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TRES

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Fabián, cansado después de haber comenzado la jornada cerca de las cuatro de la mañana en los corrales de la hacienda para embarcar el ganado en los camiones que lo llevarían a la frontera para su exportación y después de confirmar la salida del convoy que incluía la lujosa camioneta de don Luis, en la que también iba Paulina, decidió descansar un poco en su lugar favorito, junto al estanque, sobre el pasto y recargado en el tronco de un gran sauce, acompañado de un buen libro perteneciente a la biblioteca de la casa grande de don Luis, a la cual tenía acceso por autorización del patrón; mas ese día no se podía concentrar, al comenzar a leer veía los ojos azul turquesa de Paulina y su hermosa sonrisa.

Por su parte Paulina, durante el viaje por carretera a la frontera, aprovechó el tiempo para preguntar a su abuelo todo sobre Fabián y se enteró de que el muchacho había cursado la secundaria con la maestra designada por don Luis para los hijos de los trabajadores de la hacienda, pero por su inteligencia y dedicación, el muchacho pasaba todas las tardes en la biblioteca con el fin de aprender más; tanto, que ya había leído todos los libros que había ahí y cada mes que llegaban nuevos, los leía uno a uno; esto a pesar de que casi todos eran libros de derecho, administración y economía, ya que don Luis cuenta con la carrera de Licenciado en Derecho y Maestría en Administración. Paulina se enteró también de que Fabián había obteniendo las más altas notas en secundaria y poco a poco se había ganado la confianza de su abuelo al grado de que este casi lo trataba como a un hijo: Fabián entraba a la casa grande con total libertad, comía muchas veces en la mesa con don Luis y le ayudaba con toda la administración de la Hacienda, por lo que recibía un sueldo extra al que tenía como encargado de los corrales, granja, vacas lecheras y la remuda de los vaqueros. Don Luis le comentó que ignoraba lo que hacía Fabián con el dinero que ganaba, pues casi nunca salía de la Hacienda y solo en muy contadas ocasiones se le veía con algo de ropa nueva que compraba cuando acompañaba al patrón o a Manuel a la ciudad a realizar algún trámite o para comprar los medicamentos de los animales y un poco de víveres, ya que casi todo lo que se consume en Los Laureles se produce ahí mismo.

Paulina y su abuelo pasaron varios días del otro lado de la frontera en donde compraron algo de ropa, fueron de paseo, al cine y comieron en restaurantes elegantes, pero poco antes de regresar Paulina le dijo a su abuelo;

—Creo que Fabián necesita un nuevo sombrero; ¿se lo podemos comprar?

—Claro, hija, y ¿qué tal si de una vez le compramos algún regalo para la navidad?

—¿Qué crees que le gustará?

—No lo sé, para él su vida son los libros y los caballos; ¿qué tal un buen libro de caballos?

—Ay abuelo, ¿cómo crees? Si la biblioteca de la hacienda es seguramente la más completa de la región. Mejor algo que le pueda servir para su trabajo; ¿qué tal una computadora para que te pueda ayudar mejor con la administración de la hacienda?

—Pero no sabrá usarla, en la hacienda no hay ninguna y no ha aprendido como se usa una máquina de esas.

—Yo le voy a enseñar, es muy fácil y si después instalas el internet, todavía te podrá ayudar más… y yo podré estar en comunicación con él siempre, aunque esté en París.

—Tú mandas; vamos a ver esas máquinas, pues. ¡Ah, y el sombrero! Creo que es más importante el sombrero.

Compraron un buen sombrero y una hora después salieron de una tienda de artículos electrónicos con la Laptop más moderna que tenían en existencia, su estuche y una impresora láser. Subieron a la camioneta y emprendieron el regreso a Los Laureles a donde llegaron casi al anochecer. A la entrada de la casa los recibieron Fabián y Manuel, quienes bajaron las maletas y todas las compras que habían realizado, bolsas y cajas que apenas cabían en la parte trasera de la camioneta; pero Paulina se negó rotundamente a que se le ayudara con tres cajas no tan grandes, que insistió en bajar ella misma y llevarlas a su habitación. Don Luis le dijo a Fabián:

—Te esperamos Paulina y yo para la cena, así que apúrate, si no has terminado con tus pendientes.

