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CAPÍTULO I
EL FOGONERO

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Al entrar en el puerto de Nueva York, con el barco avanzando ya más lento, Karl Roßmann, un joven de diecisiete años al que sus pobres padres habían enviado a Estados Unidos porque una criada lo había seducido y había tenido un hijo de él, notó que la estatua de la diosa Libertad, que venía observando hacía un rato, brillaba bajo una luz solar de pronto más intensa. Parecía que acabara de alzar el brazo con la espada y alrededor de su figura soplaban los aires libres.

“¡Qué alta!”, se dijo, aunque sin pensar aún en bajarse, por lo que la muchedumbre cada vez más nutrida de maleteros que le pasaba por ambos lados lo fue empujando poco a poco hasta la baranda.

Otro joven, al que había conocido apenas durante el viaje, dijo al pasar:

–Y, ¿no tiene ganas de bajarse todavía?

–Estoy listo –dijo Karl con una sonrisa y, por pura arrogancia, y porque era fuerte, se puso la maleta al hombro.

Pero al seguir con la vista a su conocido, que ya se alejaba junto a los otros balanceando ligeramente el bastón, se dio cuenta consternado de que había olvidado su paraguas en la parte baja del vapor. Se apresuró a pedirle al conocido, que no pareció muy contento, que tuviera la amabilidad de esperar un segundo junto a su maleta, echó una mirada en derredor, a fin de poder ubicarse a su regreso, y se alejó presuroso. Abajo descubrió con pesar que el pasillo que hubiera acortado mucho su camino se encontraba por primera vez cerrado, algo probablemente relacionado con el desembarco de todos los pasajeros, y tuvo que ponerse a buscar su camino con mucho esfuerzo a través de un sinnúmero de pequeñas salas, corredores que doblaban todo el tiempo, breves escaleras que se sucedían unas a otras, una habitación vacía con un escritorio abandonado, hasta que, por haber transitado este camino solo una o dos veces y siempre en grupo, acabó perdiéndose por completo. En su desconcierto, y tras no haberse topado con ninguna persona, solo haber escuchado arriba el trajín continuo de los miles de pies y percibido a lo lejos, como una exhalación, las últimas labores de las máquinas ya apagadas, empezó, sin pensarlo, a golpear una pequeña puerta cualquiera, frente a la que se había detenido en su deambular.

–¡Pero si está abierto! –exclamaron desde el interior, y Karl abrió la puerta con franco alivio–. ¿Por qué golpea como un loco la puerta? –preguntó un hombre gigantesco, casi sin alzar la vista hacia Karl.

A través de alguna claraboya en el techo caía una luz turbia, ya totalmente gastada en la parte superior del barco, sobre un camarote miserable, en el que se alineaban una cama, un armario, una silla y el hombre, bien pegados uno al otro, como en un depósito.

–Me he perdido –dijo Karl–. Durante el viaje no me di cuenta del todo, pero es un barco tremendamente grande.

–Sí, en eso tiene razón –dijo el hombre con algún orgullo, sin dejar de manipular la cerradura de una pequeña maleta, apretándola una y otra vez con ambas manos para escuchar el clic del cerrojo–. ¡Pero entre! –siguió diciendo–. ¡No se va a quedar ahí afuera!

–¿No molesto? –preguntó Karl.

–Bah, ¿cómo va a molestar?

–¿Es usted alemán? –Karl buscó asegurarse, por haber oído mucho sobre los peligros que amenazaban a los recién llegados a Estados Unidos, sobre todo de parte de los irlandeses.

–Soy, soy –dijo el hombre.

Karl seguía dudando. Entonces el hombre tomó de improviso el picaporte y, junto con la puerta, que cerró rápidamente, arrastró a Karl hacia el interior.

–No soporto que me miren desde el pasillo –dijo el hombre, volviendo a ocuparse de su maleta–. Pasa cualquiera y mira, ¿quién lo aguanta?

–Pero si el pasillo está vacío –dijo Karl, aplastado incómodamente contra el poste de la cama.

–Sí, ahora –dijo el hombre.

“Pero si se trata del ahora –pensó Karl–, qué difícil es hablar con este hombre”.

–Acuéstese en la cama, ahí tiene más espacio –dijo el hombre.

Karl se metió a rastras como pudo y se rio en voz alta tras su primer intento fallido por saltar al otro lado. Una vez que estuvo dentro, exclamó:

–¡Dios santo, me olvidé por completo de mi maleta!

–¿Dónde está?

–Arriba en la cubierta, la está cuidando un conocido. ¿Cómo se llamaba? –y extrajo una tarjeta del bolsillo secreto que su madre le había cosido en el forro de la chaqueta–. Butterbaum, Franz Butterbaum.

–¿Necesita mucho esa maleta?

–Por supuesto.

–¿Y entonces por qué se la dio a un desconocido?

–Había olvidado mi paraguas abajo y corrí a buscarlo, pero no quería cargar con la maleta. Y ahora me terminé perdiendo yo también aquí.

–¿Está solo? ¿Sin acompañante?

–Sí, solo.

“Tal vez tenga que quedarme con este hombre –se le cruzó a Karl por la cabeza–, ¿dónde encontraría en este momento un amigo mejor?”.

–Y ahora también perdió su maleta. Del paraguas ni hablar.

El hombre se sentó en la silla, como si ahora Karl hubiera captado un poco su interés.

–Yo creo que la maleta no está perdida todavía.

–Bienaventurados los que creen… –dijo el hombre mientras se rascaba con fuerza el pelo oscuro, corto y tupido–. Con los puertos, cambian también las costumbres dentro del barco. En Hamburgo su Butterbaum tal vez le hubiera cuidado la maleta, aquí lo más probable es que no queden más rastros de ninguno de los dos.

–Entonces tengo que ir arriba a ver –dijo Karl y miró en derredor cómo podía salir.

–Quédese –dijo el hombre y, poniéndole una mano en el pecho, lo empujó con franca brusquedad de nuevo hacia la cama.

–¿Por qué? – preguntó Karl enojado.

–Porque no tiene sentido –dijo el hombre–, en un ratito voy yo también, así que vamos juntos. O bien se robaron la maleta y no hay nada que hacer y puede llorarla hasta el fin de sus días, o el hombre la sigue vigilando y por lo tanto es un estúpido y entonces que siga vigilando, o bien es solo un hombre honrado y dejó la maleta allí y tanto más fácil será de encontrar para nosotros cuando el barco se haya vaciado del todo. Y lo mismo con su paraguas.

–¿Conoce el barco? –preguntó Karl con desconfianza, y la idea, más bien convincente, de que el barco vacío era lo mejor para encontrar sus cosas le pareció que ocultaba una trampa.

–Soy fogonero del barco –dijo el hombre.

–¡Usted es fogonero! –exclamó Karl con alegría, como si eso superara todas las expectativas, y, apoyándose en un codo, miró al hombre con mayor atención–. Justo delante del camarote donde dormía con los eslovacos había una claraboya por la que se podía ver la sala de máquinas.

–Ahí trabajaba yo –dijo el fogonero.

–Siempre me interesó la técnica –dijo Karl, varado en una determinada línea de pensamiento–, y seguro que más tarde hubiera sido ingeniero, si no hubiera tenido que viajar a Estados Unidos.

–¿Por qué tuvo que viajar?

–¡Bah! –dijo Karl, desechando toda la historia con un gesto de la mano.

A la vez, miró al fogonero con una sonrisa, como pidiéndole que fuera indulgente incluso con lo que no le había confesado.

–Habrá tenido su motivo –dijo el fogonero, sin que se supiera si con esto buscaba exigir o rechazar que le aclararan ese motivo.

–Ahora me podría hacer fogonero yo también –dijo Karl–. A mis padres les da igual a qué me dedique.

–Mi puesto quedará libre –dijo el fogonero y, con plena conciencia de este hecho, se metió las manos en los bolsillos del pantalón y apoyó sobre la cama las piernas, enfundadas en unos pantalones arrugados de un material tipo cuero color gris ferroso, con el fin de estirarlas. Karl tuvo que correrse más hacia la pared.

