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JUAN DE MARIANA Y LA CIENCIA
ОглавлениеCarlos M. Madrid Casado
El objetivo de esta ponencia es analizar el sintagma «Juan de Mariana y la ciencia», pero quizá, como cuestión preambular, debamos argumentar la pertinencia del enunciado titular, ya que en ciertos oídos puede sonar igual de anacrónico que «Juan de Mariana y la aviación» o «Juan de Mariana y la red de metro». En otras pala-bras, creemos que el tema que tenemos entre manos no es gratuito ni tangencial, y vamos a comenzar justificando su importancia.
I
Para ello, vamos a considerar las dos ideas que aparecen en el título y las diferentes posibilidades lógicas que se dan en el momento de hilvanarlas, de combinarlas: o bien no hay intersección (no hay ninguna relación entre el padre Mariana y la ciencia), o bien hay intersección, ya sea parcial (hay alguna relación entre el padre Mariana y la ciencia) o total (la idea del padre Mariana está contenida en la idea de ciencia, en el sentido de que el padre Mariana se reduciría a la condición de científico, descartada la reducción inversa; esto es, que la idea de ciencia estuviera contenida en la idea del padre Mariana, lo que parece absurdo).
Tenemos, por un lado, la idea que nos hagamos de Juan de Mariana (1536-1623 o 1624), una idea que precisamente el presente congreso internacional trata de analizar bajo el rótulo «La actualidad del padre Juan de Mariana». Me interesa señalar que ya la convocatoria del congreso delimita la figura de Juan de Mariana al describirlo como jesuita, teólogo, filósofo, historiador y economista. Una rapsodia o lista de lavandería que es lugar común en entradas biográficas o enciclopédicas, donde además se resalta que ejerció como profesor en Alcalá, Roma y París. Por de pronto, Jaime Balmes le describiría en el siglo XIX como consumado teólogo, latinista perfecto, literato brillante, estimable economista y político de elevada previsión.1
Por otro lado, tenemos la idea de ciencia. Desde las coordenadas del materialismo filosófico de Gustavo Bueno (1995), podemos distinguir cuatro modulaciones de «ciencia», a saber: (i) ciencia como saber hacer, cuyo escenario sería el taller (estamos hablando de la ciencia del herrero o del carpintero, de las técnicas); (ii) ciencia como sistema ordenado de proposiciones derivadas de principios, cuyo escenario sería la academia o escuela (hablamos tanto de la geometría euclídea como de la física aristotélica o la teología escolástica); (iii) ciencia como ciencia positiva, cuyo escenario es el laboratorio (la mecánica, la química, la biología, etc.); y (iv) ciencia como extensión de la ciencia positiva a la ciencia humana (la antropología, la lingüística, la economía, la historia, etc.).
II
De acuerdo con esta clasificación, la posibilidad de relacionar a Juan de Mariana con la ciencia pasaría, en una primera y apresurada interpretación, por conectar su figura con la cuarta acepción de ciencia, ensalzando su papel como historiador (ligado a la Historiae de rebus Hispaniae, 1592) y, en especial, como economista (en De rege et regis institutione ad Philipum III, 1598, y más expresamente en De monetae mutatione, 1609). Precisamente, esta es la apuesta que diversas instituciones vinculadas a la Escuela Austríaca de economía —como el Instituto Juan de Mariana o la Universidad Francisco Marroquín— hacen siguiendo a Hayek, a Rothbard y a una discípula del primero, Grice-Hutchinson, quienes señalaron el origen continental y católico del liberalismo clásico, cuyas raíces estarían antes en España que en Escocia, más en los jesuitas que en los protestantes.2 Los escolásticos y los arbitristas vinculados a una Escuela de Salamanca de fronteras borrosas habrían sido los primeros en intuir el orden económico tras el mundo moderno. No en vano, al recoger el Premio Nobel de Economía de 1974, Hayek mencionó en su discurso a Luis de Molina y a Juan de Lugo, entre otros escolásticos, por cuanto habrían formulado la teoría subjetiva del valor —opuesta a la teoría del valor-trabajo que harían suya Smith, Ricardo y Marx— al mantener que el trigo se estimaba más en las Indias que en España a pesar de que su naturaleza era la misma en ambos lugares, así como que el justo precio o pretium mathematicum solo Dios podía saberlo.
Los economistas austríacos o liberales suelen ponderar la genialidad de Mariana en el campo de la economía durante el Siglo de Oro poniendo de relieve ciertas lecciones entresacadas de las obras del jesuita que tendrían plena vigencia. Por ejemplo: su defensa del derecho natural, de la propiedad, de la libertad y de la soberanía del pueblo (que de Dios pasaría, a través del pueblo, al rey), vinculada a su alegato del tiranicidio (que conllevaría que su libro de 1598 fuese quemado públicamente en París en 1610, así como que, según una aventurada hipótesis, la figura femenina que personificó la Revolución francesa fuese llamada Marianne); pero también su denuncia del maquiavelismo, de la razón de Estado y de la corrupción política (verbigracia, en la adulteración del dinero). Algunos incluso vislumbran en su póstumo Discurso sobre las cosas de la Compañía de Jesús una crítica a la ingeniería social.
