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LA FALLA DEL SIGLO XX

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En 1911, Kafka observaba desde afuera esas literaturas llamadas “pequeñas” y sentía fascinación, pues carecían de inamovibles modelos. En la verticalidad de las grandes, como la alemana a la que él mismo pertenece, el nombre propio de lo clásico era el de Goethe. Qué hacer con la fuerza de semejante arquetipo –leído, comentado, citado en los escritos de Kafka– era preocupación mayor. “Es probable que Goethe detenga mediante el poder de su obra el desarrollo de la lengua alemana” (Diarios, diciembre de 1911). La prosa alemana –advierte– se había alejado de esa figura pero ahora volvía a ella, aunque prestando atención a giros que en Goethe carecían de consistencia, es decir, según Kafka, su época hacía un regreso arbitrario al pasado clásico. Había otros mejores; uno de ellos sería crear una nueva clasicidad de la escritura. La fuerza de lo clásico atraviesa y conforma esta escritura de Kafka en tanto resultado: la ausencia de manierismo, de neologismos, la organización de la frase, las enumeraciones y parataxis cuyo estatuto controlado Kafka abandonará solo con el tiempo. Poco después, hacia la época de redacción de El desaparecido esa fuerza de lo clásico domina la escritura, y el primer párrafo del libro, con su claridad y delicada provocación, lo confirman. Es la misma fuerza que la carta que inicia la correspondencia –son escritos contemporáneos– con su prometida Felice. No pureza ni pobreza, ni velada sintaxis del grito: construcción.

Pertenecer a lo que, desde la perspectiva occidental, es una “gran literatura” no ocurre siempre de la misma manera, y cualquier autor que no viviera en suelo alemán sino austríaco o suizo conocía de limitaciones y sospechas de provincialismo, y se desplazaba a Múnich, a Leipzig o a Berlín para hacer coincidir la lengua clásica con su clásico territorio. Así hizo Kafka también; todos sus libros fueron publicados originalmente en Alemania. El otro rasgo de las literaturas “mayores” es su instantáneo universalismo; quien está en el núcleo de algo dice automáticamente su verdad. La korrektur de Kafka hacia esta idea fue menos en dirección a las literaturas menores que hacia la modificación en las lenguas mayores de la enunciación del universal. No a través de referencias nacionales ni pertenencia nítida y automática a una comunidad, tampoco en la pelea de escuelas literarias ni la discusión política abierta, como en las literaturas pequeñas, ni feliz ignorancia de la fuerza de lo clásico, sino en un acto interno a la tradición occidental. Sin marcas –Praga desaparece pronto de escena– sin lugares comunes, en pos de los espacios literarios más clásicos: el mito, la fábula, la parábola. Lo mismo el tiempo: se convertirá en el de los emperadores que envían misivas, o el de los animales, que no conocen tampoco ninguno. Son formas de la eternidad. Esta detención en el tiempo deja en claro la preeminencia de lo espacial, necesaria para todo grado cero de la percepción. Hemos dicho: si la imagen reina en esta obra es porque, cognitivamente, es primera. Alguien observa –Josef K. a su abogado, Rotpeter a sus captores, Karl Roßmann la ciudad– y un narrador describe una realidad que a todas luces presenta problemas, que no cabe en el sentido común. Los temas detrás son mayores; no por nada la crítica ha tendido toda una red interpretativa alrededor de esta buscada y nunca obtenida objetividad. Porque reafirmar un sujeto (unos sujetos) en los textos de Kafka, más precisamente, unas conciencias que perciben, intentan juzgar, a veces preguntan sobre el sentido, no implica la afirmación de un perspectivismo. No se trata de inseguridades del yo moderno, ni la formación de una interioridad particular; antes bien, la ecuación ha sido invertida. Ni sentimientos ni puntos de vista: lo que se intenta y se ensaya es un orden intelectivo. Ese yo mantiene puesto todo el manto regio de racionalidad, pero constata –una y otra vez– que hay un desacople. El correlacionismo –desde Kant– había establecido la fórmula de la percepción que sirve al conocimiento del mundo; hay un sujeto y un objeto en correlación ineludible, nunca uno sin el otro.16 En caso de que se rompiera esa correlación, si se ignoraba el carácter necesario de las leyes de ese pensamiento sobre el mundo, entonces resultaba inevitable caer en el caos.