–¿Se va del barco?

–Sí, señor, hoy nos marchamos.

–¿Por qué? ¿No le gusta?

–Y bueno, así son las cosas, no siempre lo decisivo es si a uno le gusta o no. Por lo demás, tiene razón, no me gusta. Seguro que no piensa en serio esto de hacerse fogonero, pero es precisamente en esos casos donde resulta más fácil terminar siéndolo. Por eso le aconsejo con fuerza que no lo haga. Si en Europa quería estudiar, ¿por qué no quiere estudiar aquí? Las universidades estadounidenses son incomparablemente mejores que las europeas.

–Es posible –dijo Karl–, pero casi no tengo dinero para estudiar. Leí de alguien que de día trabajaba en un negocio y de noche estudiaba, hasta que se recibió de médico y creo que llegó a alcalde, pero para eso se necesita mucha perseverancia, ¿verdad? Me temo que a mí me falta. Además, no fui un alumno especialmente bueno, no me costó nada despedirme de la escuela. Y quizá las escuelas aquí sean más severas aún. Inglés casi no sé. En general aquí no quieren a los extranjeros, creo yo.

–¿Ya lo comprobó usted también? Bueno, entonces está por buen camino. Usted es mi hombre. Fíjese, estamos en un barco alemán, pertenece a la línea Hamburgo-Estados Unidos, ¿por qué no somos todos alemanes entonces? ¿Por qué el jefe de máquinas es rumano? Se llama Schubal. No se puede creer. ¡Y ese canalla nos maltrata a nosotros, los alemanes, en un barco alemán! Y no crea –se quedó sin aire, vaciló con la mano– que me quejo por quejarme. Sé que usted no tiene ninguna influencia y que es un pobre muchacho. ¡Pero esto es demasiado!

Y golpeó la mesa varias veces con el puño, sin sacarle la mirada de encima mientras golpeaba.

–He servido ya en tantos barcos –y mencionó veinte nombres uno detrás del otro como si fueran una sola palabra, con lo que Karl quedó completamente confundido– y me he destacado, fui elogiado, era un trabajador al gusto de mis capitanes, incluso pasé varios años en el mismo velero mercante –se levantó, como si fuera el punto más alto de su vida– y aquí en esta carraca, donde todo anda en regla, donde no se exige ningún ingenio, aquí no valgo nada, soy un estorbo constante para Schubal, soy un vago, merezco que me echen y recibo mi sueldo por misericordia. ¿Lo entiende usted? Yo no.

–No tiene por qué tolerarlo –dijo Karl exaltado.

Ya casi había perdido la sensación de estar sobre la superficie inestable de un barco, sobre la costa de un continente desconocido, tan en casa se sentía en la cama del fogonero.

–¿Ya estuvo con el capitán? ¿Fue a reclamarle por sus derechos?

–Bah, váyase, mejor que se vaya. No quiero tenerlo aquí. No me escucha lo que le digo y me da consejos. ¡Cómo voy a ir a ver al capitán!

Cansado, el fogonero volvió a sentarse y apoyó la cara en ambas manos.

“No puedo darle ningún consejo mejor”, se dijo Karl. Y sintió, en general, que hubiera preferido buscar su maleta en lugar de dar aquí consejos que pasaban por tontos. Al entregarle la maleta para siempre, su padre le había preguntado en broma: “¿Cuánto tiempo la tendrás?”. Y ahora esa maleta cara quizá ya se había perdido de veras. Su único consuelo era que su padre difícilmente pudiera enterarse de su situación, aun si se ponía a investigar. Todo lo que podía decirle la compañía naviera era que había llegado hasta Nueva York. Lo que apenaba a Karl era que casi no había usado las cosas que había en la maleta, aun cuando hacía tiempo que hubiera necesitado por ejemplo cambiarse la camisa. Había ahorrado en el sitio incorrecto; justo ahora que, al principio de su carrera, hubiera precisado presentarse con ropa limpia, tendría que aparecer con la camisa sucia. Qué perspectiva más bella. De lo contrario, la pérdida de la maleta no hubiera sido tan enojosa, ya que el traje que tenía puesto era mejor que el que estaba en la maleta, que en realidad solo era un traje de emergencia que la madre había tenido que remendar justo antes de la partida. Ahora recordó también que en la maleta había un pedazo de salame de Verona que su madre le había empacado como aporte adicional, del que sin embargo solo había podido comer una mínima parte, porque durante el viaje había estado sin ningún apetito y la sopa que se repartía en la entrecubierta le había resultado más que suficiente. Ahora le hubiera gustado tener el salame a mano para ofrecérselo al fogonero. Porque era fácil conquistar a ese tipo de gente dándole alguna pequeñez, eso Karl lo sabía por su padre, que conquistaba a todos los empleados de menor rango con los que tenía relación comercial repartiéndoles cigarros. Karl solo poseía ahora su dinero como para regalar y, ya que quizá había perdido su maleta, prefería por el momento no tocarlo. Volvió a pensar en la maleta. Realmente no podía entender por qué la había vigilado con tanta atención durante el viaje, al punto de casi no poder dormir, para ahora dejar que se la quitaran con tanta facilidad. Recordó las cinco noches en que había sospechado continuamente que el pequeño eslovaco que dormía dos literas a su izquierda le había echado el ojo a su maleta. Ese eslovaco solo estaba al acecho de que Karl, vencido por el cansancio, finalmente se durmiera por un momento, para poder arrastrar la maleta con la larga vara con la que siempre andaba jugando o practicando. De día tenía un aspecto de lo más inocente, pero no bien caía la noche, se levantaba de tanto en tanto de su cucheta y le echaba una mirada triste a la maleta de Karl. Podía reconocerlo con toda claridad porque siempre había alguien aquí o allá que, con la inquietud del emigrante, encendía una lucecita, a pesar de que el reglamento del barco lo prohibiera, para intentar descifrar los folletos incomprensibles de las agencias de emigración. Si la luz estaba cerca, Karl podía dormitar un poco, pero si estaba lejos o reinaba la oscuridad, entonces debía permanecer con los ojos abiertos. El esfuerzo le había producido un profundo agotamiento, y ahora tal vez había sido completamente en vano. ¡Ese Butterbaum, si alguna vez volvía a cruzárselo!

En ese momento resonaron a lo lejos, dentro de la calma hasta ahora perfecta del camarote, unos golpecitos breves, como de pies infantiles, que se fueron aproximando con sonido creciente hasta convertirse en la marcha tranquila de hombres. Iban en fila, como resultaba natural en el angosto pasillo, y se oía un tintineo como de armas. Karl, que había estado a punto de estirarse en la cama para entregarse a un sueño libre de todas las preocupaciones por maletas y eslovacos, se levantó de un salto y tocó al fogonero, para que al fin prestara atención, ya que el principio de la hilera parecía haber alcanzado la puerta.

–Es la banda de música del barco –dijo el fogonero–, estuvieron tocando arriba y ahora van a empacar. Ya está todo listo, podemos irnos. ¡Venga!

Tomó a Karl de la mano, descolgó a último momento una imagen enmarcada de la Virgen que estaba en la pared sobre la cama, se la metió en el bolsillo superior, alzó su maleta y abandonó apresuradamente el camarote junto a Karl.

–Ahora iré a la oficina y les diré a esos señores mi opinión. No queda ningún pasajero, así que ya no hay que andar cuidándose.

El fogonero repitió esto de diferentes maneras y quiso aplastar al paso una rata que se le cruzó en el camino con un golpe lateral del pie, pero que solo logró empujarla más rápido dentro del hueco que había alcanzado justo a tiempo. Sus movimientos en general eran lentos, porque si bien tenía piernas largas, eran demasiado pesadas.

Pasaron por una sección de la cocina donde algunas muchachas con delantales sucios –se los rociaban adrede– limpiaban vajilla en grandes cubas. El fogonero llamó a una tal Line, la tomó por la cintura y la llevó consigo un trecho, con ella haciendo fuerza coquetamente contra su brazo.

