Читать книгу Intriga en Los Laureles - Francisco José Nesbitt Almeida - Страница 9

CINCO

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Fabián llamó a la puerta de la biblioteca y don Luis le ordenó pasar; el muchacho muy entusiasmado le mostró en su computadora un programa que Paulina había diseñado para controlar el número de vacas con las que contaban, cuántas parían por año, el sexo de las crías, las fechas de parición, en su momento el peso para saber su incremento; también podían llevar un control con respecto a la pastura, los granos e incluso los gastos de los diversos combustibles necesarios para el mantenimiento y debido desarrollo de los trabajos de la hacienda; el hacendado estaba maravillado de lo que habían logrado esos dos muchachos en tan solo unas semanas. Fabián se comprometió con su patrón a que poco a poco cargaría la información en la computadora, para lo cual, según le dijo, sería necesario cabalgar diariamente para contar y saber con exactitud el número de animales con los que contaba Don Luis; hacer un inventario de pastura, granos e incluso herramientas existentes en la Hacienda para así iniciar con un control a detalle del negocio.

—Entiendo que Manuel tiene en su cuaderno anotado todo lo que necesitas

—Pues si me lo puede facilitar sería más fácil, pero de todas formas quisiera comparar lo que él tiene anotado con lo que yo vea en los campos, ¿qué le parece?

—Si tú así lo quieres hacer, adelante; le diré a Manuel que me preste sus apuntes para que tú los transcribas en la computadora.

—Comenzaré cuando usted diga, don Luis.

—Ese es mi muchacho.

Don Luis mandó llamar a Manuel y en cuanto se presentó en la biblioteca, le solicitó todos los apuntes que tuviera respecto al ganado, argumentando que solo quería revisar cómo iba todo; esto para no quitarle importancia al caporal y para que supiera que Fabián desde ese día llevaría las cuentas y el control de los animales de la hacienda en una computadora.

Las siguientes semanas, Fabián se encargó de cabalgar a lo ancho y largo de los terrenos propiedad de don Luis, contando y recontando cada una de las cabezas de ganado, llevando inicialmente un registro escrito en una libreta, que por las noches transcribía en su computadora. En varias ocasiones se desconcertó debido a que de un día a otro no coincidían algunos números y lo más extraño es que cada vez que encontraba un error, este era con un número menor al de de las cabezas de ganado que había contado anteriormente. No dio mucha importancia a la situación, pues era muy difícil contar el ganado suelto en el campo, tal vez debería esperar a que se juntara el ganado para trabajarlo y ahí sería cuando a ciencia cierta tendría los números correctos.

Por su parte, Paulina en la capital asistía diariamente a las clases de su último curso antes de viajar a Francia y en cuanto daba la hora pactada con Fabián, puntualmente encendía su computadora para ponerse en contacto con el muchacho; se contaban lo que hacían día a día y de esa manera ella se enteró y se alegró al saber que su abuelo estaba muy orgulloso del programa que había hecho para ayudar la administración de la Hacienda y más gusto le daba que ya se estuviera poniendo en práctica. Los muchachos comenzaron a hablar del futuro, de lo que harían cuando Paulina regresara de estudiar en Europa dentro de poco más de un año. Fabián planeaba hablar con don Luis de su deseo de comenzar a comprar unas cuantas cabezas de ganado y solicitar su autorización para que pastaran en un pequeño potrero que pocas veces era utilizado debido a su lejanía con respecto a las casas y corrales de la Hacienda; Paulina lo apoyó e incluso le dijo que si su abuelo se negaba, ella misma hablaría con él y lo convencería.

—Si tú le llamas, sería como desarmarlo —contestó Fabián—, eres su consentida

—Jajaja.

Desde su oficina en la empresa de transportes en la capital del país, Jean Claude Dumont llamaba una vez por semana a Manuel Licón, al teléfono celular que le había proporcionado para saber cómo iba su negocio y al colgar con él, siempre llamaba al dueño de una empacadora en el norte del país para corroborar que lo dicho por el caporal coincidiera con la realidad y así poder llevar cuentas claras de las ganancias. Jean Claude había hecho trato con un viejo conocido en su viaje a la ciudad en compañía de Manuel semanas antes. El caporal se encargaría de sacar el ganado de la Hacienda Los Laureles, encorralarlo cerca de ahí para proceder a embarcarlo en un pequeño y viejo camión propiedad de Dumont que transportaría a los animales hasta los corrales de la empacadora y una vez ahí, los animales serían sacrificados de inmediato, sin papeleo alguno para que su carne fuera vendida junto con la carne de los cientos de animales que se adquirían lícitamente, no dejando así huella alguna de la existencia de la operación irregular; los pagos se hacían mediante depósitos en efectivo a una cuenta abierta en la capital por la secretaria de Jean Claude Dumont, a nombre de ella. Jean Claude tenía pensado liquidar, en aproximadamente un año, con las jugosas ganancias, el pasivo pendiente de pago al banco y liberar así la hipoteca existente sobre las oficinas y bodegas de su negocio, la cual ya se encontraba en proceso de demanda en un Juzgado de la capital.

Ya en el mes de febrero don Luis dio la orden a Manuel de juntar todo el ganado en los corrales de la Hacienda para contar las vaquillas que se venderían ese mes, ocultándole al caporal que otro de los motivos era realizar un conteo general, que debería coincidir en mucho con los números de Fabián. La orden fue puesta en marcha de inmediato, por lo que se convocó a los trabajadores de la hacienda para indicarles que al día siguiente deberían ensillar a primera hora para comenzar a juntar el ganado, lo cual tomaría varios días. Pero tal situación siempre alegraba a los trabajadores, ya que sabían que al terminar la corrida, como agradecimiento por su trabajo extra, el patrón mataba una vaquilla y repartía su carne entre todos ellos.

