Читать книгу El último genio del siglo XX. Yuri Knórosov - Galina Ershova - Страница 3
ОглавлениеPRÓLOGO (edición en ruso)
El libro sobre el genio de Knórosov
No recuerdo que últimamente se me hubiese presentado la oportunidad de leer un libro escrito de una forma tan viva y además, evidentemente tan profunda (el trabajo duró casi 20 años) acerca de la historia de la ciencia y que la escribiera una alumna, acerca de su querido y único Maestro. El libro de Galina Ershova resultó ser precisamente así. Se lee de un solo tirón. El hecho de que de vez en cuando saltara unas cuantas páginas de referencias al contexto no significa nada en lo absoluto: más o menos así es como lees una novela policiaca cuando tratas de seguir el desarrollo de la trama para, lo más pronto posible, llegar hasta el desenlace. Además, se nota que todo el texto está impregnado de la relación personal de la autora con el Maestro, es decir, con Yuri Valentínovich Knórosov, así como con otras personas y sucesos. Este libro fue escrito por una persona apasionada, y eso se revela en cada una de sus páginas.
La historia del desciframiento de cualquier escritura antigua siempre es única, y siempre, o casi siempre, es el resultado de la combinación de una labor persistente, planificada y probablemente algo fastidiosa, –pero acompañada de brillantes y geniales revelaciones, después de las cuales (aparte del hecho del descubrimiento del secreto de esta escritura) nuevamente pasan décadas, si es que no siglos, de trabajo diario de muchas generaciones de científicos. Por lo regular cada texto nuevo resulta ser fragmentario debido a la antigüedad y lleva a otro enigma.
A pesar de que tenía como 12 años cuando conocí la historia del desciframiento de la escritura de los antiguos mayas realizado por Yuri Knórosov y que cuando preparaba mi doctorado en Leningrado vi varias veces al gran Knórosov, ambas cosas fueron apenas contactos superficiales. Este libro, finalmente, da la oportunidad de descifrar el misterio en la conformación de la genialidad de este científico, de comprender al menos un poco mejor en qué condiciones se hizo uno de los descubrimientos del siglo y cómo, posteriormente, fue la vida del gran descifrador-lingüista, historiador y etnógrafo.
Mediante la figura de Knórosov, con quien Galina Ershova tuvo la suerte de aprender la ciencia, en un recorrido por su biografía, sus palabras, cartas, artículos y libros, los recuerdos de sus contemporáneos y los textos de archivo, la autora del libro soluciona un doble desafío. Página tras página ella nos sumerge cada vez más profundamente en el mundo del genio Knórosov; pero no solamente en su propio mundo, sino también en toda la historia contemporánea del país. En las complejidades de las relaciones humanas, en las que a sabiendas o involuntariamente Knórosov resultaba estar, la autora destaca las páginas poco conocidas de la historia de la Universidad Estatal de Moscú, del Instituto de Etnografía de la Academia de Ciencias de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS) (ahora Instituto de Antropología y Etnología de la Academia de Ciencias de Rusia), del Museo Estatal de Etnografía de los Pueblos de la URSS (ahora Museo de Etnografía de Rusia), y de la Kunstkámera; asimismo destaca a aquellas personas que ayudaron o que pusieron obstáculos al científico. De esta forma, el libro resultó mucho más amplio y panorámico de lo que se podía esperar de un ensayo biográfico.
Desde luego, quienquiera que conozca este libro sacará algo bueno para sí mismo. Pero me gustaría que un detalle no escapara a nadie. Es cierto que a veces pagamos nuestras deudas; también que edificamos monumentos a nuestros grandes antepasados y hablamos bien de ellos después de la muerte. Es realmente importante hacerlo. Pero el libro de Galina Ershova nos enseña algo más: el arte de hacer el bien que ayuda –no solamente a los genios, sino a todos nosotros–, a no dejar nada para después y hacer lo que le gusta a cada uno aquí y ahora.
Dmitri Funk
Director del Instituto de Antropología y
Etnología de la Academia de Ciencias de Rusia
A MANERA DE PRÓLOGO:
Relación del autor con el contenido
Únicamente con un enorme placer se habla de Knórosov.
Es la inspiración de la genialidad...
Mira Gueffen-Rozhanskaya
Yuri Valentínovich Knórosov. Las palabras de Mira Gueffen-Rozhanskaya transmiten como nunca aquel estado de inspiración cuando escribes de él. Su biografía, llena de duras pruebas, coincidencias, paradojas, e incluso mistificaciones, corresponde completamente a la típica leyenda sobre su personalidad de genio. Knórosov se llamaba a sí mismo «hijo de los tiempos de Stalin». Todavía en vida del científico, las personas que lo conocían narraban diferentes versiones de los mismos episodios de su vida. Al parecer, por eso mismo Yuri Valentínovich me propuso una vez anotar su propia versión de los sucesos «clave», y subrayó que para él eso era sumamente importante ya que, de lo contrario, «después de mi muerte los periodistas van a inventar mentiras». Ahora queda completamente claro que, dictando literalmente los momentos más complicados de su vida, tema por tema, estaba preparando el texto de su propia biografía.
Pero lo que más asombra es lo otro: mi trabajo con los documentos, los archivos e incluso con los documentales cinematográficos ha mostrado que su evaluación de lo que acontecía frecuentemente se diferenciaba bastante de las opiniones de sus colegas, amigos y enemigos. Yo misma fui testigo de muchos sucesos y sé que la gente que hablaba de él no mentía. Aún más, algunos documentos revelaban a veces una imagen completamente diferente. Trabajando con todo este material, de vez en cuando no podía deshacerme de la sensación de que sacaba minuciosamente uno tras otro los esqueletos escondidos y destruía de manera forzada sus mistificaciones, las cuales desde mi punto de vista eran absolutamente inocentes. Nunca me dejaba en paz una pregunta: ¿Por qué le importaba tanto guardar los secretos acerca de sí mismo incluso después de su muerte? Muchas de sus cartas dirigidas a mí terminaban con una nota: «Destruir después de haber sido leída». Además, quiero confesar que aún quedan algunos secretos que no me he atrevido a revelar. Es probable que todavía no haya llegado la hora de hacerlo. Han pasado 20 años desde el día de la muerte de Knórosov y en todo este tiempo no me he sentido una historiadora o biógrafa, sino, más bien, de cierta forma una psicoanalista y, a veces, una detective. Estuve escribiendo este libro durante dos décadas y todo el tiempo trataba de entender: ¿Cómo se sentirá ser un genio? ¿Qué precio tiene que pagar un genio por poseer este don divino? ¿Sería la agobiante soledad el precio que tanto torturaba a Knórosov?
Si seguimos la historia dramática de la creación del mundo narrada en el libro maya-quiché Popol Vuh, vemos que al principio los dioses habían creado a las personas semejantes a ellos y se habían asustado de ello:
Fueron dotados de inteligencia; vieron y al punto se extendió su vista, alcanzaron a ver, alcanzaron a conocer todo lo que hay en el mundo. Cuando miraban, al instante veían a su alrededor y contemplaban en torno a ellos la bóveda del cielo y la faz redonda de la tierra.
Las cosas ocultas (por la distancia) las veían todas, sin tener primero que moverse; en seguida veían el mundo y asimismo desde el lugar donde estaban lo veían.
Grande era su sabiduría; su vista llegaba hasta los bosques, las rocas, los lagos, los mares, las montañas y los valles. ¡En verdad eran hombres admirables!
