Читать книгу Schopenhauer como educador - Friedrich Nietzsche - Страница 10
III
ОглавлениеLa crítica nietzscheana de la sustitución creciente del filósofo por el mero profesor o, si se prefiere, la crítica del filósofo-funcionario, del seudofilósofo que ignora que educar es liberar, no procurar prótesis, ni seguir ciegamente la máxima «cuanto más, mejor», ni menos vencerse del lado del mero periodismo, esto es, del «espíritu y la falta de espíritu» del día, puede ser, sin duda, asumida como un vástago tardío de la conocida crítica schopenhaueriana de la filosofía académica. Hay, con todo, más allá del recurso retórico a las figuras del héroe y del único, o a una (implausible) finalidad metafísica de la naturaleza5 —clarificarse a sí misma, conseguir, mediante la producción del genio, ponerse en condiciones de «ver por fin ante sí, bajo una forma pura y acabada, lo que en el desasosiego de su devenir nunca le es dado ver claramente»—, un núcleo racional en la metafilosofía nietzscheana que no ha dejado de ganar en capacidad de interpelación desde que fue formulada en estas páginas candentes. Iluminar la existencia; generar autoconsciencia; educar en la lucidez; construir nexos de sentido —o, lo que es igual, totalizaciones plausibles— en un mundo crecientemente atomizado; llevar a plenitud la vida; ayudar al hombre a servirse de sí mismo como imagen y compendio del mundo entero; alentar, como toda gran cultura artística, hombres «libres y fuertes»... Que el filósofo, el santo y el artista hayan sido sustituidos como agentes de cultura por el funcionario, el erudito y el sabio académico, dando lugar a una cultura «alejandrina» en la que lo más grande y lo más noble es utilizado como medio para la generación de lo mediocre y lo vulgar, y en la que el arte, el mito y el pensamiento libre mueren —o, cuanto menos, languidecen—, aplastados por las exigencias de una «formación cultural» generalizada promovida por quienes quieren enriquecerse o buscan, como el Estado, perpetuarse, es una tesis muy característica del joven Nietzsche sobre la que cabría debatir largamente. Pero que los fines arriba citados son —hoy quizá incluso más que ayer— los fines específicos de una filosofía que aún ose decir su nombre, es cosa que parece menos discutible.
Por otra parte, y como es bien sabido, la crítica nietzscheana de la cultura moderna6 como hogar del caos y la fragmentación en todas sus vertientes —cultura lucrativa, cultura oficial, cultura decorativa, cultura erudita— que Nietzsche desarrolla en tres planos, desde la propia cultura entendida como Orden Simbólico, desde la vida entendida como Orden Instintivo y desde la historia7, ha empapado de modo tan influyente como escasamente homogéneo el cuerpo del pensamiento crítico de nuestro siglo. En Nietzsche hay, en efecto, que situar, sin dejar por ello de tributar el debido homenaje a sus grandes precedentes, del propio Schopenhauer a algunos de los más representativos gigantes románticos, el arranque de la poderosa temática de la tragedia de la cultura moderna. La denuncia, en fin, que cobró en seguida densidad teórica canónica en la Europa posnietzscheana, del mundo de lo mecánico, de las fuerzas automáticas ajenas a nosotros, de las instituciones y convenciones irreconciliables con el pálpito singular de lo individual-humano, el mundo del aislamiento y de la radical escisión entre lo interior y lo exterior, entre la subjetividad y el dominio de las grandes objetivaciones dotadas de una lógica propia e implacable, del mundo, en fin, de lo cuantitativo en trance de universalización y de la voracidad creciente del valor de cambio y de la razón meramente calculística...
Exactamente ese mundo al que el joven György von Lukács, tan estimado por Thomas Mann y los más brillantes discípulos de Stefan George, opondría en seguida, en escritos que ejercerían una sostenida influencia subterránea —en Musil, en Weber, en Simmel, en los «grandes» de la Escuela de Frankfurt—, otro orden: el de una «vida esencial». O, más precisamente, el del «alma». El orden del único ser auténtico, claro es: alma como sustancia del mundo humano —o principio creador y conformador de toda institución social y toda obra cultural— y como individualidad genuina —o «núcleo» en orden al que toda personalidad resulta irrepetible e irreemplazable y ostenta, en consecuencia, y es, un valor por sí misma.
Nietzsche no habla aquí de «alma», ciertamente. Pero en el fondo apunta a lo mismo que quienes abierta o secretamente le visitarían poco después.
JACOBO MUÑOZ
Biar (Alicante), verano de 1999
_________
1 «Pertenezco» —declara Nietzsche en este opúsculo— «a los lectores de Schopenhauer que desde que han leído la primera de sus páginas saben con seguridad que leerán todas las páginas y atenderán a todas las palabras que hayan podido emanar de él.» Esa lectura inicial tuvo lugar en época muy temprana, poco después de la llegada de Nietzsche, como estudiante universitario, en 1865, a Leipzig. El impacto que le causó la lectura de El mundo como voluntad y representación fue tan hondo que el joven aspirante a filólogo decidió abandonar temporalmente sus investigaciones usuales para redactar una tesis, que no se ha conservado, titulada Los esquemas fundamentales de la Representación. Con el tiempo Nietzsche introduciría, ciertamente, matices críticos en su apreciación de Schopenhauer. E incluso algo más que matices. En el «Ensayo de autocrítica» que añadió en 1886 a la tercera edición de El nacimiento de la tragedia, por ejemplo, Nietzsche opta por distanciarse explícitamente del «espíritu de resignación» de Schopenhauer, haciendo constar también cómo más allá de las «fórmulas schopenhauerianas y kantianas» a que se vio obligado a recurrir en esta su primera gran obra, las valoraciones «extrañas y nuevas» en ella contenidas «iban radicalmente en contra tanto del espíritu de Kant y de Schopenhauer como de su gusto». Pero ni este dato ni otros no menos innegables permitirían hablar de una quiebra en la alta consideración de Schopenhauer por parte de Nietzsche. Un Schopenhauer con cuya «verdad» quiso siempre medir, incluso desde la lejanía, la suya propia.