Días después se presentó Manuel en la casa grande y dijo al patrón:

—Todo el ganado está ya en los corrales, señor.

—¿Seguro que es todo? —indagó don Luis.

—Seguro, patrón, ya cabalgamos cada rincón del terreno y no queda ni una sola cabeza de ganado fuera de los corrales.

Ya con todo el ganado junto, comenzó el trabajo en los corrales y don Luis ordenó a Fabián que no se separara de su lado; se separaron las vaquillas para venta y, con posterioridad se contó una a una las cabezas de ganado de la hacienda Los Laureles, cosa que no se había realizado desde hacía años. Esto obviamente sorprendió a Manuel Licón, pero él estaba seguro que no sucedería nada ya que no existía un inventario anterior que pudiera mostrar el faltante de ganado existente. Don Luis y Fabián se retiraron hacia la casa grande, no sin antes dar orden de que el ganado no se soltara aún. Ya en la biblioteca y ante la computadora compararon los números y el resultado fue un faltante de decenas de animales.

—¿Estás seguro que contaste bien, Fabián? —preguntó don Luis con el ceño fruncido.

—Don Luis, puedo haber fallado con algunos, pero con tantos animales por ningún motivo; es mucho el faltante.

—Me parece muy extraño; aquí está pasando algo raro… Manda a alguien a buscar a Manuel para que venga aquí de inmediato.

Manuel se presentó en la biblioteca y encontró a don Luis en su escritorio frente a una computadora, que él nunca había visto; junto al patrón, Fabián revisaba apuntes en una libreta y ambos los corroboraban con los datos que estaban en la pantalla de la máquina. Al entrar el caporal, el patrón levantó la vista y en su rostro se notaba una clara molestia.

—Falta mucho ganado, Manuel —dijo don Luis sin más.

—No entiendo, señor, ¿a qué se refiere?

—¿Qué parte de “falta mucho ganado” no entiendes?

—Perdón, patrón, pero ¿de dónde saca eso?

—Fabián y yo, entre los meses de diciembre y enero contamos cada cabeza de ganado de esta hacienda y hoy hay un faltante muy considerable. Nunca he dudado de ti, Manuel, por lo que de verdad espero que mi ganado ande por ahí y no lo hayan juntado en su totalidad, así que de inmediato quiero que tomes una cuadrilla de vaqueros y salgan a buscar lo que falta, lo quiero aquí antes de que anochezca.

El caporal palideció y alcanzo a decir:

—Sí, patrón, enseguida salimos a buscar.

Don Luis al quedarse a solas con Fabián le dijo:

—De verdad espero que sea un error, aunque no lo creo. Jamás he llevado un control detallado del número de cabezas que se maneja en esta Hacienda y eso lo saben los trabajadores; fácilmente me pueden haber robado desde hace años… ¡Qué error el mío, Fabián! Alista mi caballo y ensilla uno para ti también, quiero recorrer el perímetro de la hacienda ahora mismo.

Antes la cuadrilla de vaqueros, que capitaneados por Manuel Licón, buscarían el ganado faltante, sabiendo el caporal claramente que no encontrarían nada. Don Luis y Fabián cabalgaron junto al cerco colindante de la Hacienda, buscando algún lugar donde hubiera una ruptura o un colapso; pasaron horas hasta que de pronto don Luis bajó de su caballo y se acercó a revisar personalmente una puerta que él no conocía en el cerco de púas. Lo más extraño es que por esa puerta pasaba un camino que él tampoco conocía, y además se notaban huellas frescas que delataban que por ese lugar se habían sacado animales hacia los terrenos pertenecientes a la federación. El hacendado decidió seguir las huellas y no muy lejos de la puerta, encontraron un pequeño corral con un embarcadero para subir ganado a camiones; junto a él, una pequeña cabaña de madera desde donde salía un camino que parecía bastante usado, pues se veían claramente las rodadas de algún vehículo grande que se dirigían a la carretera.

—Encontramos el problema, Fabián. Efectivamente me han estado robando y por desgracia no podemos saber desde cuándo ni cuántos animales se han llevado; pero espero poder averiguar quién es la persona que lo hace, aunque sospecho ya de quién se trata… ¡Vámonos!

Regresaron a la Hacienda antes que los vaqueros y el caporal terminaran su búsqueda sin sentido. Don Luis le pidió a Fabián que en cuanto llegaran los jinetes le pidiera a Manuel que lo buscara en la biblioteca, pues quería hablar a solas con él y le indicó que soltara todo el ganado en una pasta pequeña para poder juntarlo nuevamente en unos días y que estuviera listo, pues a la mañana siguiente viajarían a la cuidad. Fabián no entendió muy bien la razón de soltar el ganado, pero no quiso indagar más, pues jamás había visto a Don Luis tan molesto. Se retiró de la casa grande y fue a cumplir con el encargo.

Por la noche Manuel Licón llamó a la puerta de la biblioteca y al escuchar la autorización de don Luis para pasar, ingresó quitándose el sombrero.

—Buenas noches, don.

—¿Alguna novedad, Manuel? ¿Encontraron mi ganado?

—No, patrón, pero mañana saldremos nuevamente para ver qué encontramos, la verdad esto me extraña más que a usted.

—Quiero una cuadrilla de vaqueros saliendo de la Hacienda antes de que amanezca y no los quiero de regreso antes de que caiga el sol, a menos que encuentren el ganado, ¿quedó claro?

—Sí, patrón.

—¿Estás consiente, Manuel, de que tú eres el responsable del ganado de esta hacienda?

—Sí, señor, estoy consciente de eso.

