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ОглавлениеDecidido a «contarse su vida a sí mismo» en el intenso otoño de 1888, Nietzsche volvió sus ojos con raro vigor a algunas de sus particularidades personales y a sus escritos anteriores. A esta decisión de elaborar una suerte de balance de sí mismo debemos un juicio parco y ceñido de las cuatro Consideraciones Intempestivas que parece difícil no suscribir en su integridad:
Las cuatro Intempestivas son, del principio al fin, escritos de combate... El primer ataque (1873) apuntó a la cultura alemana, que yo consideraba ya entonces con implacable desdén. Sin sentido, sin sustancia, sin meta: nada más que «opinión pública». No se concibe malentendido más funesto que creer que el gran triunfo militar de los alemanes prueba algo a favor de esta cultura, cuando no su victoria sobre Francia... La segunda Consideración Intempestiva (1874) denuncia el peligro que entraña la forma como se desenvuelve en nuestro medio la vida científica; cómo socava y envenena la vida. Resiéntese la vida de ese engranaje y mecanismo deshumanizado de la «impersonalidad» del trabajador, de la economía falsa de la «división del trabajo». Malógrase el fin, la cultura: el medio —el moderno cientificismo— barbariza... En esta disertación, la «conciencia histórica» de la que tanto se enorgullece este siglo ha sido desenmascarada por vez primera, siendo mostrada como enfermedad, como síntoma típico de decadencia. En la tercera Consideración Intempestiva, como así también en la cuarta, a título de sugerencia para un concepto más elevado de la cultura, para la restauración del concepto de «cultura», se contraponen dos imágenes del más duro egoísmo y, contrariamente, de la más dura autodisciplina, sendos tipos intempestivos par excellence, rebosantes de soberano desprecio por cuanto en torno suyo se llamaba «Reich», «formación cultural», «Cristianismo», «Bismarck», «éxito»... Schopenhauer y Wagner. O en una palabra: Nietzsche.
Schopenhauer como educador tiene, pues, que ser asumido como un escrito de combate, como una intervención beligerante en la vida cultural de la época por parte de alguien que había decidido ya, en los comienzos de un doloroso proceso de ruptura con el convencionalismo y la inercia, convertirse en «médico de la cultura». En una suerte de «médico de la humanidad moderna» capaz de erigirse, con gesto supremamente filosófico, en «legislador de la medida, moneda y peso de las cosas», capaz, en fin, de determinar de nuevo el valor de la existencia, globalmente considerada. O, si se prefiere, de hacer de su obra un espejo en el que todo lo actual, suspecto de filisteísmo y decadencia, de epigonismo, de cansancio, desasosiego y confusión, apareciera como «afectado de una enfermedad deformadora, como palidez y flaqueza, como ojo vacío y ademán fatigado».
Como él mismo reconocía en 1888, el gran protagonista de este opúsculo oficialmente dedicado a Schopenhauer —pensador al que siempre, incluso en sus momentos de mayor distanciamiento, profesó singular estima1— es, pues, Nietzsche. Y, ciertamente, suya es la voz que desgrana, paso a paso, esa idiosincrásica propuesta de restauración innovadora de una cultura «vitalmente sana» que encierran las páginas que siguen. Una propuesta que encuentra su inspiración última en lo que para Nietzsche significaban entonces Wagner, Schopenhauer y, desde luego, la Grecia preplatónica, esa patria ideal que tan poco tenía que ver con la estudiada por los filólogos oficiales2. Y que es, a la vez, un alegato tanto contra la perversión académica de la filosofía, que hace de ésta un negocio inane y repetitivo incapaz de «conturbar» a nadie, como, contrariamente, a favor de la condición heroica del filósofo genuino, del filósofo capaz, «sin poder estatal, sin sueldo, sin honores», orgulloso de su libertad —de esa imposible, salvaje y despiadada libertad que el propio Nietzsche escogió para sí— de educar...
O lo que es igual, de coadyuvar a la «producción del genio».