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IMÁGENES

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Así, Karl Roßmann llega en un barco a las Américas y a la más prometedora de todas, al puerto de Nueva York, y lo primero que hace es ver –y ser visto por los edificios de la ciudad–. Ve una alta escultura dedicada a la libertad, pero que alza una espada en lugar de una antorcha. Bajo este desplazamiento quedará todo el libro.2 Cada una de sus imágenes se construirá sobre el deseo de precisión. Karl Roßmann observa al fogonero y a quienes lo rodean en el primer episodio; lo sabemos por un narrador en tercera que nunca abandona la perspectiva del protagonista. Este narrador no dice lo que los otros personajes hacen, puesto que para eso debería juzgar sus movimientos como acciones reconocibles. Está un paso antes: ve y describe. Hay unas personas que se mueven de tal y cual modo. A cada uno de estos modos de moverse corresponde el nombre de ciertas acciones en el mundo de la comprensión. Pero no estamos en ese mundo de los sentidos comunes y las palabras que nombran lo que pasa; estamos en el nivel más bajo, el de las impresiones y de la conciencia inmediata que luego, en un segundo momento, intentará hacer un juicio sobre esas acciones, esto es, atribuirles una designación. En este grado cero del apercibir, el mundo se vuelve primario, como una superficie lisa y brillante. En el caso de Roßmann, son ojos limpios los que miran, pues el suyo es el ver de los comienzos.

Una serie de sucesos contemporáneos sugiere que esta preocupación de Kafka no es contingente, que la preeminencia de la mirada y la pregunta por la interpretación de lo percibido se estaban combinando variadamente para el cambio de siglo. La doctrina de la conciencia inmediatamente previa al psicoanálisis3 había pasado del estudio exclusivo de la razón conocedora y volitiva –Kant– a un examen de los procesos psíquicos. Captamos lo que nos rodea, antes de conocer, mediante diversos actos de la conciencia. Lo dado del mundo incluye no solo los objetos existentes afuera sino los que se presentan a esta conciencia en su interior, sean estos imaginaciones, recuerdos o expectativas. La naturaleza de estos últimos objetos internos fue el centro de prolongadas discusiones, que nos alcanzan hasta hoy. De ahí –también– la actualidad de Kafka. Edmund Husserl, Christian von Ehrenfels y Anton Marty –todos ellos vinculados a Bohemia– fueron discípulos de Franz Brentano, maestro antimetafísico del siglo XIX alemán y refundador de la doctrina de los fenómenos que, aunque dominante ya por entonces, se concentrará ahora en la intuición como captación intencional de objetos. Los lectores biográficos tendrán en esto algo en que solazarse: tanto Ehrenfels como Marty dieron clases en la Universidad de Praga, ante alumnos entre los que también estuvo Kafka.4 A la par, Husserl escribe unas lecciones sobre la percepción y la fantasía que ponían en cuestión la distinción fundamental de Brentano entre representación auténtica e inauténtica, distinción que buscaba separar los objetos entre reales e imaginados.5 Esta diferencia no podía residir en la realidad o falsedad del objeto de la representación, decía Husserl, sino en el tipo de acto de captación de la conciencia. Así, percibir y recordar tanto como imaginar y proyectar pasaban a pertenecer a un mismo plano; eran actividades previas al conocer de esa conciencia que, para la misma época, estaba siendo diseccionada en otras disciplinas, tan promisorias como la fenomenología y tan determinantes para todas las concepciones del yo –incluida su muerte– que se darán algunos años más tarde.