–Es el momento de la paga, ¿quieres venir? –preguntó él.

–¿Para qué molestarme? Mejor tráeme el dinero –respondió ella, se escurrió por debajo de su brazo y se escapó de prisa.

–¿Dónde pescaste a ese bonito muchacho? –llegó aún a exclamar, pero sin esperar respuesta.

Se oyeron las risas de todas las muchachas, que habían interrumpido su trabajo.

Ellos siguieron su camino y llegaron a una puerta que tenía arriba un pequeño frontispicio sostenido por unas pequeñas cariátides doradas. Para ser un decorado de barco se veía bastante suntuoso. Karl notó que nunca había estado en esta zona, que seguramente había estado reservada durante el viaje a los pasajeros de primera y segunda clase, pero ahora, antes de la gran limpieza del barco, habían retirado las puertas de separación. De hecho, ya se habían cruzado con algunos hombres que llevaban escobas al hombro que habían saludado al fogonero. Karl estaba sorprendido por el gran ajetreo, en su entrecubierta había notado poco de todo eso. A lo largo de los pasillos corrían también los cables de las líneas eléctricas y todo el tiempo se oía una pequeña campana.

El fogonero llamó respetuosamente a la puerta y cuando se oyó el “¡Pase!” instó a Karl con un movimiento de la mano a que entrara sin miedo. Cosa que Karl hizo, aunque se quedó junto a la puerta. Ante las tres ventanas de la habitación vio las olas del mar, y observando sus alegres movimientos el corazón empezó a latirle como si no se hubiera pasado cinco largos días mirando ininterrumpidamente el mar. Grandes barcos entrecruzaban sus caminos, cediendo al embate de las olas lo que les permitía su peso. Si uno entrecerraba los ojos, los barcos parecían balancearse por su sola masa. En sus mástiles llevaban banderas angostas pero largas que, si bien tensas por la marcha, igual seguían agitándose a un lado y al otro. Sonaron unos cañonazos de saludo, seguramente provenientes de barcos de guerra. Los cañones de uno de ellos que pasó no muy lejos, brillantes por el reflejo de su revestimiento de acero, parecían como acariciados por la marcha segura, lisa y aun así no del todo horizontal. Desde la puerta podía observarse solo a lo lejos los pequeños barquitos y botes entrando de a grupos en los espacios que quedaban entre los barcos grandes. Detrás de todo eso estaba Nueva York, que miraba a Karl con las cien mil ventanas de sus rascacielos. En efecto, en esta habitación uno sabía dónde estaba.

Sentados alrededor de una mesa redonda había tres hombres, uno era un oficial de navío, en uniforme naval azul, y los otros dos eran funcionarios de la administración del puerto, en uniformes negros estadounidenses. Sobre la mesa había varios documentos apilados, que el oficial sobrevolaba primero con la pluma en la mano para luego alcanzárselos a los otros dos, que leían o copiaban algunos extractos, o bien los guardaban en sus portafolios, si es que el que hacía casi todo el tiempo un pequeño ruido con los dientes no le dictaba algo a su colega para el protocolo.

Sentado ante un escritorio contra la ventana y de espaldas a la puerta había un hombre más pequeño que manipulaba unos grandes infolios alineados sobre un grueso estante a la altura de su cabeza. A su lado, una caja para guardar dinero, abierta y a primera vista vacía.

La segunda ventana, que estaba libre, tenía la mejor vista. Cerca de la tercera, dos señores dialogaban a media voz. Uno estaba reclinado junto a la ventana, llevaba también el uniforme del barco y jugaba con el puño de su espada. La persona con la que hablaba estaba vuelta hacia la ventana y al moverse dejaba al descubierto cada tanto una parte de las hileras de condecoraciones sobre el pecho del otro. Estaba de civil y sostenía un delgado bastón de bambú que, con ambas manos en la cadera, sobresalía también como una espada.

Karl no tuvo mucho tiempo para ver todo, porque enseguida se les acercó un auxiliar y preguntó al fogonero, como diciéndole con la mirada que este no era su sitio, qué era lo que quería. El fogonero respondió, tan bajo como había sido interrogado, que quería hablar con el señor jefe de caja. El auxiliar, por su parte, desestimó el pedido con un movimiento de la mano, pero igual se acercó en puntas de pie al señor con los infolios, dando un gran rodeo para evitar la mesa redonda. Este señor –se vio con toda claridad– quedó helado ante las palabras del auxiliar, aunque al final giró hacia el hombre que quería hablarle e hizo ademanes de fuerte rechazo hacia el fogonero y, por las dudas, también hacia el auxiliar. El auxiliar volvió entonces con el fogonero y dijo en un tono como de confidencia:

–¡Váyase inmediatamente de la habitación!

Tras esta respuesta, el fogonero bajó la vista hacia Karl, como si este fuera su corazón, ante el que lamentaba en silencio su desgracia. Sin pensarlo dos veces, Karl se lanzó hacia adelante y atravesó la habitación, rozando ligeramente la silla del oficial. El auxiliar lo siguió abalanzándose con los brazos abiertos, como si persiguiera un insecto, pero Karl fue el primero en llegar hasta la mesa del jefe de caja, a la que se aferró, para el caso de que el auxiliar intentara arrancarlo de allí.

Por supuesto que enseguida la habitación quedó convulsionada. El oficial de navío que estaba sentado a la mesa se levantó de un salto, los señores de la administración portuaria observaron con calma pero también con atención, los dos caballeros junto a la ventana se habían puesto uno al lado del otro, mientras que el auxiliar, creyendo que allí donde los grandes señores mostraban interés ya no debía meterse, dio un paso atrás. Junto a la puerta, el fogonero esperaba tenso el momento en que se requiriera su ayuda. Finalmente, el jefe de caja dio un amplio giro hacia la derecha en su silla.

Del bolsillo secreto, que dejó expuesto sin escrúpulos ante la mirada de esa gente, Karl extrajo su pasaporte de viaje y lo apoyó abierto sobre la mesa, como toda presentación. El jefe de caja pareció considerar el pasaporte como algo secundario, porque lo corrió a un lado tomándolo con dos dedos, a lo que Karl, como si con eso quedara cumplida la formalidad, volvió a guardárselo.

–Me permito decir –empezó entonces– que en mi opinión se ha cometido una injusticia con el señor fogonero. Hay aquí un tal Schubal que lo ha estado importunando. El fogonero ha servido de modo absolutamente satisfactorio en muchos barcos, y puede nombrarlos todos. Es diligente y busca hacer su trabajo lo mejor posible, por lo que en verdad resulta difícil de comprender que justo lo haya hecho mal en este barco, en el que la labor no reviste mayores dificultades, como ocurre por ejemplo en los veleros mercantes. Solo puede tratarse por lo tanto de una difamación, que ahora obstaculiza su progreso y le quita el reconocimiento que de lo contrario seguro que no le faltaría. He dicho nada más que generalidades sobre la cuestión, él mismo expondrá sus quejas específicas.

Karl se había dirigido a todos los señores con este discurso, porque de hecho todos lo estaban escuchando, y porque parecía mucho más probable hallar un justo entre todos ellos a que el justo fuera el jefe de caja. Astutamente había callado que conocía al fogonero desde hacía tan poco tiempo. Por lo demás, habría hablado mucho mejor si no lo hubiera confundido la cara roja del caballero con el bastón de bambú, que veía ahora por primera vez desde su ubicación actual.

–Es todo cierto, palabra por palabra –dijo el fogonero, antes de que nadie le preguntara nada, antes incluso de que alguien lo mirara.

Esta precipitación del fogonero habría sido un gran error si el hombre con las condecoraciones, que era el capitán, como entendió Karl de pronto, no se hubiera resignado aparentemente a escuchar al fogonero. Porque estiró la mano y en dirección al fogonero exclamó “¡Venga aquí!” con voz tan firme como para dejarse golpear con un martillo. Ahora todo dependía del comportamiento del fogonero, porque Karl no tenía dudas en cuanto a lo justo de su causa.

