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EL CEJA

PEREGRINO DE LA RUTA 5 NORTE

En la Ruta 5 Norte que une las ciudades de la V Región con la ciudad capital, en el lugar llamado cuesta de Las Chilcas, vivía precariamente un hombrecito a quien, por su baja estatura, llamaban el Enano de Las Chilcas. En cierta ocasión que pasé por el lugar con unos amigos, al verlo caminando por la berma derecha, detuvimos el auto y me bajé con la intención de conocerlo y preguntarle si necesitaba algo. El individuo me miró de arriba abajo y me preguntó si yo era polaco. Le respondí que era tan chileno como él. Su pregunta se debió quizás a que entonces usaba una camisa de cuello alto y redondo como ha sido la tradición en los países eslavos.

Cuando le pregunté si necesitaba algo, me respondió que no necesitaba nada, y me quedó mirando en silencio, por lo que entendí que mi curiosidad por su persona lo incomodaba.

Cuando ocurrió este encuentro-desencuentro yo había oído hablar de este sujeto a quien los automovilistas y sobre todo los camioneros consideraban algo así como una mascota humana del gremio, y más aún, como poseedor de una virtud que atraía la buena suerte a quienes se le aproximaban. Eso explica por qué muchos conductores de vehículos, después de su fallecimiento, concibieron el proyecto de erigir en ese lugar un pequeño monumento para honrar su memoria con una escultura pequeña que lo representara, pero la municipalidad de la comuna se opuso.

Por lo que se oía decir del Enano de Las Chilcas y por lo que percibí en nuestra brevísima conversación, parece que el hombre tenía sus facultades mentales alteradas. La causa de esta anomalía habría sido el hecho de que su esposa e hijos perecieron en un accidente de ruta, lo que probablemente ocurrió en el lugar que él escogió para establecer su morada, la que consistía en una simple casucha de tablas.

A poco andar, quizás un año después, descubrí que lo que había buscado en vano en el Enano de Las Chilcas, lo vine a hallar en la larga explanada que se extiende entre Las Chilcas y la cuesta descendente que enfila la ruta hacia Polpaico y Santiago, en cuyo centro están situadas las localidades de Rungue y Montenegro, frente al imponente cerro Huechún.

El personaje hallado en esos tramos de la ruta no era un enano, sino más bien un hombre alto, de un metro ochenta centímetros o más. A todas luces se veía que era un mendigo. Se desplazaba dificultosamente apoyado en dos bastones, pues era poliomielítico de las dos piernas. Iba cubierto con piezas de vestir negras, raídas y sucias. Sus pantalones estaban formados por trozos de trapo negros, cocidos, y más arriba, desde las rodillas hasta el cuello, su cuerpo estaba cubierto por un vestido de mujer blanco o que fue blanco. Sus zapatos no eran tales sino trapos enrollados en sus pies y amarrados con cáñamo. La pieza principal de este atuendo era un largo sobretodo negro, cuyos extremos le llegaban hasta más abajo de las rodillas, muy roído y manchado.

Hacía tiempo que había divisado a este personaje al pasar por el lugar rumbo a la V Región, pero hasta cierto día de un mes de octubre —más luminoso y bello que de costumbre— no se había dado antes la ocasión de abordarlo y conversar con él. Cuando la posibilidad se dio aquel día, íbamos un grupo en un auto Pontiac de 1967. (El encuentro se puede situar a mediados de la década de los ochenta del siglo pasado, en plena dictadura militar).

En esa ocasión los excursionistas eran, aparte del suscrito, el Patricio —dueño del auto—, el Bassi —alumno de no sé qué facultad de la Universidad Católica de Chile— y un cuarto a quien no logro identificar.