En concreto, analizando el Tratado y discurso sobre la moneda de vellón (traducción al español hecha de su propia mano del publicado en latín en Colonia, 1609), los economistas austríacos o liberales subrayan la defensa de la propiedad privada de los vasallos ante el rey que hace Mariana. El rey no puede imponer impuestos sin el consentimiento del pueblo, ni obtener ingresos extra rebajando el contenido metálico de la moneda (la gallina de los huevos de oro de la época, pues se daba moneda de cobre por plata —la moneda de vellón—, lo que aumentaba los precios, la inflación). Y Mariana recomendaría, dicen, limitar el gasto público, mejor dicho, que la casa real gastase menos (el matiz no es, como tendremos ocasión de ver, baladí). Para Mariana, el tirano es el rey que no respeta la propiedad, que cada día exige nuevos tributos y que prohíbe asambleas. Como es sabido, este tratado, que fue publicado originalmente junto a otros seis, fue perseguido por las autoridades españolas, por el duque de Lerma, valido de Felipe III, y provocó que Mariana diese con sus huesos en reclusión por un período de un año.
III
Sin embargo, la interpretación austríaca del padre Mariana como economista cae en un anacronismo insalvable, por cuanto la economía no era una ciencia de la época (dicho esto sin perjuicio de señalar que los liberales de la Escuela Austríaca comprenden la cientificidad de la economía de un modo peculiar). Quizá esto explique que, como apunta Beltrán,3 Mariana haya sido sucesivamente calificado como partidario de la teocracia (de un César con sotana, por su insistencia en que la Iglesia colabore en el Gobierno, que Iglesia y Estado formen un «cuerpo místico», así Pi y Margall, autor del discurso preliminar a las obras completas publicadas en 1854), de la colectivización agraria (por decir, con Duns Scoto y los franciscanos, que la propiedad era colectiva en el estado primitivo y más feliz de los hombres; así Joaquín Costa en su libro Colectivismo agrario en España de 1898) y, más modernamente, como socialdemócrata (por su amparo o socorro a los pobres) o como liberal (por la defensa de la propiedad privada, la democracia política —aunque prefiera la monarquía entre las seis formas aristotélicas de gobierno— y la moneda sana de valor estable, que resulta ventajosa para todas las clases sociales). Es de recibo apuntar que las bases del congreso ya alertaban de la sobredimensión económica de su figura al decir: «Nadie niega la pluralidad de problemas que aborda el padre Mariana, así como el papel destacado que tiene en todos ellos, aun cuando los desarrollos o cierres de las categorías en las que se mueve están muy lejos de constituirse en ciencias».
No es este el lugar para explicar, siquiera sucintamente, las líneas generales de la teoría del cierre categorial, es decir, de la filosofía de la ciencia propia del materialismo filosófico.4 Pero sí parece razonable exponer que para esta teoría de la ciencia las ciencias no tienen un objeto de estudio único, sino un campo operatorio formado por múltiples objetos y desbrozado por técnicas previas. De esto se colige que sin las operaciones de los sujetos no puede haber ciencia; pero también que sin la neutralización de estas operaciones, sin la eliminación de los aspectos subjetivos que implican, no puede haber verdades científicas. Y en las ciencias humanas y etológicas se da, como subrayan Bueno5 y Alvargonzález,6 un doble plano operatorio: el de las operaciones de los científicos del campo y el de las operaciones de los hombres o animales que son los sujetos temáticos del campo (de la misma manera que tenemos, por un lado, a los economistas o los teólogos y, por otro, a los consumidores o los fieles, con sus conductas operatorias). El sujeto operatorio es, en las ciencias humanas y etológicas, juez y parte. Las dificultades gnoseológicas de las ciencias humanas y, en particular, de la economía tienen que ver con este doble plano, con la tensión entre degollar la subjetividad para convertir en científica la disciplina y respetar su presencia para que no peligre su estatuto de ciencia «humana».
Para sistematizar esta precariedad crónica la teoría del cierre propone la distinción entre metodologías alfa y beta operatorias, para clasificar de la manera más neutra posible (con letras y números) el estatuto gnoseológico de una ciencia «humana».7 Cuando las operaciones se eliminan totalmente (como cuando explicamos la conducta de un animal humano o no humano recurriendo a las neuronas o a los genes), hablamos de una metodología alfa y de una ciencia «natural» (alfa-1). Cuando, por el contrario, esta eliminación no se produce en absoluto y las operaciones del sujeto gnoseológico se confunden con las del sujeto temático, estamos ante una metodología beta y una práctica prudencial, como la práctica económica de empresarios y gobiernos (beta-2). Y en los estados intermedios alfa-2 y beta-1 se da una neutralización relativa de las operaciones. Así, en alfa-2, la conducta del individuo se envuelve en estructuras estadísticas, ecológicas, sociales o culturales. Y, en beta-1, tenemos como ilustración la historia (fenoménica o biográfica), que reviste de fantasmas operatorios las reliquias y los relatos con que trabaja.