Afortunadamente quedó en evidencia en esta ocasión que el fogonero era un hombre de mundo. Con ejemplar calma y de un solo movimiento tomó de su maletita un manojo de papeles y un cuaderno, se dirigió con toda naturalidad hacia el capitán, ignorando por completo al jefe de caja, y desplegó sus pruebas materiales sobre el alféizar. Al jefe de caja no le quedó más opción que acercarse por su cuenta.

–Este hombre es un conocido pleitista –dijo a modo de explicación–, está más tiempo junto a la caja que en la sala de máquinas. Ha hecho desesperar a Schubal, que es una persona de lo más tranquila. ¡Escúcheme! –se volvió hacia el fogonero–. Está usted llevando su impertinencia un poco demasiado lejos. ¿Cuántas veces fue expulsado ya de las salas de cobro, como bien se merecía por sus exigencias siempre injustificadas, sin excepción alguna? ¿Cuántas veces se vino corriendo desde allí a la caja central? ¿Cuántas veces le hemos dicho por las buenas que Schubal es su inmediato superior y por tanto el único con el que debe arreglarse como su subordinado? ¡Y ahora viene incluso aquí, cuando se encuentra presente el señor capitán, sin avergonzarse siquiera por molestarlo a él, atreviéndose incluso a traer con usted, a modo de portavoz iniciado en sus acusaciones disparatadas, a este muchacho que veo por primera vez en este barco!

Karl hizo un gran esfuerzo por no dar un salto hacia adelante. Pero ya intervenía el capitán, diciendo:

–Escuchemos de una vez al hombre. Schubal se ha vuelto demasiado independiente con el tiempo, con lo que no pretendo haber dicho nada en su favor.

Esto último aludía al fogonero, resultaba natural que no pudiera ponerse de inmediato de su lado, pero todo parecía estar encaminado. El fogonero empezó con sus explicaciones y se esforzó desde el principio por tratar a Schubal de “señor”. Qué alegría sintió Karl junto al escritorio vacío del jefe de caja, donde de puro contento se puso a apretar una y otra vez una balanza para cartas. El señor Schubal era injusto. El señor Schubal favorecía a los extranjeros. El señor Schubal había expulsado al fogonero de la sala de máquinas y le había hecho limpiar los retretes, cosa que sin duda no era tarea para un fogonero. En un momento hasta se puso en duda la capacidad del señor Schubal, capacidad que al parecer era más aparente que real. Karl clavó los ojos en el capitán, con confianza, como si fuera su colega, solo para que este no se dejara influenciar en desmedro del fogonero por su forma un poco torpe de expresarse. De todos modos no sacaron nada en limpio de las muchas palabras y, aunque el capitán seguía con la mirada perdida, teniendo en vista solo la decisión de por esta vez escuchar al fogonero hasta el final, los otros señores empezaron a perder la paciencia y al poco tiempo la voz del fogonero ya no reinaba sola en la habitación, lo que despertaba ciertos temores. El caballero de civil fue el primero en poner en movimiento su bastón de bambú para golpear, aunque despacio, sobre el parqué. Los otros caballeros seguían alzando la vista de vez en cuando, pero los señores de la administración portuaria, con evidente prisa, volvieron a tomar las actas y empezaron a revisarlas, aunque algo distraídos aún, el oficial de navío se acercó otra vez a la mesa y el jefe de caja, creyendo haber ganado la partida, lanzó un suspiro cargado de ironía. Solo el criado parecía a resguardo de la incipiente distracción generalizada, por participar en parte de las penurias del pobre hombre puesto allí entre esos grandes señores, y asentía con seriedad en dirección a Karl, como queriendo explicarle con eso alguna cosa.

Entretanto, la vida del puerto seguía transcurriendo frente a las ventanas: pasó un barco de carga chato con una montaña de barriles, que debían estar maravillosamente acomodados para no salir rodando, y dejó la habitación casi a oscuras; pequeñas barcas a motor, que de haber tenido tiempo Karl se habría puesto a observar en detalle, pasaban con un zumbido en línea recta, siguiendo los movimientos espasmódicos de las manos de hombres erguidos ante sus timones. Aquí y allá aparecían de pronto curiosos objetos flotantes en el agua intranquila, pero que enseguida quedaban cubiertos otra vez y se hundían ante la mirada absorta; gracias a la ardua labor de los marineros junto a los remos, los botes pertenecientes a los vapores transoceánicos avanzaban llenos de pasajeros, que iban inmóviles y expectantes tal como los habían apretujado allí dentro, aunque algunos no podían evitar girar la cabeza hacia los escenarios cambiantes. Un movimiento sin fin, una inquietud que se transmitía del intranquilo elemento a las personas desamparadas y sus obras.

Todo reclamaba rapidez, claridad, una descripción bien precisa: ¿y qué hacía el fogonero? Hablaba frenéticamente, hacía tiempo que sus manos temblorosas ya no podían sostener los papeles sobre el alféizar de la ventana; se le ocurrían todo tipo de quejas sobre Schubal, cada una de las cuales hubiera bastado en su opinión para enterrar a ese Schubal por completo, pero lo que lograba mostrar al capitán era solo un triste remolino caótico de todas juntas. El caballero del bastón de bambú hacía rato que había empezado a silbar débilmente en dirección al techo, los señores de la administración portuaria retenían al oficial en su mesa y no daban señales de querer soltarlo nunca más, era evidente que el jefe de caja se abstenía de intervenir como hubiese querido solo por la calma que mostraba el capitán. El auxiliar, en posición de firme, esperaba a cada momento una orden del capitán referida al fogonero.

Karl no pudo seguir inactivo. Se acercó al grupo despacio, pero pensando con la mayor velocidad cómo abordar el asunto de la manera más hábil posible. Ya iba siendo tiempo, solo un ratito más y volarían de esa oficina. El capitán era tal vez un buen hombre y tenía ahora, según le pareció a Karl, algún motivo especial para mostrarse como un patrón justo, pero a fin de cuentas no se trataba de un instrumento que se pudiera usar hasta gastarlo, que era lo que estaba haciendo el fogonero guiado por la infinita indignación que llevaba adentro.

Karl dijo entonces al fogonero:

–Tiene que contarlo de manera más simple y clara, porque así como lo está haciendo ahora, el señor capitán no puede apreciarlo. ¿O conoce él a todos los maquinistas y auxiliares por su apellido o incluso por su nombre de pila como para poder saber de inmediato de quiénes le está hablando solo porque usted los menciona? Organice sus quejas, diga la más importante primero y las otras en orden decreciente, tal vez entonces no sea necesario ni mencionar la mayoría. ¡A mí me lo ha contado con tanta claridad!

Si en Estados Unidos se podían robar maletas, también se podía mentir un poco, pensó a modo de disculpa.

¡Si tan solo hubiera ayudado! ¿No era ya demasiado tarde? El fogonero se interrumpió de inmediato tras oír la voz conocida, pero sus ojos, inundados por las lágrimas de la honra viril mancillada, los recuerdos horribles y el extremo desamparo actual, ya ni siquiera podían reconocer bien a Karl. ¿Cómo iba a cambiar –se dio cuenta de pronto Karl, en silencio, frente al que había callado–, cómo iba a cambiar de repente su discurso si le parecía que ya había expuesto todo lo que había para decir sin recibir el menor reconocimiento, al tiempo que sentía que no había dicho nada y no podía exigir a estos señores que volvieran a escucharlo todo? Y justo en un momento así aparecía Karl, su único partidario, con la intención de darle buenos consejos, pero mostrándole en cambio que todo, todo estaba perdido.

“Si me hubiera acercado antes, en lugar de mirar desde la ventana”, se dijo Karl, bajando la vista frente al fogonero y golpeándose con las manos las costuras del pantalón como signo de que era el fin de toda esperanza.