El sujeto venía caminando por la berma de la izquierda, en dirección sur norte, y nosotros viajábamos en la misma dirección. Pasamos adelante y nos detuvimos a unos cien metros de distancia o más. Él, al ver a estos cuatro individuos que se detenían en la ruta y se bajaban del vehículo con la clara intención de abordarlo, se sintió inseguro, y de inmediato metió su mano en un bolsillo, seguramente para coger un cuchillo u otra arma de defensa. Yo entendí por qué él hacía eso, y dije a mis acompañantes que se quedaran en el lugar mientras me adelantaba para saludarlo. Avancé hacia él y, desde unos cinco metros de distancia le dije: “buenos días señor”. No le di la mano porque él tenía ocupadas las dos en los bastones que le servían de apoyo. Este gesto de cordialidad lo tranquilizó, y con una cierta sonrisa dijo “estoy saboreando la entrevista”, lo que calzaba justo con la intención con que nos aproximábamos a él, y que intuyó desde mi saludo.

No recuerdo cuáles fueron las primeras palabras con que se inició la conversación, aunque de inmediato fue informado de que yo era profesor de la Universidad Católica de Chile, y mis acompañantes eran tres alumnos míos.

Al enterarse de eso, inició sin preámbulo alguno una sorprendente exposición de sus ideas sobre la inteligencia humana y el conocimiento. Sus reflexiones, que ciertamente procedían de un largo meditar sobre las cosas y la vida, nos impresionaron sobre todo por lo inesperado y lo profundo, y más que eso aún, por ser las ocurrencias de un hombre reducido a la extrema miseria.

A continuación, transcribo una síntesis de lo dicho por él en ese encuentro.

Comenzó entonces diciendo: “No crea usted señor que hay de esto…”, lo cual dijo señalando con un dedo la parte superior del cráneo. “No hay nada de eso que llaman inteligencia. Su inteligencia, señor profesor, no es superior a la de un mosquito. ¿Sabe usted qué es lo único que hay? Lo único que hay es un padre y una madre, por eso, siendo yo un hombre llevo puesto este vestido de mujer…”. Y diciendo esto abrió su sobretodo y nos mostró el vestido aquel que fue blanco, el cual le cubría hasta las rodillas.

“Por eso, soy dueño de todo esto que usted ve. Este es mi tesoro. Pero fíjese usted en la tremenda injusticia de estos hombres que con su dinero se adueñan de todo. Ellos no me dejan entrar a estas tierras que son mías, porque si paso por la alambrada a un lado me disparan, y si paso al otro me echan a los perros…”.

“Pero no moriré, me disolveré en el aire de estos valles”.

“Entre mis principales preocupaciones están el andar sobre la cuerda floja y el lanzamiento de los cuchillos, oficios circenses”.

“Todos los males del mundo provienen de la letra ‘E’. Por ejemplo, los Ferrocarriles del Estado, FF.CC”.

“Yo he hecho los Ferrocarriles del Estado; he hecho la fábrica de monedas y las fuerzas armadas… Pero me quedaron un poco mal hechas”.

“Mi nombre es Carlos Ernesto Jorquera Aceituno, C-E-J-A para servirlos”.

Tal fue en síntesis lo dicho en esa ocasión por este personaje a quien, en adelante, llamaré el CEJA.

Se entiende que lo dicho por él no fue como esta transcripción de apretada síntesis. El hombre desarrolló su discurso con observaciones sobre el acontecer, las cuales, en la mayor parte de los casos, poco o nada tenían que ver con el meollo de las verdades trascendentes que proclamaba entonces, no sin cierta solemnidad.

Se notará que, desde el comienzo de su discurso, el CEJA afirmó perentoriamente que no hay verdadera inteligencia en los hombres, que la única vía verdadera del conocimiento es lo que él llamó el padre y la madre. Con esto, al parecer, nos estaba enseñando la clave del verdadero conocimiento, que no es otra sino la polaridad de un principio creativo paterno y un principio receptivo materno, y esa clave, por lo que se deduce de la intención que motivó sus palabras, solo él la poseía.

Resulta sorprendente, por otra parte, que el CEJA no se haya limitado a razonar sobre esta enseñanza capital de su sabiduría, sino que haya sentido la necesidad de expresarla en su mismo atuendo, al agregar a sus piezas de vestir masculinas un traje de mujer del cual hizo alarde.