Esta la amenaza que sobrevuela toda la obra de Kafka. Soplan vientos fenomenológicos a principios del siglo XX, cuando el correlacionismo volvía a afirmarse en otra de sus versiones, la incipiente fenomenología heredera de Brentano y forjada por Husserl. Kafka los respira y sospecha de la posibilidad de semejante correlación de sujeto-objeto, de lenguaje y mundo, de pensamiento y ser. No por haber puesto en duda la universalidad de la dimensión subjetiva, como sí hicieron otros (Woolf, Proust) sino al poner en juicio –en su múltiple valencia– el mundo mismo, echando mano del acertijo fundante de la ficción moderna: ser realista por lo fictivo, decir la verdad por lo falso. Al menos dos formas cobra este proceder de Kafka en sus relatos. Por medio de un sujeto radicalmente nuevo –transformación de las condiciones de la percepción, como en Gregor Samsa, que de pronto es insecto– o por medio de un objeto radicalmente otro –transformación del mundo circundante, como la llegada a un continente o al pueblo al pie del castillo desconocido–. Estamos en el sistema de la correlación, pero ya un poco marchitado, y la separación entre ambas esferas comienza a ser indiscernible. Hasta el adentro y el afuera –sabemos de las habitaciones particulares que son oficinas, de las ciudades prisiones– quedan anulados como tales en la correlación. “[En la conciencia y en el lenguaje] todo está adentro porque, para poder pensar lo que sea que pensemos, hay que ‘poder tener conciencia de ello’, hay que poder decirlo, y entonces quedamos encerrados en el lenguaje o en una conciencia, sin poder salir de allí. En este sentido [conciencia y lenguaje] no tienen exterior. Pero en otro sentido, están completamente vueltos hacia el exterior, son la ventana misma del mundo: porque tener conciencia es siempre tener conciencia de algo, hablar es necesariamente hablar de algo. Tener conciencia del árbol es tener conciencia del árbol mismo, y no de una idea de árbol, hablar del árbol no es decir una palabra sino hablar de la cosa, a pesar de que conciencia y lenguaje solo encierren el mundo en sí mismos porque, a la inversa, están por completo en él. Estamos en la conciencia o en el lenguaje en una jaula transparente. Todo está afuera, pero es imposible salir”.17

La jaula transparente de la correlación quedó puesta en entredicho de diversas formas durante el siglo pasado. Una de ellas –inaugural– es la obra de Kafka. El afuera y el adentro resultan inseparables. Es tanto el mundo de los tribunales, que son interiores y exteriores, como la percepción de la posible culpa, que es interna y se proyecta; es tanto la visión del insecto como el mundo familiar trastocado por su presencia; es tanto la juventud de Roßmann como el fordismo de América bajo la lente de aumento de la hipérbole y la ficción. Por esta falla que, hemos dicho, subyace a la geografía de Kafka, aparecen temblores. Contra lo racional de un sujeto, el mundo circundante queda bajo comienzo radical; contra la evidencia de un mundo dado, la duda radical de quien lo habita. Acabar con lo individual por mor de una colectivización política de Kafka, como hacen Deleuze y Guattari, obstruye este entramado entre percepción, razón y objetividad construido a partir de una prosa de fuerza clásica: quieta, límpida, resonante. Más adelante, cuando la obra de Kafka pase por su etapa aforística, con ciertos visos metafísicos, la antigua sobriedad de su escritura tendrá una reformulación, como ocurre en la breve pieza “En la galería” de Un médico rural, pero que ya era visible en sus cartas, en sus diarios, todo ese despliegue casi retórico de la lengua alemana.