—Jamás he dudado de ti, Manuel, no me hagas hacerlo por primera vez —dijo don Luis, mas el hacendado ya tenía muy claro que el ganado no estaba en sus terrenos y tenía una corazonada respecto a quién lo había sacado de ahí.

Antes del amanecer varios vaqueros salieron a caballo en búsqueda del ganado faltante y minutos después don Luis y Fabián abandonaron la hacienda en la camioneta del patrón, con rumbo a la ciudad; durante el trayecto Don Luis pidió a Fabián que le pusiera al tanto de todo lo que había visto, durante el tiempo que había estado contando el ganado los meses anteriores. El muchacho le contó que la puerta y las rodadas que habían visto el día anterior en la zona de colindancia con las tierras federales no estaba a principios de enero cuando había recorrido esa zona; también le contó que desde principio de año era Manuel quien se encargaba de revisar la zona, pues sin dar explicación alguna, el caporal había ordenado que los vaqueros cabalgaran diversas partes de los terrenos de la hacienda y que él mismo se encargaría de la zona donde se encontraba la puerta clandestina. Don Luis, un tanto molesto, cuestionó al joven respecto al porqué no se le había informado tal situación y el muchacho manifestó que no le había resultado extraño, pues Manuel era el caporal y él acomodaba a la gente de la Hacienda como mejor le parecía.

—Sí, muchacho, perdón, pero tengo muchas cosas en la cabeza y un coraje enorme conmigo mismo, por no haber llevado bien un control del ganado; de cierta forma fui yo quien generó todo esto.

El viaje a la ciudad continuó en silencio y un par de horas después llegaron directamente a la oficina del abogado de confianza de don Luis, quien ya los esperaba, debido a llamada del hacendado la noche anterior.

—Luis, bienvenido, me preocupó tu llamada y la urgencia de querer verme; ¿qué es lo que pasa? —dijo el abogado a manera de saludo.

—Problemas en la Hacienda, creo que habrá que presentar una denuncia por robo de ganado y abuso de confianza.

—Pasen y siéntense; ¿quieren un café?

La siguiente hora don Luis y Fabián contaron al abogado los detalles de lo sucedido, y él se comprometió a presentar ante el Ministerio Público la correspondiente querella en un par de días, utilizando el poder notarial que don Luis le había otorgado con antelación para diversos trámites; el abogado garantizó que hablaría con el Fiscal de Zona para que se hicieran a la brevedad las indagatorias correspondientes y pidió a don Luis que en su momento facilitara a los agentes Ministeriales el acceso a la Hacienda, con el fin de simplificar en lo posible su trabajo.

El hacendado y Fabián se despidieron del abogado y pasaron a comprar varias cajas de aretes para ganado, debidamente enumerados, antes de emprender el regreso a la Hacienda Los Laureles. Llegaron ya tarde, casi al anochecer y hasta ese momento los vaqueros no habían regresado de la búsqueda. Doña Lupe les sirvió la cena y don Luis ordenó que en cuanto los vaqueros llegaran a la hacienda, se presentaran todos en la casa grande pues quería hablar con ellos, uno a uno.

Don Luis estuvo en la biblioteca, sentado detrás de su escritorio hasta muy altas horas de la noche, hablando con todos y cada uno de los vaqueros de la Hacienda, y lo único que logró averiguar es que a ninguno de ellos se le había asignado el cuidado de la zona en donde se había encontrado la puerta clandestina. Según coincidieron los trabajadores, era Manuel Licón el encargado de esa zona desde hacía un par de meses.

Por la mañana, a primera hora, se presento Manuel en la terraza donde cada día don Luis se tomaba su primera taza de café de olla; saludó a su patrón y dijo:

—Estamos por salir nuevamente a buscar el ganado, patrón

—Ese ganado ya no está en mi terreno, Manuel, tal vez esté ya en los refrigeradores de los supermercados de la ciudad.

—¿Quiere decir que nos han robado, don Luis?

—Me han robado, querrás decir.

—Pero señor, ¿está seguro de que los números que usted tiene son los reales? recuerde que yo llevo un conteo de los animales.

—Si Manuel, un conteo muy deficiente, por cierto. En estos días vendrán Policías Ministeriales a indagar sobre el asunto, ellos darán con los responsables y sea quien sea, va a pagar con cárcel.

—Yo me encargo de atender a los oficiales, don Luis —dijo Manuel nervioso.

—Eso lo haré yo personalmente, por lo pronto retírate y déjate de búsquedas inútiles.

El caporal se retiró de la casa grande y minutos después se le vio salir de la Hacienda en su camioneta, sin haber avisado a nadie a dónde se dirigía. Kilómetros más adelante, por el camino que va desde la hacienda a la carretera federal, se desvió y siguió hasta llegar al lugar donde se encontraba la construcción de madera tipo granero junto al corral de carga. Dentro del lugar se ocultaba un teléfono celular; lo tomó y marcó un número de la capital del país; unos instantes después dijo:

—Don Jean Claude… el viejo ha descubierto todo

—¿A qué te refieres con que ha descubierto todo? Tú aseguraste que eso sería imposible, que don Luis no lleva ningún inventario del ganado.

—Sí, don, yo dije eso, pero no contaba con el muchacho.

—¿Cuál muchacho? ¿Acaso Fabián?

—Sí, don; Fabián, por órdenes de don Luis, realizó un conteo de las cabezas de ganado que había en la Hacienda entre diciembre y febrero y hoy se ha descubierto el faltante. Ya se espera la llegada de la policía; ¿qué vamos a hacer, don?

—¿Cómo que qué vamos a hacer? Lárgate de ese lugar de inmediato, quema mi camión y a mí... ni siquiera me conoces, ¿oíste?

—Espere, don, en esto estamos metidos tres y si yo caigo, caemos los tres —gritó colgando el teléfono antes de que Jean Claude Dumont pudiera decir nada.