Además, los dioses decidieron perfeccionarlos y les dieron la posibilidad de conocer el mundo:
Y en seguida acabaron de ver cuánto había en el mundo [...] Hemos sido creados, se nos ha dado una boca y una cara, hablamos, oímos, pensamos y andamos; sentimos perfectamente y conocemos lo que está lejos y lo que está cerca. Vemos también lo grande y lo pequeño en el cielo y en la tierra [...] Acabaron de conocerlo todo y examinaron los cuatro rincones y los cuatro puntos de la bóveda del cielo y de la faz de la tierra.
Y ahí es cuando el Creador y el Formador se preocuparon:
No está bien lo que dicen nuestras criaturas, nuestras obras; todo lo saben, lo grande y lo pequeño, dijeron. Y así celebraron consejo nuevamente los Progenitores: —¿Qué haremos ahora con ellos? ¡Que su vista sólo alcance a lo que está cerca, que sólo vean un poco de la faz de la tierra! No está bien lo que dicen. ¿Acaso no son por su naturaleza simples criaturas y hechuras (nuestras)? ¿Han de ser ellos también dioses? [...] Refrenemos un poco sus deseos, pues no está bien lo que vemos. ¿Por ventura se han de igualar ellos a nosotros, sus autores, que podemos abarcar grandes distancias, que lo sabemos y vemos todo?
Lo dicho-hecho: la naturaleza de las criaturas divinas fue cambiada: «Entonces el Corazón del cielo les echó un vaho sobre los ojos, los cuales se empañaron como cuando se sopla sobre la luna de un espejo. Sus ojos se velaron y sólo pudieron ver lo que estaba cerca, sólo esto era claro para ellos. Así fue destruida su sabiduría y todos los conocimientos...».[1]
Por precaución de los dioses, los hombres se volvieron diferentes y llegaron a ser ordinarios. Pero, a veces, aparecen de repente entre nosotros aquellas mismas personas-dioses que casualmente se han quedado y por su singularidad e increíbles capacidades parecen ser extraterrestres. Son pocos, pero son precisamente ellos quienes nos indican un cierto camino secreto del desarrollo y nos hacen recordar la posibilidad perdida de ser idénticos a los dioses. Son aquellos mismos genios raros que llegan al mundo de la gente común y lo revuelven, obligándolo a moverse y a cambiar. Uno de ellos era Leonardo da Vinci quien, reflexionando acerca de la aparición y el objetivo final del ser humano, escribía que la persona era el modelo del mundo que siempre tendía a ir hacia «aquel que lo ha enviado». Por lo visto, Yuri Knórosov pertenecía a estos mensajeros semejantes a Dios (de la versión anterior de los mayas). Por lo tanto, cualquiera que tratara de compararse con Knórosov a sabiendas de esto se vería absurdo, pero por más extraño que parezca, de vez en cuando surgen personajes que intentan hacerlo.
Sea como fuere, el libro surgió como respuesta a una especie de petición que me había expresado mi maestro cuando ya había entendido que su partida estaba cerca. Esta obra comenzó a partir de unas páginas especialmente dictadas por él en mayo de 1997. El 30 de marzo de 1999, Yuri Knórosov falleció. Por todo ello, considero necesario comenzar por una breve introducción dedicada a la historia de cómo nos conocimos y explicando las dificultades que surgieron a la hora de escribir la biografía de este gran científico ruso.
***
Conocí a Yuri Valentínovich en 1979. Mis estudios en el Instituto de Lenguas Extranjeras Maurice Thorez en la Facultad de Lengua Francesa me habían brindado varias cosas útiles. Primero, un muy buen francés, que al llegar por primera vez a París me permitió casi pasar por «aborigen». Segundo, saqué una multitud de recomendaciones sumamente útiles de los profesores, tales como: «El esposo es un fenómeno pasajero, pero los documentos siempre deben estar en orden». O, cuando se otorgaba el título: «Trabajarán unos diez años y, probablemente, lleguen a ser especialistas». Tercero, el mismo título de maestría. Cuarto, el gran amor a la lingüística teórica. Quinto, la franca admiración por el intelecto de Yuri Knórosov, quien había descifrado la escritura jeroglífica maya, y el cual –descubrí– a pesar de que se consideraba una leyenda, resultó estar, para mi asombro, absolutamente vivo. Sexto, en calidad de una confesión sincera, diré que me había quedado con la famosa edición de la monografía de Knórosov del año 1963, la cual ya desde entonces se consideraba toda una rareza bibliográfica. Sin embargo, para justificarme aclaro que en la biblioteca científica del instituto de lenguas extranjeras nadie, ni una sola vez, había abierto este libro antes de mí. Por lo tanto, llena de remordimientos de conciencia, me apropié de este libro y oficialmente me declaré arrepentida de la «pérdida», compensándola con otras ediciones lingüísticas más valiosas y caras. El bibliotecario se había alegrado mucho.
Tres años de los diez necesarios para adquirir el profesionalismo ya habían pasado, acompañados de estudios en los últimos años de la facultad y de la crianza de mi hija Anna. Ella había cumplido sus tres años y regularmente estaba presente en las clases acompañándome, e incluso haciéndole observaciones al profesor. Lo bueno era que Anna, desde los dos años y medio, ya sabía leer los libros que no llevaban dibujos. Sin embargo, ir a clases a una edad tan temprana le ha inculcado para siempre una actitud extremadamente crítica hacia las universidades y un profundo conocimiento de la literatura. Recordando las instrucciones docentes, nunca cambié mi apellido y mis documentos siempre han estado en orden. La presencia del marido siempre la tomé filosóficamente –al parecer, por eso mismo, durante tantos años mi esposo no se ha ido a ninguna parte.
Sin embargo, esta armonía al final no duró mucho. Ni siquiera había pasado un año después de terminar los estudios y ya tenía una rara sensación de que algo en mi vida se me escapaba. Después de tomar los consejos de los colegas en la editorial donde continuaba trabajando, me puse a pensar en la idea de estudiar en la Facultad de Historia. Sin embargo, debido a mi pereza no tenía muchas ganas de hacerlo, aunque me parecía algo necesario para poder dedicarme a los antiguos mayas. La tremenda cruda intelectual postuniversitaria me llevó al entendimiento y visualización del problema. Tenía 23 años y me parecía que el tiempo se desaparecía en vano con una velocidad increíble.
