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Berlín, diciembre de 1938

Querido diario:

Hoy he soñado con algo que sucedió el año pasado, el día que Gustav me convenció para hacer pellas y acompañarlo hasta la Schlossplatz.

Me sentí culpable cuando nos fuimos del colegio: era la primera vez que me saltaba las clases y sentía que estaba traicionando la confianza de mis padres y de la señorita Weigel. Pero Gustav no dejaba de sonreír. Recorrimos varias calles y avenidas bajo el sol de otoño, pisoteando las hojas secas a propósito, y a ratos Gustav se encaramaba a las farolas y se ponía a cantar Hej Sokoły, mi canción favorita, inventándose la mitad de las palabras. Lo hubiese zarandeado con gusto, pero eso le hubiese hecho reír, por lo que me contuve.

Yo le preguntaba una y otra vez a dónde íbamos, pero él se limitaba a sonreír con aire misterioso. Y eso fue lo único que hizo hasta que nos detuvimos frente a una casa antigua y señorial.

Gustav se acercó a la verja de hierro forjado y se aferró a los barrotes con aire soñador. Yo miré a ambos lados de la plaza para asegurarme de que nadie nos estuviese observando y empecé a tirarle de la manga. «Van a pensar que eres un ladrón», le dije, pero él me contestó que el único ladrón estaba al otro lado de esa verja.

No entendía nada. Entonces Gustav me explicó que allí vivían los Müller, los dueños del banco en el que trabajaba su padre. Los Müller tenían un hijo, Anders, que era un poco mayor que Gustav. Gustav lo había conocido en el banco un día que Anders había acompañado a su padre a hacer unas gestiones.

La explicación de Gustav me dejó frío. ¿Por qué debía importarnos la vida del hijo de los Müller? ¿Y quién era el ladrón del que hablaba? Se lo pregunté, pero, para mi exasperación, mi amigo siguió riendo mientras acariciaba la verja con cara de tonto.

«Lo entenderás cuando seas mayor». ¡Cómo odié que me dijera eso! Yo consideraba que ya era mayor.

En realidad, era un tonto, igual que el propio Gustav. Éramos dos tontos que no sabían nada de la vida.

Hoy he soñado con la casa de la Schlossplatz. Supongo que es porque ayer el señor Müller echó al tío Gilbert del banco. No quiere que haya judíos trabajando para él. La tía Frieda se ha puesto roja al recibir la noticia y ha dicho que ella tampoco quiere que su marido trabaje para un asqueroso nazi. Aun así, los dos están tristes. Tristes pero vivos. Eso ya es más de lo que pueden decir mis padres.

Gustav es el único que no parece abatido. Sigue viéndose con Anders, aunque sus padres se lo hayan prohibido. Esta mañana la tía Frieda le ha gritado que ella no quiere saber nada más de los Müller y Gustav ha respondido que Anders no es como sus padres; parece empeñado en defender a ese chico.

La verdad es que estoy un poco celoso de Anders: me siento muy solo y me gustaría que Gustav fuese solo para mí. Pero entiendo que no es justo, Gustav puede tener otros amigos aparte del pobre huérfano que se esconde en el armario cada vez que viene la policía.

El cielo entre nosotros

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