuándo existe un dolor sin lesión visible en el cuerpo 119. Por tanto, hay que anteponer el criterio del médico y obedecerle cuanto ordene. «El precepto de obedecer sin murmurar al médico brinda la oportunidad, en un caso, para exponer los efectos negativos de la murmuración, signo de desunión y cuya ausencia es un aspecto del amor, y, en otro, para introducir cuál ha de ser la recta relación con el médico. Haciendo una aplicación para el presente, se ofrece el criterio siempre válido: cuidar la salud» 120.

Además está fijada una doble directriz. La primera, referida al hecho de la enfermedad: se ha de creer al siervo de Dios que afirma sufrir alguna dolencia; la segunda, referente al tratamiento adecuado: si existe duda respecto de la eficacia del que solicita el paciente, se ha de consultar al médico 121, pues «el médico representa una instancia de objetividad» 122.

Uno podía asistir a los baños únicamente en bien de la salud. Y esto no para recuperarla, cuando el siervo de Dios está enfermo, sino para robustecerla cuando aún se halla convaleciente. Y por tanto deje en manos de la ciencia médica fijar cuándo ha de tomarse, y sin rechistar a sus prescripciones 123.

Por tanto, una síntesis de mi propuesta es:

• una antropología integral de lo físico y lo espiritual;

• en el aspecto físico, el primer interés está en un cuerpo sano y fuerte, capaz de afrontar la vida normal de la comunidad;

• la salud del espíritu es importante;

• la atención a las diferentes condiciones de salud que conllevan diferencias en el trato no se han de convertir en problema social dentro del monasterio 124;

• las diferencias entre débiles y enfermos y su curación;

• la importancia del oficio de enfermero;

• la responsabilidad y la objetividad del médico.


5. El aspecto espiritual y trascendental


El tema de la salud, el salus corporis y también el salus animae 125 son importantes dentro de una visión integral de la misma. Además, una buena salud es algo relacionado con la vida eterna y, por este motivo, usé mucho los términos médicos para explicar la salvación espiritual 126. En un sermón dije: «En verdad, quien se desea salud del cuerpo mediante la que no progrese el ánimo, inquilino del cuerpo, desea algo vano» 127. Reflexioné sobre este tema y cómo Dios médico puede curarnos: es que «todas las dolencias y enfermedades que pueda padecer un ser humano son símbolo de las desgracias espirituales y del pecado» 128.

De hecho, «suponte que te has puesto en manos de un médico y que estás enfermo […] Recién llegado te agradó dar el paso y pedir al médico un trago de vino. No se te prohíbe pedirlo; puede darse que no te haga daño y hasta te convenga tomarlo. No dudes en pedirlo; pídelo sin vacilar; pero, si no lo recibes, no te entristezcas. Si esto se da con el médico corporal, ¿cuánto más con Dios médico, creador y restaurador tanto de tu cuerpo como de tu alma?» 129. Este diagnóstico del médico es un modo de hablar de la función pastoral como un asistente médico. «Los pastores de las comunidades eclesiales no comparten la competencia y el dinamismo del médico divino, como sí es el caso con el poder divino […] donde los pastores locales comparten la dimensión pastoral de Cristo» 130.

Existe el programa de asistencia médica de Dios, donde Cristo es el médico, la medicina y la salud. «La primera dispensación de nuestro Señor Jesucristo es, pues, medicinal, no judicial, porque, si hubiera venido primero a juzgar, no habría encontrado a nadie a quien pagar los premios de la justicia» 131.

Y la visión de Cristo es de hombre y Dios también en este tema: «Si dijeses que Cristo es solo Dios, niegas la medicina que te ha sanado; si dijeses que Cristo es solo hombre, niegas la potencia que te ha creado. Por tanto, mantén un alma fiel y corazón católico; cree una y otra, confiesa fielmente una y otra. Cristo es Dios, asimismo Cristo es hombre» 132. Por tanto, «si la medida de la salud se toma de Cristo; si la salud de Cristo se caracteriza por no necesitar nada, cuanto menos se necesite, de más salud se dispone» 133.

Siempre expresé la importancia de la unidad en nuestras vidas, en la Iglesia y en muchos otros temas, y, por tanto, también identifiqué la salud con la unidad 134, donde «la función mediadora del cuerpo es la unidad en el hombre de cuerpo y alma» 135. «La esencia de la enfermedad [aegritudo], sea física o espiritual, es una ausencia de esa unidad. Hay salud del cuerpo cuando existe un orden equilibrado entre sus partes» 136. Y por eso decía antes que la enfermedad del cuerpo tiene su fuente en la falta de equilibrio y unidad. La vida tiene que estar bien ordenada. «La paz del cuerpo es el orden armonioso de sus partes. La paz del alma irracional es la ordenada quietud de sus apetencias. La paz del alma racional es el acuerdo ordenado entre pensamiento y acción. La paz entre el alma y el cuerpo es el orden de la vida y la salud en el ser viviente» 137.


