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Al preguntársele qué rasgos comunes había encontrado en los hombres, el viajero, que había visto muchos pueblos y países y muchas partes del mundo, repuso: tienen una tendencia general a la pereza. Algunos pensarán que hubiera podido decir mejor y con más certeza: todos son cobardes. Se ocultan tras de sus costumbres y opiniones. En el fondo todo hombre sabe muy bien que sólo está una vez, en cuanto ejemplar único, sobre la tierra, y que ningún azar, por singular que sea, reunirá nuevamente, en una sola unidad, esa que él mismo es, un material tan asombrosamente diverso. Lo sabe, pero lo esconde, como si se tratara de un remordimiento de conciencia. ¿Por qué? Por miedo al vecino, que exige el convencionalismo y se oculta tras él. Pero ¿qué es lo que lleva al individuo a temer a su vecino, a pensar y obrar con el rebaño y a no estar contento de sí mismo? En algunos, pocos y raros, tal vez el pudor. En los más, la comodidad, la inercia, en una palabra, esa tendencia a la pereza de que hablaba el viajero. Tiene razón: los hombres son todavía más perezosos que medrosos y temen por lo común, ante todo, las fatigas que les causarían la sinceridad y la verdad absolutas. Tan sólo los artistas odian este indolente dejarse ir a fuerza de convencionalismos y opiniones prestadas, y descubren el secreto, la mala conciencia de cada uno. A saber, que cada hombre es un misterio único. Se atreven a mostrarnos al hombre tal como es hasta en sus movimientos musculares, tal como él y sólo él es. Y no sólo eso, sino que es hermoso y digno de consideración, nuevo e increíble como toda obra de la naturaleza, y en modo alguno aburrido, como consecuencia estricta de su carácter único. Cuando el gran pensador desprecia a los hombres, desprecia su pereza, toda vez que precisamente por ella parecen mercancías hechas en serie, seres indiferentes, indignos de ser tratados y educados. El hombre que no quiere pertenecer a la masa, sólo necesita dejar de comportarse cómodamente consigo mismo y obedecer a su conciencia, que le grita: «Se tú mismo. Cuanto ahora haces, opinas y deseas nada tiene que ver contigo.»

Toda alma joven escucha esta llamada día y noche y tiembla, porque presiente la cantidad de felicidad que le ha sido deparada desde la eternidad, porque piensa en su verdadera liberación: una dicha que jamás alcanzará mientras permanezca encadenada a las opiniones y al temor. ¡Y cuán desesperada y carente de sentido puede llegar a ser la vida sin esta liberación! No hay, en toda la naturaleza, criatura más triste y repugnante que el hombre que ha desertado de su genio y que mira a derecha y a izquierda, detrás suyo y en todas las direcciones. En realidad, ni siquiera cabe atacar a un hombre así, porque está fuera de todo y sin sustancia, apenas es otra cosa que un ropaje gastado, reteñido y recompuesto, un fantasma cargado de adornos que ni siquiera puede suscitar ya miedo ni compasión. Y si con razón se dice del perezoso que mata el tiempo, una época que cifra su salvación en la opinión pública, esto es, en la pereza privada, no puede sino preocupar seriamente. Creo que tiene que ser borrada de la historia de la verdadera emancipación de la vida. ¡Cuán grande habrá de ser la repugnancia de las generaciones futuras que tengan que ocuparse del legado de una época en la que no han regido hombres vivos sino seudohombres identificados con la opinión pública! Tal vez por ello nuestra época pasará a la posteridad más lejana como uno de los períodos más oscuros y desconocidos, por inhumanos, de la historia. Recorro las calles nuevas de nuestras ciudades y pienso que todas esas casas horrorosas que se ha construido la estirpe de los opinantes públicos no estarán ya en pie dentro de un siglo, se habrán hundido como las opiniones de los que las construyeron. Cuán esperanzados pueden estar, por el contrario, los que no se sienten ciudadanos de esta época; si lo fuera, servirían para aniquilar su época, hundiéndose con ella, cuando lo que en realidad quieren es conferir nueva vida a su tiempo para perpetuarse ellos mismos en esta vida.