Sentado esto, cabe preguntar para justificar nuestra crítica a la valoración austríaca de las aportaciones económicas del padre Mariana: ¿qué tipo de cientificidad corresponde a la economía y cuándo se alcanza? ¿Se trata de una práctica prudencial (si se quiere, de una ciencia beta-operatoria, subordinada por tanto a presupuestos históricos, políticos, religiosos…) o pueden reconocerse en ella componentes verdaderamente científicos (alfa-operatorios)?
A nuestro entender, el estatuto científico de la economía oscila como un acordeón entre estados alfa-2, beta-1 y beta-2, lo que pone en cuestión la unidad y, por tanto, el cierre de la categoría económica, a pesar de que haya sido reconocida con la institución de un Premio Nobel desde 1968 (en plena Guerra Fría, lo que explica el sesgo de los premiados hacia posiciones capitalistas). Hay, por un lado, una economía formalista o matemática, que se traga amplios sectores de la economía clásica y neoclásica, y que sería asimilable a una ciencia alfa-2. Esta parte de la ciencia económica, ligada a la econometría (un término acuñado en 1930), se distinguiría por envolver la conducta económica en estructuras matemáticas abstractas, crecidas a partir de las ecuaciones diferenciales, los métodos estadísticos y la investigación operativa (programación matemática, teoría de la decisión, teoría de juegos, etc.). Pero, por otro lado, hay una economía en beta-1 y beta-2 que tiene que ver con la praxis (la praxeología del individuo de que hablan los economistas austríacos, una «economía doméstica») y con la política económica (esto es, con la «economía política», que mete en juego a los Estados, de la que hablan los economistas marxistas), sujetas ambas a presupuestos ideológicos y filosóficos (a la acción de ideas, no solo de conceptos).
El cierre de la economía clásica puede anclarse a finales del siglo XVIII y ligarse al nombre de Adam Smith, aunque Schumpeter sostuviese en su monumental Historia del análisis económico que el mérito de La riqueza de las naciones (1776) no residía en su originalidad, ya que no contenía ni un solo principio ni un solo método que no hubiese sido formulado antes por teólogos escolásticos o filósofos del derecho, sino en haber coordinado estos aportes dispersos y desarticulados. Este primer intento de cierre, un cierre parcial, se fijó en la rotación recurrente de bienes entre módulos productores y consumidores, a través del dinero, en el marco de un único Estado (de una nación política), porque el radio de acción económico ya no era la casa o el monasterio, el de la economía de raigambre aristotélica, sino otro mucho mayor, a otra escala.8 Pero, paradójicamente, este cierre tentativo primaba al mercado frente al Estado, que era segregado como un factor externo o exógeno (fundamentalismo de mercado).
El problema con esta cláusula metodológica de cierre, que barre la política de la economía, es que obvia el influjo económico de la dialéctica entre Estados e imperios (del equilibrio geopolítico o de las guerras). Contra la tesis liberal austríaca de que son los Estados los que corrompen el capitalismo, hay que observar que son los Estados quienes lo posibilitan al asegurar la recurrencia del mercado, porque es el Estado el que establece la moneda, protege los mercados, crea las infraestructuras, conforma mediante la educación a los futuros productores y consumidores, etc. En suma: «La diferencia entre un Estado liberal y un Estado socialista no es una diferencia entre economía libre y economía intervenida, más bien es una diferencia entre economías intervenidas según determinadas proporciones».9 Toda economía es economía política, pero hay muchas economías políticas, y esto nos pone ante la necesidad de intersectar la tabla contenida en el Ensayo sobre las categorías de la economía política con otras tablas, con las pertenecientes a otros Estados, lo que cuestiona el cierre de la categoría económica.10
Los economistas austríacos recelan de la aplicación de las matemáticas a la economía (de la economía como ciencia alfa-2, de la «alquimia estadística», por decirlo con Keynes), ya que el formalismo matemático sirve para calcular unos estados de equilibrio propios de los economistas neoclásicos más aparentes que reales. A causa de esto, consideran con Mises que la economía se resuelve en una praxeología (beta-operatoria), en una suerte de ciencia como saber hacer (acepción i), o a lo sumo en una ciencia en la que predominarían los juicios a priori y que no puede ser verificada ni refutada a través de los datos observables (acepción ii). No sería, por tanto, una ciencia positiva y humana en el sentido de las acepciones iii y iv expuestas arriba. Algunos liberales, como Juan Ramón Rallo, han tenido que salir a defender la teoría austríaca de la acusación de pseudociencia, ya que antepondría ciertos presupuestos nematológicos (la libertad humana, la propiedad privada, el mercado, etc.) a los hechos. Unos y otros, atacantes y defensores, están faltos de una teoría de la ciencia potente. Los críticos, por confundir el sombreado de curvas matemáticas con la economía. Pero tampoco hemos de regatear críticas a los componentes más metafísicos del liberalismo, como el individualismo metodológico, que confunde ética, moral y prudencia política, así como distorsiona la economía al soslayar que esta desborda al ego esférico, que entre Robinsón y el Imperio norteamericano hay un hiato insalvable.