Dumont, en su oficina de la capital, se quedó helado, con las manos sobre su cara por unos minutos, pensando en lo que podía pasar si su suegro descubría que era precisamente el esposo de su hija quien le había robado. Eso cambiaba por completo sus planes, ya que ahora tenía dos problemas: el primero, evitar que su familia se enterara de quién era el autor intelectual del robo y el segundo, encontrar la forma de pagar la hipoteca que ya le requería el banco, sin el dinero que pensaba recibir de la venta del ganado robado. Decidió llamar a su abogado. Él sabría solucionar sus problemas; siempre lo había sacado de apuros de una manera u otra.

—Mi querido licenciado —dijo Jean Claude, a manera de saludo.

—Si me llamas es seguro que estás en problemas, Jean Claude; ¿para qué soy bueno?

—Necesito verte, pero no en mi oficina; te invito un trago, creo que lo necesito.

—Di la hora y el lugar.

Poco antes de las dos de la tarde, ambos se reunieron en un restaurante de la capital para dialogar la situación. Jean Claude Dumont explicó al abogado todos los detalles del negocio del robo de ganado. Le comentó que todo se había descubierto gracias a la intervención de un muchacho que contaba con toda la confianza de su suegro y que ahora la policía estaba por llegar a la hacienda Los Laureles para realizar las indagatorias correspondientes. El licenciado, al enterarse de la situación, comentó:

—Estás metido en un buen problema, mi amigo.

—Por eso te llamé, no creas que solo quería ver tu linda cara; ¿qué siguieres que haga? Mi suegro no puede descubrir que yo estoy detrás de todo esto; acabaría incluso con mi matrimonio y claro está, perdería también a mi hija.

—Y seguramente también tu libertad.

—Ni de broma digas eso.

—¿Qué tal ofrecerle a ese tal Manuel una fuerte cantidad para que se declare culpable? Así tú te lavas las manos.

—Y la fuerte cantidad, ¿de dónde la saco?

—Buena pregunta… Tenemos que negociar con él, llámalo y cítalo.

—No creo que tome la llamada, está furioso por lo que le dije hace un rato.

—Bueno, Jean Claude; si en noviembre pasado conseguiste de un día a otro una muy fuerte cantidad para evitar la huelga de la empresa, tal vez puedas hoy hacer lo mismo y ofrecerle algo a ese caporal.

—Ese dinero lo conseguí precisamente con mi suegro y da la casualidad que es a él a quién hemos estado robando.

—Mmmmh, tal vez en don Luis Rodríguez esté la solución.

—No es posible que le pida dinero nuevamente; me lo negará.

—No me refiero a pedirle dinero, sino a heredarlo… Si el viejo muere, esa hacienda pasara a ser propiedad de tu esposa, ¿no?

—Eres el mismo diablo, Licenciado…

Ante el temor de verse descubierto y al haber sido abandonado por su socio, Manuel tomó la decisión de abandonar la hacienda por la noche, sin que nadie lo notara. Viajaría hasta la capital a ver personalmente a Jean Claude Dumont, pues ese hombre debía responder y ayudarlo a solucionar el problema. Quizá con una buena cantidad de dinero, él se podría ir al país del norte para evitar caer en las manos de la justicia; se la exigiría a cambio de su silencio. Estaba seguro que Dumont pagaría lo que le pidiera, con tal de que su familia no se enterara de que era precisamente él quien había estado robando el ganado de la hacienda.

Pasada la media noche, Manuel Licón salió de la llamada casa del caporal cargando un par de maletas; las subió a su camioneta y se marchó sin más; le esperaban más de veinte horas de viaje hasta la capital del país.

A primera hora de la mañana Fabián se presentó en la casa grande y comunicó a don Luis que habían llegado a Los Laureles un par de oficiales del Ministerio Público y que querían verlo para iniciar con las investigaciones del robo de ganado. Don Luis ordenó que los hiciera pasar a la biblioteca en donde los recibió y les ofreció café de olla recién hecho. Durante aproximadamente una hora don Luis y Fabián pusieron al tanto a los investigadores de la situación: el número de cabezas de ganado que faltaban, la existencia de una puerta clandestina por donde se habían sacado animales; las huellas que llegaban hasta un pequeño corral desde donde partían huellas de camiones de doble rodada hacia la carretera federal. Mientras platicaban, se presentó uno de los vaqueros de la hacienda para informar a Don Luis que Manuel no estaba en la hacienda; que su camioneta no se encontraba en su lugar y lo más extraño, la casa del caporal estaba casi vacía y abierta de par en par.

—Creo que tenemos al primer sospechoso, señor Rodríguez —dijo uno de los agentes.

Don Luis golpeó su escritorio con fuerza y dijo:

—Para mí ya no es un sospechoso, sino un culpable, oficial…

Don Luis, Fabián y los dos ministeriales subieron a un vehículo todo terreno propiedad del hacendado y fueron al lugar donde se encontraba la puerta clandestina; ahí, los oficiales tomaron fotografías y después hicieron lo mismo en el corral donde al parecer se embarcaba el ganado robado, luego hicieron el recorrido hasta la carretera, como parte de la investigación. Ya pasado el mediodía regresaron a la hacienda y antes de marcharse a la ciudad se comprometieron a mantener informado a don Luis de los avances de la investigación, señalando que en el trayecto indagarían si alguien vio en fechas recientes camiones cargados de ganado y qué rumbo tomaron.

—Nos vemos en unos días, don Luis, dijo uno de ellos, haremos lo posible por obtener una orden de aprehensión en contra de Manuel Licón a la brevedad posible.