La intuición –en el sentido técnico, como captación inmediata de la conciencia– ha tenido desde sus orígenes una clara correspondencia con el ver.6 Imágenes no solo exteriores sino también interiores, sean del pasado, anticipadoras u oníricas: el yo es una fuente inagotable de recursos, que sobrepasan en mucho los meros de la razón. Ahí está Kafka entonces: hombre entre siglos, contemporáneo de la filosofía de la percepción de un yo cada vez más sofisticado y de seres cada vez más dispuestos a inspeccionarlo. La descripción –ese el programa de la fenomenología: describir– es herramienta primordial de la relación con el mundo, interior y exterior, pasado, futuro y efectivo. Antes de atribuir un concepto a una cosa o a una acción, se ve y se describe lo visto. Desde las más complicadas instancias gubernamentales hasta la mínima acción de una persona en una habitación; todo puede ser sometido de la misma forma a ese principio de la experiencia básica y desnuda que parece ser la imagen. Esta primacía de la imagen en la experiencia interna tuvo su contraparte en la multiplicación de las imágenes externas, por la misma época. Las imágenes interiores se habían diversificado por el interés renovado por lo onírico –La interpretación de los sueños es de 1900– y las del exterior por los vertiginosos desarrollos técnicos de la fotografía, ya hacía unos años, y del cine que empezaba a popularizarse en ese momento. El mundo ha quedado sometido a una gigantesca multiplicación.

Kafka lo sabía. En febrero de 1911 viajó a Friedland en su carácter de funcionario del Instituto de Seguros de Accidentes Laborales a cargo de inspeccionar la industria del norte de Bohemia. En sus diarios de viaje cuenta sobre su visita a un Kaiserpanorama, un sistema de observación de imágenes, ante el cual las personas se sentaban para mirar a través de lentes –empotradas sobre un amplio cilindro de madera– el cambio de figuras y escenas estereoscópicas iluminadas desde atrás. Kafka ha olvidado cómo funciona el mecanismo de los panoramas y por un momento cree que debería levantarse de su asiento para cambiar de imagen, y luego recuerda que son estas las que se mueven al interior del aparato. “Las imágenes son más vivas que en el cine, porque permiten a la mirada la quietud de la realidad. El cine da a la vista la inquietud de su movimiento, la quietud de la mirada parece más importante” (Diarios, Viaje a Friedland). ¿Pero qué realidad está en verdad tan quieta como las imágenes de un panorama? No la ofrecida por el mar, como constata Karl Roßmann al arribar al puerto de Nueva York y observar, por el ojo de buey, los barcos y los botes, sus cargas y sus pasajeros, en el móvil elemento del agua. “No permanezco en mí, no siempre soy ‘algo’, y cuando he sido ‘algo’, lo pago con el ‘no ser’ de meses” (Cartas a Felice, 4/03/1913). También el yo está asediado por la inquietud de su elemento. Acaso las fotos sean una forma de anclarse. El intenso intercambio de imágenes fotográficas que acompaña las cartas a su prometida Felice lo sugiere. Aunque sabemos de su gusto por el cine, común a sus contemporáneos,7 Kafka confiesa a Felice no ser gran visitador del cinematógrafo. Para imágenes no hacía falta que fueran móviles. “Mi distracción, mi necesidad de entretenimiento queda saciada en los afiches, me libero así de mi malestar habitual y más íntimo, de esta sensación de lo eternamente provisorio encuentro reposo ante un afiche”. Le pasaba cuando volvía del veraneo y veía las imágenes de los afiches de la ciudad desde el tranvía. La perspectiva del viajero, constata en sus diarios leyendo los de Goethe, depende del medio de transporte. Trasladándose en coche postal, como en el siglo XIX, el paisaje avanzaba más lentamente. De ahí la ausencia de las observaciones instantáneas entre los apuntes de Goethe. Por el contrario, en los propios traslados, como en viaje con Max Brod a París, Kafka hablará de una “perspectiva de sótano” para el automóvil que recorre una gran ciudad. Más tarde, movimiento y quietud entrarán en una nueva dialéctica, con aires metafísicos: “El bosque y el río: iban nadando frente a mí mientras yo lo hacía en el agua”.8

