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EL CORDERO DE DIOS

Después de tantos años transcurridos desde aquel París de los años sesenta, me veo sentado en la cátedra universitaria dictando un curso sobre Sabiduría chilena de tradición oral. Y al abordar el tema del destino, el cual se vincula también con el de la condición de ricos y pobres que se da en todo tipo de sociedad, relaté a mis alumnos una experiencia que viví con la extrema pobreza. Hablé de esos seres que carecen de todo y en su desvalimiento absoluto algunos llegan a parecer algo así como la escoria humana. Viven en situación de calle, como se suele decir, o botados en terrenos baldíos, o en medio de los desechos de un botadero, nombre con que el pueblo se refiere a los basurales.

Pero antes de relatar esa experiencia dirigí a mis alumnos la pregunta de por qué creían ellos que existe esa clase de seres en todos los países del mundo, y ninguno fue capaz de aventurar una respuesta. Yo tampoco di una y preferí dirigir la pregunta a personas con más autoridad sobre estas arduas cuestiones. Entonces dije a mis alumnos, “imaginen que tenemos aquí a dos maestros conocidos y venerados por todo el mundo desde la antigüedad: Buda y Jesús”.

Respecto del primero, dije que no es difícil saber con certeza lo que habría respondido. Y junto con afirmar eso, un alumno levantó la mano dando a entender que él sabía lo que ese maestro habría respondido: “Es por el karma que existen esos seres”. Lo que en la jerga de la filosofía budista significa que es el peso de las acciones ejecutadas en vidas pasadas lo que determina nuestra condición actual. En el caso de estos seres desprovistos de todo, se trataría de personas que en sus encarnaciones anteriores vivieron mal, muy mal, por eso están ahora pagando su mal vivir en esas condiciones desmedradas. De manera que, visto de esta forma el problema, no es mucho lo que se puede hacer por mejorar su condición, la cual se ha vuelto una fatalidad por sus malos antecedentes kármicos. Lo que sí se puede hacer por ellos es ayudarlos en sus necesidades y exhortarlos mediante la enseñanza, aunque en ciertos textos budistas hay expresiones bastante despiadadas sobre los que arrastran un karma de miseria.

Enseguida pregunté a mis alumnos qué creían ellos que habría respondido Jesús a esa misma pregunta. Y nadie levantó la mano, aunque los exhorté a que intentaran imaginar una respuesta, dado lo que ya todos sabemos sobre el carpintero de Nazaret. Pero nadie se aventuró. Entonces, me atreví a decirles que lo más probable es que Jesús habría dicho que esos seres son víctimas del poder…, y que no tienen culpa alguna. Lo dije basándome en la parábola del pobre Lázaro y el rico epulón, y a la tendencia que se advierte en las palabras de Jesús al dar por entendido que la acumulación de riqueza en manos de unos pocos siempre trae como consecuencia el desequilibrio que provoca la pobreza en otros muchos. Y para afianzar lo dicho cité el refrán popular chileno que dice que “no es raro que a uno le falte lo que a otro le sobra”.

Los alumnos escucharon estas palabras en silencio, sin agregar ningún comentario, por lo que deduje que en su mayor parte estaban de acuerdo que esa podría haber sido la respuesta de Jesús.

Lo conversado en esos términos fue una introducción necesaria para la plena comprensión de lo ocurrido en mi experiencia con la miseria extrema que relataré enseguida, episodio de mi vida que destaco entre los más significativos que he vivido.

Hasta el día en que ocurrió lo que voy a relatar, había recorrido frecuentemente los cerros de Valparaíso tomando fotografías, lo que con el correr del tiempo me permitió relacionarme con gente que vive regularmente en esos lugares, y que, por tratarse de Valparaíso, y la magia de sus colinas, es gente de carácter más apacible que la de la ciudad capital. Por eso, al cabo de diez y más años de tomar fotografías en esos cerros, desentendiéndome del mar —que erróneamente algunos destacan como el elemento determinante de ese puerto—, había trabado amistad con muchas personas, especialmente con habitantes del costado poniente, esto es los cerros Alegre, Cordillera, Toro, y Santo Domingo. Entre esas amistades había no pocos jóvenes expertos en el arte de robar, aunque yo no tenía inconveniente alguno en juntarme con ellos a comer y tomar en alegre compañía.

Entre esos “lanzas” escogí a cinco de mi confianza, a quienes pagué por anticipado, para que me acompañaran a visitar el gran botadero que hay detrás de las colinas de más al poniente de Valparaíso, en una zona llamada Montedónico.

Se trata de un lugar muy antiguo en el que se ha acumulado basura desde fines del siglo XIX, lo cual puede apreciarse en ciertos cortes verticales de la materia acumulada —a modo de farellones—, en los que se distinguen franjas de diferentes niveles según las épocas de la acumulación. Conforme a la explicación que me dieron mis acompañantes, en ese basural vivían más de cien personas, algunas en cuevas abiertas en la pared de los cortes verticales, o en casuchas construidas con materiales encontrados en el mismo botadero.