Por lo que sigue de su discurso deduzco que se trata de una serie de metáforas de una filosofía personal para entender el mundo, elaboradas por un hombre solitario y capaz de reflexionar, la cual debía ser expresada también mediante cosas y hechos concretos. Por eso después de referirse a su vestido de mujer, extrajo de lo dicho la conclusión de que entender el mundo desde el par de opuestos complementarios, de lo paterno y lo materno, le confería un poder que lo constituye en dueño del mundo.

Se trata al parecer del antiguo mito del andrógino, aquel ser con forma humana que posee los dos géneros en sí mismo, lo que le entrega ese poder que no tiene ningún otro hombre, porque posee la clave del verdadero conocimiento. Es de suponer entonces por qué la primera parte de su discurso fue dirigida a mí, pues su intención era claramente la de oponer esa sabiduría dialéctica natural a la academia representada ahí por el “señor profesor”.

Lo dicho por el CEJA en su discurso, para un psiquiatra o psicólogo, corresponde a esa psicopatía que llaman esquizofrenia, en la que se pierde el sentido de realidad acerca del mundo y de uno mismo, se fracciona la actividad mental y se salta de un tema a otro sin solución de continuidad. Con todo, cuando él expuso esa primera parte, en la que dejó sentado los principios de su visión del mundo y de sí mismo, y aunque fuera el lenguaje de un loco, sentí una inclinación irresistible a reverenciarlo, pues por mi conocimiento del Libro de las Mutaciones de Confucio, esas palabras —que para un profano habrían sido solo los dichos disparatados de un psicópata— las pude leer en su verdadero sentido, y hasta sentí que él adquiría en ese momento una cierta superioridad sobre todos los que lo escuchábamos, la cual provenía de un hombre que parecía estar rescatando la clave primaria del conocimiento, siendo como él era realmente, un desgraciado reducido al último estado de la degradación humana, provocando en quien miraba —desde otro ámbito de la existencia— una especie de vergüenza, por ser un ejemplar acomodado en la sociedad burguesa y libre para filosofar al nivel de una cultura de elite. Por eso, mientras lo escuchaba proclamar sus verdades, me preguntaba: “¿Por qué me ha ocurrido hoy esto a mí?”. Y me alejé de ahí al fin en la seguridad de que el suceso pertenecía a la cadena de hechos significativos que en mi vida han adquirido el carácter de un referente obligado.

Esa primera parte del discurso del CEJA era la más enjundiosa y rica en simbolismo, aunque quedaba por resolver lo de la “cuerda floja y el lanzamiento de los cuchillos”, lo que después de mucho darle vuelta al asunto, resultó ser una metáfora poética de su andar rectilíneo por la ruta sin poder inclinarse a un lado ni al otro, porque en un caso le disparaban y en el otro le echaban los perros. Y en lo que se refiere al lanzamiento de los cuchillos entendimos, no sin esfuerzo, que también era una metáfora tras la cual él escondía la experiencia, no exenta de riesgo, de su proximidad a los vehículos que corren por la ruta a gran velocidad, pues él mismo nos dio la pista para interpretarlo así al decir, “yo los he visto a esos desgraciados con los dientes afuera, sangrando atrapados entre los fierros”.

La rúbrica final de su declaración de principios, esto es, “no moriré, me disolveré en el aire de estos valles”, constituye un acontecimiento de alto contenido poético, porque un profesional de la poesía puede escribir eso sobre un papel, pero dicho por el CEJA en esas circunstancias, por los espinos florecidos a los que se refirió como su “tesoro”, por el color dorado intenso de sus innumerables pequeñas flores, mientras su penetrante aroma impregnaba toda la atmósfera del valle, momentos como ese son instantes estelares en la historia de la conciencia humana y su secreta nostalgia del paraíso, aunque provengan de un ejemplar de esa especie malogrado en todos los aspectos de su ser.

Y hasta se me ocurre que dicho por un ser así, cuya estampa contrastaba tan fuertemente con la esplendorosa belleza del paisaje, eso mismo que involucra una contradicción acentúa la elevación del hecho, y cubre al CEJA de una cierta aura espiritual.