Fue en ese momento cuando me vino a la cabeza buscar a aquel misterioso y genial Yuri Knórosov. Al averiguar que el científico-leyenda trabajaba en el Instituto de Etnografía de la Academia de Ciencias, yo, con toda la sencillez de los pioneros (los pequeños boy scouts comunistas de la Unión Soviética), me dirigí directamente a esta institución, que se encontraba en la calle Dmitri Ulianov de Moscú. En el cuarto piso del edificio encontré algo así como una administración del Instituto. De ahí de inmediato me recomendaron que me dirigiera al subdirector, quien resultó ser un personaje sumamente desagradable. Se llamaba Iósif Romualdovich Grigulevich. No conocía en absoluto al etnógrafo con ese nombre, pero no me importó. Inocentemente comencé a exponerle que admiraba a Knórosov, su talento y su descubrimiento genial... En aquel entonces ni siquiera me había pasado por la mente que era aquel mismo «Iósif Lavretski» el que había escrito la biografía del Che Guevara y al mismo tiempo estigmatizaba a la Iglesia católica. Menos podía saber acerca de sus demás capacidades específicas. Sin embargo, si hoy en día alguien se acuerda de este «etnógrafo de traje civil» que me había caído tan mal, se mencionan únicamente «méritos»[2] completamente distintos. Además, en aquel momento se hizo evidente que la antipatía que surgió entre nosotros era mutua: Grigulevich me miraba con alerta, como si yo fuera una completa idiota o una astuta espía, trataba de averiguar con precisión quién me había enviado y, en esencia, para qué me había presentado al Instituto, –más bien, precisamente ante él. Yo no tuve ni la menor sospecha de que nuestros caminos se habían entrelazado en un momento extremamente delicado de relaciones entre Knórosov y Grigulevich. Pasado el tiempo, ya nunca se podrá saber qué es lo que en aquel entonces había pensado Grigulevich de toda esta situación a la luz de lo que ocurría, pero trató de deshacerse de la rara visitante lo más pronto posible. Me envió (por lo menos le agradezco por eso) al despacho de enfrente, a ver a Yulia Pávlovna Avérkieva.[3]
Yo me había puesto feliz, ya que conocía sus publicaciones y sabía que ella era una gran especialista en las culturas indígenas de Norteamérica. Además, siendo joven había hecho prácticas con el mismísimo Franz Boas. Hasta el momento me acuerdo de la agradable sensación de poder conversar con esta mujer increíble, ya nada joven, reservada y al mismo tiempo llena de afecto. Por otro lado, yo no tenía ni la mínima idea de su asombroso pasado, pero de inmediato entendí que ella era realmente una gran científica e, indudablemente, una excelente persona. Después de haberme escuchado, Yulia Pávlovna me hizo algunas preguntas esenciales y dijo: «Vaya a Leningrado a ver a Yuri Valentínovich. Le daré su teléfono. Puede decir que yo fui quien la recomendé». No creo que haga falta decir que salí muy entusiasmada. Sin perder tiempo, me dirigí a Leningrado.
Llegando a la «ciudad en el Neva» por la mañana, siempre húmeda y fría, a la estación Moskovski, que olía a creosota de las traviesas de madera del tren, encontré una cabina telefónica, marqué el número tan valioso (todavía me acuerdo de él) y, con la garganta encogida por la emoción, llamé a Knórosov. «¿Puede venir ahorita?», preguntó una voz extraña en el otro lado del cable. No entró en detalles y ni siquiera se había sorprendido de la llamada. «Anote la dirección». A duras penas escribí, bajé al metro; luego en tranvía, a través del puente al lado del monasterio Alexander-Nevsky Lavra, me dirigí a la calle Granitnaya. Subí al segundo piso de un edificio verde de cinco pisos, encontré el número del apartamento y toqué. Abrió una amable mujer de edad, un poco quisquillosa y con voluminoso cabello canoso. Era la esposa de Knórosov: Valentina Mijáilovna. «¿Viene a ver a Yuri Valentínovich?», preguntó ella. Me llevó a un cuarto bastante oscuro y de forma atenta preguntó si no quería tomar una taza de café.
Todas las paredes del cuarto estaban tapadas con estantes de madera con libros. En los bordes de los estantes, con botones, se sujetaba un grueso fleco de cortinas. Del lado derecho, justo debajo de los libros, estaba un viejo sofá muy desgastado sobre el cual estaban tiradas una almohada sucia y una manta.
«!Yuri Valentínovich, vienen a verte!», me presentó la mujer. «Ahorita le traigo una taza de café a la niña.» Hacia mí, de una manera formal pero sin sentir muy seguro el piso, caminó una persona muy extraña, bastante encorvada, en un oscuro traje arrugado, con el cabello canoso y desordenado y unas cejas tupidas. Me extendió la mano para saludar –la cual resultó ser muy fría y dura. «¿Qué tal le fue en el viaje?», se interesó él en lugar de saludar, y me miró fijamente con enormes ojos azules ampliamente abiertos. Me impresionó el escritorio grande en el cual también había libros, con el retrato de un gordo gatito siamés en un marco de papel, сon la fotografía de una bonita niña en uniforme de escuela (la hija, adiviné yo) y con diferentes figuritas. Allí mismo estaba una botella abierta y una taza.
Cerca del escritorio se alzaba una verdadera tribuna de madera oscura, tal como en una sala de reuniones. Solo posteriormente entendí que le servía a Knórosov como una especie de pupitre para escribir. Él trabajaba parado para dejar descansar la espalda. Debajo de la mesa, a la vista, estaban varias botellas ya vacías, lo que me dejó un poco preocupada. Aunque la situación se volvía más comprensible. Sobre todo quedaba claro que me había tocado ver la culminación del proceso relativo a las botellas. Pero, al decidir que tenía que llegar hasta el final de mi plan, comencé a contarle mi historia. Me presenté: «Galya». Knórosov me miró de una forma extrañamente asombrosa y de inmediato me confundió al preguntar por mi patronímico. Desde el principio no me trató de otra forma que no fuera «usted», «Galina Gavrilovna» y «colega». En la realidad eso era algo a lo que yo no estaba acostumbrada, si tomaba en cuenta mis 23 años y el trabajo en una editorial donde a todas las mujeres hasta la vejez se les sigue llamando solo por su nombre de pila: Natasha, Marina, Katya.
Pero todavía no habían terminado las sorpresas que me asustaban. «Entonces, ¿qué carajos necesitaba?», de inmediato preguntó Knórosov de manera sospechosa. Y nuevamente comencé a contarle que admiraba su trabajo y que quería dedicarme a estudiar la cultura maya...
Knórosov me miró con astucia debajo de sus cejas de lechuza, se volteó al escritorio y comenzó a rebuscar en un paquete lleno de papeles. Me extendió algo como un folleto de gran formato pero bastante delgado y suave con una portada gris: «¿Cree poder traducir eso rápido?» –preguntó–. «Es que me lo está pidiendo la editorial». Me extendió una arrugada hoja sellada –era el contrato que él había firmado con la editorial Judozhestvennaya Literatura. Tomé el libro que se parecía a un cuaderno y se titulaba Cantares de Dzitbalché. Lo hojeé: una imagen facsímil de los textos mayas con letra latina, Barrera Vázquez, traducción al español... Eso me había aterrado, pero me quedaba claro que no tenía otra opción: si lo rechazaba o comenzaba a hacer preguntas, me echaría definitivamente, haciéndome pasar una gran vergüenza. Entonces, pregunté seriamente pero con un tono estudiantil descarado: «¿Para qué fecha lo necesita?». Sin embargo, Knórosov no se sorprendió en absoluto y contestó: «Pues, como siempre, se tenía que hacer ayer. ¿Puede hacerlo en una semana?». Y yo, sin siquiera pestañear, declaré: «¡Todo estará listo en una semana!». Knórosov, inesperadamente, me dio un duro golpe con el puño en el hombro y balbuceó algo como: «¡Así se hace!». Luego tomó la botella: «¿No gusta?», preguntó, y sirvió en dos tazas. Para mí eso ya era demasiado, incluso en tal situación, y rechacé amablemente. Él bebió y nuevamente preguntó: «Entonces, ¿qué carajos necesitaba? ¿Quién la envió conmigo?». Nuevamente comencé a contar mi historia sobre los mayas, Avérkieva, mis posibles estudios en la Facultad de Historia, mi admiración...