Fabián se presentó para cenar en la casa grande con ropa limpia, recién bañado y peinado, a lo que Don Luis dijo bromeando:

—¿No han visto a Fabián?

Paulina continuó la broma con un silbido que hizo ruborizar al muchacho; se sentaron a la mesa y cenaron conversando. Don Luis habló muy poco, ya que se pasó escuchando los planes para el futuro de los muchachos: Paulina quería estudiar en Francia un par de semestres para dominar bien el francés y después regresar a estudiar administración en la capital; Fabián quería trabajar y ahorrar mucho para comprar su propio rancho, su ganado y muchos libros; de hecho, según dijo, ya tenía algo de dinero que había ido juntando con el tiempo, lo cual despejó de cierta forma la incógnita de don Luis y Paulina. Al terminar de cenar Paulina sugirió que pasaran a la Biblioteca y siguieran platicando junto a la chimenea, que ya estaba encendida desde hacía tiempo. Al levantarse de la mesa, Paulina dijo que los alcanzaba allá, pues tenía algo que darle a Fabián. Ya en la biblioteca, sentados junto al fuego, don Luis y Fabián vieron entrar a Paulina con una caja blanca que el muchacho reconoció como una de las que no se le había permitido bajar de la camioneta y la chica dijo:

—Creo que tu sombrero ya está un poco viejo, a ver si te gusta el que te compramos el abuelo y yo.

Fabián, sorprendido, no supo qué decir y tomó la caja en sus manos, la abrió y descubrió dentro un fino sombrero texano, exactamente a su medida…

—¡Vamos, pruébatelo! —dijo Paulina.

El muchacho lo sacó de la caja y se lo puso ya con los ojos llorosos, pues solo en contadas ocasiones había recibido regalos y dijo:

—¿A qué se debe esto? No es mi cumpleaños.

—Se debe a que tu sombrero está ya muy viejo y quisimos que tuvieras uno nuevo.

—También se debe a que eres un hombre muy trabajador que necesita un sombrero nuevo de vez en cuando —dijo don Luis.

—Gracias, me encantó, pero no podré usarlo en los corrales, se va a ensuciar.

—Para eso es, muchacho, para que te cubra el sol y la lluvia, no para tenerlo guardado en el ropero, señaló el patrón.

—Se te ve muy lindo, te ves guapísimo —dijo Paulina, logrando una vez más que Fabián se ruborizara.

Por la mañana Fabián se encontraba ordeñando las vacas y ya había dado alimento a los animales de la granja cuando apareció Paulina en el corral.

—Hola; ¿qué te parece si vamos a montar y me enseñas la hacienda?

—Tengo que terminar con mis obligaciones; en cuanto acabe voy por dos caballos para ir a dar una vuelta.

—Ok, mientras voy a la cocina a buscar algo de comer para llevar al paseo, ¿te parece?

—Claro, me voy a apurar.

Un rato después regresó Paulina con un morral y Fabián ya tenía listos y ensillados dos caballos, salieron cabalgando junto al río, para después subir a la sierra y en lo alto se sentaron bajo un encino a comer las empanadas que había preparado doña Lupe, acompañándolas con una taza de su famoso café de olla que les mandó en un termo. Fabián moría de ganas de decirle a Paulina que le gustaba, pero se limitó, sabiendo que se trataba de una niña rica, nieta de su patrón y que vivía muy lejos de la hacienda. Por su parte Paulina pensaba que nunca había conocido un muchacho como Fabián. Ojalá viviera en la capital y sus padres lo pudieran aceptar, aunque fuera un peón de la hacienda de su abuelo.

Pasaron los días y las cabalgatas se hicieron una costumbre diaria y cada vez eran más largas; Fabián se apresuraba por la mañana a terminar con sus deberes de la Hacienda, para ensillar dos caballos y salir con Paulina de paseo.