Pero el fogonero malinterpretó esto, sospechando seguramente que Karl se hacía algún reproche oculto a sí mismo y, con la buena intención de disuadirlo, empezó como coronación de sus acciones a pelearse con Karl justo en el momento en que los hombres junto a la mesa redonda hacía rato que estaban indignados por el ruido inútil que los molestaba en su importante trabajo, en que el jefe de caja empezaba lentamente a considerar inentendible la paciencia del capitán y se inclinaba por estallar de inmediato, en que el auxiliar, de nuevo volcado por completo hacia la esfera de los señores, medía al fogonero con miradas furibundas y en que el caballero del bastón de bambú, a quien el capitán le echaba de cuando en cuando una mirada amable y que estaba harto del fogonero y hasta asqueado de él, sacó un pequeño anotador y, ocupado a todas luces en cuestiones completamente diferentes, hacía oscilar la mirada entre el anotador y Karl.

–Ya lo sé, ya lo sé –dijo Karl, al que ahora le costaba defenderse de la chorrera de palabras que le dirigió el fogonero, que igual le reservaba una sonrisa amistosa en medio de toda la disputa–. Usted tiene razón, tiene razón, nunca lo dudé.

Por miedo a que le pegase, le hubiera gustado agarrarle las manos gesticuladoras, aunque más ganas tenía de llevárselo a un rincón y susurrarle un par de palabras apaciguadoras que nadie más tuviera que oír. Pero el fogonero había perdido el control sobre sí mismo. Karl empezó incluso a sentir una especie de alivio ante la idea de que, llegado el caso, el fogonero podría someter a los siete hombres presentes con la fuerza de su desesperación, aunque sobre el escritorio, como le mostró una mirada en esa dirección, había un complemento con muchos, demasiados botones de la línea eléctrica: una mano que los oprimiera podía hacer que se rebelara el barco entero, con todos sus pasillos llenos de personas hostiles.

En ese momento, el hombre del bastón de bambú, por lo demás tan desinteresado, se acercó a Karl y le preguntó, en tono no muy alto, aunque claramente por encima del griterío del fogonero:

–¿Cómo se llama usted?

Como si alguien hubiera estado esperando ese comentario al otro lado, tocaron a la puerta. El auxiliar miró al capitán, que asintió. Acto seguido, el auxiliar se dirigió a la puerta y abrió. Afuera apareció un hombre de contextura mediana cubierto por una vieja chaqueta de corte imperial, no apto por su aspecto para el trabajo con las máquinas pero que sin embargo era… Schubal. Si Karl no lo hubiera reconocido en los ojos de todos los presentes, que expresaron un cierto alivio, del que ni siquiera el capitán estaba exento, lo habría tenido que notar, asustado, en el fogonero mismo, que cerró los puños en los extremos de sus rígidos brazos como si esos puños fueran lo más importante y estuviera dispuesto a sacrificar por ellos todo lo que tenía en la vida. Allí se concentraba ahora toda su fuerza, hasta la que lo mantenía erguido.

De modo que ahí estaba el enemigo, alegre y contento en su traje de domingo, un libro de contabilidad bajo el brazo, probablemente con el detalle de los sueldos y los permisos de trabajo del fogonero, y que ahora miraba a uno por uno a los ojos, admitiendo abiertamente que lo primero que quería comprobar era el estado de ánimo de cada uno de los presentes. Los siete ya eran sus amigos, porque si bien antes el capitán había tenido o quizá solo fingido tener ciertas objeciones contra él, después del disgusto que le había causado el fogonero no parecía albergar la menor queja respecto a Schubal. No había severidad que alcanzara contra un hombre como el fogonero, y si algo podía reprochársele a Schubal era que con el correr del tiempo no hubiera podido quebrar la resistencia del fogonero, de modo tal que este se había atrevido hoy a aparecer frente al capitán.

Ahora bien, se hubiera podido suponer tal vez que la confrontación del fogonero con Schubal no dejaría de provocar ante los hombres el mismo efecto que ante un fuero superior, puesto que si bien Schubal era bueno simulando, no tenía por qué poder sostenerlo hasta el final. Un breve chispazo de su maldad debía bastar para tornarla visible a los señores, de eso ya se ocuparía Karl. A fin de cuentas conocía superficialmente la sagacidad, las debilidades, los humores de cada uno de los señores, y desde este punto de vista no había sido tiempo perdido el que había pasado allí hasta el momento. Si al menos el fogonero hubiera estado en mejores condiciones, pero parecía completamente incapaz de seguir luchando. Si le hubieran puesto a Schubal enfrente, le habría abierto su odiado cráneo a golpes de puño como si fuera una nuez de cáscara fina. Pero no estaba en condiciones ni de dar el par de pasos hasta él. ¿Por qué Karl no había previsto lo que era tan fácil de prever, es decir que Schubal finalmente vendría, si no por propia voluntad, entonces convocado por el capitán? ¿Por qué no había convenido con el fogonero en su camino hacia aquí un plan de guerra preciso, en lugar de, como habían hecho en realidad, meterse de manera atrozmente improvisada en donde encontraron una puerta? ¿Estaba el fogonero en condiciones de seguir hablando, de decir sí y no, como sería necesario en el interrogatorio que en el mejor de los casos tendría lugar de manera inminente? Parado ahí, las piernas bien separadas, las rodillas inseguras, la cabeza un poco para arriba, el aire corría por su boca abierta como si adentro ya no hubiera pulmones que lo procesaran.

Karl, en todo caso, se sentía con tanta fuerza y en sus cabales como tal vez no lo había estado nunca en su país. ¡Si hubieran podido verlo sus padres, luchando por una buena causa en un país extranjero frente a personalidades destacadas y completamente preparado, si bien no había logrado aún la victoria, para la batalla final! ¿Hubieran revisado la opinión que tenían de él? ¿Lo hubieran sentado entre ellos y lo hubieran elogiado? ¿Lo hubieran mirado por una vez, por una sola vez, a esos ojos que estaban consagrados a ellos? ¡Preguntas problemáticas y el momento menos indicado para hacérselas!

–Vengo porque creo que el fogonero me acusa de algunas deshonestidades. Una muchacha de la cocina me dijo que lo vio camino aquí. Señor capitán, y todos ustedes, caballeros, estoy dispuesto a refutar cada acusación en base a mis documentos, en caso necesario por medio de declaraciones de testigos imparciales y libres de influencias que están al otro lado de la puerta.

Así habló Schubal. Ese era sin duda el discurso claro de un hombre y, por el cambio en la cara de los oyentes, se podría haber creído que por primera vez en mucho tiempo habían vuelto a escuchar sonidos humanos. A todas luces no se daban cuenta de que incluso ese bello discurso presentaba huecos. ¿Por qué la primera palabra objetiva que se le había ocurrido había sido “deshonestidades”? ¿Debería haber empezado por ahí la acusación, en lugar de por sus prejuicios nacionales? Una muchacha de la cocina había visto al fogonero camino a la oficina, ¿y Schubal había entendido todo de inmediato? ¿Sería el sentimiento de culpa lo que agudizaba su discernimiento? ¿Y ya se había traído testigos y hasta los calificaba de imparciales y libres de influencias? Canalladas, nada más que canalladas, ¿y los señores toleraban esto y hasta lo reconocían como un comportamiento correcto? ¿Por qué había dejado pasar tanto tiempo entre el anuncio de la muchacha de la cocina y su llegada a este lugar si no había sido con el objetivo de que el fogonero adormeciera de tal modo a los señores que estos perdiesen paulatinamente su claridad de juicio, que era a lo que más debía temerle Schubal? ¿No había golpeado, seguro que tras quedarse largo rato detrás de la puerta, solo en el momento en el que, como consecuencia de la pregunta sin importancia de aquel caballero, podía guardar esperanza de que el fogonero estuviera acabado?

Todo estaba claro y así lo dejaba ver Schubal de manera involuntaria, pero a los señores había que mostrárselo de forma diferente, más tangible. Necesitaban que los sacudieran. Así que, Karl, ¡rápido!, aprovecha el tiempo antes de que aparezcan los testigos y lo inunden todo.