2 Filólogo de formación e —inicialmente— de profesión, Nietzsche vería cómo su primer gran libro, El nacimiento de la tragedia (1872), era violentamente descalificado por los grandes mandarines de la disciplina, de Usener a Wilamowitz-Möllendorf, que certificaron su «muerte científica», o simplemente silenciado, como en el caso de su maestro Ritschl —quien no dudó, por lo demás, en calificarlo en privado como una «ingeniosa cogorza»—, lo que le llevaría a un aislamiento que marcaría para siempre su vida. Convendría tener presente, de todos modos, que la cosa tenía razones más hondas. Ya en 1868, por ejemplo, Nietzsche había verbalizado, en carta a Erwin Rohde, su desvío a un tiempo intensamente personal y cargado de consecuencias profesionales respecto de los filólogos de su tiempo: «Ahora que puedo observar de cerca la hormigueante tribu filológica y veo diariamente su trabajo de topos, ciegos los ojos y llenos los carrillos, alegres por el gusano apresado e indiferentes a los verdaderos y hasta a los más apremiantes problemas de la vida, y todo ello no sólo en la joven mirada, sino también en los viejos que han alcanzado todo su desarrollo, se me aparecen, cada día más claramente, los obstáculos y maquinaciones de toda clase que, si queremos permanecer fieles a nuestro genio, nos saldrán al paso en nuestro camino. Cuando el filólogo y el hombre no se adaptan hasta coincidir por completo, la citada tribu empieza a admirarse de tal milagro, luego se enfada y, por último, como acabas de experimentar en ti mismo, ladra, araña y muerde» (Friedrich Nietzsche, Epistolario, ed. de Jacobo Muñoz, Madrid, Biblioteca Nueva, 1999, página 64). Por otra parte Nietzsche, cuyos trabajos de «filosofía de la filología», por así decirlo, no han dejado de ganar en interés y fuerza con el paso del tiempo, siempre se sintió lejos de la influyente imagen de Grecia como espacio modélico de serenidad y equilibrio que el clasicismo alemán había forjado elevando los logros y desarrollos del siglo de Pericles a paradigma casi único. No dejan de resultar harto instructivas al respecto las siguientes apreciaciones de Nietzsche en un capítulo de El crepúsculo de los ídolos titulado, precisamente, «Lo que debo a los antiguos»: «El psicólogo que llevo en mí me ha preservado de husmear en los griegos “almas bellas”, “puntos medios áureos” y otras perfecciones, como, por ejemplo, el sosiego en la grandeza, el talante ideal, la elevada simplicidad; me ha preservado, sí, de esa “elevada simplicidad” que no es, en el fondo, sino una niaiserie allemande (bobería alemana). Yo he visto su instinto más fuerte, la voluntad de poder, los he visto temblar ante la indomeñable violencia de este instinto, he visto cómo sus instituciones debían su ser a medidas defensivas puestas en pie para asegurarse unos a otros frente a su materia explosiva interna.»
3 Friedrich Nietzsche, Epistolario, loc. cit., pág. 89.
4 Ibid., págs. 200-201.
5 No deja de resultar curioso este eco en el joven Nietzsche de una de las hipótesis más audaces —y menos «críticas», sin duda— del viejo Kant. Desde una perspectiva explícitamente teleológica Kant dio, en efecto, en percibir al final de su vida en el curso mecánico de la «gran artista naturaleza» un «plan secreto», una finalidad: la de hacer que a través del antagonismo y de esa «insociable sociabilidad» que lleva a los hombres a enfrentarse entre sí con tenacidad digna de mejor causa, surja, incluso contra la voluntad de éstos, la armonía, desplegando así la especie todas sus capacidades del mejor modo posible. (Cfr. Kant, I., Hacia la paz perpetua, ed. de Jacobo Muñoz, Colección «Clásicos del Pensamiento» 1, Madrid, Biblioteca Nueva, 1999). Nietzsche, por su parte, asume aquí que la naturaleza —que es «inexperta»— tiene una finalidad: posibilitar y acelerar el surgimiento del «hombre verdadero» (el filósofo, el artista, el santo) para mejor acceder, a través de ellos, a la autoconsciencia, para perfeccionarse y consumarse.
6 Cfr. el muy lúcido trabajo de Miguel Morey, «El joven Nietzsche y el filosofar», en Revista ER, núm. 3, mayo de 1996. Miguel Morey es autor asimismo de una obra dedicada íntegramente a la crítica de la cultura en el joven Nietzsche, todavía inédita.
7 Cfr. F. Nietzsche, Sobre la utilidad y el perjuicio de la historia para la vida, ed. de Germán Cano, Madrid, Biblioteca Nueva, 1999.