Pasaron unos días y los dos agentes ministeriales regresaron a la hacienda para hablar con don Luis, pues de las entrevistas realizadas a personas que viven en las cercanías de la hacienda, se obtuvo la descripción de un camión con redilas ganaderas, que había sido visto en repetidas ocasiones cargado de ganado a altas horas de la noche, lo cual había resultado incluso extraño para los lugareños, pues por lo general, el transporte de ganado se hace de día. Al obtener la descripción del camión, los agentes investigadores revisaron las fotografías que se toman a cada vehículo que pasa por las casetas de peaje de la carretera federal y ahí encontraron lo que buscaban: un camión que coincidía con las descripciones de los testigos que había cruzado las casetas en varias ocasiones, siempre de madrugada y cargado con ganado. Al revisar el número de placas en la base de datos del padrón vehicular federal, encontraron que se trataba de un camión registrado a nombre de una empresa de transporte con domicilio en la capital del país, cuyo representante legal y administrador único es una persona de nombre Jean Claude Dumont, según le hicieron saber a don Luis Rodríguez, mientras conversaban en la biblioteca de la casa principal. Don Luis, al escuchar esto, se limitó a pedir a los agentes que siguieran con las investigaciones, debido a que el ganado no se había salido de su terreno solo y mucho menos se había subido a un camión. Además, debía existir un comprador.

—Por lo pronto —dijo a los ministeriales— yo me encargo de ir a la capital del país a hablar con el dueño de la empresa propietaria del camión. —Pero obviamente no les informó de su parentesco con esta persona.

Don Luis hizo una llamada para reservar boleto de avión para el día siguiente y mandó llamar a Fabián a la biblioteca para hacerle algunos encargos.

—Muchacho —dijo don Luis—, voy a salir unos días de la hacienda y como tú ya sabes, Manuel nos robó y como de momento no tenemos caporal, quiero que en mi ausencia te hagas cargo de todo.

Fabián primeramente sonrió, para después abrir los ojos como platos. Asombrado le dijo:

—Pero don Luis, ¿no cree que es una responsabilidad muy grande? Realmente no conozco todo el manejo de la hacienda.

—Ya aprenderás. Por lo pronto tú eres el único a quien le tengo confianza. Ya ves, el hombre a quien consideré mi mano derecha por años acabó robándome y hoy no puedo contar ni con mi propia familia. Espero que tú no me vayas a fallar. Mañana a primera hora quiero que me lleves a la ciudad, porque tengo que tomar un avión y sirve que en el camino platicamos y te hago algunas indicaciones. Por lo pronto quiero que juntes a todos los trabajadores para informarles que tú estarás a cargo de la hacienda a partir de hoy y es a ti a quien deberán dirigirse como el Caporal. ¡Felicidades, hijo!

El muchacho ya no supo si saltar de alegría o llorar ante el compromiso que le acababa de dar su patrón, solo recibió el abrazo de don Luis y salió de la biblioteca a hacer el llamado de los trabajadores para que recibieran el aviso. La noticia fue recibida con sorpresa por casi todos los empleados de la hacienda, excepto por doña Lupe, quien no podía evitar mostrar la alegría que sentía al ver lo que su nieto había logrado con tan solo dieciocho años.

Don Luis arribó a la capital casi al anochecer y tomó un taxi que lo llevó hasta la casa de su hija. Ella lo recibió con sorpresa pues su padre no le había anunciado su visita.

—Pero papá, ¿qué haces aquí?

—¿Qué no puedo venir a visitar a mi hija y a mi nieta?

—Claro que sí, pero siempre me avisas con anticipación, ¿pasa algo?

—Nada que tú puedas solucionar; lo que me trae por aquí son negocios; vengo a hablar con tu esposo, ¿a qué hora llega?

—No debe de tardar, pero yo no estaba enterada de que tú y Jean Claude tuvieran negocios en común. Él me comentó algo hace unos meses, pero no le di importancia.

—De cierta manera yo tampoco sabía que él y yo tuviéramos negocios .

—No entiendo nada, papá.

—No te preocupes hija, hablo con él y me regreso en el primer vuelo de mañana. Manuel renunció y tengo que estar allá lo antes posible.

—Pues por lo que veo no se trata de algo sin importancia, papá, ¿qué es eso de que llegues solo a hablar con mi marido y te regreses de inmediato? Y eso de que Manuel renunció me parece extraño; tenía toda una vida trabajando en la hacienda. ¿Qué es lo que pasa realmente, papá?

—No quiero alarmarte hija, mejor hablemos de otra cosa. ¿Qué tal esta mi nieta?, ya quiero verla…

—Papá.

Minutos más tarde, Jean Claude Dumont entró a su casa y lo recibió Ana Karen en la puerta diciendo.

—Alguien te espera en tu despacho; creo que algo no anda muy bien.

—¿Quién es? ¿Qué pasa?

—Pues averígualo tú mismo.

Jean Claude entró a su despacho y lo primero que vio fue a su suegro sentado en su escritorio con cara de muy pocos amigos.

—Suegro, ¿qué lo trae por acá?

—Ana Karen, déjanos solos por favor. ¡Ah! Y no quiero que escuches tras la puerta como acostumbras, dijo Don Luis en tono enérgico.

Ana Karen se retiró cerrando la puerta de cristal del despacho y, superando las ganas de quedarse a escuchar, subió a su recámara llena de preguntas.

—Tú debes saber qué me trae por aquí, yernito.

—Ni la más remota idea, señor.

—Y si te digo que un camión propiedad de tu empresa ha estado sacando ganado de mi hacienda y transportándolo a la ciudad, ¿crees que tendría sentido mi visita?