Pero aun cuando el futuro no nos permitiera esperar nada, nuestra peregrina existencia precisamente en este ahora nos incita con la mayor fuerza a vivir de acuerdo con nuestra propia medida y nuestra propia ley: lo inexplicable que resulta que vivamos precisamente hoy habiendo, no obstante, tenido todo el tiempo infinito para surgir, que no poseamos más que un apretado hoy y que tengamos que mostrar en él por qué y con qué designio hemos surgido precisamente hoy. Tenemos que asumir la responsabilidad sobre nuestra existencia ante nosotros mismos; queremos, en consecuencia, ser también los verdaderos pilotos de esta existencia, sin permitir que se asemeje a un azar inconsciente. Hay que tratarla con audacia y sin rehuir el peligro; tanto más cuanto que, tanto en el mejor como en el peor de los casos, acabaremos siempre por perderla. ¿Por qué aferrarnos a este pedazo de tierra, por qué depender de este oficio, por qué hacer caso siempre al vecino? Nada tan pequeñoburgués como sumarse a opiniones y puntos de vista que doscientas millas más allá no obligan ya lo más mínimo. Oriente y Occidente son como garabatos que alguien pinta con tiza ante nuestros ojos para burlarse de nuestra medrosidad. «Quiero hacer el intento de liberarme», se dice el alma joven. Y se lo impedirá el que casualmente dos naciones se odien y combatan, o el que haya un mar entre dos continentes, o el que alrededor suyo se predique una religión que hace dos milenios ni siquiera existía. Nada de todo esto eres tú, se dice. Nadie puede construirte el puente por el que has de caminar sobre la corriente de la vida. Nadie a excepción de ti. Hay, sin duda, innumerables senderos y puentes y semidioses que quieren llevarte a través del río; pero sólo al precio de ti mismo: tendrías que darte en prenda y perderte. En el mundo no hay más que un camino que sólo tú puedes recorrer: ¿adónde conduce? No preguntes, síguelo. ¿Quién dijo que «un hombre jamás se eleva tan alto como cuando no sabe adónde puede llevarle su camino»?1

Pero ¿cómo nos reencontramos a nosotros mismos? ¿Cómo le es dado al hombre conocerse? Es ésta una cuestión oscura y enigmática; y si la liebre tiene siete pieles, el hombre puede arrancarle la suya siete veces setenta veces, sin poder por ello decir aún: «éste eres tú verdaderamente, ya no se trata de un mero envoltorio». Además, ahondar así en uno mismo y descender brutalmente por el camino más corto al hondón del propio ser no deja de ser un comienzo terrible, peligroso. Cuán fácil es causarse heridas al hacer lo que ningún médico puede curar. Y no sólo eso. Porque ¿para qué haría falta, si todo da testimonio de nuestro ser, nuestros amigos y nuestros enemigos, nuestra mirada y nuestros apretones de mano, así como lo que olvidamos y nuestros libros y los rasgos de nuestra pluma? Hay un medio, con todo, de organizar las averiguaciones decisivas y tomar nota de ellas. Que el alma joven eche una mirada retrospectiva a su vida y se pregunte: ¿qué has amado hasta ahora realmente, qué ha atraído a tu alma, qué la ha dominado y hecho, a la vez, feliz? Haz que desfile ante ti la serie de estos objetos venerados, y tal vez mediante su naturaleza y el orden de su sucesión te revelarán una ley, la ley fundamental de tu ser. Compara estos objetos, mira cómo uno completa al otro, cómo lo amplía y supera, cómo lo transfigura, cómo forman una escalera por la que has ascendido hasta ahora para acceder a ti mismo. Porque tu verdadera esencia no yace oculta en lo hondo de ti, sino inmensamente por encima de ti o, cuando menos, por encima de lo que usualmente consideras tu yo. Tus verdaderos educadores y formadores te revelan lo que es el genuino sentido originario y la materia básica de tu ser, algo en absoluto susceptible de ser educado ni formado, pero, en cualquier caso, difícilmente accesible, apretado, paralizado: tus educadores no pueden ser otra cosa que tus liberadores. Y éste es el secreto de toda formación: no proporciona prótesis, narices de cera, ni ojos de cristal. Lo que estos dones pueden dar es más bien la mera caricatura de la educación. Porque la educación no es sino liberación. Arranca la cizaña, retira los escombros, aleja el gusano que destruye los tiernos gérmenes de las plantas; irradia luz y calor; actúa como la benéfica llovizna nocturna; imita e implora a la naturaleza en lo que ésta tiene de maternal y compasiva. Es, en fin, la consumación de la naturaleza lo que lleva a plenitud su obra, previniendo sus golpes despiadados y crueles y haciéndolos mutar en bienes, cubriendo con un velo sus impulsos de madrastra y su triste falta de comprensión.

Hay, ciertamente, otros medios de encontrarse, de volver uno a sí mismo, de salir del letargo en que se vive comúnmente, como rodeado de una nube sombría. Pero no conozco otro mejor que volver reflexivamente a quien nos ha educado y formado. Y por eso quiero yo hoy rendir homenaje a un maestro y educador del que puedo gloriarme, Arthur Schopenhauer, para luego volver con la memoria a otros.

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1 Se trata de un dicho atribuido a Oliver Cronwell, tomado por Nietzsche de un pasaje, muy subrayado por él mismo, del libro de R. W. Emerson, Versuche, versión alemana de G. Fabricius, Hannover, 1895, que figura en su biblioteca.

Schopenhauer como educador

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