El universal del siglo XIX, que había consagrado una perspectiva, la racional-europea, como la única válida, empieza a caducar y se levanta ahora, a principios del XX, el otro, el tan conocido para nosotros: el universal de la falla. Aunque también este tiene su fecha de vencimiento próximo, sigue estando vigente, al igual que Kafka, que lo señaló con su dedo objetivo. La ley, el poder, las estructuras sociales burocráticas, la soledad: todo un catálogo de escenarios que ponen en juego, hacen visible (por imágenes, precisamente) la falla en el ida y vuelta entre percepción y fenómeno, entre pensamiento y mundo. No hay lógica, no alcanza el juicio para entender lo que hay. La clave en Kafka –el truco– está en hacerla visible ahí donde la falla se hace más dolorosa: donde debiera haber una trascendencia, como en la idea de lo justo de la ley o del orden social del progreso. La comprensión (o intelección) está en discreto derrumbe: llegamos, pero la sala está a oscuras, hay niebla y el castillo resulta indiscernible, la casa tiene un pasillo pero las velas escasean o abundan las corrientes de aire. No hay nadie, pero de pronto vemos a alguien. Pareciera que todo marcha, que hay tiempo y hay vida humana, pero en verdad el devenir está quieto. Entonces los personajes se precipitan en especulaciones y largos diálogos sobre las posibilidades del futuro, de la interpretación, de lo que se ve.

Para salir de este callejón –y es lo que reclaman tantos personajes de Kafka, como Rotpeter en “Informe para una academia”: quiero solo una salida, no la libertad– no hay fórmula alguna, y ese es el sabor de fracaso que empapa estas ficciones. Si el K. de El castillo abandona la posada, es para encontrarse en el afuera inhabitable de la nieve. Y puesto que en estos espacios cosmogónicos no hay tiempo, tampoco las novelas pueden terminar. El inicio radical de estos relatos ha instalado una nueva temporalidad que, a su vez, es estática. Si el tiempo es uno y el mismo del principio al fin, entonces no habrá cambio alguno. Los pasados se pierden en las antigüedades indeterminadas de las fábulas y los cuentos tradicionales. Tras una transformación que ha ocurrido antes, fuera de escena, tras la llegada a un territorio desconocido, ocurre un comienzo radical. Este inicio –ser nuevo en América, ser nuevo al pie del castillo, ser insecto, ser mono, ser arrestado– da lugar, más que a un tiempo, a una nueva espacialidad. La jaula transparente de la correlación muestra así sus ángulos, aunque no su solución. En la actualidad, tras cien años de esta descripción de la falla, es posible imaginar que la realidad misma, sin nosotros, sin que nadie la vea ni la entienda ni la nombre con necesidad, se mantendrá en pie y tendrá su verdad.

¿Hay entonces un más allá de la falla, un camino fuera de la vieja correlación dramatizada por la obra de Kafka? El siglo XXI se sumerge en la posibilidad de la contingencia de las leyes del pensamiento y piensa en la multiplicación de los mundos, en estabilidades pasajeras, en una sin-razón que ni siquiera será el caos. Para ello imagina múltiples y se codea con un nuevo universal de la física y los universos posibles. Cree haber salido de la jaula, aunque el orden del mundo, el conocido, el temiblemente estable de los seres humanos, lo niegue día a día. Kafka, en sus secas elucubraciones, había habilitado la dialéctica y la paradoja, pero seguía aferrándose al principio de razón. Debía haber una razón para el poder del castillo, para la arbitrariedad de los tribunales, para el sistema del supuesto progreso americano. ¿Qué pasaría si dijéramos lo contrario? Kafka sería entonces una muestra del pasado, y su prosa, al fin, un clásico.

MARIANA DIMÓPULOS

Buenos Aires, octubre de 2020

1 Por parte de su madre, Julie Löwy, Kafka perteneció a una familia de estudiosos de la tradición judía, reconocidos por la comunidad. Hermann Kafka, el famoso padre, provenía de una familia de pocos recursos y había debido trabajar desde muy joven. El alemán era en casa de la familia la lengua de comunicación habitual; el checo era hablado por quienes se encargaban del trabajo doméstico. Respecto de las lenguas habladas por Kafka, cabe destacar que estudió hebreo con bastante intensidad hacia el final de su vida, a la par de su interés creciente por Palestina. Qué lengua era propia de Kafka y cuántas otras tuvo está en el centro de la discusión de su pertenencia “nacional” o minoritaria. Para una discusión detallada desde una perspectiva actual, ver Marek Nekula, Franz Kafka and His Prague Context, Praga, Karolinum Press (Charles University in Prague), 2016.