Desde estas coordenadas, las teorías de Juan de Mariana solo a posteriori pueden leerse como teorías científico-económicas, porque la cristalización de la ciencia económica se produciría avanzado el siglo XVIII y tendría más que ver con la desenvoltura de ciertas técnicas ligadas a comerciantes, mercaderes, banqueros, contables, etc., en el contexto del surgimiento de los diferentes imperios del mundo atlántico, que con ciertas teorías desarrolladas por memorialistas, arbitristas y teólogos. En todo caso, sería la idea (filosófica) de economía política lo que tendría un precedente en los escolásticos españoles, y no por azar, sino porque habría sido en el marco del Imperio español donde habrían comenzado a observarse ciertas paradojas, inexplicables desde las doctrinas medievales sobre la economía doméstica (oeconomia a secas), relacionadas con la llegada de la plata y el alza de los precios tras el descubrimiento de América.11 La madre de la ciencia económica (como saber de primer grado) no sería, según esto, la teología, sino la técnica (ciertas técnicas y tecnologías); y lo que la teología escolástica habría ayudado a alumbrar es una especie de filosofía económica (como saber de segundo grado).
En otro punto, hay que advertir que la concepción de la economía del padre Mariana está aún más cerca de la economía doméstica de raigambre aristotélica que de la economía política moderna. Además, lo suyo sería más bien una suerte de teología económica (sin perjuicio de que la economía moderna sea una especie de economía teológica a la luz de la «inversión teológica» de la que hablaremos más abajo),12 dado que muchas de sus tesis son inseparables de la teología moral e incluyen teorías metafísicas en un campo en apariencia científico. Con respecto a la filosofía política, nos encontramos con la forja de una historia nacional, de España como «nación histórica» (lo que desde una perspectiva materialista no sería sino una pieza más del mapamundi filosófico —expresado por la gran escolástica española en latín en función del catolicismo— que el Imperio español empleaba para orientar sus planes y programas). Pero la célebre defensa del tiranicidio se sustenta en que el tirano, aparte de vulnerar la propiedad de sus súbditos, es —y aquí Mariana mezcla la economía y el derecho con la moral y la ética— vicioso, lujurioso y cruel. El jesuita oriundo de Talavera preconiza el tiranicidio si, y solo si, el príncipe se hace «intolerable por sus vicios y por sus delitos». El tirano se deja llevar por sus pasiones, «viola la castidad», «hace estragos en todas partes con sus uñas, dientes y cuernos» y «desafía con su arrogancia e impiedad al propio cielo».13
No es de extrañar que haya quienes, como Mario Méndez Bejarano, en su Historia de la filosofía en España hasta el siglo XX (1929), sospechen que la defensa de la educación virtuosa del príncipe y del tiranicidio, llegado el caso, más que esconder una apología de la libertad, oculta un deseo de mermar el poder real para que la Iglesia obre sin obstáculos; y es que los liberales austríacos suelen olvidar que Mariana demanda que el clero tenga representación en las Cortes por derecho propio, que disfrute de jurisdicción señorial, que se respeten punto por punto los mandatos episcopales o que el monarca anteponga cierto pragmatismo político cuando se apreste al servicio de la fe católica. En el libro I, capítulo X, del De rege Mariana insta a que el príncipe no legisle en materia de religión y procure que queden intactos las inmunidades y los derechos de los sacerdotes. Y, más adelante, en el libro III, capítulo II, aconseja al príncipe que nombre a sacerdotes y teólogos mejor que a jurisconsultos como magistrados. Entre Iglesia y Estado solo debía haber lazos de amor.
Por decirlo rápidamente: si Mariana puso coto a la potestad real, no lo hizo por defender una libertad individual irreconocible en la época, sino por defender cierto equilibro entre las «dos sociedades perfectas», cada una en su género (Estado o república —como escribe Mariana— e Iglesia), en unos tiempos convulsos marcados por la Reforma y el hecho, común con las sociedades islamizadas, de que la reina de Inglaterra era ya simultáneamente la papisa de la Iglesia anglicana. Aún más: la crítica a la política de Mariana, que tanto gusta a sus lectores liberales, deriva —como ha anotado Braun14— más que de un convencimiento propio, de un agustinismo mitológico de partida que considera depravada y corrupta la naturaleza humana, mancillada por el pecado original: la Ciudad de Dios vs. la Ciudad terrenal; Alejandro y César como «fieros predadores». Solo en el sepulcro se recobraría el descanso que al nacer perdimos.