Se llegó la fecha en que llegaron los padres de Paulina a la Hacienda y, como era lo habitual, Manuel y Fabián esperaron la camioneta en la puerta de la casa. El muchacho abrió la puerta y ayudó a Paulina a bajar, tendiéndole la mano, gesto que su padre observó de mala gana. Paulina con una gran sonrisa les dijo a sus padres:

—Él es mi amigo Fabián, de quién les hablé.

Jean Claude Dumont sólo hizo una inclinación de cabeza, entregándole su maletín para que lo cargara, en tanto se enfilaba hacia la casa. Ana Karen saludo a Fabián de mano y le preguntó si él era el nieto de doña Lupe.

—Si —dijo Fabián.

—Oh, pues qué grande estás, ¿y dónde está tu abuela? Tengo años que no la veo y mismos que tengo saboreándome un café de olla que solo ella sabe preparar.

—Pues adelante, señora, ahorita aparece mi abuela…

—Aquí estoy, Anita querida, ¡qué gusto verte! —Y las dos se fundieron en un cálido abrazo.

Don Luis ordenó que pasaran a la casa y ahí siguieran con sus saludos:

—Aquí está haciendo frío —dijo.

Todos entraron a la enorme estancia de la casa. Jean Claude ya se encontraba sentado en un sillón frente al fuego fumando un puro. Manuel y Fabián se habían quedado afuera para llevar las maletas a las habitaciones que Doña Lupe tenía ya preparadas. La familia se sentó a la mesa para la cena y Paulina preguntó:

—¿Y Fabián? ¿Por qué no está con nosotros?

—No importa, hija, nos puede atender cualquier otra persona de la cocina —manifestó Jean Claude.

—No, papá, Fabián se sienta a la mesa con nosotros a cenar todas las noches.

—En esta casa mi padre nos enseñó siempre que los empleados son parte de la familia, Jean Claude, todos somos iguales —intervino Ana Karen.

—Pues yo no compartiré la mesa con la servidumbre —manifestó Jean Claude, levantándose de su lugar y retirándose del comedor.

—Discúlpalo papá, recuerda que él fue educado en Europa.

—Y muy mal educado, por cierto —dijo don Luis—. Una persona que hace menos a sus empleados no se da cuenta de que gracias a ellos es que hay comida en su mesa, ¡y vaya que gracias a ellos come tu marido!…

—¿A qué te refieres con eso, papá?

—Nada, hija, es un decir…

Don Luis al terminar de cenar se levantó de la mesa y al pasar por la estancia donde se encontraba Jean Claude lo llamó a la biblioteca:

—¿Puedes venir un momento, yerno? Quiero hablarte.

—Usted dirá, don Luis.

—En primer lugar, en mi casa mando yo y solo yo decido quién se sienta a mi mesa. Te aseguro que es más bienvenido el más humilde de los peones que tú, ¿te quedó claro?

—Pero don Luis…

—No hay pero que valga, ¿te quedó claro?

—Sí, don Luis, le ofrezco una disculpa

—La disculpa no me la debes a mí, te la debes a ti mismo por arrogante y a tu hija que estima a ese muchacho más de lo que te imaginas.

—Pero no es de su clase.

—¿Vas a seguir en tu plan? ¿O a qué clase te refieres?

—Mi hija ha estudiado en las mejores escuelas, domina dos idiomas, convive con gente de alcurnia, creo que no debe mezclarse con un peón

—Tu hija, has de saber, estudia en las mejores escuelas, domina dos idiomas, convive con gente de alcurnia y estudiará en París a partir del año entrante, debido a que ese muchacho con su trabajo, con el sudor de su frente y la de otros muchos trabajadores, logran que esta hacienda produzca lo que produce para pagar esos caprichitos y, dicho sea de paso, para mantener a flote una empresa que se encuentra en quiebra por la holgazanería, despilfarros y malos manejos de su padre, así que, ¡mucho cuidado cuando te refieras a la gente que te da de comer! ¿Oíste?... ¿O quieres acaso que también cancele las tarjetas de crédito que usan tu hija y tu esposa, como hice con la tuya hace unas semanas?

—No, don Luis, entiendo su molestia.