El paso de un tema a otro por bruscas interrupciones y cortes del discurso, algunos de los cuales he omitido en esta transcripción, llegó a su punto culminante cuando nos dijo: “todos los males del mundo proceden de la letra ‘E’”. Y como ejemplo de esa declaración mencionó los Ferrocarriles del Estado. Si en esa peregrina declaración se escondía algún simbolismo, el descubrirlo fue tarea para más tarde. En ese sentido, lo más probable que quisiera decirnos es que su aversión a esa letra se debe a que es la inicial de la palabra esquizofrenia. Y no es imposible que el CEJA, como hombre de un buen decir y cierta cultura básica, haya escuchado a algún médico u otra persona mencionar a esa enfermedad como el mal que él padece y que lo inhabilita para vivir como el común de los hombres, aunque a juzgar por el ejemplo de los Ferrocarriles del Estado, podría estar sugiriendo que para sus peregrinaciones rectilíneas por la Ruta 5, él siempre tenía que cruzar la línea férrea que separa el límite del poblado con la ruta pavimentada, y es probable que —en más de una ocasión— haya visto venírsele encima al tren de carga que suele pasar frente a Rungue, aldea donde ocupaba una pieza en una casa abandonada.

Cuando hizo esta declaración como el ejemplo de los FF.CC., le pregunté por qué asociaba la letra ‘E’ a los ferrocarriles, a lo que respondió preguntándome: "cuál es la sigla de los Ferrocarriles del Estado”. Le dije que esa sigla “FF.CC.” no contenía ninguna ‘E’. Él sonrió entonces invitándome a pronunciarla de nuevo. Lo hice, después de lo cual me hizo notar que al decir Efe-Efe-Ce-Ce, yo había pronunciado seis letras e…

Así, nuestra interpretación de su aversión por la quinta letra del alfabeto quedó entre esas dos posibilidades. Aunque en lo que respecta a la segunda interpretación, él pudo incurrir en una contradicción al afirmar que “yo creé los Ferrocarriles del Estado; también creé la fábrica de monedas y las fuerzas armadas… Pero me quedaron un poco mal hechas…”. Cabe observar que este último comentario, no exento de ironía, lo libera de toda responsabilidad y contradicción.

Porque parece claro que esa fina ironía de su parte lo dejó en evidencia también como un hombre que está consciente de ser quien es, y sabe engatusar a los curiosos que se le acercan. En ese sentido se entendía bien que, en esas palabras veladas, se burlaba del gobierno militar, con lo cual él esperaba tal vez congraciarse con sus interlocutores.

En una revisión a distancia de todo lo dicho por el CEJA en esa conversación, resulta coherente con lo anterior el hecho de que, acto seguido, se hubiese referido a la “fábrica de monedas”. A este respecto explicó que las monedas de cobre de cien pesos se fabrican cortándolas con una sierra de un chuzo de cobre. Digo que este tema es coherente con el anterior porque si quiso congraciarse con sus interlocutores, burlándose del régimen militar, ese acto fue la preparación para introducir astutamente en la conversación el tema del dinero, con la esperanza de que estos señores que se habían cruzado en su camino pagaran con un aporte en efectivo el privilegio de poder conversar con un iluminado.

La conversación terminó con dos graciosas salidas. La primera fue motivada por una demostración de habilidad musical que hizo uno de mis acompañantes, tocando una quena al estilo de la música andina. Cuando la música cesó, y al preguntarle qué le parecía el toque de mi amigo, él respondió “música típica de un país imaginario”.

La segunda salida —y última— fue darnos a conocer su nombre en respuesta a una pregunta mía. Pero no se limitó a darnos a conocer solo su nombre de pila, sino que nos recitó su doble nombre personal y su doble apellido familiar: “Me llamo Carlos Ernesto Jorquera Aceituno, C-E-J-A para servirlos”, a lo que luego agregó, “podría ser nombre de carabinero, ¿no les parece?”.