—Pero… don Luis… ese camión yo se lo vendí a Manuel en diciembre pasado, solo que no se ha hecho el cambio de propietario, por esto sigue a nombre de mi empresa. Yo no sé qué arreglos tienen usted y Manuel con respecto al movimiento de su ganado

—Mira, Jean Claude, desde que te conocí supe que eras un imbécil y hoy lo corroboro, ni siquiera sabes mentir. Te he dado todo lo que me has pedido. Materialmente he mantenido a flote, durante años, la empresa que con tanto trabajo creó tu padre; mantengo a tu familia, porque ni para eso sirves, y hoy me robas mi ganado. Ganado con el cual he mantenido tus excentricidades y he soportado tus pésimos manejos. Lo he hecho solo por amor a mi hija y a mi nieta, ¡pero esto ya se acabó! Vengo a que me pagues todo lo que me debes y lo vas a hacer ya.

—Don Luis, usted sabe que yo no tengo dinero.

—Lo sé perfectamente, pero tienes una enorme casa.

—Es el patrimonio de mi familia, don Luis.

—Patrimonio que deberán vender para vivir mientras tú estés en la cárcel, ¿no crees? Además esta casa vale la mitad de lo que me has pedido prestado, sin contar el ganado que ahora me has robado —dijo el viejo—. Mi propuesta es la siguiente —continuó el hacendado—: Mañana a primera hora vamos con un notario y pondremos la casa a mi nombre a cambio de que yo retire la denuncia por robo de ganado y a cambio de mi silencio, para que ni tu mujer ni tu hija se enteren de la clase de hombre que eres. Es muy fácil, mañana mismo arreglamos todo y me regreso a mi hacienda, para no volverte a ver la cara en mi vida.

—Le contesto mañana, don Luis, ¿le parece?

—A primera hora te veo en este despacho; de aquí nos vamos a la notaría o de lo contrario, aquí mismo hablo con mi hija y mi nieta de la porquería que eres.

Al salir del despacho, don Luis escuchó la voz de su nieta que provenía de la cocina y se dirigió hacia allá para saludarla. Por su parte, Jean Claude se dirigió a su recamara, sabiendo que ahora tendría que encarar a su mujer. La encontró con los brazos en jarras en la parte alta de la escalera. Al verlo subir, la mujer lo interpeló de inmediato:

—Ahora mismo me vas a decir qué es lo que tiene a mi papá tan molesto que lo hizo venir hasta aquí.

—Tranquila, amor, son cuestiones de negocios. Hay algunas pérdidas en la hacienda.

—Y tú, ¿qué tienes que ver con la hacienda de mi padre?

—Pues mira, no he querido preocuparte, pero desde hace tiempo decidí invertir con tu papá en algunos animales y al parecer alguien nos ha estado robando; será necesario inyectar algo de dinero para sostener el negocio, pero tanto tu padre como yo no estamos en posibilidades de hacerlo en este momento, ya que tenemos diversas inversiones hechas en otros negocios. Por esta razón es muy probable que haya que solicitar un préstamo al banco y esto requerirá la firma de ambos. A eso vino tu papá. Eso es todo…

—Jean Claude, esta vez no te creo nada. Mañana hablaré con mi padre, pues me parece imposible que no tenga liquidez. Los dos sabemos muy bien que lo que le sobra es dinero y a ti también; no me suena lógica tu explicación, por lo que voy a averiguar qué pasa y…

En ese momento, Paulina tocó a la puerta de la recámara para avisarles que su abuelo la había invitado a cenar a un restaurante.

—Me dijo que solo iríamos él y yo, pues quiere que le cuente sobre mi escuela y mis planes a futuro. ¡Qué extraño! ¿No creen? —dijo la joven.

—Sí, Paulina, tanto tu abuelo como tu papá están muy extraños hoy.

Durante la cena, Paulina no encontraba la forma de preguntarle a su abuelo por Fabián y esto lo notó don Luis, pero se hizo el desentendido por un rato, hasta que sin más soltó:

—Fabián ya es caporal de Los Laureles.

—¡Qué bien! ¿Desde cuándo? No me ha dicho nada y eso que platicamos por internet todas las noches.

—Desde ayer por la noche

—Ah, con razón no se conectó, ya se está dando paquete, jajajaja.

—No, hija, ayer estuvimos hasta tarde trabajando en la biblioteca y hoy muy temprano me llevó al aeropuerto para venirme para acá.

—Por cierto, abuelo, ¿a qué viniste y por qué tan de sorpresa?

—Hija, a ti no te voy a mentir, o te lo digo yo o te lo dirá Fabián. Me han estado robando ganado en la hacienda.

—Pero ¿cómo?... ¿quién?

—Al parecer Manuel y algún cómplice; nos dimos cuenta gracias al programa que hiciste para la computadora. Tal vez me han robado por años y hasta ahora me percaté; dirás que soy un tonto.

—No, abuelo, jamás pensaría eso, pero ¿qué tiene que ver el robo de ganado con que estés aquí en la capital?

—Tal vez mañana lo sabrás, o tal vez mañana recupere todo lo que me han robado durante años…

—¿Ves abuelo? No eres nada tonto, por lo que percibo tienes todo bajo control; pero dime, ¿cómo es que Fabián llegó a caporal de la hacienda?...

A esa misma hora Jean Claude ya se dirigía a un bar en el que había quedado de verse con su abogado. Aprovechando que Paulina había interrumpido la discusión con su mujer, se había salido de casa y había llamado al licenciado desde su auto para citarlo. Se sentaron en una mesa arrinconada en donde no pudieran ser escuchados y Dumont comenzó diciendo:

—Mi suegro ya está enterado de todo, está en mi casa y me exige que como pago le entregue mi casa mañana mismo.

—Si estará loco ese viejo; tu casa vale varios millones, es muchísimo para pagar unas cuantas cabezas de ganado.