Pero justo en ese momento el capitán frenó a Schubal con un ademán y este, viendo que su asunto parecía haberse pospuesto por un instante, dio un paso al costado y juntándose con el auxiliar, que de inmediato se le puso al lado, empezaron un diálogo no exento de miradas de soslayo hacia Karl y el fogonero, así como de gestos de lo más convencidos. Schubal parecía estar preparando de este modo su próxima intervención.

–¿No quería preguntarle algo al jovencito, señor Jakob? –dijo el capitán, en medio del silencio generalizado, al caballero del bastoncito de bambú.

–Así es –dijo este, agradeciendo la deferencia con una leve inclinación, y volvió a preguntarle a Karl–: ¿Cómo se llama usted?

Karl, que creía favorable a la causa principal que este episodio con el obstinado interrogador quedara resuelto pronto, respondió brevemente, sin presentar su pasaporte, como era su costumbre, pues primero tendría que haberlo buscado:

–Karl Roßmann.

–Pero… –dijo el que habían tratado de Jacob y dio primero un paso atrás con una sonrisa casi incrédula.

También el capitán, el jefe de caja, el oficial del navío, incluso el auxiliar mostraron un asombro desmesurado por el apellido de Karl. Solo los señores de la administración del puerto y Schubal permanecieron indiferentes.

–Pero… –repitió el señor Jacob, acercándose a Karl con pasos algo rígidos–, entonces yo soy tu tío Jacob y tú eres mi querido sobrino. ¡Lo estuve sospechando todo este tiempo! –le dijo al capitán, antes de abrazar y besar a Karl, que dejó que todo ocurriera sin decir palabra.

–¿Cómo se llama usted? –preguntó Karl, tras sentirse liberado, con mucha amabilidad pero totalmente inconmovible, esforzándose por prever las consecuencias que podría tener este nuevo acontecimiento para el fogonero, porque nada indicaba por el momento que Schubal pudiera sacar provecho de esto.

–Dése cuenta de su suerte, joven –dijo el capitán, creyendo que la pregunta de Karl hería el honor del señor Jacob, quien se había vuelto hacia la ventana, a todas luces para no tener que mostrar a los otros su cara conmocionada, que además pasó a retocarse con un pañuelo–. El que se ha dado a conocer como su tío es el consejero de Estado Edward Jakob. A partir de ahora le espera, contra todas sus expectativas, una carrera brillante. Trate de comprenderlo lo mejor que pueda en este primer momento y compórtese.

–Es cierto que tengo un tío Jakob en Estados Unidos –dijo Karl dirigiéndose al capitán–, pero si entendí bien, Jakob es solo el apellido del señor consejero de Estado.

–Así es –dijo el capitán, expectante.

–Bueno, mi tío Jakob, que es el hermano de mi madre, lleva de nombre de pila Jakob, mientras que su apellido debería ser naturalmente el mismo que el de mi madre, que de soltera era Bendelmayer.

–¡Señores! –exclamó el consejero de Estado en referencia a la aclaración de Karl, volviendo de buen talante de su pausa de recuperación junto a la ventana.

Todos, con excepción de los funcionarios del puerto, estallaron en una risotada, algunos como conmovidos, otros de manera inescrutable.

“Lo que dije no fue para nada tan ridículo”, pensó Karl.

–¡Señores! –repitió el consejero de Estado–. Están participando contra mi voluntad, y contra la de ustedes, de una pequeña escena familiar y por eso no puedo evitar darles una explicación, ya que, según creo, solo el capitán –esta mención tuvo como consecuencia una reverencia mutua– se encuentra completamente informado.

“Ahora sí que tengo que prestar atención a cada palabra”, se dijo Karl, y mirando de costado se alegró de que la vida empezara a volver al cuerpo del fogonero.

–En todos los años de mi estadía en Estados Unidos (la palabra estadía no es la apropiada para el ciudadano estadounidense que soy de todo corazón), en todos los largos años que llevo viviendo aquí he estado completamente distanciado de mis parientes europeos por razones sobre las que, en primer lugar, no corresponde abundar en este contexto y, en segundo, me llevaría realmente demasiado tiempo relatar. Siento incluso temor por el momento en que tal vez me vea precisado a contárselo a mi querido sobrino, ya que lamentablemente no se podrá evitar hablar con franqueza sobre sus padres y sus allegados.

“Es mi tío, sin lugar a dudas –se dijo Karl y siguió escuchando con atención–. Probablemente se haya hecho cambiar el apellido”.

–Mi querido sobrino ha sido apartado por sus padres (llamemos a las cosas por su nombre) tal como se arroja un gato a la calle cuando molesta. No quiero en absoluto encubrir lo que ha hecho para ser castigado de este modo (encubrir no es muy de estadounidense), pero su falta es de un tipo que solo nombrarla ya comporta suficiente disculpa.

“Eso suena bien –pensó Karl–, pero no quiero que cuente todo. Además, no puede saber. ¿De dónde? Pero vamos a ver, seguro que sabe todo”.

–Él fue –prosiguió el tío, apoyándose con ligeras inclinaciones en el bastón de bambú clavado frente a él, con lo que efectivamente lograba quitarle al asunto una parte de la solemnidad innecesaria que de lo contrario seguro que hubiera tenido–, él fue seducido por una criada, Johanna Brummer, una persona de unos treinta y cinco años. Con la palabra seducir no busco para nada ofender a mi sobrino, pero resulta difícil encontrar otra que se ajuste de manera tan apropiada.

Karl, que ya se había acercado bastante al tío, se dio vuelta con el fin de colegir de las caras de los presentes la impresión que había causado el relato. Ninguno se reía, todos escuchaban con paciencia y seriedad. A fin de cuentas uno no se ríe del sobrino de un consejero de Estado en la primera oportunidad que se le presenta. Más bien se podría haber dicho que el fogonero le sonreía a Karl, aunque bien poquito, lo que en primer lugar resultaba regocijante como nueva señal de vida y en segundo lugar era perdonable, ya que en el camarote Karl había querido hacer un secreto especial de esta cuestión ahora pública.

–Esta Brummer –prosiguió el tío– tuvo un hijo de mi sobrino, un niño sano, al que bautizaron Jakob, sin duda en memoria a mi modesta persona, que, incluso en las menciones seguramente muy marginales que le hiciera mi sobrino, debe haber causado una profunda impresión en la muchacha. Afortunadamente, creo yo. Ya que los padres, con el fin de evitar el pago de la manutención o el escándalo que llegaría hasta ellos mismos (no conozco, me veo en la obligación de insistir, ni las leyes de allí ni las otras circunstancias de los padres, solo he tenido noticia en épocas pasadas de dos cartas suyas pidiendo dinero, que dejé sin contestar pero que guardé y que conforman mi único y unilateral vínculo epistolar con ellos en todo este tiempo); ya que, para evitarse la manutención y el escándalo, embarcaron a su hijo, mi querido sobrino, hacia Estados Unidos, con un equipaje irresponsablemente deficiente, como se ve, el joven, librado a su propio destino, y dejando a un lado las señales y los prodigios que aún existen en Estados Unidos, probablemente se habría malogrado en algún callejón del puerto si aquella criada, en una carta dirigida a mí, de la que tras una larga odisea tomé posesión anteayer, no me hubiera comunicado toda la historia, junto a una descripción de la persona de mi sobrino y agregando, inteligentemente, la mención del nombre del barco. Si mi objetivo fuera entretenerlos, señores, podría leerles algunos pasajes de esta carta –sacó de su bolsillo y agitó en el aire dos enormes pliegos de letra apretada–. Seguro que tendrían su efecto, porque fue escrita con una astucia, si bien algo simplona, siempre bienintencionada, y con mucho amor por el padre de su hijo. Pero ni quiero seguir entreteniéndolos con más que lo necesario para aclarar el asunto ni tampoco quiero tal vez herir, ya en su bienvenida, los sentimientos que probablemente aún albergue mi sobrino, que si quiere podrá leer la carta para su información en la tranquilidad de la habitación que ya lo está aguardando.