Fue en ese momento cuando Knórosov cayó al sofá vencido y parecía que ya no me escuchaba para nada. Llegó un pesado silencio. ¿Se durmió? Me quedé parada un rato, esperé, agarré las desdichadas hojas de los Cantares de Dzitbalché, salí del cuarto y me despedí de Valentina Mijáilovna, que de ninguna manera se había sorprendido de que ya me fuera. Regresé a Moscú atormentándome en el camino con reflexiones sobre lo que tenía que hacer ahora con todo eso...
Traducir los textos me tomó un mes entero. Trabajé de día y de noche. Desde luego, tenía miedo de llamar a Knórosov y salir con mis cuentos de que no me daba tiempo de terminar la traducción en una semana. Me presenté en Leningrado solamente cuando todo estaba listo. Llamé –estaba claro que Knórosov se había alegrado (¡incluso recordaba mi nombre!)– y su voz era completamente distinta de la vez pasada. Me citó en la Kunstkámera.
Yuri Valentínovich me recibió en la puerta de servicio, me llevó al despacho, y me sentó en su maravilloso escritorio al lado de la ventana con vista al río Neva. No podía creer lo que veía; era una persona completamente diferente: un poco ceremonioso, amable, benévolo. Me ofreció un chocolate que sacó de la gaveta del escritorio; preparó el café; me presentó a los colegas del despacho: al maravillosísimo Abram Davidovich Dridzó[4] y a la dulce Galina Ivánovna Dzeniskevich.[5] Luego fuimos al otro bloque del edificio para que me presentara a Irina Konstantínovna Fiódorova, quien desde el primer día se encariñó conmigo y se hizo cargo de mí. Después, durante muchos años, cuando me tocaba viajar a Leningrado-San Petersburgo, me hospedaba siempre en su casa...
Aquél era para los investigadores el día «presencial» en el Instituto, y por lo tanto en los despachos, corredores y lugares para fumar había mucha gente. Me moría de ganas por enseñarle a Knórosov las traducciones. Finalmente, Yuri Valentínovich las hojeó de una forma bastante rápida e inesperadamente anunció: «Pues ¿qué le puedo decir? ¡Magnífico, colega! Vamos a enviarlo a la editorial». Y añadió: «Todo irá bajo su nombre». Literalmente me había quedado con la boca abierta por la sorpresa. No me había pasado por la cabeza la pretensión de tener la autoría oficial, pues consideraba mi trabajo como una diminuta aportación a la posible colaboración.
Desde este momento gané en mi vida a un Maestro, y así es como comenzó nuestro trabajo conjunto, que duró muchos años. No importa que en aquel entonces la editorial Judozhestvennaya Literatura arrogantemente rechazara publicar a una desconocida Ershova «de la calle» (en aquel entonces así es como llamaban a las personas que venían sin recomendaciones). Como resultado, Knórosov rompió relaciones para siempre con esta editorial. Además, le prohibió publicar cualquier texto bajo su nombre, expresó todo lo que pensaba de dicha casa editora y sus autores, chapuceros que escribían sus banales versos o hacían traducciones del español al ruso y las hacían pasar por poesía maya. Para mí esta historia se ha vuelto una increíble lección –¡Vaya forma de defender tanto a una «colega» que conocía poco, que en sí no era siquiera una aspirante! Anteriormente nadie nunca me había defendido tanto.
Resultó, además, que ya no había ninguna necesidad de estudiar en la Facultad de Historia. Knórosov literalmente declaró lo siguiente: «¿Por qué quiere perder el tiempo haciendo esa tontería? ¡Hay que defender la tesis de doctorado de inmediato! De acuerdo con la ley, usted tiene derecho de hacerlo». Nuevamente me quedé con la boca abierta de asombro. Pero Yuri Valentínovich tenía toda la razón y yo, con su apoyo, rápidamente hice los trámites de mi postulación al Instituto de Etnografía.[6]
Me asombraba que él estratégicamente resolviera los problemas que surgían y no dejara pasar ni un mínimo detalle –cartas de recomendación, oponentes, lista de literatura e incluso el lugar de la defensa, que él había cambiado de Moscú a Leningrado literalmente un día antes de la predefensa. Él creía que el ambiente en Moscú en aquel entonces era bastante «asqueroso» para mí. Desde el inicio, Knórosov siempre me explicaba qué «animal» en el ajeno ambiente académico me era amistoso y cuál de los «animales» era indudablemente el enemigo. Por supuesto, yo me di el lujo de contarle cómo me había tratado Grigulevich en el primer encuentro, cuando me había corrido. Desde entonces Knórosov no lo llamó de otra forma que no fuera «ese canalla». Por otra parte, posteriormente me enteré de que Knórosov tenía sus propios, muy frescos conflictos con «el viejo Romualdych», que no tenían nada que ver conmigo. También me presentó a un amigo confiable: el arqueólogo Valery Ivánovich Gulyaev, que me había dado empleo en el Instituto de Arqueología después de mi defensa de la tesis. Además, me contactó con una encantadora persona, Sergo Anastasovich Mikoyán, el editor en jefe de la revista América Latina, quien me dio la oportunidad de publicar mis artículos científicos e incluso ganar dinero en tiempos difíciles.
Knórosov me ayudó a abrir una brecha en el hermético ambiente académico corporativo donde, en los tiempos soviéticos, desde el principio todo se dividía entre «los suyos» (amigos, parientes y gente fiel a los jefes). Él generosamente compartía conmigo un maravilloso mundo de ciencia verdadera que a él mismo le había costado tanto conquistar. Como vivíamos en diferentes ciudades, nos escribíamos a menudo. Yuri Valentínovich escribía cartas, les hacía copias y se quedaba con ellas. Su estilo característico era colocar un epígrafe al principio de la carta. Una de sus estrofas favoritas, que se repetían, era del poema de Kornéi Chukovski «El teléfono»: «¡Oh, qué difícil trabajo es sacar al hipopótamo de un pantano!». Los epígrafes de inmediato expresaban el contenido y la actitud hacia el tema que se planteaba en la carta. Los he usado para los capítulos del libro. Todavía tengo guardados los sobres y las cartas originales, cuyas copias, junto con todo su archivo restante, fueron vendidas en 2007 por la heredera de Knórosov en Estados Unidos.[7]
Otro detalle más. Sólo con el paso de tiempo entendí que Yuri Valentínovich entablaba relaciones particularmente estables y amigables con aquellas mujeres-colegas que se llamaban «Galina». Su estudiante favorita de doctorado –aspirantura– era Galina Avakyants, de origen armenio. Sólo después del fallecimiento de mi maestro me di cuenta de que eso no era una casualidad: durante toda su vida, Knórosov trató de una forma tierna a su hermana Galina, que lo cuidaba desde la infancia y se parecía tanto a su abuela armenia, que era actriz. Así que no cabe duda de que tuve mucha suerte con mi nombre.
¿Qué es mi nombre para ti?
Va a morir como un ruido triste
De una ola que murió en la lejana costa,
Como un sonido en un bosque nocturno.
En una hoja del recuerdo
Dejará su huella muerta,
Semejante a un texto sepulcral
Escrito en una desconocida lengua.
¿Qué es mi nombre para ti?
Lo olvidado desde hace mucho
Entre nuevas y rebeldes emociones,
No deja recuerdos tiernos a tu alma.