Lo que motiva a los habitantes de este basural a permanecer en él es el hallazgo de materiales utilizables —que llegan confundidos con la basura y también los desperdicios mismos—, en especial los cartones, objetos que ellos seleccionan y venden después a quienes podrían servirles. Y de hecho el negocio funciona permanentemente y a un ritmo parejo.

La necesidad de ser escoltado por hombres expertos en el robo y la pelea se debía a que ellos mismos me advirtieron que si iba solo a visitar el botadero no saldría vivo de ahí.

El espectáculo que se presentó ante mis ojos por todos esos desechos en descomposición era verdaderamente infernal, y el olor de putrefacción y fermentación se volvía cada vez más insoportable.

Alcancé a estar dos horas en el lugar, al cabo de los cuales comencé a sentir síntomas de desvanecimiento. Pero antes de que eso ocurriera, al pasar frente a uno de esos cortes verticales de la masa acumulada, había una cueva cuya entrada estaba cubierta por una tela de saco. Desde adentro escuchamos gritos destemplados de alguien que nos insultaba y nos conminaba a salir de ahí de inmediato. Era un seleccionador de objetos y restos utilizables hallados en la basura, seguramente uno de esos hábiles cartoneros que llegan a hacerse unas diez lucas diarias.

Al escuchar sus insultos, uno de mis compañeros le dijo: “Tranquilo, tranquilo compadre, que no le vamos a quitar nada de lo suyo. Solo andamos paseando”.

El troglodita entonces descorrió la tela que cubría la entrada de su caverna y se asomó para ver quiénes eran los intrusos.

Era un hombre de unos cuarenta años, de baja estatura, con una cicatriz en la mejilla derecha (un cara cortada), vestido de blue jeans, parca negra y polera, todo muy sucio. Al verlo salir de su habitación, sentí hacia él una extraña atracción, y llevado por un impulso irresistible me adelanté para saludarlo, lo cual hice dándole la mano y diciéndole: “Buenos días, señor”. El saludo pareció ser de su agrado, pues el hombre sonrió y sin mediar más palabras, me dijo: “Yo soy el cordero…”. Al escuchar tal frase de presentación quedé paralizado y después de una pausa le pregunté por qué se identificaba de ese modo ante mí, a lo que él respondió: “Si usted entra en mi casa lo sabrá…”.

Era una invitación a hacer algo que jamás imaginé que alguna vez en mi vida estaría en condiciones de hacer. Pero el hecho fue que la ocasión se presentó y no había que pensarlo más. Fue entonces que uno de mis acompañantes me dijo al oído que tuviera cuidado, porque lo que este sujeto quería era matarme. Pero convencido de que no era eso me dispuse a entrar, pero antes miré a mis cinco escoltas en cuyos rostros se percibía una expresión de reprobación, pues cómo podían ellos entender que el “señor profesor” aceptara entrar en una cueva infecta incitado por el más miserable de los hombres.

Convencido de que la experiencia de entrar a la cueva de basura era más valiosa que la de quedarme afuera mediante una excusa, seguí a mi anfitrión por el estrecho túnel hasta una cavidad mayor abierta al fondo, donde había una mesa destartalada con una vela encendida y en el suelo un saco de dormir. En las paredes colgaban unos objetos encontrados en la basura y algunos posters. Entonces él, tomando la vela que había en la mesa, la acercó a uno de los afiches, en el cual se veía a Jesús llevando sobre sus hombros una oveja, por lo que entendí que la escena representada era la parábola del pastor de cien ovejas que, habiendo perdido a una de ellas, dejó en la pradera a las noventa y nueve restantes, y se afanó por encontrar a la perdida, lo cual —una vez logrado— lo colmó de alegría. Y todo eso para representar la misericordia de Dios, que por un pecador arrepentido se alegra más que por las noventa y nueve justas que no tienen necesidad de perdón. El hombre alumbró con la vela ese poster y con su dedo índice me mostró la oveja que Jesús portaba sobre sus hombros, y dijo: “Ese corderito soy yo”. Ese gesto del hombre me estremeció y afectó tanto, que me emocioné hasta las lágrimas. No puede responderle nada y me quedé en silencio. Quizás alcanzó a percibir mi reacción ante su insólita confesión, porque el hecho es que yo lloraba y no podía disimularlo. Mis compañeros no entendían nada y me preguntaban con insistencia qué me había dicho o hecho ese hombre para que mi visita a la cueva hubiese terminado así.

Cuando me calmé les dije que este hombre me había dado una lección de humanidad entre las más grandes que yo había recibido en mi vida. Les conté todo con detalles y ellos escucharon atentos y en silencio. Entonces de todo lo acontecido saqué la conclusión de que él, sin decirlo directamente, me había dicho que, en realidad, sabiendo que era algo así como la escoria de la humanidad, pese a eso, sabía que era ante todo un ser humano, y Cristo lo acogía y lo salvaba.

Uno de mis acompañantes era evangélico, y dijo después que fue la voluntad de Dios la que permitió que yo viviera aquel día esa experiencia, y que ellos estuvieran ahí como testigos.

Marginales y marginados

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