Karl no albergaba sin embargo ningún sentimiento por aquella muchacha. En el amontonamiento de un pasado cada vez más repelido, la veía sentada junto al armario de cocina con el codo apoyado en su placa superior, mirándolo entrar y salir cuando buscaba un vaso con agua para su padre o cumplía con un encargo de su madre. En esa compleja posición de lado junto al armario de cocina escribía a veces cartas, inspirándose en la cara de Karl. A veces se tapaba los ojos con la mano y entonces no le llegaba nada de lo que se le dijera. A veces se arrodillaba en su estrecha piecita junto a la cocina y le rezaba a una cruz de madera, entonces Karl al pasar la observaba temeroso a través del resquicio de la puerta un poco entornada. A veces, cuando Karl se le cruzaba en su camino, corría por la cocina y retrocedía sobresaltada y riendo como una bruja. A veces cerraba la puerta de la cocina cuando Karl había entrado en ella y mantenía aferrado el picaporte hasta que Karl pedía salir. A veces sacaba cosas que él ni le había pedido y se las entregaba en las manos sin decir palabra. Y una vez le dijo “¡Karl!” y aprovechó el asombro del muchacho por ese tratamiento para llevárselo entre suspiros y muecas a su pequeña habitación y cerrarla con llave. Se le echó al cuello, acogotándolo, y mientras le pedía que la desvistiera, era ella la que lo desnudaba a él y lo acostaba en su cama, como si a partir de ahora no quisiera entregárselo a nadie sino acariciarlo y cuidarlo hasta el fin del mundo. “¡Karl, ay, tú, mi Karl!”, exclamaba, como si al verlo confirmara su posesión, en tanto que él no veía nada y se sentía incómodo entre las varias mantas calurosas que ella parecía haber apilado expresamente para él. Luego se echó a su lado y quiso que le contara algún secreto, pero como no supo qué decirle ella se enojó, en broma o en serio, lo sacudió, le escuchó el corazón, le ofreció su pecho para que también él escuchara, algo de lo que no pudo convencer a Karl, apretó su panza desnuda contra el cuerpo de él, buscó con la mano entre sus piernas –tan repugnantemente que Karl alzó la cabeza y el cuello de la almohada–, lo empujó algunas veces con su panza, a él le pareció como que ella era una parte suya y tal vez por esa razón lo invadió un desamparo espantoso. Llorando llegó al fin a su cama, después de que ella le pidiera varias veces reencontrarse. Eso había sido todo y aun así el tío supo cómo convertirlo en una gran historia. Y la cocinera había pensado también en él y le había avisado al tío sobre su llegada. Bien hecho por parte de ella, ya sabría cómo retribuírselo.

–Y ahora –exclamó el senador– quiero que me digas con franqueza si soy o no soy tu tío.

–Eres mi tío –dijo Karl, le besó la mano y recibió un beso en la frente–. Estoy muy contento de haberte encontrado, pero te equivocas si crees que mis padres solo hablan mal de ti. Más allá de eso, tu discurso contenía algunos errores, quiero decir que en realidad no todo sucedió de esa manera. Pero lo cierto es que desde aquí no puedes juzgar tan bien las cosas y además no creo que genere especiales inconvenientes que los señores hayan quedado un poco mal informados en los detalles de un asunto que no puede importarles mucho.

–Bien dicho –dijo el senador, lo llevó ante el capitán, que estaba visiblemente interesado, y agregó–: ¿No tengo un sobrino magnífico?

–Estoy feliz de haber conocido a su sobrino, señor senador –dijo el capitán con una reverencia como solo logran personas con adiestramiento militar–. Es un honor especial para mi barco haber podido servir de lugar para un encuentro de este tipo. Pero el viaje en la entrecubierta debe haber sido muy malo, quién puede saber qué personas van ahí. Una vez, por ejemplo, viajó en la entrecubierta el primogénito del mayor magnate húngaro, ya he olvidado el nombre y la razón del viaje. Llegó a mi conocimiento mucho más tarde. Hacemos todo lo posible por aliviarle el viaje a la gente de entrecubierta, mucho más por ejemplo que las empresas estadounidenses, pero de todos modos aún no hemos logrado que un viaje de ese tipo resulte placentero.

–No me ha molestado –dijo Karl.

–¡No le ha molestado! –repitió el senador con una carcajada.

–Solo temo que mi maleta se haya…

Y al decir esto recordó todo lo que había ocurrido y lo que quedaba por hacer, miró en derredor y vio a todos los presentes mudos de respeto y asombro en sus lugares anteriores, los ojos vueltos hacia él. Solo a los funcionarios del puerto se les veía, hasta donde eran accesibles sus caras severas y autocomplacientes, el pesar por haber llegado en un momento tan inoportuno, y los relojes de bolsillo que ahora había depositado delante suyo seguramente les resultaban más importantes que todo lo que sucedía en la habitación y lo que tal vez pudiera suceder.

El primero que le expresó su simpatía después del capitán fue curiosamente el fogonero.

–Lo felicito de todo corazón –dijo dándole un apretón de manos, con lo que quiso manifestar también algo así como reconocimiento.

Al querer dirigirse con las mismas palabras hacia el senador, este dio un paso atrás, como si el fogonero estuviera excediéndose en sus derechos; el fogonero desistió de inmediato.

Los otros entendieron ahora lo que había que hacer y enseguida crearon una confusión alrededor de Karl y el senador. A tal punto que Karl recibió una felicitación hasta de Schubal, la aceptó y la agradeció. Los últimos en acercarse, cuando ya había vuelto la tranquilidad, fueron los funcionarios del puerto para decir dos palabras en inglés, provocando una impresión ridícula.

El senador, a fin de saborear el placer a fondo, se mostró con ánimo de recordarse a sí mismo y a los otros cuestiones secundarias, cosa que los presentes no solo toleraron, sino que naturalmente aceptaron con interés. Contó en ese sentido que se había anotado en su libreta las señas particulares más sobresalientes de Karl que se mencionaban en la carta de la cocinera para el caso de que fuera necesario utilizarlas en este momento. Durante la insufrible cháchara del fogonero, y con ningún objeto más que el de distraerse, había sacado su libreta e intentado jugar a poner en relación las observaciones de la cocinera, no precisamente correctas en términos detectivescos, con la figura de Karl.

–Y así es cómo uno encuentra a su sobrino –concluyó en el tono de quien quiere que lo feliciten nuevamente.

–¿Qué pasará ahora con el fogonero? –preguntó Karl, pasando por alto el último relato del tío.

En su nueva posición creía poder decir todo lo que pensaba.

–Al fogonero le ocurrirá lo que se merece y lo que estime el señor capitán –dijo el senador–. Creo que ya hemos tenido suficiente y más que suficiente del fogonero, estoy seguro de que todos los caballeros presentes me darán la razón.

–Eso no es lo que importa en un asunto de justicia –dijo Karl.

Estaba parado entre el tío y el capitán y, tal vez influido por esta posición, creía tener la decisión en su mano.

Sin embargo, el fogonero no parecía esperar ya nada de su situación. Tenía las manos a medias hundidas detrás del cinto, que por sus exaltados movimientos había quedado al descubierto, junto a las franjas de una camisa a rayas. No le preocupaba en lo más mínimo, después de haber llorado todas sus penas, que se le vieran el par de harapos con que tenía cubierto el cuerpo y que después se lo llevaran. Imaginó que el auxiliar y Schubal, como los dos presentes de rango más bajo, debían dispensarle esa última benevolencia. Schubal tendría después su tranquilidad y no volvería a caer en la desesperación, según se había expresado el jefe de caja. El capitán podría contratar solo a rumanos, en todas partes se hablaría rumano y tal vez así todo anduviera realmente mejor. Ningún fogonero volvería a parlotear en la sala de cobro, solo de su última cháchara se guardaría una memoria bastante amable, ya que, como había explicado el senador de manera categórica, había provisto indirectamente la ocasión para que reconociera a su sobrino. Un sobrino que por cierto había buscado serle de utilidad desde antes y que por lo tanto ya le había dado de antemano un agradecimiento más que suficiente por sus servicios en ese reconocimiento; al fogonero ni se le ocurrió pedirle ahora alguna otra cosa. Por lo demás, aunque fuera el sobrino de un senador, eso estaba lejos de significar que fuera un capitán, y era de la boca del capitán que saldría a fin de cuentas la sentencia negativa. En consonancia con esta opinión, el fogonero intentaba no mirar a Karl, pero lamentablemente no quedaba en esta habitación llena de enemigos ningún otro sitio donde descansar los ojos.