Pero en un día de tristeza silenciosa
Pronúncialo añorando:
Existe alguien que me recuerda
Existe en el Universo un corazón
Donde todavía vivo.
Por lo visto Knórosov, como un profundo conocedor de la literatura, la poesía, y amante de la iconografía, seguía las reflexiones del gran poeta ruso Alexandr Pushkin. Estaba claro que para él la literatura era una cierta forma de adquisición del colectivo de personas afines. Si sus amigos del periodo estudiantil se acuerdan de sus aficiones literarias románticas al estilo de Dafnis y Cloe, después, a una edad más madura, él siempre ofrecía a sus colegas una vieja edición de antes de la Revolución, ya gastada, del Conde Drácula, ya que en los tiempos soviéticos este libro no se publicaba en el país.
Sin embargo, Knórosov no aceptaba a los autores solo porque éstos fueran admirados oficialmente. A Anna Ajmátova no la consideraba una poetisa. Decía que «nunca había escuchado» acerca de Marina Tsvetáyeva, otra poetisa. Consideraba que Doctor Zhivago era una obra literaria bastante mediocre. Por otra parte, contaba con orgullo que estaba familiarizado con el texto original de «Murka» –una canción callejera de inicios del siglo xx. Era su propio estilo knorosoviano de posicionarse. Desde el principio nos había unido el amor a El buen soldado Schweik, de Jaroslav Hasek; Knórosov citaba este libro a menudo. Siempre volvía a leer y citar Nuestro hombre en La Habana. De por sí Graham Greene era uno de sus autores favoritos –él lo destacaba y apreciaba por una cierta absurdidad doméstica de las tramas y su peculiar humor paradójico. Por algo Yuri Valentínovich también decía, refiriéndose a los dramas de su propia vida: «El sentido de humor es lo que siempre me ha salvado».
Nunca hablaba de sus dramas vividos, y si los mencionaba entonces usaba activamente los caminos literarios, que a sabiendas disminuían la importancia de lo narrado –las paradojas, la ironía, la atenuación. Su humor era precisamente así, paradójico, y a veces estaba a punto de volverse negro. Me acuerdo que a la hora de publicar el texto de Knórosov acerca del poblamiento de América (siempre me pedía que me encargara de sus «editoras» moscovitas) el redactor de una de las editoriales trataba firmemente de quitar u obligaba a cambiar la frase: «A los indígenas les ayudaba una fuerte corriente ecuatorial y constantes vientos alisios que llevaban los barcos y las balsas a las islas de Polinesia, en donde a los marineros con alegría los recibían los caníbales locales». Una vez, para ilustrar «los principios de trabajo de los etnógrafos», me envió un poema del poeta de inicios del siglo xx Vasily Velichko, titulado «Para la reserva»,[8] escrito en una máquina de escribir:
Atravesó muchos mares agitados
El abad Fra-Jiménez, obstinadamente y sin tener miedo:
Recorrió muchos países para sembrar granos de la fe
En zonas silvestres de corazones de pobres bárbaros.
Entonces, para ganar victorias espirituales,
Él al Océano Pacífico fue llevado por la ola
A las Islas lejanas. Sus pies tocaron
El arrecife de coral donde vivían los caníbales.
Allí lo recibieron tiernamente:
En aquel momento los bárbaros estaban saciados...
Y, al sentarse debajo del cactus, el misionero venerable
De inmediato comenzó la lucha contra el mal y la ignorancia.
En particular, se rebeló contra el canibalismo.
Pero los bárbaros le contestaron a coro:
«¡Oiga! Estamos obligados a comer a la gente:
¡No hay otro remedio para no morir de hambre!
De vez en cuando puede haber aves en los bosques
O muchos peces que nos dan las aguas marinas,
Pero, después, llega tal periodo del año
¡¡¡Cuando sólo queda aullar como un lobo!!!
En aquel entonces con toda la tribu nos sentamos en las piraguas
Y corremos a la guerra por las olas rabiosas
A ajenos poblados donde a los valientes
¡Ya les han preparado los alimentos los dioses preocupados!
Al derrotar a los enemigos debajo del refugio de la oscuridad nocturna,
Llevamos a sus esposas a la casa, pero no a todas:
Dejamos a la tribu las esposas jóvenes y alegres,
A las ancianas las llevamos para comerlas...».
Pero Jiménez interrumpió: «¡Asqueroso! ¡Fi! ¡Qué feo!
¡Podría evadir todos estos horrores!
¡¿Amigos, no será mejor comer los pájaros y los pescados?!
¡Les enseñaré a preparar hábilmente para la reserva!
«¡Oh sí!», exclamaron los bárbaros entusiasmados.
Jiménez pensó: «¡Oh, Dios, qué rápido
En sus almas crecieron los granos de amor y fe,
En su ceguera penetró un rayo sagrado del amanecer!...»
Estuvo mucho tiempo, para el espíritu y para el cuerpo,
Logró enseñar muchas cosas útiles.
Y, al bendecir a todos, se fue a continuar
Su asunto sagrado entre otras tribus.
Los meses y los años pasaron volando;
Volvió a llegar el abad ante los caníbales, que ya veían luz.
Todos se han alegrado: «¡Padre nuestro! ¡Para siempre se han
Terminado las dolorosas desgracias!
¡Bienvenido! ¡Con la ciencia mágica por un siglo
Salvaste de la hambruna a tus hijos!
¡Porque ahora siempre tenemos de reserva
Unas ancianas saladas!...»
Todos los colegas de Knórosov tenían copias de este texto escrito en máquina de escribir. La misma trama de la poesía estaba construida absolutamente de acuerdo con espíritu de Yuri Valentínovich, correspondía a su sentido del humor y mostraba cuánto no aguantaba la hipocresía –en cualquier forma o manifestación era capaz de sacarle de sus casillas. Me acuerdo de que en uno de los congresos yo propuse mi ponencia relacionada precisamente con aquellos Cantares de Dtzitbalché, traducidos otrora en un mes. En la ponencia, en particular, se trataban los sacrificios humanos. Esta era mi primera ponencia en un evento académico importante, por lo cual yo estaba muy nerviosa. Cuando llegó la hora de hacer preguntas, se levantó un tal Vladimir Kuzmischev, con pinta de un gran ideólogo, y comenzó a declarar que «nosotros, como personas soviéticas, indudablemente criticamos los sacrificios». Yo estaba parada escuchándolo, mientras daba vueltas en mi mente una frase que pronunciaba un niño en la película soviética de Georgiy Daneliya: «Tío Pedro, ¿eres un imbécil?». Me contuve, sin embargo, no se me ocurría qué se debía contestar en tales casos. Y ahí fue cuando salió Knórosov enfurecido y partió en pedazos toda esta demagogia hipócrita sin sentir mucha pena en emplear algunas expresiones, pero de una forma bastante académica. Era una brillante lección para toda mi vida: aguantar cualquier golpe incluso en las situaciones más absurdas y siempre, sin limitarse, dar un comentario exhaustivo.
Knórosov a veces me expresaba su «envidia»: «Usted es una persona feliz; todavía no ha leído tantos libros...». También era parte de su estilo. Además, siempre me recomendaba algo que fuera necesario para leer, me prestaba o incluso regalaba uno u otro libro. Al parecer durante toda su vida le gustaron mucho las novelas policiacas –desde las más clásicas, como las de Arthur Conan Doyle y Agatha Christie, las cuales se sabía de memoria, hasta las nuevas «fabricadas en cadena», que aparecieron en la década de 1990.