Antes de que se retirara me adelanté a preguntarle si necesitaba “sencillo”, al mismo tiempo que le pasaba un puñado de monedas de cobre de cien pesos de esas que, según él, se fabrican cortándolas con sierra una por una, de un chuzo largo de cobre. Él recibió el dinero como distraídamente y sin mirar cuántas monedas eran, y explicó que necesitaba comprar un poco de té y azúcar (aunque entiendo que de su alimentación diaria algunas personas de Rungue, como la señora Trivelli, lo ayudaban). Así resguardó hábilmente su dignidad de marginal extremo, evitando pedir limosna como hacen otros menos iluminados que él.

Entiendo que para la mayor parte de las personas no es posible tomar en serio los dichos de un hombre reducido a la extrema miseria, y menos aún imaginar que sus reflexiones sobre la vida y el conocimiento pudieran contener alguna verdad trascendente. La verdad es que contra ese prejuicio se alza toda la sabiduría tradicional del mundo, pues en las tradiciones orales de todos los pueblos está presente un refrán ultra conocido que dice, “los niños y los locos dicen las verdades”, aunque estas verdades del refrán citado por lo general no son muy transcendentes, dándole a este dicho, sin embargo, toda la magnitud posible de su significado. De esto puede resultar, al fin, que la sabiduría del loco se eleve hasta los orígenes remotos de nuestra memoria genética, como ha sido el caso de nuestro CEJA, sobre todo en lo que se refiere a su androginia autoatribuida y alardeada.

En la película Fanny y Alexander, de Ingmar Bergman, hay un pasaje extraño en el cual entra en escena un ser andrógino llamado Ismael, que vive encerrado en un aposento especial de la casa de un comerciante judío. Su hermano Aron introduce al protagonista de la película, el niño Alexander Ekdahl, a la habitación de este Ismael para que viva con él una misteriosa experiencia de identidad. Ismael le pide a Alexander que escriba su nombre en un papel, y el niño lo hace en la seguridad absoluta de haber escrito Alexander Ekdahl, pero cuando Ismael le dice que relea lo escrito, Alexander, para su gran sorpresa, descubre que ha escrito Ismael Retzinsky.

Enseguida el andrógino Ismael le explica a Alexander que, pese a que ambos son seres diferentes, en una parte de sí mismos ambos son la misma persona. Después le pide que se ponga en una postura especial con el objeto de leer por intuición los pensamientos e imágenes de su mente, entre los cuales Ismael descubre la preocupación principal del muchacho, esto es, la figura imponente y aborrecida de su padrastro —el obispo luterano Edward Vergérus—, a quien Alexander, mediante el poder mental de la androginia de Ismael, logra dar muerte a distancia, provocando un incendio en su casa.

En esa larga secuencia de su película, Bergman expone en imágenes proyectadas la doctrina del andrógino según las teorías de la psicología analítica. El poder humano supremo surge de la unión equilibrada y completa del principio creativo paterno y del principio receptivo materno. Todos los grandes maestros espirituales del mundo deben su poder invisible a su androginia psíquica, la que ha sido simbolizada de diversas maneras, según las diferentes culturas, pero cuyo diseño remite siempre a la conciliación de los opuestos de una polaridad (unicornio, flor de lis, estrella de David).

En lo que se refiere a la androginia autoimpuesta del CEJA, eso resulta coherente con lo que dijo en seguida sobre su poder, al punto de proclamarse dueño de todo lo que podía verse en el entorno natural y creador de instituciones e industrias.

En el mismo orden, debemos interpretar su descalificación total de la inteligencia humana en el sentido de ser incapaz de alcanzar la verdad, la cual reside solamente en la dialéctica universal de lo creativo paterno y lo receptivo materno.

Debo decir que por mis experiencias con la extrema miseria vividas en mi fugaz relación con el troglodita del botadero de Valparaíso y con el CEJA, llegué a la conclusión de que en situaciones límites, del desastre de una vida humana, se actualiza la verdad contenida en el refrán popular chileno, que dice “los extremos se tocan”. Tal es el eco folclórico de un axioma de la sabiduría china, que dice “cuando una cosa adquiere cualidades o características extremas, se transforma en su contrario”.