IV
Tanto la economía como la historia y, en general, las ciencias humanas y etológicas no cristalizan hasta avanzado el siglo XVII o el siglo XIX. De modo que la única manera de poder relacionar a Juan de Mariana con la ciencia de su época, la de los siglos XVI y XVIII, pasa por conectar su figura con otra modulación de ciencia. Podemos descartar la tercera acepción, ya que no dejó obras cosmográficas o de historia natural, a diferencia de sus contemporáneos, el padre García de Céspedes o el padre Acosta. (Su único contacto con la ciencia positiva de la época sería — exceptuando la anécdota de que su alumno, el cardenal Belarmino, fue el director del proceso a Galileo— el tratado De ponderibus et mensuris, publicado en Toledo en 1599, donde Mariana daba noticia de los pesos y medidas de griegos, romanos, hebreos y castellanos, comparándolos en veintidós tablas —algo similar haría en otro tratado con las cronologías y calendarios—, así como el encarecimiento que en el libro II, capítulo VIII, del De rege hace al príncipe para que aprenda las ciencias matemáticas, la geometría para conocer cómo se construyen las máquinas de guerra, la aritmética para contar ejércitos o recabar tributos, y la astronomía para saber navegar y admirar el poder del Criador). Pero también podemos descartar la primera acepción, pues tampoco se destacó como ingeniero o ensayador (como hiciera el padre Alonso Barba).
Por consiguiente, únicamente nos resta la segunda modulación de ciencia, es decir, la única posibilidad para conectar al padre Mariana con la ciencia pasa obligatoriamente por la teología. Y es que la teología era en la época, guste o no, la primera de las ciencias; y, según vamos a ver, a través de ella lograremos recuperar la conexión de Mariana con la ciencia moderna (modulaciones iii y iv). Porque detrás de la revolución científica está la inversión teológica que caracteriza a la modernidad, en otras palabras, el proceso por el cual los conceptos teológicos pasaron de usarse para hablar de Dios a emplearse para hablar del mundo.15 Y porque, yendo al grano, la polémica teológica sobre el auxiliis en que participó el padre Mariana anuncia la dialéctica entre metodología alfay beta-operatorias que se da en las ciencias humanas. En efecto, como ha estudiado Alvargonzález,16 la disputa escolástica sobre la concordia entre la omnisciencia o presciencia divina y la libertad humana, que puede sonar a cascado o saber a rancio, anticipa el debate actual sobre la compatibilidad entre el determinismo de la ciencia y la libertad de los sujetos. En la discusión sobre las ciencias divinas asoma el debate posterior sobre las ciencias humanas. Veámoslo.
En la cima del siglo, año 1588, el jesuita Luis de Molina publicó en Lisboa la Concordia. Esta obra, que buscaba acomodar el libre arbitrio con la gracia, la presciencia, la providencia y la predestinación divinas, y que conocerá múltiples ediciones (Lyon, 1593; Venecia, 1594; Venecia, 1602; Amberes, 1609), reavivó con fiereza la controversia sobre el auxiliis que había estallado en Salamanca en 1582, enfrentando a jesuitas molinistas y dominicos bañecianos (los tomistas partidarios del padre Báñez, que censurará la Concordia de Molina en su Apología de los hermanos dominicos, 1595). Estos últimos tildaron a los primeros de herejes, de semipelagianos, porque Pelagio negaba la necesidad de la gracia, diciendo que para salvarse bastaban las fuerzas del libre albedrío y sus obras; y los primeros a los segundos, recíprocamente, de criptoluteranos o calvinistas, porque Lutero y Calvino decían que no había en el hombre libertad alguna, pues solo hacemos aquello que Dios quiere. Toda una generación de jesuitas (Molina, Suárez, etc.) defenderán, siguiendo el ideal ignaciano, el congruismo, la concordia, el valor de la libertad en el campo teológico (Molina, 1588) y en el campo político (Suárez, 1612). Sin embargo, nuestro protagonista, Juan de Mariana, así como otro hermano de orden, el padre Henríquez, se opusieron a la doctrina molinista, aunque no de forma tan violenta como Báñez (por esta oposición se le ha querido acomodar a veces a una posición tomista que tampoco le cuadra, así el padre Garzón).17
Hacia 1590, las protestas de los fieles perros del Señor, Báñez y Lemos llevaron a la Facultad de Teología de la Universidad de Salamanca a intentar bloquear la circulación de la Concordia, denunciando la obra ante el Consejo de la Inquisición en España, ya que la Inquisición española —a diferencia de la portuguesa— había condenado el premolinismo del padre Prudencio de Montemayor y de fray Luis de León. Los ánimos estaban tan encendidos porque los dominicos trataban de contrarrestar el poder que los jesuitas iban adquiriendo. No se oía el nombre de Molina en las aulas salmaticenses sin que los alumnos comenzasen a patear.18
Para el jesuita Luis de Molina y su obra se iniciaba una desagradable pesadilla de la que no despertaría hasta 1607, varios años después de su muerte, ocurrida en 1600 (una persecución del desacuerdo que no es exclusiva de la Iglesia católica, pues también la padecieron Averroes —musulmán—, Espinosa —judío—, Tomás Moro —anglicano— o Miguel Servet, que encuentra en Calvino al verdugo que lo manda a la hoguera). Hubo de superar sucesivamente tres barreras: la censura, cuyo fin era prevenir; el Índice, disuadir; y la Inquisición, castigar. Ante el control que los dominicos ejercían en España, los jesuitas elevaron el conflicto a Roma. Y, en 1594, Clemente VIII ordenó que todos los documentos relevantes se remitiesen al Vaticano. En 1602, con el conquense Molina ya con una paletada de tierra sobre la cabeza (por decirlo con Pascal), comenzaron las congregaciones de auxiliis, maratonianas reuniones —hasta 89— que llevaron a la tumba al papa y solo cesaron cuando Paulo V dictaminó salomónicamente que ambos bandos contendientes podían seguir defendiendo sus respectivas posiciones bajo prohibición de insultarse mutuamente. La noticia fue aclamada al grito unánime de «Molina victor» y celebrada exultantemente por los jesuitas con festejos públicos, fuegos artificiales y corridas de toros.