Probablemente, por último, hay que mencionar un detalle relativo a los regalos. Él regalaba con gusto a las personas cualquier cosa suya si esta les gustaba. Y a la pregunta: «¿Por qué se lo regala si a usted mismo le gusta eso?», Yuri Valentínovich contestaba: «¿Y para qué voy a regalar algo que a mí no me guste?». Y eso también llegó a ser una especie de lección.
Yuri Valentínovich era muy conmovedor cuando llegaba a Moscú y se hospedaba en nuestra casa. Siempre platicaba con gusto con mi esposo «don Guillermo». Discutía algo con mi hija «señorita Anna», para quien era casi su abuelo (los hijos de todos los colegas simplemente lo adoraban), y le traía al gato Mujtar una raíz seca de valeriana como regalo...
Todo el círculo íntimo de Knórosov sabía que él inevitablemente inventaba un apodo para cada persona –característica semejante a los apodos de guerra de los indígenas. Estos apodos podían cambiar a medida de los sucesos que ocurrían en su vida y las acciones que realizaban. En la primera etapa de nuestra colaboración él había declarado solemnemente que mi apodo iba a ser la «zorra sin cola», lo cual me había ofendido un poco, pero no protesté. En aquel entonces todavía no había llegado a entender su teoría de comunicación. Después de la defensa de mi primera tesis de doctorado, lo cual por lo visto mi Maestro identificaba como la iniciación, oficialmente pasé al status de «zorra con cola». Cuando se publicó mi primer libro él, con su astuta sonrisa característica me entregó una tarjeta postal en la que estaba representada una zorra con una cola exuberante que corría y llevaba en la boca a un bello gallo que lanzaba alaridos... Knórosov se veía extremadamente contento: ¡Encontró un exacto enfoque semiótico! Cabe señalar que, una vez entrando a su sistema de imágenes, ya era posible comunicarse con él solo mediante palabras clave –el destinatario ya conocía la supuesta connotación. Cuando comenzaron nuestros viajes a Guatemala y México, el auditorio se reía mucho al escuchar mi traducción de las ponencias de Knórosov: él pronunciaba una u dos palabras y luego yo, durante varios minutos, explicaba qué era lo que quería decir.
Algunos detalles relacionados con las «enseñanzas» del Maestro se mencionarán en los capítulos de libro. Como algo paradójico se puede recordar que yo desde el principio había tenido la oportunidad de conocer a Knórosov de forma muy sencilla y cercana. Sin embargo, resultó que por casualidad una amiga mía de la escuela era hija de un amigo de Yuri Knórosov, el poeta infantil Valentín Bérestov. Después de varios años de conocernos, Yuri Valentínovich decidió presentarme a Valentín Bérestov y le costó comprender por qué nosotros ya nos conocíamos tan bien... La vida siempre es más rica que los esquemas y está llena de paradojas.
***
Entonces, ¿qué tiene que ver mi biografía con este libro? Como tuve la suerte de trabajar junto a Yuri Knórosov a partir de 1979, presento muchos hechos, opiniones y observaciones con base en mis propios recuerdos, notas y en los mismos textos que fueron dictados y enviados en múltiples cartas por Yuri Valentínovich, que dejaba en ellos su propia versión y su forma de ver lo sucedido. Cabe destacar que incluso las historias más inimaginables que contaba Knórosov, por más raras que sonaran, siempre resultaban ser verdaderas. Sin embargo, muy a menudo los testimonios de otros participantes de aquellos lejanos acontecimientos claramente contradecían la posición de Knórosov. Precisamente por eso, en algunos casos presento diferentes versiones, para que el lector trate de armar por su propia cuenta ese fino mosaico de la vida ajena.
A partir de 1980 muchos sucesos, de alguna u otra forma, tuvieron lugar con mi participación o la de los miembros de mi familia. Por eso mismo el resumen también incluye la narración en primera persona. A la hora de escribir la biografía, indudablemente, el principio cronológico parece tener lógica. Pero Knórosov, antes que otra cosa, era un científico genial y, por lo tanto, algunos temas se construyen alrededor de un problema científico y no alrededor de una cronología.
Como resultado, quisiera advertir que este texto biográfico, que se escribió durante un muy largo periodo debido a diferentes motivos, tiene diferentes géneros e inevitablemente sufre de eclecticismo. Además del texto alberga reconstrucciones históricas, recorridos biográficos, en algunas partes investigaciones propias de un detective, y también el contenido de diferentes archivos, documentos, recuerdos y entrevistas. En los capítulos que tocan el tema de los viajes de Knórosov, los vínculos se construyen con pequeños detalles de la historia, lo que puede parecer de poca importancia. En realidad, en aquellos tiempos eran precisamente estos detalles los que más le interesaban a Knórosov. Estos se encontraban en el marco de los temas que él investigaba en aquel entonces o le impresionaban mucho por alguna razón desconocida para mí.
Además, la cronología de una serie de sucesos en su biografía no es muy consecuente. Durante toda su vida regresó a algunos de sus temas, y por lo tanto a menudo se vuelve problemático entender el sentido de sus decisiones y sus acciones sin adelantarse un poco. «No nos olvidamos de nada, sólo lo posponemos», solía repetir Yuri Valentínovich.
Por eso mismo, la lista de las personas a las que agradezco el haberme ayudado a preparar tan simple pero a la vez tan complicada biografía es bastante grande. Una enorme parte del trabajo con los archivos le tocó a Eugenia Dolgova, una gran especialista en historia de la ciencia rusa del siglo xx. Esta gran ayuda es difícil de desestimar. Algunas publicaciones preliminares del archivo se realizaron con nuestra colaboración –y en los casos que se usan en el libro indico la autoría de los datos y textos que pertenecen a Eugenia Dolgova.
En la edición también se indica la colaboración del investigador mexicano Alejandro Sheseña para el desarrollo de uno de los temas, y de Dmitri Belyaev, que brindó su apoyo en la selección de materiales.
Cuando comencé a recopilar la información acerca de la vida de Knórosov, recurrí a los recuerdos de todos aquellos que de alguna manera u otra conocían al gran científico. Muchos me contestaron: enviaron sus textos e incluso fueron entrevistados. Algunos no lo hicieron debido a razones desconocidas. Que me perdonen, pero esos vacíos en la narración no quedan en mi conciencia.
Quiero agradecer a todos los que me ayudaron: a los vivos y, particularmente, a los ya fallecidos, ante quienes me siento culpable, pero sin su ayuda este libro nunca hubiese aparecido. Hay gente que no ha dejado recuerdos y ni siquiera conocía a Knórosov, pero que merece un agradecimiento por su aportación en la conservación de sus ideas.
Sobrinos de Yuri V. Knórosov que compartieron inestimables y muy bonitos recuerdos sobre Yuri Valentínovich:
Alexandr Knórosov
Natalia Knórosova
Tatiana Knórosova
Irina Knórosova
Mijaíl Térejov
Amigos y colegas universitarios que proporcionaron sus recuerdos en forma de pláticas, entrevistas o textos preparados:
Aleksandr Plunguyán (1924-2019)
Irina Jorosháeva
Lidia Mílskaya (1924-2006)
Mira Rozhanskaya (1928-2014)
Tatiana Stepúguina (1923-2016)
Irina Fiódorova (1931-2010)
Olga Fiódorova –que vació las anotaciones y las fotografías que había hecho su mamá.