—No, mi amigo, ahora me exige que le pague todo lo que con el tiempo le he pedido y jamás le he pagado, a cambio de no meterme a la cárcel y de no decir la verdad a Ana Karen y Paulina.

—Pues creo que esta vez estás perdido.

—Te hablé para que me ayudes a solucionar el problema, no para que te pongas de lado del viejo.

—Ya lo sé, déjame pensar… ¿y si seguimos con el plan de la herencia?

—Si el viejo se muere y mi esposa hereda, ¿cómo voy yo a recibir los cientos de millones que vale mi suegro?

—Por lo que sé, tu esposa no sabe nada de negocios, siempre ha estado acostumbrada estirar la mano y recibir, ¿o me equivoco?

—Sí, esa es la verdad.

—¿Qué te parece si pides a tu esposa que te otorgue un poder amplio; tendrás que decirle que es debido a que existen acciones a su nombre dentro de tu empresa y así, cuando el viejo falte, con ese poder tú te harás cargo de todos los bienes de Ana Karen, incluyendo su herencia; me parece sencillo.

—Me parece buena tu idea; hablaré con ella hoy mismo para hacer el poder cuanto antes y después veremos la manera de deshacernos de mi suegro, para recuperar mi casa y comenzar a disfrutar de mi hacienda, jajajaja.

A primera hora de la mañana don Luis se instaló en el despacho de Jean Claude con una taza de café a esperar a su yerno, como habían acordado. En cuanto abrió la puerta, don Luis de inmediato preguntó:

—Y, ¿qué decidiste?

—Usted gana, don Luis, vamos a la notaría para que se hagan las escrituras correspondientes.

—Bueno, una vez que den las nueve llamaré al notario que me lleva mis asuntos aquí en la capital, para que elabore la correspondiente escritura.

—Bien, don Luis. Usted me indica qué documentos le solicita el notario y la hora en que nos veremos para firmar

—Mientras más rápido mejor. Anda vete a trabajar; yo te llamo más tarde.

Don Luis se quedó en el despacho bastante sorprendido por la actitud de su yerno. Nunca pensó que sería tan fácil lograr su plan para recuperar todo el dinero que con los años había entregado a Jean Claude, así como el valor de los animales robados; esto más que agradarle, lo dejó muy intranquilo, pues seguramente el esposo de su hija tenía algo entre manos.

Llegada a la hora llamó al notario y ordenó que se llevaran a cabo los trámites necesarios y se fijó la fecha para firmas dos días más tarde. Durante ese tiempo don Luis asistió a varias reuniones con amistades, banqueros y diversos empresarios, aprovechando su estancia en la capital.

Desde su oficina en la transportadora, Jean Claude llamó a su esposa por teléfono para citarla a comer en un conocido restaurante.

—Tengo algo que hablar contigo y quiero que estemos solos —dijo Dumont.

—Pero está aquí mi papá y quisiera estar con él.

—Precisamente del motivo por el que está aquí tu padre es de lo que quiero hablar; nos vemos en el restaurante. ¡Ah! Y necesito que vengas sola. Dile a Paulina que ella salga a comer con su abuelo.

—Me intrigas, Jean Claude, ¿seguro que las cosas están bien?

—Sí, solo algunos cambios en los negocios; pero allá te cuento, tú tranquila.

Cuando Ana Karen llegó al restaurante, su esposo ya la esperaba; se levantó para recibirla y le pidió una copa de vino, antes de comenzar a exponer su plan.

—Como te dije ayer, algunos negocios no han estado yendo muy bien; tu padre y yo no hemos querido preocuparlas, ni a ti ni a Paulina, pero como tu esposo, creo que es mi obligación ponerte al tanto, a pesar de la negativa de tu padre que insiste en que esto lo manejemos solo él y yo. Por esta razón seguramente no te dirá nada, ya ves que es muy anticuado y tiene la idea de que las mujeres no deben inmiscuirse en los negocios. Tenemos de cierta forma todo bajo control —continuó diciendo, pero para asegurar y proteger todos los bienes que con tanto trabajo he construido para ti y nuestra hija, he decidido poner la mayoría de las acciones de la transportadora a tu nombre; todo seguirá trabajando igual, solo que la socia mayoritaria serás tú

—La verdad no entiendo mucho de esto, pero si se trata del bienestar de Paulina y de su futuro, confío en lo que tú consideres correcto.

—Bien, solo que para poder seguir administrando los negocios será necesario que me firmes un amplio poder ante un notario, así no tendré que molestarte cada lunes y martes con una firma, juntas de consejo y esas cosas tan enfadosas.

—¿Y para decirme esto me citaste aquí casi a escondidas?

—No, mi amor, ¿cómo a escondidas? Lo hice de esta manera para evitar problemas con tu padre, pues él no aprueba que tú sepas lo que sucede. Por favor no comentes nada con él de nuestra plática, él insiste en que no debemos preocuparlas, y yo no quiero tener un disgusto con tu papá ahora que después de tanto tiempo hemos estrechado nuestra relación; es solo eso… ¿Qué te parece si pedimos de comer y de aquí nos vamos de una vez a la notaría para que elaboren el poder?

—Está bien, si así ya me dejarás en paz para disfrutar de la estancia de mi papá en la ciudad.

Terminaron de comer y juntos se fueron a la notaría en donde ya los esperaba el abogado de Jean Claude, con el documento listo para que Ana Karen firmara. Era un poder general para pleitos, cobranzas, actos de administración y dominio, irrevocable incluso con la muerte. La mujer firmó lo necesario e inmediatamente después, se retiraron del lugar.