En ese momento, don Luis salió de la biblioteca encontrándose de frente con su hija, quien al parecer había escuchado la conversación tras las puertas de vidrio de la biblioteca; su padre la hizo a un lado y siguió caminando hacia a su habitación, claramente enfadado. Ana Karen entró en la biblioteca y de inmediato cuestionó a su esposo, para saber si era cierto lo que creyó haber escuchado:

—¿De qué hablaban? —Pregunta que tranquilizó a Jean Claude al darse cuenta de que su mujer no había escuchado lo que hacía un momento había dicho don Luis.

—Nada de qué alarmarse; de algunos negocios que no han ido muy bien últimamente.

—¿Qué negocios? Nunca me has comentado que tengas negocios con mi padre.

—Solo algunas inversiones sin importancia. Creo que lo del ganado ya no va muy bien, tu padre está un poco alarmado

—O mucho, se ve que iba furioso; hablaré con él.

—Déjalo, ya se le pasará, no hay que hacer los problemas más grandes en vísperas de Navidad, son solo negocios.

Ana Karen no quedó convencida de lo que su esposo le dijo y pensó en hablar con su padre en unos días, pasando la Navidad; por lo pronto se encargaría, con ayuda de Paulina, de tener todo listo para la cena navideña. Habría que ir a la ciudad para comprar lo necesario adornar la casa y ponerse de acuerdo con Doña Lupe para la cena.

Esa noche Ana Karen durmió muy poco, pues según ella creía haber escuchado a su padre reclamar a Jean Claude que con el producto de la hacienda se mantenía a flote la empresa de su marido; esto le causaba inquietud ya que ella estaba segura que la empresa era muy lucrativa, pues les daba para vivir una vida de lujos, lo cual le resultaba extraño y más extraño era que su esposo le hubiera asegurado que su padre tenía problemas con sus negocios y que Jean Claude tuviera inversiones en ganado con su padre, si era tan obvia la enemistad entre él y don Luis. Se levantó temprano y salió a la terraza, sabiendo que su padre estaría ahí a esas horas tomando su primer café de olla; saludó a don Luis y lo pensó dos veces… mejor no tocaría el tema por ahora, por lo que decidió organizar con su ayuda la cena de navidad; le pidió que le facilitara un vehículo y un chofer para ir a la ciudad de compras con su hija, a lo que don Luis respondió:

—Claro, las llevará Manuel, pero hazme un favor y tráeme mi chequera de la biblioteca; seguro necesitarán dinero.

—Pero papá, Jean Claude me puede dar lo necesario.

—Trae mi chequera, te digo.

—Ay, papá, qué necio eres.

—Y tráeme también en qué hacer una lista, te voy a encargar algunas cosas.

Claro está, Ana Karen no sabía que tal vez su esposo no tuviera lo necesario para cubrir los gastos de una cena de navidad debido a que semanas atrás don Luis había cancelado la tarjeta de crédito que había venido utilizando sin límite alguno desde hacía años.

Llegó la Nochebuena y don Luis ordenó que se preparara la mesa para la familia además de Doña Lupe y Fabián; llamó a su hija a solas y le dijo que esa noche ellos servirían la cena, pues Fabián y doña Lupe eran los invitados esta vez, lo que le agradó mucho a Ana Karen y se lo comentó a Paulina, sin que Jean Claude se diera cuenta hasta el mismo momento en que entró al comedor y vio con sorpresa quiénes se encontraban sentados a la mesa; lo que le pareció más extraño: no ver a su mujer y a su hija en sus lugares. Solo dijo buenas noches y tomó asiento junto a Don Luis, que ocupaba la cabecera.

—Jean Claude, ella es doña Lupe, la abuela de Fabián y cocinera de esta casa desde hace ya treinta años, y hoy nuestra invitada de honor; a Fabián ya lo conoces —señaló Don Luis.

—¿Qué tal, doña Lupe? Un honor compartir la mesa con usted en una fecha tan especial, dijo Jean Claude.

—Gracias, señor, la verdad me siento muy extraña, pero a don Luis se le ocurre cada cosa...