La aguda polémica suscitada, pese a su carácter escolástico, no es superficial, pues el tema del tiempo era el libre albedrío y la predestinación, como dos nociones opuestas, y donde Molina, pese a su condición de teólogo, actuó arropado de filósofo, intentando conciliar el dogma, la revelación y la razón natural. De hecho, Molina parte de esta última, ya que da por sentado el libre arbitrio, recurriendo incluso al plástico argumento ad baculum para probarlo ante quienes lo niegan haciendo oídos sordos a cualquier razonamiento, como el enloquecido fraile agustino Lutero en su De servo arbitrio, donde afirmaba fatalmente que intentar establecer conjuntamente la libertad del hombre y la presciencia de Dios era como pretender que un número fuese diez y al mismo tiempo nueve. Sin embargo, el molinismo poseía para los tomistas resabios de herejía pelagiana, al mantener que el concurso divino en la acción del hombre era necesario pero no suficiente, como que el hacha esté afilada es una condición necesaria para que corte, pero no suficiente si el leñador no la mueve. Molina ilustraba el auxilio divino en la acción humana recurriendo a la concausalidad y al símil de dos hombres que empujan una misma embarcación. A lo que Báñez replicaba que el concurso divino, la premoción física, no era simultánea, sino previa, porque Dios no era causa segunda, sino primera. Los dominicos sostenían con ferocidad que Dios era la causa de las acciones libres del hombre, una solución sofística que a Molina le recordaba la libertad del jumento conducido del ronzal.19
La solución ofrecida por Molina pasaba por armonizar el libre albedrío con la providencia o la predestinación introduciendo una tercera ciencia divina, entre la ciencia «de simple inteligencia», natural o necesaria, de esencias (por la que Dios conoce los posibles, los mundos posibles y las verdades de razón, por decirlo con Leibniz), y la ciencia «de visión» o libre, de existencias (por la que Dios conoce el futuro, este mundo contingente y las verdades de hecho). Pero, entre lo puramente posible y lo realmente futuro, se encuentran los futuribles o futuros condicionados, contingentes, que Dios conocería mediante una ciencia intermedia, la llamada «ciencia media». La concordia entre la libertad humana y la omnipotencia de Dios como causa primera tiene su explicación en que Dios lo conoce todo, pero por la ciencia media sabe lo que el libre albedrío elegiría en cada circunstancia concreta, lo que cada criatura haría, de manera que Dios dispone las circunstancias adecuadas para que el libre albedrío, por propia autodeterminación, elija lo que, en definitiva, Dios pretendía. Una solución ontoteológica incapaz de resolver una contradicción interna de principio, pero que supuso uno de los grandes hitos del pensamiento católico por explicarse a sí mismo.
Mientras que los dominicos privilegiaban a Dios y su omnisciencia en el antagonismo hombre-Dios, los jesuitas privilegiaban al hombre y su libertad (pero para salvar el dilema introducían una tercera ciencia divina intermedia). Mientras que Báñez defendía la primacía de los atributos divinos y con ello se deslizaba hacia posiciones voluntaristas (Dios como misterio insondable), Molina abogaba por la primacía del entendimiento humano y se situaba en posiciones racionalistas.20 En su lectura cuarta sobre la libertad, Gustavo Bueno21 sostiene que los escolásticos plantearon la antinomia de la libertad en su versión teológica, donde la libertad humana aparece comprimida por un poder angular. Báñez, mucho antes que Kant, envuelve la libertad humana en una causalidad eficiente o cósmica (la premoción física de la causa primera o primer motor), de la que solo puede liberarse con una petición de principio: Dios es causa de nuestra actividad libre, incausada. Molina, por su parte, la envuelve en una causalidad final (Dios ya no empuja, sino que atrae), por lo que la ciencia divina involucrada no es la ciencia «libre» o de visión, sino una ciencia media que concede libertad al hombre, limitando a Dios.
