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INTRODUCCIÓN

Hay hombres cuya estructura mental no encaja en la racionalidad que rige el orden imperante. Son seres hechos para otro orden, para otra verdad, que viven en un desajuste con la realidad. Tales son los marginales.

Cabe hacer una distinción, eso sí, entre marginales y marginados. Los primeros lo son por estructura y vocación, y los segundos por la fuerza de las circunstancias. Casi un tercio de la población mundial vive hoy en diferentes niveles de marginación forzada, y entre esa gente no son pocos los que habitan en grandes basurales.

Entre los marginales verdaderos hay también los que ignoran la causa de su malestar, y los que la han hecho consciente. Pero sean de una u otra categoría, todos los marginales apuntan consciente o inconscientemente a un orden distinto de aquel en que les tocó nacer.

Durante mi larga existencia he buscado afanosamente un mundo, “otro”, donde pueda sentirme en armonía con mi entorno y en paz conmigo mismo, con la desventaja de tener que buscarlo siempre en medio de lo que es este mundo en el que nací, como un ser extraño a él.

En eso está dicho todo, todo el contenido de este libro, es decir, mi incompatibilidad con el modelo de sociedad en que se basa el sistema dominante; esta civilización industrial, este constructo puramente económico y tecnológico en que ha venido a parar el mundo, todo lo cual constituye para mí una herida abierta que nada ha podido cerrar. Gran parte de mi trabajo como escritor está referido, directa o indirectamente, a ese tema.

El texto que ofrezco a continuación es autobiográfico, pero no es como lo sería un relato completo de los hechos de mi vida ordenados cronológicamente. Es una secuencia de fragmentos de mi experiencia del vivir, escogidos especialmente porque son un reflejo del mundo de los marginales, ya sea que estos hayan vivido su experiencia como un desastre o como un logro exitoso. Las reflexiones que acompañan la narración le dan al texto el carácter de un ensayo, de ahí el subtítulo de esta obra.

Todo marginal tiene una versión personal de la verdad, esto es, del deber ser, de lo que debiera hacerse para que las cosas fueran mejor o distintas de lo que son. El caso extremo fue el de un humilde carpintero de la ciudad de Nazaret, quien se transformó en un predicador popular que —a poco andar— empezó a ser seguido por grandes multitudes, porque era un buen sanador de enfermedades y otras anomalías corporales como la ceguera, la sordera, la parálisis, y hasta, se dice, que resucitaba muertos. Este hombre, que desde su infancia dio muestras de no encajar en el mundo que lo vio nacer, confidenció a sus amigos más íntimos que él no solo conocía la verdad, sino que él era la verdad…

Sus temas predilectos eran el amor y la justicia, por eso a lo largo de su existencia se mantuvo a prudente distancia de los poderosos y eminentes; y, como en su trato con los demás no rechazaba a los ladrones ni a las prostitutas, ni a los mafiosos cobradores de impuestos, leprosos, paralíticos y ciegos, se ganó la fama de ser un malhechor, por lo que, al cabo de tres años de actividad pública, fue detenido y acusado de múltiples delitos de los que, ciertamente, era inocente.

El gobernador de la zona en que predicaba lo hizo comparecer para interrogarlo, porque había oído que este sujeto pretendía ser el rey de su pueblo. En el interrogatorio le preguntó si, efectivamente, él era el rey, a lo que respondió: “Tú lo has dicho, yo para eso he nacido, para dar testimonio de la verdad”. El gobernador le preguntó enseguida: “¿Qué es la verdad?”. Pero él no le respondió con palabras, sino con su sola presencia, con la que le dijo sin decirlo: “La verdad es que los hombres sean como yo soy”.

Lo que resulta increíble de esta historia es que la versión de la verdad, dada por este hombre sin palabras, se difundió por el mundo y tuvo el poder de cambiar el paradigma cultural de esa época. Pero antes de que eso ocurriera, sus enemigos —que eran muchos y muy bien posicionados en puestos de poder— lograron que el gobernador autorizara su ejecución, la que según la legislación penal de ese entonces debía efectuarse por crucifixión. Murió clavado en un madero como un maldito, junto a dos malhechores.

La historia pudo terminar ahí, pero para sorpresa de sus enemigos, sus seguidores comenzaron a difundir la noticia de que el occiso —después de ser sepultado— abandonó el sepulcro y comenzó a aparecerse a varios de ellos, instantes en los que algunos decían haber recibido enseñanzas y mandamientos. El caso más notable de estos fue el de un tal Pablo de Tarso, quien hasta entonces había sido uno de sus peores enemigos, después de lo cual devino en seguidor y apóstol.

