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II
ОглавлениеSchopenhauer como educador salió de la imprenta en octubre de 1874, encargándose de su distribución un librero de Basilea. Tras una época de intenso trabajo, de «inevitable fatiga» y de «conmoción del ánimo» el primer gran ajuste de cuentas con su época, con sus objetivos culturales y con el sentido de su propia vida, ese ajuste al que todo le había empujado del modo más acuciante desde que optó por repetir el gesto fundacional mediante el que el filósofo trágico se desmarcó de las pretensiones de los presuntos «sabios» (o, más propiamente, «eruditos»), estaba ya a disposición de sus —pocos, pero fieles— lectores. Meses después, y a lo largo del año crucial de 1875, tendría Nietzsche que enfrentarse al estallido de la crisis en múltiples frentes que le llevaría, tras años durísimos, a abandonar en 1879 la filología clásica y su cátedra de Basilea en aras de una vida esquiva y solitaria de «filósofo errante».
Catedrático de Universidad a los veinticuatro años, Nietzsche abandonó relativamente pronto, pues, claustros y aulas, incapaz de soportar el convencionalismo rígido del mundo académico, algo que ya a finales de 1870 le había anticipado, con rara fuerza premonitoria, a su amigo Rohde:
Sólo utilizando todas aquellas palancas que puedan sacarnos de este ambiente y siendo, no sólo más sabios, sino mejores, nos será posible llegar a ser verdaderos maestros. También aquí experimento ante todo la necesidad de ser sincero, y por ello no soportaré mucho tiempo la atmósfera académica3.
A partir de su renuncia Nietzsche vivió, pues, una difícil vida nómada, siempre de ciudad, de pensión en pensión, de país en país, aunque con una especial querencia por el Sur o por los altos parajes de Sils-Maria, «a seis mil pies sobre el nivel del mar y mucho más alto aún sobre las cosas humanas». Tuvo amigos, sí. Algunos tan fugazmente intensos como Richard y Cosima Wagner. Otros más duraderos, como Peter Gast o Malwida von Meysenburg. Cultivó en ocasiones incluso la nostalgia romántica de una comunidad genuina, de cuño más o menos monástico, de artistas y pensadores entregados a la sola búsqueda de la verdad genuina. Algo bien distinto de esa «verdad» que él mismo caracterizó en el opúsculo sobre verdad y mentira en «sentido extramoral» que en 1873 dictó a Gersdoff como «una hueste en movimiento de metáforas, metonimias, antropomorfismos, en resumidas cuentas, una suma de relaciones humanas que han sido realzadas, extrapoladas y adornadas poética y retóricamente y que, después de un prolongado uso, un pueblo considera firmes, canónicas y vinculantes». Y no menos distinto de lo que científicos y eruditos al uso entienden como «verdades provechosas», a las que gustosamente sirven, o tienen en la mente cuando hablan del «impulso a la verdad». Porque: «¿cómo podría existir un impulso al conocimiento frío, puro y sin consecuencias?»
Ruptura tras ruptura, muchas veces incluso consigo mismo, el desierto sería su verdadero cobijo hasta su muerte en 1900, en el Turín que tanto amó, en brazos de la locura, esa locura en la que algunos creyeron ver incluso un último, supremo y atroz fingimiento. Convencido, como Spinoza, de la necesidad de permanecer muy consciente de sí y de las cosas, en 1886, próximo ya el derrumbe, dejaría constancia, en carta a su hermana, de su lucidez sobre esa encrucijada de histrionismo cotidiano, soledad, pobreza y nostalgia de algo muy distinto en que una y otra vez consistió y con la que una y otra vez se confundió su vida:
Para que en el porvenir tengas una orientación respecto de la prudencia y quizá también la indulgencia necesaria para juzgar a tu hermano, te diré hoy, como signo de mi mayor cordialidad, en qué consiste lo malo y penoso de mi situación. No he encontrado nunca, desde mi niñez hasta ahora, nadie que tuviera en su corazón y en su conciencia la misma «necesidad» que yo. Esto me obliga, aun ahora, como en todo tiempo, a presentarme ante la gente disfrazado, algo que constituye para mí una máxima contrariedad, bajo la figura de uno cualquiera de los tipos humanos actualmente permitidos y comprensibles. Tengo la absoluta creencia de que sólo entre hombres de iguales aspiraciones e igual voluntad puede uno florecer y hasta alimentarse y progresar físicamente. El no haber hallado esto es mi desdicha. Mi vida universitaria fue una duradera tentativa de aclimatarme en un falso medio, y lo mismo, aunque en una dirección contraria, fue mi aproximación a Wagner. Casi todas mis relaciones humanas han nacido como fruto de ataques del sentimiento de soledad y aislamiento... He sido ridículamente feliz al encontrar, o creer que encontraba, alguien con quien tenía en común un pequeño espacio, un ángulo reducido. Mi memoria está llena de unos recuerdos vergonzosos de tales debilidades, durante las que la soledad se me hacía imposible de soportar. Hay que añadir a esto mis continuas dolencias, que me descorazonan del modo más espantoso. No en balde he estado tan enfermo, y estoy aún tan turbado y melancólico por no haber encontrado nunca... un ambiente que me fuera apropiado, ni haber hallado nunca descanso entre los hombres, sino tan sólo la violencia, producida por tener que estar entre ellos como comediante. Mas no me consideres por ello como hombre desconfiado, oculto y emboscado. Si lo fuera, no sufriría tanto4.
Y, sin embargo, ese filólogo fracasado, ese profesor universitario que no pudo resistir el vacío de las aulas —ni menos la pedantería inane, la vanidad y la estrechez de miras de los colegas—, ese solitario doblado de profeta que, más allá de la cobardía del «idealista» y del cultivo mendaz del más fatal de los errores humanos, la moral, invocó fidelidad al «espíritu de la tierra» lejos de la funesta escisión entre el deseo de libertad, belleza y grandeza de la vida y el impulso a la verdad, ese comediante tímido y huidizo cuya mirada buscó siempre desvelar con aguijón titánico la verdadera trama de las cosas, ese marginal dio de sí una de las autocríticas más centrales de la entera tradición occidental —de la «modernidad»— de que dispone el hombre de nuestro tiempo. Al desvelar con trazos poderosos y precisos la genealogía histórica y psicológica y el sentido último de nuestra tradición metafísica, moral y religiosa, Nietzsche se convirtió finalmente —«yo no soy un hombre, soy dinamita»— en lo que en el fondo siempre supo que iba a ser: uno de los más radicales e influyentes, de los más veraces e implacables protagonistas de la Ilustración crítica europea en su momento culminante.
Con su sostenida invitación a una transformación radical del umbral de conciencia desde el que se determinan los problemas como tales, con su desenmascaradora introducción de toda una serie de desplazamientos capaces de modificar el sentido y valor de los registros últimos de nuestra memoría espiritual, con su «filosofía de la sospecha», en fin, Nietzsche supo, ciertamente, tensar hasta el límite y llevar hasta sus últimas consecuencias —o lo que es igual, hasta ese inclemente diagnóstico de nuestra cultura y de sus fundamentos que evoca hoy ya su solo nombre— el proyecto multifocal de la «crítica ideológica».