Nuestro protagonista, Juan de Mariana, fue de los pocos jesuitas, junto al padre Enrique Henríquez, que mostró oposición a la doctrina de su hermano de orden. En el Discurso de las cosas de la Compañía (capítulo V), Mariana se quejaba de la libertad de opinar que se daba entre los suyos, ya que de ella resultaban muchas revueltas, sobre todo con los padres dominicos, y se refería a Luis de Molina y la polémica sobre la gracia. Pero donde Mariana trató el tema fue en el tratado séptimo de sus Septem tractatus (Colonia, 1609), titulado De morte et inmortalitate, una suerte de diálogo filosófico que debió de escribir hacia 1604, de resonancia ciceroniana y estructura de disputatio o dialogismós. Las dos voces que aparecen, aparte de la del autor, se convencen con relativa facilidad (sobre el desprecio de la muerte, que no es amarga, sino dulce, en el libro I; y sobre la inmortalidad del alma, sin la cual el mundo se convertiría en un inmenso rebaño de Epicuro, con todos revolcándonos en toda clase de deleites voluptuosos, en el libro II), excepto en los capítulos VI-IX del libro III, donde se habla de hondas cuestiones, de la providencia divina, de la predestinación, de la gracia suficiente y eficaz, del tomismo y el molinismo, en el marco de una finca de los alrededores de Toledo donde el autor permanece retirado cuando es visitado por varios amigos.
Mariana mantiene que nuestra libertad en nada queda menoscabada por la providencia y la presciencia, ya que Dios no es que conozca el porvenir, sino que lo ve por estar fuera del tiempo y del espacio. A sus ojos es presente lo que para nosotros es ya pasado, ya futuro. Pero que, por una cualidad propia de su ser, Dios vea ya hoy lo que he de hacer mañana, en nada violenta el libre albedrío. Decir que haremos esto y no lo otro porque Dios lo ve es tan absurdo como decir que existe el Sol porque lo vemos nosotros. Mariana unía de esta manera el tremendo misterio de la previsión divina con la libertad creada. No fue ni molinista ni bañeciano. Ni ciencia media ni premoción física. Para Mariana la clave era que en Dios no hay pasado ni futuro, solo el nunc inmutable de la eternidad. Y como la acción libre no pierde la denominación de libre por ser pasada, así la vista infalible de Dios —la ciencia «libre» o de visión— la observa desde fuera del tiempo.
Pero ¿qué tiene que ver esta sesuda discusión de escuela en que participó el padre Mariana con la ciencia moderna? La respuesta está en Bueno,22 quien comparó los diferentes estados operatorios de las ciencias humanas con la teoría escolástica de las ciencias divinas, porque «la perspectiva teológica puede tener una gran utilidad para medir el alcance y naturaleza de nuestras discusiones gnoseológicas, así como, recíprocamente, la perspectiva gnoseológica constituirá la mejor manera de reanalizar unas discusiones teológicas sobre la ciencia divina que, abandonadas a sí mismas, podrían parecer discusiones puramente bizantinas o metafísicas». La ciencia de simple inteligencia sería la ciencia estricta, las ciencias formales y naturales en estado alfa-1 y las ciencias etológicas y humanas en estado alfa-2. La ciencia de visión sería coordinable con la ciencia como saber práctico operatorio, en beta-2. Y la ciencia media correspondería al estado intermedio beta-1, porque, como abunda Bueno,23 esta ciencia media tiene que ser una ciencia humana que anticipe el resultado de las operaciones del sujeto bajo estudio, pero que permanezca a su escala, en el plano beta. La ciencia media que Molina ponía en Dios sería asimilable a la «ciencia del juego» que, por ejemplo, el maestro experimentado exhibe ante el jugador inexperto en una partida de ajedrez, ya que se muestra imbuido de una especie de ciencia de los futuros condicionados que le permite anticipar las jugadas del rival hasta conducirle inexorablemente al jaque mate.
Además, como recoge Alvargonzález,24 las ciencias divinas sacaron a la luz el doble plano operatorio que caracteriza a las ciencias humanas, al preguntarse: ¿Dios conoce lo que hará el hombre porque el hombre así lo va a elegir (plano beta) o el hombre tiene que elegir así porque Dios lo conoce (plano alfa)? Esto es, al plantearse el conflicto entre la capacidad operatoria de los sujetos a los que las ciencias humanas estudian (plano beta) y la pretensión de estas ciencias de dar cuenta de esas operaciones y, en el límite, predecirlas (plano alfa). Esta comparación se torna menos sorprendente si atendemos a que Báñez recordaba explícitamente que las ciencias divinas que distinguían en Dios se distinguían por analogía con las cosas habidas.25 Con otras palabras, los escolásticos levantaron la ciencia de simple inteligencia a partir de ciencias que conocían, como la geometría, la aritmética o la silogística; la ciencia de visión a partir de la historia, como la elaborada por el padre Mariana (Dios, cuando contempla al hombre, lo hace desde la consumación de los siglos, como el historiador que reconstruye los resultados de las operaciones humanas una vez que Roma ha caído o ha terminado la Reconquista); y la ciencia media, según sugiere Alvargonzález,26 a partir de las técnicas de persuasión o de modificación de conducta de los consejeros espirituales (el confesor, con sus feligreses, obraría como Dios con la humanidad toda, buscando conducirla dulcemente hacia el bien, o como el maestro de ajedrez hacia el mate).