2 Aunque pudiera entenderse como un acto involuntario (hay varios errores de realismo en esta obra), la crítica considera esta referencia a la espada como algo intencional, basándose para esto en una oración tachada en el manuscrito de “El fogonero”, donde se lee: “Él [Karl] levantó la vista hacia allí [la estatua de la Libertad] y descartó lo que había aprendido sobre ella”. Ver Manfred Engel y Bernd Auerochs (eds.), Kafka-Handbuch. Leben-Werk-Wirkung, Stuttgart, Metzler, 2010, p. 184. Recuérdese que Kafka basaba su conocimiento de América en libros y alguna conferencia oída en Praga, puesto que nunca abandonó el continente europeo.

3 Kafka se mantuvo positiva y esforzadamente a distancia de la doctrina psicoanalítica, que conoció menos por leer a Freud que a discípulos y comentaristas, a través de artículos en diarios y revistas. Todo lo psicoanalítico, juzga en una carta a Brod de noviembre de 1917, nos “satisface sorprendentemente en el primer instante, pero poco después volvemos a sentir el mismo hambre de siempre”.

4 Ehrenfels es considerado el originador de la teoría gestáltica y Anton Marty el más estrecho discípulo de Franz Brentano. En la crítica sobre la obra de Kafka, no faltan intentos de vincularlo a las teorías de los brentanitas, un círculo de seguidores de las doctrinas de Franz Brentano, entre los que se contaban su amigo de la juventud Hugo Bergmann y de cuyo círculo, aunque irregularmente, Kafka participó alguna vez. De todas formas, hay que insistir en que su posición nunca fue teórica ni le interesó la filosofía como disciplina ni conocimiento formal.

5 Edmund Husserl, Phantasie, Bildbewusstsein, Erinnerung, ed. Eduard Marbach, La Haya, Martinus Nijhoff, 1980.

6 En alemán, la copertenencia entre intuición y visión queda plasmada en el mismo término de Anschauung [visión/intuición], del verbo anschauen, que junto con sehen, betrachten y sus derivados forman la familia del ver, el mirar, el observar y el contemplar, todos verbos que abundan significativamente en las obras de Kafka y, en muchos casos, determinan la acción.

7 El tema era predilecto para la época. Max Brod había publicado un artículo, entre jocoso y reflexivo, sobre ese nuevo medio visual desde diversas perspectivas; la discusión era muy actual, y convivían entusiastas y detractores del cine. El artículo de Brod, de 1909, está hoy en la compilación Über die Schönheit hässlicher Bilder (Göttingen, Wallstein, 2014) y lleva el título “Kinematographentheater”. En The Promise of Cinema. German Film Theory, 1907-1933 (Anton Kaes, Nicholas Baer y Michael Cowan (comps.), Oakland, University of California Press, 2016), una larga selección de escritos sobre el cine muestra lo vívido de esta discusión. En Kafka va al cine (trad. de Jorge Seca, Barcelona, Minúscula, 2008), Hanns Zischler describe y analiza con gran sutileza la relación de Kafka con el cine y las características de su memoria visual, cómo las imágenes vistas en un film quedaban retenidas en su memoria y luego reaparecían sutilmente en sus escritos.

8 NSF I 402, 407, 403 (Cuadernos en octavo, E).

9 Reiner Stach, Kafka. Die frühen Jahren; Kafka. Die Jahren der Entscheidungen; Kafka. Die Jahre der Erkenntnisse, 3 volúmenes, Frankfurt, Fischer, 2014, 2015, 2015. Tomo 2, pp. 119-120 [Kafka, trad. de Carlos Fortea, Barcelona, Acantilado, 2016].