En el caso del CEJA, la esquizofrenia aguda que padecía —unida a su cultura básica y a su capacidad de expresarse, manifestada en un buen decir— posibilitaba que su inconsciente arcaico liberara un contenido igualmente arcaico —pero no menos verdadero— de la sabiduría fundamental de todos los pueblos que antes vivieron insertos en el orden natural.

Cabe observar también que el CEJA algo debió saber de la cultura ilustrada para descalificarla tan radicalmente. La presencia del “señor profesor”, como antes se dijo, era la ocasión ideal para barrer con ella, y sugerir que nada aporta al mundo.

Dos de los que enfrentamos al CEJA llegamos después a la conclusión de que no es por un simple azar que él se cruzó en nuestro camino. Nuestras deducciones al respecto avanzaron demoliendo prejuicios, sobre todo los concernientes al concepto que teníamos de nosotros mismos. Y dedujimos que el encuentro ocurrió a la manera de un hecho sincronístico, de modo que la presencia del CEJA pasó a ser una proyección de nuestra interioridad en el acontecer objetivo, en el entendido de que los fenómenos sincronísticos son posibles porque el acontecer objetivo, en algún sentido, es un correlato analógico del acontecer interior del sujeto.

Pese a la apariencia de exageración que esta afirmación puede tener, el hecho es que para quien mira el suceso en el contexto de su propia existencia, que bien conoce, al menos en los hechos, nuestra incompatibilidad con el modelo de civilización vigente —en cuya estructura vivimos insertos todos—, es absoluta. Y, aunque mantengamos una apariencia de normalidad organizando nuestra vida y adaptándola a ese modelo, lo hacemos sobre la base de un desacuerdo fundamental que es nuestro mar de fondo, por el cual nuestra relación con el mundo —motivada por la obligación de cumplir con nuestro amargo compromiso— nos obliga a actuar siempre a contrapelo, hasta el extremo de que, por largos períodos del tiempo vivido, el mismo desvalimiento del CEJA nos domina irremediablemente, aunque seamos académicos, profesores “eméritos” y autores de una veintena de libros. Porque, aún en esas condiciones ventajosas de la vida burguesa, nuestro espejo interior nos refleja cobijándonos en una cueva abierta en el basural de Montedónico, o vestidos de harapos y poliomielíticos de ambas piernas, penando en la ruta pavimentada, expulsados del paraíso.

Otro aspecto sincronístico de mi encuentro con el CEJA se relaciona con mis estudios y trabajos académicos de esa época. Por esos tiempos dictaba un curso de filosofía, cuya materia era precisamente el famoso Libro de las Mutaciones de Confucio, tratado de dialéctica natural de lo creativo y lo receptivo. Y en más de una ocasión había yo explicado a mis alumnos que el hombre psíquicamente íntegro es aquel que tiene bien equilibrado el espectro completo de las virtudes paternas y las maternas, y por eso sus impulsos proyectivos sobre las cosas y las personas se compensa bien con la receptividad de que es capaz frente a los hechos que le toca vivir y las personas con que interactúa.