V
Ante el callejón sin salida al que llegó la ontoteología escolástica, solo cabían dos posibilidades: o bien replegarse hacia un fideísmo voluntarista que prescindiese de una reflexión racional sobre la creencia, o bien desembocar en la inversión teológica. Una inversión teológica, en la que participó Juan de Mariana, que condujo a la revolución científica y era necesaria para hablar de los contenidos del mundo con la racionalidad que se suponía propia de los pensamientos de Dios (y es que la teología cristiana incorporó en el racionalismo de cuño helénico un componente operacionalista ligado al Dios creador, pero que más tarde pudo transferirse al hombre en cuanto encarnación de ese dios). Concluida la revolución científica, con su inversión teológica, la ciencia moderna heredó el carácter omnipotente de la ciencia divina, como prueba el fundamentalismo científico que nos circunda.
He aquí, en definitiva, la importancia de Juan de Mariana para la ciencia: su participación como teólogo en ciertos debates que prefiguran la modernidad, porque las discusiones entre Molina y Báñez sobre las ciencias divinas (y que referidas a Dios son, desde luego, absurdas, porque Dios no solo no existe, sino que no puede existir) alcanzan un sentido muy rico a la luz de las discusiones que suscitan las ciencias humanas del presente. Vale.
BIBLIOGRAFÍA CITADA
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1 Beltrán, L., «Estudio introductorio» al Juan de Mariana, Tratado y discurso de la moneda de vellón, Madrid, Instituto de Estudios Fiscales, 1987.
2 Huerta de Soto, J., «Juan de Mariana and the Spanish Scholastics», en Randall G. Holcombe (ed.), Fifteen Great Austrian Economists, Alabama, Ludwig von Mises Institute, Auburn, 1999, pp. 1-11.
3 Beltrán, L., «Estudio introductorio», ob. cit.
4 Bueno, G., ¿Qué es la ciencia?, Pentalfa, Oviedo, 1995.
5 Bueno, G., «En torno al concepto de ciencias humanas», El Basilisco, 2 (1978), p. 35.
6 Alvargonzález, D., «Ciencias humanas y ciencias divinas», Daimon, 58 (2013), p. 111.
7 Bueno, G., «En torno al concepto de ciencias humanas», ob. cit.
8 Bueno, G., La vuelta a la caverna. Terrorismo, guerra y globalización, Barcelona, Ediciones B, 2004, pp. 187 y ss.
9 Bueno, G., La vuelta a la caverna, ob. cit., pp. 207-208.
10 Bueno, G., Ensayo sobre las categorías de la economía política, Barcelona, La Gaya Ciencia, 1972, pp. 47 y ss.
11 Bueno, G., La vuelta a la caverna, ob. cit., p. 185.
12 Bueno, G., Ensayo sobre las categorías de la economía política, ob. cit., p. 18.
13 Jiménez Guijarro, P., Mariana (1535-1624), Madrid, Ediciones del Orto, 1997, pp. 84 y 88.
14 Braun, H. E., «Juan de Mariana, la antropología política del agustinismo católico y la razón de Estado», Criticón, 118 (2013), pp. 99-112.
15 Bueno, G., Ensayo sobre las categorías de la economía política, ob. cit., p. 133.
16 Alvargonzález, D., «Ciencias humanas y ciencias divinas», ob. cit.
17 Garzón, F., El padre Juan de Mariana y las escuelas liberales, Madrid, Biblioteca de la Ciencia Cristiana, 1889, p. 469.
18 Hevia Echevarría, J. A., «Introducción» a Luis de Molina, Concordia del libre arbitrio con los dones de la gracia y con la presciencia, providencia, predestinación y reprobación divinas, Oviedo, Pentalfa, 2007, p. 13.
19 Hevia Echevarría, J. A., «Introducción», ob. cit., p. 17.
20 Hevia Echevarría, J. A., «La polémica de auxiliis y la apología de Báñez», El Catoblepas, 13 (2003), p. 1, § 3.
21 Bueno, G., El sentido de la vida. Seis lecturas de filosofía moral, Oviedo, Pentalfa, 1996, pp. 275-278.
22 Bueno, G., «Sobre el alcance de una ciencia media (ciencia beta-1) entre las ciencias humanas estrictas (alfa-2) y los saberes prácticos positivos (beta-2)», Revista Meta, Congreso sobre «La filosofía de Gustavo Bueno», Madrid, Editorial Complutense, 1989, p. 173.
23 Bueno, G., El sentido de la vida, ob. cit., p. 304.
24 Alvargonzález, D., «Ciencias humanas y ciencias divinas», ob. cit.
25 Íd., ibíd., p. 118.
26 Íd., ibíd., p. 121.