–No malinterpretes la situación –dijo el senador a Karl–, tal vez se trate de un asunto de justicia, pero al mismo tiempo es un asunto de disciplina. Ambos, y ante todo el último, se encuentran sometidos aquí al juicio del señor capitán.

–Así es –murmuró el fogonero, y los que se dieron cuenta y lo entendieron sonrieron extrañados.

–Aparte de esto, hemos estorbado tanto al señor capitán en sus asuntos protocolares, que seguro deben multiplicarse de manera increíble al atracar en Nueva York, que ya va siendo más que hora de que abandonemos el barco, no sea cosa que por medio de alguna intromisión absolutamente innecesaria encima transformemos esta rencilla insignificante entre dos maquinistas en un acontecimiento. Entiendo tu modo de proceder, querido sobrino, pero precisamente eso es lo que me da el derecho a sacarte de aquí con urgencia.

–Enseguida haré que le pongan a flote un bote –dijo el capitán, para sorpresa de Karl sin presentar la menor objeción a las palabras del tío, que sin duda podían ser vistas como una autohumillación de su parte.

El jefe de caja se precipitó hacia el escritorio y transmitió por teléfono la orden del capitán al jefe de botes.

“El tiempo apremia –se dijo Karl–, pero no puedo hacer nada sin ofender a todos. No puedo abandonar ahora al tío, cuando acaba de reencontrarme. El capitán es amable, pero eso es todo. Con la disciplina se acaba su amabilidad y seguro que el tío dijo lo que pensaba. Con Schubal no quiero hablar, hasta me arrepiento de haberle dado la mano. Y todas las otras personas carecen de importancia”.

Así pensando se acercó lentamente al fogonero, le sacó su mano derecha del cinto y la sostuvo jugueteando en la propia.

–¿Por qué no dices nada? –preguntó–. ¿Por qué toleras todo?

El fogonero se limitó a arrugar la frente, como si buscara la expresión acorde a lo que tenía para decir. Había bajado la vista hacia la mano de Karl y la propia.

–Han sido injustos contigo como con ningún otro en el barco, lo sé perfectamente –y Karl movía sus dedos de un lado al otro entre los dedos del fogonero, que miraba en derredor con ojos brillantes, como si estuviera experimentando un deleite que nadie podía tomarle a mal–. Pero debes defenderte, decir sí y no, de lo contrario la gente no se entera de la verdad. Debes prometerme que me vas a hacer caso, porque me temo con muchos fundamentos que yo mismo no voy a poder ayudarte en nada más.

Karl lloraba ahora, mientras besaba las manos del fogonero. Tomó después la mano inmensa, casi inanimada, y se la apretó contra sus mejillas, como un tesoro del que se viera obligado a prescindir. Para entonces el tío senador ya se había acercado y lo apartó, aunque ejerciendo la violencia más leve.

–El fogonero parece haberte hechizado –dijo, echándole una mirada de inteligencia al capitán por encima de la cabeza de Karl–. Te sentiste abandonado, luego te encontraste con el fogonero y ahora le estás agradecido, es algo muy loable. Pero, al menos por mí, no lo lleves demasiado lejos y considera tu posición.

Del otro lado de la puerta se armó barullo, se oyeron gritos, incluso pareció como si empujaran a alguien con brutalidad contra la puerta. Entró un marinero, algo desencajado, que llevaba atado un delantal de mujer.

–Hay gente afuera –exclamó, dando codazos a su alrededor como si aún estuviera en medio del gentío.

Al fin volvió en sí y quiso cuadrarse ante el capitán cuando descubrió el delantal de mujer, se lo arrancó y lo tiró al suelo, exclamando:

–Esto es asqueroso, me ataron un delantal de mujer.

Luego entrechocó los tacones y saludó. Alguien intentó reír, pero el capitán dijo con severidad:

–Eso es lo que yo llamo buen ánimo. ¿Quién está afuera?

–Son mis testigos –dijo Schubal adelantándose–, ruego encarecidamente se los disculpe por su comportamiento inapropiado. Cuando la gente ha concluido el viaje por mar, a veces se vuelve como maniática.

–Haga que entren de inmediato –ordenó el capitán y, volviéndose enseguida hacia el senador, dijo cortés, pero apresurado–: Tenga usted la bondad, estimado señor senador, de seguir junto a su señor sobrino a este marinero, que los llevará al bote. No hace falta que exprese el placer y el honor que me ha deparado haberlo conocido en persona, señor senador. Espero tener en breve la oportunidad de retomar con usted nuestra interrumpida conversación sobre la situación de la flota estadounidense, y acaso volver a ser interrumpidos de manera tan amena como hoy.

–Por el momento me basta con este solo sobrino –dijo el tío, riendo–. Acepte entonces mi mayor agradecimiento por su gentileza, y adiós. No sería para nada imposible, por lo demás, que en nuestro próximo viaje por Europa –apretó a Karl afectuosamente contra sí– podamos pasar juntos un tiempo más prolongado.

–Sería una sincera alegría para mí –dijo el capitán.

Ambos caballeros se estrecharon las manos, Karl apenas si pudo alcanzarle fugazmente la propia al capitán sin decir palabra, porque a este ya lo reclamaban las quizá quince personas que habían entrado guiadas por Schubal, algo sobrecogidas, pero haciendo mucho barullo. El marinero le pidió permiso al senador para tomar la delantera y separó al gentío en dos para ellos, que lo atravesaron con facilidad entre las reverencias de la gente. Daba la impresión de que estas personas, todas por cierto de buen ánimo, consideraban la pelea entre el fogonero y Schubal como un divertimento cuyo carácter ridículo no cejaba ni ante el capitán. Karl notó que entre ellos estaba también la muchacha de la cocina, Line, quien, guiñándole divertida un ojo, se ató el delantal que había arrojado el marinero, que era el de ella.

Siguiendo al marinero salieron de la oficina y doblaron por un pequeño pasillo, que tras algunos pasos los llevó a una puertita, de la que bajaba una breve escalera hasta el bote preparado para ellos. Los marineros del bote, al que su guía se subió enseguida de un solo salto, se pusieron de pie y saludaron. El senador justo le estaba advirtiendo a Karl que bajara con cuidado cuando Karl, todavía parado en el escalón superior, estalló violentamente en llanto. El senador le tomó el mentón con la mano derecha y lo apretó fuerte contra él, mientras lo acariciaba con la mano izquierda. Así bajaron despacio escalón por escalón y entraron bien juntos al bote, donde el senador le buscó un buen lugar frente a él. No bien se alejaron un par de metros del barco, Karl hizo el inesperado descubrimiento de que se encontraban justo del lado del barco hacia el que daban las ventanas de la sala de pago. Las tres ventanas se hallaban ocupadas por los testigos de Schubal, que saludaban y hacían señas con la mayor amabilidad, hasta el tío agradeció y un marinero logró el portento de elevar un besamanos sin dejar al mismo tiempo de remar a la par del resto. Fue realmente como si ya no existiera ningún fogonero. Karl miró con atención al tío, cuyas rodillas casi rozaban las propias, y dudó que ese hombre pudiera reemplazar alguna vez al fogonero para él. También el tío apartó su mirada y se quedó observando las olas que mecían el bote todo alrededor.

El desaparecido

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