Desde hacía mucho tiempo que el conocimiento de este clásico confuciano, por una parte, y por otra, la teoría de Carl Gustav Jung sobre la sincronicidad y las coincidencias significativas, constituían el centro de mis investigaciones sobre las grandes tradiciones sapienciales de diferentes culturas, especialmente, del confucionismo, taoísmo y la sabiduría aborigen de Chile y Perú. Por eso, el hallar sorpresivamente a este ser surgido de la marginalidad absoluta, que lo primero que dijo en nuestra presencia haya sido una alusión a la dialéctica natural de lo paterno y lo materno; que enseguida haya extraído de esa dualidad la conclusión de que tal es la causa de que él poseía el poder de crear instituciones tales como la casa de monedas, el transporte ferroviario y los institutos armados, y el derecho de propiedad sobre la tierra y sus riquezas, hasta la misma inmortalidad (“yo no moriré…”), era un fenómeno de esos que Jung llama “coincidencias significativas”, tanto más si ese delirio mitológico —tan arcaico como la cultura paleolítica— procedía de un mendigo lisiado, coincidiendo en eso con las semblanzas que los textos sapienciales de todos los tiempos han hecho de la condición desmedrada de la sabiduría y el hombre sabio en un mundo insensato, hasta el extremo de que Cristo haya sido confundido con los malhechores, y al asumir como suyos todos los males y crímenes de la humanidad se haya transformado en un ser repugnante a los ojos de Dios, quien, según el profeta Isaías, apartó de él la mirada, lo que motivó el grito del crucificado que salió del fondo de su corazón: “Señor, ¿por qué me has abandonado?”.

Después de mi experiencia de conocer al CEJA fui a Rungue con la intención de averiguar algo más sobre el personaje. En lo que se refiere a su edad, algunos parroquianos me dijeron que andaría en los 70 o más años. Es de suponer que para llegar a ser él lo que vimos y entendimos acerca de su persona, debía precederle un largo pasado de sucesos desgraciados que lo redujeron al estado en que se hallaba en esos años de la década del ochenta del siglo pasado. Aunque no todos esos sucesos debían ser necesariamente desgraciados, pues sin tener en cuenta su estado miserable extremo en lo material y en su lamentable estado físico, el hombre en su conversación demostraba tener una cierta cultura de base, lo cual se percibía en lo que antes califiqué como un “buen decir”, y revelaba poseer un desarrollado sentido estético y poético con no poco ingenio y gracia.

Lo que pude averiguar por el testimonio de algunas personas del poblado es que el CEJA en su pasado fue un buen ebanista que fabricaba muebles de calidad en Santiago. Y, a juzgar por lo que decían los informantes sobre este aspecto de su vida, todas sus desgracias comenzaron desde que descubrió que el componente alcohólico del barniz que él aplicaba a la madera de sus muebles le resultó ser una bebida de su agrado. Se trata de ese ingrediente que los de su oficio llaman “pájaro verde”. Y no pasó mucho tiempo antes que sucumbiera al hábito de ingerir este brebaje diariamente, lo que fue la causa determinante de su locura.

No pude averiguar entonces si la poliomielitis de sus dos piernas era una discapacidad que padecía desde la infancia o que la contrajo siendo mayor, porque conozco el caso de un adulto que contrajo esa enfermedad a los cuarenta y tantos años, y no sería improbable suponer que si la poliomielitis lo afectó siendo un adulto, volviéndolo un discapacitado, esa haya sido la causa de haber caído en el vicio de beberse el “pájaro verde”, lo que habría desencadenado el proceso de su decadencia total hasta la miseria extrema y la locura. Lo cual, sin embargo, no anuló en él lo que había de más profundo, esto es, la clara intuición de cuáles son los fundamentos más remotos de la sabiduría humana, y el buen uso del lenguaje para expresar su pensamiento en el diálogo con otros.

Es probable que algunos informantes me hayan explicado por qué el talentoso ebanista don Carlos Ernesto Jorquera Aceituno terminó viviendo y muriendo “su corta muerte diaria” en el pequeño poblado de Rungue, pero la causa de este hecho, si es que la conocí, hoy no logro hallarla en la bodega de mi memoria.

La mayor parte de esa información sobre el pasado profesional del CEJA me la dio la hija de un anciano a quien llamaban don Ernesto, y quien entonces era el cuidador de un fundo que se extiende frente a Rungue hacia el oriente, el cual, en aquellos años, pertenecía a una señora de nombre María Trivelli, cuya casa patronal —situada en la calle principal de Rungue— ella habitaba. Ese fundo fue adquirido después por Codelco, pero la casa de doña María aún está en su lugar, abandonada.