Viacheslav Ivanov (1929-2017)
Valery Gulyaev
Galina Avakyantz
Elena Sóboleva
Alexandr Kuzmischev (1953-2012) –que generosamente proporcionó la correspondencia entre su padre, Vladimir Kuzmischev y Yuri Knórosov.
Marina Bérestova –que compartió sus recuerdos sobre Knórosov, quien había sido amigo de su padre, Valentín Bérestov.
Semion Kutateladze –que ha brindado una gran ayuda para revelar la historia del «desciframiento digital».
Vladislav e Irina, los hijos de Leonid Kantoróvich –que proporcionaron y permitieron publicar los testimonios únicos de una hazaña científica y humana de su padre.
Mi familia, que siempre ha participado y ha ayudado en todos mis asuntos:
Ludmila Ershova (1925-2000).
Guillermo Antonio Ovando Urquizú –fue precisamente él quien logró llevar a Yuri Knórosov por primera vez a Guatemala.
Anna Ovando Urquizú –por ayudar en todo y hacer grabaciones únicas de Yuri Knórosov en video.
Los colegas extranjeros que ayudaron a recopilar los materiales sobre Yuri Knórosov:
María Teresa Franco –que presentó en México a Yuri Knórosov.
Tiahoga Ruge –que hizo la película documental de la vida de Yuri Knórosov y ayudó a realizar algunos sueños.
Marcos Constandse –que ha publicado en español los tres volúmenes de trabajos de Yuri Knórosov.
José Ángel Abelardo Treviño (1942-1999) –embajador de México en la Federación de Rusia, que hizo muchas cosas por Yu.V. Knórosov en los últimos y complicados años de su vida, y para su funeral. Unos meses después él también falleció...
Alejandro Sheseña –que promociona las ideas de Knórosov en México.
Zarina Martínez –otrora cónsul de México en Rusia, que organizaba sus viajes a México y escribió sus memorias.
Michael Douglas Coe (1929-2019) –que ayudó a Knórosov y publicó el conocido libro sobre el desciframiento de la escritura maya.
Sofia Dobrzhanskaya (1933-1993) –que traducía y publicaba los trabajos de Knórosov en Estados Unidos e hizo tanto en los años de la «guerra fría» para el reconocimiento del genial descubrimiento del científico ruso.
George Stuart (1935-2014) –que enviaba literatura y francamente aspiraba a convertir el descubrimiento de Knórosov en patrimonio de la humanidad.
Agradezco a aquellos establecimientos que conservaron el nombre de Yuri Knórosov:
La Universidad Estatal de Rusia de Humanidades –la cual, en los tiempos más difíciles para Rusia, ha conservado la escuela científica Knórosov y continúa desarrollándola.
El Monasterio ortodoxo de la Santa Trinidad en Guatemala –pues sin su apoyo incondicional, el trabajo con la biografía de Knórosov no se hubiera terminado.
El Instituto de Estudios Interdisciplinarios Rafael Ayáu (ieira) –que ha garantizado la realización de los proyectos de investigación del Centro de Estudios Mayas Yuri Knórosov (cemyk) en Guatemala.
El Instituto Nacional de Antropología e Historia (inah) de México –que siempre apoyó incondicionalmente a Yuri Knórosov.
El Gobierno del Estado de Yucatán y el patrocinio cultur –que crearon la Medalla Yuri Knórosov y garantizan la realización de los proyectos de investigación del Centro de Estudios Mayas Yuri Knórosov (cemyk) en México.
La Universidad de Quintana Roo –que ha garantizado la publicación de los trabajos de Knórosov y ha creado la Cátedra Yuri Knórosov.
La Universidad de San Carlos de Guatemala –que creó la Cátedra Yuri Knórosov y le otorgó el grado de Doctor Honoris causa in memoriam.
El Museo Etnográfico de Rusia –que me brindó la oportunidad de trabajar con el expediente personal de Yuri Knórosov.
El Museo de Antropología y Etnografía de la Academia de Ciencias de Rusia Pedro el Grande (Kunstkámera) –que brindó la oportunidad de trabajar con el expediente personal de Yuri Knórosov.
El Archivo de la Academia de Ciencias de Rusia –que ha tratado de conservar el archivo de Yuri Knórosov en Rusia.
Un agradecimiento especial a aquellos que no conocían en lo absoluto a Yuri Knórosov y han hecho tantas cosas para salvar su patrimonio y su memoria:
Andrey Martynov –director de la compañía de radio y televisión Neizvestnaya Planeta (Planeta Desconocido), quien fue el primero en comenzar el proyecto a la memoria de Knórosov en los años en que nadie se acordaba de este nombre.
Serguei Mirónov –ya que sin su ayuda no hubiera aparecido el monumento en la tumba de Yuri Knórosov.
Andréi Fursenko – puesto que sin su apoyo la escuela Knórosov no hubiera adquirido tanto alcance y no se hubiera instalado en México un monumento a Yuri Knórosov.
Vladimir Putin –por aquel reconocimiento y palabras dirigidas a Yuri Knórosov, las cuales abrieron muchas puertas para inmortalizar el nombre del genio ruso.
Finalmente, agradezco mucho a los múltiples investigadores de todos los Centros Knórosov en el mundo: el Centro de Estudios Mesoamericanos Yuri Knórosov en la Universidad Estatal de Rusia de Humanidades; el cemyk en Guatemala y el cemyk en México. Gracias a su trabajo, la escuela científica del gran genio ruso vive y sigue desarrollándose.
¡Muchas gracias, mis queridos amigos y colegas! No son agradecimientos por protocolo, sino un reconocimiento por el apoyo real en este complicado asunto. Juntos logramos hacer que el nombre del genial científico ruso Yuri Valentínovich Knórosov, que vivía y trabajaba para todos nosotros, adquiriera su merecido lugar.
Entonces recordemos, como el escritor ruso Mijaíl Bulgakov, hizo la reconstrucción del retrato de la persona, tomando en cuenta los recuerdos de los testigos:
Tiempo después, cuando en realidad ya era tarde, muchas organizaciones presentaron sus informes con la descripción de ese hombre.
La comparación de dichos informes no puede dejar de causar asombro. En el primero se lee que el hombre era pequeño, que tenía dientes de oro y cojeaba del pie derecho. En el segundo, que era enorme, que tenía coronas de platino y cojeaba del pie izquierdo. El tercero, muy lacónico, dice que no tenía rasgos peculiares. Ni siquera se tiene que decir que ninguno de estos informes sirve para nada.