En ese momento entraron al comedor Ana Karen y Paulina muy sonrientes, cargando las viandas que contenían la cena navideña, y Jean Claude no logró disimular asombro en un principio, seguido de disgusto; apuró su copa de coñac, lanzando una mirada amenazante a su mujer y preguntó en voz alta:

—¿Qué significa esto? Las mujeres de la casa sirviendo a la servidumbre

—Si no te parece, sírvete y llévate tu plato a otro lado; los aquí presentes queremos disfrutar de una cena navideña entre amigos, pero si no quieres compartir la mesa con nosotros, ya sabes qué hacer, dijo don Luis.

Jean Claude se levantó de la mesa indignado, diciendo a su esposa e hija:

—Ya hablaremos ustedes y yo. —Y salió del comedor hecho una furia.

Ana Karen intentó seguirlo, pero don Luis la tomó del brazo al pasar a su lado y le ordenó quedarse; todo esto siguió de un silencio incomodo que Paulina rompió al decir:

—Cenemos pues, porque se va a enfriar, afuera hace un frío terrible.

—Tal vez nos caiga una nevada navideña —manifestó Fabián—. Está el cielo muy cerrado y se ve muy colorido, señal de que por ahí anda la nieve.

—Sería maravilloso que nevara en navidad, dijo Ana Karen, a modo de dar por olvidado lo sucedido con su esposo hacia un momento. ¿Te sirvo, papá?

Cenaron como una gran familia, escuchando las anécdotas de don Luis, los chistes de Fabián, las ocurrencias de Paulina y hasta doña Lupe y Ana Karen decidieron intercambiar algunas recetas. Ya pasada la media noche Paulina sugirió que abrieran los regalos, lo que les extrañó a Fabián y doña Lupe, pues ellos no habían preparado ningún regalo para esa ocasión, mas no comentaron nada. Don Luis estuvo de acuerdo y se levantó de la mesa para ir a donde estaba el árbol de navidad en la estancia de la casa; Ana Karen pensó que ahí estaría Jean Claude pero no fue así y una vez que todos estuvieron sentados alrededor del árbol, don Luis tomó una de las cajas, leyó la tarjeta y dijo:

—Este es para Ana Karen. —Y le entregó a su hija el regalo

Ana Karen lo abrió, sonrió al ver el collar de perlas y besó a su padre en la mejilla; después don Luis tomó otro regalo y dijo:

—Para Fabián.

El muchacho se sorprendió y sonrió al recibir una caja un tanto pesada de manos de su patrón.

—Gracias, don Luis, no sé qué decir.

—Dale las gracias a Paulina porque ella lo escogió. ¡Ábrelo de una buena vez!

El muchacho agradeció a Paulina y abrió la caja para encontrar dentro una computadora que miró con sorpresa y dijo:

—Pero don Luis, esto debe costar una fortuna.

—Fortuna es tenerte aquí en mi hacienda y que me ayudes con el trabajo.

—Ahora te será más fácil llevar las cuentas, el control de las fechas de la gestación de los animales y las listas de todo lo necesario para la hacienda y más —dijo Paulina.

—Siempre había querido una de estas, ahora tendré que aprender a usarla.

—De eso me encargo yo, afirmó Paulina sonriendo.

Doña Lupe recibió una máquina de coser eléctrica como regalo; Paulina una cuenta de cheques para que pudiera disponer de lo necesario cuando estuviera en Francia, en unos meses más. Y bajo el árbol de navidad solo quedó un regalo con una tarjeta que decía: Jean Claude Dumont.

Debido a que la estancia no tiene ventanas al exterior por estar el centro de la casa, nadie se dio cuenta de que hacía buen rato había comenzado a nevar. Fue Paulina quien al ir a su habitación a cambiar la batería de su cámara fotográfica se percató al mirar por su ventana de que el suelo estaba ya totalmente blanco y seguían cayendo grandes copos de nieve, por lo que tomó la batería y corrió hasta la estancia diciendo:

—Está nevando… está nevando.

Todos salieron a la terraza a ver el espectáculo. Fabián y Paulina fueron más allá, hasta los jardines de la casa grande y comenzaron una batalla de bolas de nieve, sin darse cuenta de que en la casa del caporal brillaba una luz que dejaba ver la sombra de dos hombres sentados junto a una botella de coñac casi vacía.

Intriga en Los Laureles

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