Por ella supe que el CEJA había estado muy enfermo algunos años atrás y que ella lo hizo internar en una posta, donde permaneció un tiempo hasta su recuperación. Pero acerca de este insignificante episodio, la hija de don Ernesto agregó un relato que arroja una nueva luz sobre la inspirada personalidad de este personaje.

Según lo que me informó, el CEJA, mientras permaneció internado en la posta, fue atendido diariamente por una enfermera llamada la “Vero” (Verónica), quien parece que era una bella muchacha, y además muy caritativa. El CEJA, por primera vez en el proceso de decadencia de su vida, se sintió tratado con afecto y consideración, por lo que se alumbró en él un sentimiento de verdadero amor por esta joven. Pero a él no le bastó con vivir esa experiencia en el silencio de su corazón, quiso dejar un testimonio público de su sentimiento y en una hoja de cuaderno escolar, con un lápiz azul, cuando volvió a Rungue y dejó de ver a su amada, redactó una carta dirigida a ella, la cual no envió, obviamente, pero dejó en la repisa de un teléfono público que había entonces en Rungue para que la leyera el primero que llegara.

La carta parece haber circulado por varias manos, porque la hija de don Ernesto dijo haberla leído cuando se la mostró otro sujeto del lugar, aunque ella no sabía dónde se encontraría cuando me relató lo ocurrido.

Según su testimonio, en esa carta el CEJA reconocía ser un hombre destruido, una ruina humana, pero con un corazón noble, como noble era el sentimiento que la Vero le inspiraba. También le decía que él estaba consciente de la distancia insalvable que los separaba, y que por eso nunca se atrevió a decirle nada que delatara su amor. Finalmente, le decía que ella era un ángel que Dios le envió para que lo cuidara en esos momentos difíciles de su vida.

Anexo

El dueño del Pontiac 1967, el Patricio, recuerda otro encuentro que tuvo con el CEJA en un viaje de Santiago a Valparaíso. Yendo por la Ruta 5, pasando frente al poblado de Rungue, divisó al hombre caminando como siempre, afirmado en sus dos bastones, y se aproximó a él sin bajarse del auto. Intentó tomarle una fotografía, pero él se lo prohibió amenazándolo con una maldición si lo hacía, aunque lo reconoció como uno de los que conversaron con él en el encuentro anterior. El Patricio cuenta que, después de amenazarlo con su maldición, le dijo: “Usted no es usted, usted es el siguiente”, frase que para él se transformó en una obsesión desde ese día. El motivo de esa idea fija es el hecho de que el único testigo de estas palabras del CEJA atribuye a ellas una cierta virtud profética. Eso se debe a que en la época en que el encuentro ocurrió él pasaba por grandes conflictos consigo mismo, entonces que un “iluminado” en esas circunstancias te venga a decir que tú no eres tú, significa que la carencia de una estabilidad interior de que sufres no te capacita aún para tener una identidad personal, lo cual, sin embargo, vino a ocurrir muchos años después, cuando la desaprensión de la juventud comenzó a ser reemplazada por el compromiso de contraer matrimonio y fundar una familia, practicar un oficio para ganarse la vida y mantener un hogar. Aunque cabe hacer notar lo insólito que resulta que alguien pueda llegar a creer que este hombre poseía una virtud que daba a sus palabras un poder de carácter profético, pese a lo cual, sin embargo, no se puede negar que el interpelado oyó en ese momento lo que tenía que oír, y que eso que oyó debía interiorizarse en él hasta el punto de convertirse en la clave de su maduración psicológica.

Con todo, hay que preguntarse por qué el CEJA desde su miserable estado parecía tener esa clarividencia sobre las cosas y las personas. Quizás el mal que él padecía, si bien lo dejaba indefenso y carente de todo recurso frente a los rigores de la existencia, liberaba su mente de todo control convencional, la dejaba limpia de prejuicios, como un espejo que puede reflejar la realidad, sin pasar por una elaboración racional.

Con todo lo dicho hasta aquí sobre el CEJA, me atrevo a calificarlo de un iluminado; una versión muy especial del sabio popular anónimo chileno.

Marginales y marginados

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