Primero: el hombre descrito no cojeaba de ningún pie, no era ni pequeño ni enorme; simplemente alto. En lo que se refiere a su dentadura, tenía a la izquierda coronas de platino y a la derecha, de oro. Vestía un elegante traje gris, unos zapatos extranjeros del mismo color y una boina, también gris, le caía sobre la oreja con estudiado desaliño. Llevaba bajo el brazo un bastón negro con la empuñadura en forma de cabeza de caniche. Aparentaba cuarenta años y pico. La boca, algo torcida. Bien afeitado. Moreno. El ojo derecho, negro; el izquierdo, verde. Las cejas oscuras, y una más alta que la otra...[9]
En la realidad, se puede recopilar algo parecido con el tejido de las contradicciones que conformaban el retrato de los recuerdos sobre Knórosov. Unos cuentan que en la escuela tenía fama de gamberro; otros dicen que era un alumno modelo. Unos admiraban su elegancia; otros lo comparaban con un vagabundo. Unos lo consideraban poeta y romántico; otros afirmaban que prefería las novelas policiacas... Unos decían que su abuela era una súbdita turca; otros, que era armenia. Que su cumpleaños era el 19 de noviembre o el 31 de agosto. Unos afirman que participó con armas en la toma de Berlín; otros insisten en que jamás tomó parte en las acciones militares. Unos aseguran que era abstemio; otros, que bebía como un pez. Unos, que era patriota; otros veían en él casi a un disidente. Unos lo conocían como un frío analista; otros sospechaban en él misteriosas habilidades de «brujo». Unos lo consideraban casi un mujeriego; a otros ni siquiera les pasaba por la cabeza sospechar que tuviera una conducta imprudente. Hay aquellos que apasionadamente se interesan solo por un detalle: ¿Bebía Knórosov o no? Lo preguntan como si un modo sano de vida predeterminara la presencia de la genialidad. Yuri Valentínovich hubiera dicho que todo, más bien, era al revés. Unos lo veían como una persona distante y antisocial; otros, como objeto de adoración de los niños y los animales. Unos nunca recibieron de él más de un par de frases y otros tuvieron la suerte de escucharlo durante horas con la boca abierta, y disfrutaron de su peculiar e increíble «visión» de los sucesos históricos. Tenía miedo de las represiones políticas –pero estaba dispuesto a arriesgar todo por la verdad científica. Unos se acuerdan de su habla refinada, correctamente literaria; otros tuvieron la oportunidad de escucharlo maldecir y usar el vocabulario de soldado. Unos lo conocían como «Doctor Jekyll»; otros, como «Señor Hyde». Además, algunos tuvieron la suerte de ver en él a ambos personajes... ¿Si fue bautizado con el nombre de Jorge o de inmediato lo llamaron Yuri y nunca lo bautizaron? ¿Generalmente su apellido se pronuncia con el acento en la primera sílaba «Knórosov» o en la segunda «Knorósov»? Eso sin hablar de la variante española, en la cual generalmente suelen decir Knorosóv. Cuántas discusiones hubo en relación con la etimología de este apellido...
Pero, de todas formas, hay características que nadie es capaz de desmentir: Knórosov tenía unos increíbles ojos azules, siempre adoró a los gatos y a cualquier otro animal. Y lo más importante: la traición y la infamia le eran completamente ajenos en cualquiera de sus manifestaciones y estados. Además, él no sabía perdonar. Siempre era impecablemente honesto y fiel: a su Patria Rusia –en todos sus estados–; era sacrificadamente fiel a su familia: esposa, hija y nieta; eraincondicionalmente fiel a sus amigos, e impecablemente fiel al objetivo de su vida, es decir, a la ciencia. Por último, Knórosov era un investigador de nacimiento.
Ya han pasado 20 años desde que falleció el gran científico. Quizá no valga la pena, citando al mismo Mijaíl Bulgakov «correr por las huellas de lo que ya se ha acabado». Sin embargo, lo que hace el verdadero investigador no tiene un final, sino al contrario. Knórosov decía: «Más bien, se trata de la necesidad de comenzar el trabajo...» Por lo tanto, trataremos de conservar y transmitir a otras generaciones este hilo invisible «una cuerda celestial», como decían los mayas, que nos ha extendido el último genio del siglo xx.
Para el lector mexicano
Es necesario decir unas palabras para aquellos lectores que nunca hayan conocido la realidad soviética y nunca hayan visitado Rusia. El que tienen en sus manos es un libro ruso en todos los sentidos: habla de la vida de un científico ruso, se sumerge en la historia de Rusia como escenario de esta vida; es un libro que lleva el espíritu ruso, por bueno o complicado que les parezca, y está hecho con base en la visión rusa de los acontecimientos locales e históricos. Aparecen realidades que son muy diferentes a las mexicanas, pensamientos y reacciones que no son comunes en otros países más que en Rusia. También quisiera advertirles que los versos que aparecen en el texto fueron traducidos orientándose más a trasmitir el sentido de lo expresado y no tanto a la forma poética.
Sin embargo, todos estos «defectos» del texto abren una muy buena posibilidad de integrarse un poco en la mentalidad rusa y en la realidad de Rusia –país que siempre, por razones místicas, ha buscado el contacto con México, su profunda y antigua cultura, su creatividad y su gente talentosa.
Pero lo más importante contradice totalmente lo anterior: con todas las diferencias que tenemos, la obra testimonia que los eternos valores humanos en este mundo tan diverso y milenario son los mismos valores tradicionales que se entrelazan en aquella poderosa cuerda del cielo de los antiguos mayas que atraviesa las generaciones y nos da a todos el sentido y la razón de vivir. Vivir no para sí mismos, sino para la humanidad. Por eso el contenido de este libro predomina sobre la forma. En verdad espero que después de terminarlo el lector conozca un poco mejor Rusia, el país que tanto quería Yuri Knórosov.
[1] Citas tomadas de Popol Vuh. Las antiguas historias del Quiché, traducidas del texto original con introducción y notas de Adrián Recinos, México, FCE, Colección Popular, núm. 11, 32ª reimp., 2005.
[2] G. Cherniávskiy, «Científico y asesino» [https://www.peoples.ru/state/criminal/grigulevich/].
[3] Yulia Pávlovna Avérkieva (1907-1980), doctora en ciencias históricas, fue una gran etnógrafa-americanista. A partir de 1931 fue custodia del Museo Pedro el Grande de Antropología y Etnografía; en el periodo 1948-1954 fue juzgada y sentenciada por razones políticas. En 1954 fue rehabilitada, y a partir de ese año trabajó nuevamente como investigadora del Instituto de Etnografía de la Academia de Ciencias de la URSS.
[4] Abram Davídovich Dridzó (1925-2003), doctor en ciencias históricas, etnógrafo-americanista. Desde 1951 fue investigador de la sede en Leningrado del Instituto de Etnografía de la Academia de Ciencias de la URSS / Museo Pedro el Grande de Antropología y Etnografía de la Academia de Ciencias de Rusia.
[5] Galina Ivánovna Dzeniskevich (1933-2002), candidata en ciencias históricas, encargada de museo, etnógrafa-americanista. Desde 1962 fue investigadora de la sede en Leningrado del Instituto de Etnografía de la Academia de Ciencias de la URSS / Museo Pedro el Grande de Antropología y Etnografía de la Academia de Ciencias de Rusia.
[6] En la Unión Soviética y en la Rusia actual (como en Alemania y algunos otros países europeos desde los siglos pasados) el periodo de preparación del primer doctorado se llama aspirantura. Al defender la tesis, la persona adquiere el título de «candidato a doctor», lo que en realidad corresponde a doctorado en la mayoría de los países actuales. Al adquirir madurez académica es necesario hacer el segundo doctorado con un trabajo todavía más profundo; entonces, se le otorga el título definitivo de «doctor».
[7] A. Tokovinine, «Guide to MS 2», Yuri Valentinovich Knórosov Papers, 1945-1998 [https://www.academia.edu/3193506/Yuri_Valentinovich_Knorozov_Papers_1945-1998].
[8] El texto se puede encontrar en el siguiente enlace: [http://bibra.ru/subject/velichko-vasilijlvovich/#top].
[9] M. A. Bulgakov, El maestro y Margarita, traducción al español de Amaya Lacasa Sancha [http://www.masterandmargarita.eu].