Mas, como suele acontecer al que cayó en manos de un mal médico, que después recela de entregarse en manos del bueno, así me sucedía a mí en lo tocante a la salud de mi alma; porque no pudiendo sanar sino creyendo, por temor a dar en una falsedad rehusaba ser curado, resistiéndome a tu tratamiento, tú que has confeccionado la medicina de la fe y la has esparcido sobre las enfermedades del orbe, dándole tanta autoridad y eficacia 138.


Al mismo tiempo, en un plano espiritual afirmé con claridad: «Desprecia la salud: tendrás la inmortalidad» 139.


6. Christus medicus


Para mí, Cristo es el médico, y yo, el paciente 140. Este tema del Christus medicus no es para mí un ejercicio académico, sino una oración personal con mi médico íntimo 141. El amor es una fuente de curación, es la salud en sí misma, donde la caritas es igual a la sanitas: «Es necesario […] que entre en primer lugar el temor, a través del cual tenga acceso la caridad. El temor equivale a la medicación, la caridad, a la salud» 142.

Cristo es el medicus humilis que cura las heridas del pecado 143. La humildad del médico es el gran antídoto contra el tumor del orgullo 144, que es la madre de todo pecado 145. Al mismo tiempo, nuestras heridas podrán ser grandes y numerosas, «aunque más grande es tu medicina» 146. Por tanto, «vino el médico [Cristo] a visitar a los enfermos, ofreció el camino, se alargó hasta los peregrinos. Dejémonos salvar por él, caminemos por él» 147. Y por encima, la muerte del Médico es verdadera medicina 148.

Asimismo, en el Tratado sobre el evangelio de san Juan decía que Cristo es la personificación del Buen Samaritano, así como la Iglesia es la posada para la curación:


Maltrechos, roguemos al Médico, seamos llevados a la posada para ser curados. Quien, en efecto, ha prometido la salud es el que se compadeció del dejado medio vivo en el camino por los bandoleros; derramó aceite y vino, curó las heridas, lo levantó hasta el jumento, lo condujo a la posada, lo encomendó al posadero. ¿A qué posadero? Quizá al que dijo: «Desempeñamos una embajada en lugar de Cristo». También dio dos monedas para gastarlas en curar al herido; quizá esos mismos son los dos preceptos en que se basan la Ley entera y los Profetas. También, pues, hermanos, la Iglesia, en que el maltrecho es sanado durante este tiempo, es posada de caminante; pero esa Iglesia misma tiene arriba la heredad del propietario 149.


También en un sermón repetí este asunto:


Recordáis, amadísimos, cómo aquel hombre al que los ladrones hirieron y dejaron medio muerto recibió el alivio del aceite y el vino vertidos sobre sus heridas. Sin duda ya se le ha concedido el indulto por su error, pero, no obstante, aún recibe cura su enfermedad en la posada. Esa posada, si lo advertís, es la Iglesia 150.


7. Una palabra para la situación presente


Todos los que trabajan en la Iglesia, que es la posada, tienen que servir a todos los miembros, especialmente los débiles 151. Dios está servido en la persona. Cristo esta todavía aquí en los necesitados, él habita todavía en el mundo, en los enfermos y en la prisión 152.

Para los médicos y los profesionales sanitarios tengo esta palabra sobre la confianza mutua. En la encarnación, Dios tomó la iniciativa de ganarse la confianza de los seres humanos bajando para ser más accesible a todos y haciéndose vulnerable hasta la muerte en la cruz. Por tanto, los agentes pastorales no tienen que perder la confianza de los pacientes 153.

Las comunidades tienen que ser como lugares de curación donde no se esconden nuestras heridas, donde la presencia de Christus medicus irradia de dentro afuera. La comunidad es un reflejo de la Iglesia quae nunc est, aquí y ahora, compuesta de miembros que tienen buena salud y también de enfermos 154. Por tanto, la comunidad, también aquella agustiniana 155, participa en el ministerio del Christus medicus, que es el Cristo que sufre enfermedad en aquellos enfermos. La curación, en una perspectiva trascendente, es un valor fundamental en la espiritualidad agustiniana. Es una curación que empieza dentro de nuestro corazón.


Bibliografía


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• La Ciudad de Dios

• Comentario literal al Génesis

• Confesiones

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• Epistula 10; 38; 118; 124; 130; 138; 151; 213

• Homilía sobre la primera carta de san Juan

• La piedad con los difuntos

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• Soliloquios

• El trabajo de los monjes

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Los santos y la enfermedad

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