Este apóstol fundó muchas comunidades en torno a las enseñanzas que dijo haber recibido directamente del resucitado. En ellas reinaba el amor y la justicia, y todo se compartía fraternalmente, de lo que resultaba un contraste absoluto con la racionalidad del régimen imperante en el mundo de entonces, en el que regía la ley del más fuerte y la vida humana no valía nada.

A los que miraban desde afuera el proceso espiritual de este cambio —tan radical en los usos y costumbres de estas agrupaciones— no se les hubiese ocurrido jamás que el proceso terminaría abarcando todos los territorios del imperio que entonces dominaba Europa y el Medio Oriente, y que ese cambio pondría término a toda una civilización para inaugurar un nuevo orden social.

Ahora bien, si todo marginal tiene una versión personal de la verdad, es decir, del deber ser, este humilde carpintero es el único que se ha atrevido a identificar la verdad con su persona, con lo cual la sacó del ámbito del conocimiento, definiéndola en términos de calidad humana según el modelo que él nos ofreció en sí mismo.

Por lo general, los marginales rechazan el orden establecido como modelo de organización social, porque —según ellos— este ejerce una presión que violenta a nuestra naturaleza y tuerce el destino de la criatura humana.

Cierto es, por otra parte, que no todo el que tiene una versión del orden diferente de aquella en que está inserto es realmente marginal. En ese sentido la historia está llena de reformadores de muy diverso pelaje, que parecen querer cambiarlo todo sin estar consciente que sus transformaciones se sustentan en la misma matriz de civilización que sirve de base al orden que desean abolir.

Es lo que ha ocurrido con los socialismos reales, sobre todo en los casos en que el régimen es asumido por un país que puede ser calificado de gran potencia. Pues cabe hacer notar que en el mundo hay y ha habido grandes potencias capitalistas y socialistas, cuyas diferencias se reducen a poco o nada ante el solo hecho de que sean grandes potencias. En ellas, con uno u otro color político, la explotación del hombre continúa igual, como también la explotación de los recursos naturales, pues son por sobre todo sociedades dominadoras que operan como tales, dentro y fuera de sus fronteras.

Es preciso dejar en claro esto para que se entienda que la verdadera marginalidad, consciente o inconscientemente, apunta siempre hacia un cambio de paradigma cultural. El caso extremo de eso es lo que el carpintero de Nazaret llamaba el Reino de Dios, el cual se fundamenta no solo en un conjunto de nuevas verdades trascendentes acerca del destino y el comportamiento humano, sino en un cambio cualitativo capaz de transformar al hombre en una nueva creatura.

En el mundo actual han proliferado los marginales en el buen sentido de la palabra. Lo digo así porque hace medio siglo hubo falsos marginales como los del movimiento hippie. Lo de falso que tenía su marginalidad era porque sus opciones de vida se presentaban como diferentes al sistema reinante —pero en apariencia— pues estaban referidas solo a la transgresión de los límites que esta civilización impone a los individuos en su conducta personal. De ahí los cambios de vestimenta, en la apariencia física, en los estímulos psíquicos logrados mediante drogas, en la libertad sexual, la música y la poesía practicadas como euforizantes, los textos subversivos de inspiración anárquica y el abandono del cuidado personal en lo que se refiere al aseo.

El itinerario anual de los hippies en sus peregrinaciones, cuya meta final era el nacimiento del río Ganges en India, tenía varios puntos de encuentro masivo y relevo, uno de los cuales era París. El lugar preciso de reunión de los llegados de diversos países, era la plaza pública que hay en el extremo de la Isla de la Cité, en el río Sena, llamada Vert-Galant. A ella, concurrí varias veces a presenciar el fenómeno del encuentro multitudinario del hippismo internacional, con la intención de conversar con estos peregrinos. En realidad, logré más de una vez dialogar con algunos y, a veces, con grupos de unos tres o cuatro. Algunos de ellos me dijeron que practicaban la meditación y que seguían las enseñanzas de Lao Tse, cuyo libro de Tao leían asiduamente. Esto podía ser real en los hechos, pero frente a estos seres mi intuición me decía que de taoístas no parecían tener traza alguna. Hediondos y poco aseados, descuidados en sus tenidas, desparramados en sus posturas y actitudes, algo cínicos en su manera de pensar.

Uno de ellos, de nacionalidad estadounidense, era hijo de un rico empresario, y su padre le financiaba el viaje. Le hice notar que una revolución que procura crear hombres libres de la dependencia del sistema, no debe descansar en la seguridad que le ofrece el dinero del mismo, a lo que él respondió que su padre estaba cumpliendo un deber con él. “¿Cuál deber?”, le pregunté. Y su respuesta fue: “Yo no le pedí a mi padre ni a mi madre venir a este mundo, ellos me trajeron. Por lo tanto, son los responsables de que esté aquí parado y tienen que hacerse cargo de esa responsabilidad”.

Marginales y marginados

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