10 Entiéndese como una referencia a su viaje a Weimar junto con el propio Brod. El “director Brod” es el padre de Max. En esa noche, como el mismo Kafka relata en sus diarios, se habló de un posible viaje a Palestina integrado por Felice (prima política de los Brod), Max y él mismo.

11 (Cuadernos en octavo, I) La inversión de interioridad y exterioridad se entiende en el tercer cuaderno del siguiente modo: “Cuán lamentable es mi autoconocimiento, comparado con mi conocimiento de mi habitación. (Por la noche). ¿Por qué? No hay observación del mundo interior como la hay del mundo exterior. […] El mundo interior no se deja describir, solo vivir”. Franz Kafka, Hochzeitsvorbereitungen auf dem Lande und andere Prosa aus dem Nachlass, ed. Max Brod, Frankfurt, Fischer, 1987, p. 53 [Cuadernos en octavo, trad. de Carmen Gauger, Madrid, Alianza, 2018].

12 Ver Kafka. Pour une littérature mineure, París, Minuit, 2013 [Kafka. Por una literatura menor, trad. de Jorge Aguilar Mora, México, Ediciones Era, 1990]. Este programa de espíritu claramente polémico incluye la revocación de la propia lectura de Kafka hecha por Deleuze en 1970. Ver la convincente exposición de Catarina Pombo Nabais, Gilles Deleuze: Philosophie et littérature (París, L’Harmattan, 2013).

13 Como en el apartado “La literatura y la vida” de Crítica y clínica (trad. de Thomas Kauf, Barcelona, Anagrama, 1996, p. 17).

14 Franz Kafka. Eine Biographie seiner Jugend, Berlín, Verlag Wagenbach, 2006 [1958].

15 La querella comentada por Kafka es la que se desató entre Karl Kraus (desde Viena) y Franz Werfel (desde Praga), iniciada a partir del uso del término “dorten” (de “dort”, “ahí”); tenía una larga prehistoria en la tensa relación de ambos autores. En esa ocasión, Werfel acusa a Kraus –el rey de la retórica austríaco-alemana– de haber utilizado sin darse cuenta un término yiddish y Kraus le contesta que ya se usaba en el alemán del siglo XVIII. La discusión involucra la compleja relación de Kraus con el judaísmo (su conversión al catolicismo y su coqueteo con el antisemitismo incluido) y su papel de mentor de escritores austro-húngaros, entre los que se contaban varios provenientes de Praga. Kraus acostumbraba a criticar la supuesta forma típica de hablar de algunos judíos de habla alemana, que mezclaban sus usos con expresiones provenientes del yiddish. Llamaba despectivamente a este modo de hablar “mauscheln”, término que al parecer hace referencia a una lengua o murmullo incomprensible. (Ver, entre otros, Wilma Abeles Iggers, Karl Kraus. A Vienesse Critic of the Twentieth Century, La Haya, Martinus Nijhoff, 1967; también la correcta exposición crítica del multilingüismo de Kafka y otros escritores de Bohemia en Marek Nekula, ob. cit.).

16 Tomamos el término “correlacionismo” de Quentin Meillassoux, en Après la finitude. Essai sur la nécessité de la contingence, París, Seuil, 2006 [Después de la finitud. Ensayo sobre la necesidad de la contingencia, trad. de Margarita Martínez, Buenos Aires, Caja Negra, 2015]. Así designa Meillassoux todo “constructivismo”, en verdad toda la tradición epistemológica que, desde Kant, pone en correlación una esfera subjetiva, del pensar, de la intelección, con una de los objetos, del ser, de un mundo. Interesante es que el propio Meillassoux ordena a Deleuze dentro de este espacio de la correlación: también el par Vida/Mundo pertenece, aunque Deleuze haya querido evitarlo, a la tradición dualista inaugurada por Kant.

17 Francis Wolff, Dire le monde, París, PUF, 1997, citado por Meillassoux, ibíd, p. 20 [31].

El desaparecido

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