Todas esas imágenes externas dependen de un medio distinto al opaco y misterioso de la mente: la luz. Karl Roßmann lo comprueba en la casa de campo de las afueras de Nueva York, mientras recorre pasillos con velas halladas y perdidas. La visión es un trabajo arduo y dichoso. Pero la precisión de las descripciones, cuando hay luz suficiente, se combina con la exageración. La dicha prometida en América es mirada con lente de aumento; la hipérbole ha sido ejercitada largamente en cartas y en entradas del diario para el examen del yo. En El desaparecido el mecanismo de aumento ha pasado a las cosas que componen el mundo, y abandona a veces las reglas de lo real. Lo externo se amplía, se dobla y se multiplica; la exageración aparece hermanada a la modernidad de América, que es tanto promisoria como amenazante.

En ese estado de aumento estas imágenes se asemejan a las de los sueños. Si la mansión del señor Pollunder es un laberinto, sus salidas son oníricas: una puerta que desde el centro de la casa da al vacío. También la especulación sobre lo que vendrá llena de imágenes la novela. Pero tras la visión de lo posible venidero, del breve pasado –una foto de los padres que se pierde– y de lo dado del mundo, con toda su hipérbole de decenas de ascensores y enormes velocidades, la interioridad debe ensayar un paso más: juzgar lo captado y, con algo de suerte, comprender. Esta función cognoscitiva atraviesa la escritura de Kafka tanto como su contraparte perceptiva. El proceso y El castillo también están construidos sobre esta doble articulación. Pero al igual que en El desaparecido, el flujo de lo dado, y sus interpretaciones habituales, está cortado. Y lo que la conciencia debería producir, el paso de la apercepción a la comprensión, esa conciencia no es capaz de darlo. Toda La metamorfosis refiere al desliz perceptivo de un yo que aprende a captar como un insecto lo circundante. Las narraciones posteriores, cuya primera persona es un animal –mono, topo, perro– ya no necesitarán la entrada desde el sueño, como en el caso de Gregor Samsa, que se despierta y se encuentra convertido en insecto.

Desacopladas, la función de la percepción y la del entendimiento marchan a destiempo ahora. Este el drama fenomenológico de toda la obra de Kafka. Una plenitud de imágenes, vistas desde una cierta perspectiva –ventana de edificio, ojo de buey, un balcón en las alturas– se sucede a otra sin la prerrogativa de la comprensión. Por más que nos abstengamos, una vez que se ha de narrar habrá acciones en un mundo, y se sabe que mundo y sentido traen desde sus orígenes un pacto. En los mundos de Kafka esa ley también deberá aplicarse. Pero disociadas como están percepción e intelección, el esfuerzo de la asignación de sentido se vuelve doble y sus resultados, escasos. Lo demasiado grande, lo demasiado rápido, los gestos y las miradas de El desaparecido cuentan a través de los ojos de Roßmann de la esforzada tarea. Pero no se trata de un punto de vista ni de una particular ignorancia: es el entero teatro del mundo el que expresa aquel desacoplamiento, y esto ocurre toda vez que, estando en el mundo, queremos pisarlo y actuar. También los otros están ahí para mostrar hasta qué punto es posible caer en un fracaso de la intelección, y lo hacen mediante juicios. El término juicio, en sus múltiples valencias, remite al juicio como proceso del intelecto sobre las cosas y seres del mundo, así como al juicio como institución del mundo sobre las acciones de los hombres. Ambos producen una intelección siempre que las facultades estén en marcha tal como se las había pensado hasta ese entonces –fines del siglo XIX–: como herramientas de la razón. Pero el descubrimiento de los laberintos de la experiencia interior –que dio origen a la psicología moderna– ha complicado durante ese mismo siglo procesos y resultados. Y lo obtenido no es el nítido juzgar del entendimiento ni lo justo en el juicio de los tribunales. Esta falla recorre toda la geografía de la obra de Kafka, y no porque le pertenezca exclusivamente ni porque resulte un fracaso propio. Se trata de una conclusión más, a la par de otras –fenomenología, psicoanálisis– del examen del yo que se había puesto en marcha.

El desaparecido

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