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I. LA LUCHA CONTRA LA CRIMINALIDAD ORGANIZADA: DEL DERECHO PENAL A LA ESTRATEGIA DE SEGURIDAD

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En esta contribución se pretende flexionar sobre algunos de los problemas a los que se enfrenta todo Estado que se defina como “de Derecho” en la lucha contra la delincuencia organizada y los límites a que debe estar sujeta la actuación de los poderes públicos. En efecto, es sobradamente conocida la dialéctica en la que, desde hace décadas, parece moverse la lucha contra estos fenómenos delictivos: la libertad y la seguridad2, objetivos que se presentan en muchas ocasiones como contrapuestos cuando sin embargo, el respeto a este modelo de Estado requiere un necesario equilibrio, sin que, desde mi punto de vista, resulten aceptables fórmulas que, al amparo de una pretendida e irrenunciable seguridad, supongan un menoscabo en las garantías que amparan a los ciudadanos3.

El Estado de Derecho es uno de los valores reconocidos en el art. 2 TUE, común a todos los Estados miembros. Sin pretender realizar un análisis filosófico-jurídico sobre su reconocimiento y evolución, resulta necesario destacar algunos aspectos de su significado actual que no sólo se limita a la necesidad de que todos los poderes públicos actúen dentro de los límites fijados por la ley, sino que además deben hacerlo de conformidad con los valores de la democracia y del respeto a los derechos fundamentales, en un sistema basado en la división de poderes y bajo el control de órganos jurisdiccionales independientes e imparciales, como han subrayado tanto las instituciones europeas como el TEDH y TJUE4. Este modelo de Estado sirve para garantizar los derechos de los ciudadanos en régimen de igualdad, establecer los límites de la actuación de los poderes públicos y proscribir el abuso de poder y, consecuentemente, determinar la responsabilidad a que están sometidos en el ejercicio de sus funciones. De ahí que nuestra Constitución, en una formulación amplia, haya postulado la expresión “Estado social y democrático de Derecho” (art. 1.1 CE).

La solidez de la construcción conceptual y jurídica del Estado de Derecho contrasta, sin embargo, con algunos excesos de los poderes públicos que ponen en riesgo – o, como señalan algunos autores, en crisiseste modelo de organización, en pos de una pretendida seguridad5. Y es en el sistema penal y la lucha contra el crimen, muy particularmente contra la criminalidad organizada y el terrorismo, donde se evidencian algunas de estas prácticas o excesos justificados en el interés del Estado en la efectividad en la lucha contra este ámbito delictivo lo que origina, en términos de seguridad, conflictos no sólo con los derechos de los investigados o encausados, sino como veremos, también de los ciudadanos en general.

Sirvan como ejemplo el reforzamiento de las medidas preventivas y la intensificación de las medidas de vigilancia, bien a gran escala (por los servicios de inteligencia), bien para ámbitos concretos (como sucede, por ejemplo, con la inteligencia financiera); la, para algunos autores, extraordinaria ampliación del espacio policial como espacio autónomo, de manera que se ha llegado a un verdadero derecho penal-procesal de carácter policial, de orientación básicamente preventiva y extralegal, fundado en la sospecha6; las nuevas (o no tan nuevas) medidas de investigación y prueba que suponen limitaciones intensas de derechos fundamentales o una cierta flexibilización de la investigación en la que se facilitan los métodos de prueba (infiltración policial – física e informática–; entrega y circulación vigilada7; el colaborador habitual; etc.)8; la utilización de la tutela cautelar como una forma (adelantada) de retribución; o la proliferación de reformas de tipos penales que contravienen la necesaria fijeza del derecho como elemento de la seguridad jurídica y, por otro lado, diluyen los tipos penales, en muchos casos con una marcada tendencia expansiva y retribucionista. De ahí que un sector importante de la doctrina y también de la jurisprudencia lleven años subrayando que “el sistema procesal penal de lucha contra la criminalidad organizada se caracteriza por una constante restricción de los principios básicos que rigen el tradicional funcionamiento tanto del Derecho penal como procesal penal”9.

Esto puede comprobarse desde la propia delimitación penal de “criminalidad organizada”. Los instrumentos jurídicos internacionales e inter-nos prevén marcos amplios de actuación, lo que da lugar a indefiniciones normativas que casan mal con uno de los principios esenciales del Estado de Derecho, el de legalidad penal y sus elementos esenciales de lex praevia, lex certa, lex stricta10. Baste tener en cuenta la definición dada por las Naciones Unidas en la Convención contra la Delincuencia Organizada Transnacional, de 15 de noviembre de 2000, en cuyo artículo 2 define al grupo delictivo organizado (apdo. a), un grupo estructurado de tres o más personas que exista durante cierto tiempo y que actúe concertadamente con el propósito de cometer uno o más delitos graves o delitos tipificados con arreglo a la presente Convención con miras a obtener, directa o indirectamente, un beneficio económico u otro beneficio de orden material. Definición que ha sido seguida, aunque con algunos matices, por otros instrumentos como, en el ámbito europeo, la establecida en el art. 1 de la Decisión Marco 2008/841/JAi del Consejo de la Unión Europea de 24 de octubre de 200811 o ya, en nuestro Derecho interno, lo dispuesto en el artículo 570 bis del Código Penal. Resulta claro que el amplio enunciado permite acoger formas de actuación criminal en grupo de muy diversa índole y naturaleza, cuya actividad delictiva y resultados pueden ser también ostensiblemente diferentes.

De ahí que, por un lado, se hayan ido fijando los elementos comunes a estos fenómenos, (1) pluralidad de personas; (2) estructuración, establecida normalmente mediante la existencia de una jerarquía y de una división funcional; (3) vocación de cierta permanencia temporal; (4) actuación concertada12; a los que se podrían añadir otros como (5) frecuente transnacionalidad; (6) efectos indeseables de su actividad tanto en los ciudadanos como la sociedad y los Estados, con un importante potencial desestabilizador; (7), implicación en actividades ilícitas complementadas con actividades legales; o, sin ánimo de exhaustividad (8) uso de influencias o corrupción13. Y, por otro, se hayan tratado de determinar elementos diferenciadores de las distintas modalidades de criminalidad en grupo, como por ejemplo, de tipo mafioso, bandas criminales o maras, o de aquellas otras de naturaleza terrorista, situando a estas últimas como un fenómeno delictivo autónomo que, si bien presenta algunos caracteres comunes, tiene como elemento diferencial la utilización de medios de intimidación masiva con el fin de subvertir el orden constitucional o alterar la paz pública fundada en motivos políticos, ideológicos o religiosos, lo que ha justificado una estrategia de lucha diferenciada.

No obstante, nos encontramos en un proceso de encuentro, en el que progresivamente aparece más desdibujado el perfil de la organización criminal y, de los ámbitos de actuación14. Se apunta a la cada vez mayor confluencia entre la criminalidad organizada y la delincuencia grave, así como entre aquélla y el terrorismo15. Y a partir de aquí se apela a la necesidad inexorable de “perfilar nuevos modelos de colaboración y cooperación en materia de seguridad y defensa mediante un mayor intercambio de información entre los centros de inteligencia” a nivel nacional e internacional16.

Se expresa así de manera gráfica el cambio cualitativo en el que, desde hace tiempo, se encuentra inmersa la lucha contra la criminalidad organizada17: de la política criminal y el Derecho material y procesal penal a la estrategia de seguridad y defensa, abriéndose nuevas tensiones entre la libertad y seguridad que necesariamente deberán ser resueltas con los instrumentos que nos proporciona el Estado de Derecho.

Retos en la lucha contra la delincuencia organizada

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