A la mañana siguiente, Jean Claude recibió una llamada de Manuel Licón, quien le comunicó que se encontraba en la capital y le exigía lo recibiera personalmente para dar solución al problema del robo de ganado en la hacienda Los Laureles. Fijaron como punto de reunión un restaurante en las afueras de la ciudad, pues no era conveniente que Licón acudiera a las oficinas de la transportadora. Se encontraron en el lugar y hora convenidos, y Jean Claude Dumont le informó a su ex socio que ya todo estaba arreglado, que su suegro ya no seguiría el proceso legal iniciado por el robo; pero Manuel Licón le exigió dinero debido, pues debido al negocio fallido, él había perdido su trabajo.

—Tranquilo Manuel —dijo Jean Claude—, solo necesito que esperes un par de meses y yo te voy a regresar tu trabajo en Los Laureles.

Le contó a detalle el plan que tenía con su abogado de eliminar a don Luis para apoderarse de todos los bienes del viejo mediante el documento, que ante notario público, le había entregado su esposa Ana Karen Rodríguez. Manuel Licón se sorprendió de la forma en que Jean Claude Dumont había logrado solucionar el problema y lo que más le gusto es que recuperaría su trabajo dentro de poco tiempo y mejor aún, su futuro patrón estaría muy lejos de la hacienda y él sería entonces quien dirigiera el lugar; incluso pensó que lo primero que haría sería despedir a Fabián y a su abuela, ya que por culpa de ese muchacho se había venido abajo su fructífero negocio.

Después de dejar en orden sus negocios en la capital del país y habiendo ya quedado debidamente escriturada a su nombre, la casa que Jean Claude Dumont había heredado de su padre, don Luis Rodríguez tomó un vuelo de regreso sin avisar a nadie de su llegada. Quería adquirir un nuevo vehículo para Fabián, ahora que era el nuevo caporal de Los Laureles, y pasar por la fiscalía para solicitar que el proceso iniciado por el robo de ganado quedara archivado, conforme al arreglo establecido con Jean Claude, por lo que no llegó a la hacienda hasta el día siguiente. Se le vio entrar en una flamante camioneta último modelo de doble tracción; bajó de ella y fue precisamente Fabián quien le interrogó:

—Don Luis, ¿por qué no aviso que regresaba para haber ido por usted?

—Espero que no te moleste que haya tomado prestada tu camioneta para viajar de la ciudad a la hacienda, muchacho; aquí la tienes, sana y salva.

—No le entiendo, don Luis —dijo Fabián con una risilla nerviosa.

—Pues esta es la nueva camioneta del caporal de Los Laureles, ¿te gusta?

—Está muy bonita, pero...

—Súbete y manéjala, es tuya.

El muchacho, sonriendo alegremente, dio un abrazo a su patrón y se subió al vehículo diciendo:

—Mil gracias, don Luis; quiero enseñársela a mi abuela

—Pues llámala. ¿Qué te parece si damos una vuelta por la hacienda para que la estrenes, sirve que me pones al tanto de lo que ha pasado en mi ausencia… Pero anda, ve por tu abuela y dile que nos acompañe, mientras yo meto el equipaje a la casa.

Hacendado, caporal y cocinera recorrieron la hacienda por un par de horas y mientras lo hacían Fabián informó a don Luis de los pormenores acontecidos en la hacienda durante su ausencia y sobre algunas ideas que tenía para mejorar el rendimiento de los pastizales y del agua de los pozos.

—Desde que se puso el internet en la hacienda he estado estudiando —señaló—. Creo que podemos implementar nuevas técnicas que nos ayudarán a producir más con menos; ya verá, don Luis, esta hacienda será la mejor de la región.

Lejos de ahí, por la carretera, Manuel Licón regresaba de la capital y decidió parar a comer en un lugar que a simple vista se notaba era frecuentado por choferes, pues había muchos camiones en el exterior. Entró al lugar y pidió la comida corrida y una cerveza fría. Momentos después escuchó a su espalda una voz femenina que decía:

—Mira nada más a quien tenemos por aquí…

Manuel volteó para descubrir que era Ángela, la madre de Fabián, que se dirigía a él con una sonrisa.

—Ángela, ¡qué gusto verte! ¿Qué haces aquí?

—Lo mismo te pregunto, Manuel; eres tú quien se encuentra muy lejos de casa.

—Pero siéntate, amiga, tómate algo conmigo.

Ángela tomó asiento junto a Manuel y también pidió una cerveza; después Manuel pidió otra y otra, dejando pasar el tiempo y también el sentido común, pues al anochecer el antiguo caporal de Los Laureles, ya estaba completamente borracho y se le soltó la lengua mucho más de la cuenta. Juntos salieron del lugar para dirigirse a un hotel de carretera cercano en donde recordaron las noches de pasión que pasaban en su juventud en la hacienda de don Luis Rodríguez. Por la mañana, al despertar, Ángela vio que Manuel ya había salido a comprar algo para desayunar y un poco de cerveza para quitarse la fuerte resaca. Continuaron con la plática iniciada el día anterior, a través de la cual la mujer se enteró de que Manuel y su socio tenían planes de eliminar a don Luis Rodríguez para apoderarse de la hacienda y de todos los negocios de su propiedad, utilizando a Ana Karen para lograr su objetivo. Manuel le aseguró a Ángela que en unos meses él sería millonario.

—Te llevaré conmigo, ya lo verás.

—¡Ay Manuel!, desde que te conocí hace ya unos veinte años me has prometido mil cosas, pero cuando surgieron los compromisos los evitaste y no te quisiste hacer responsable. ¿Sabes a lo que me refiero verdad?

—Otra vez con eso, Ángela…

—Además, la forma como pretendes obtener el dinero no me parece…

Ella se retiró del lugar sin decir más y minutos después, Manuel subió a su camioneta para seguir su viaje hacia el norte.

Intriga en Los Laureles

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