Читать книгу No te arrepientas de quererme - Gema Guerrero Abril - Страница 14
ОглавлениеCapítulo 6
Esa noche acabó casi a las tres de la mañana. Después de salir del restaurante, Sonia, Óscar y Alba se marcharon a tomar una copa y acabaron en el piso de Sonia para charlar. Sonia le regañó por no haber tenido el valor de acercarse a hablar con David.
—¡Que no te va a morder! Desde luego, con lo que tú eres parece mentira que te comportes así.
—Es que me gusta demasiado y no creo que él sienta lo mismo —se defendió de los ataques de Sonia.
—Y nunca lo sabrás si sigues evitándolo. —La miró con el ceño fruncido.
—Bueno, cariño, déjala. ¿No ves que está agobiada? —Óscar intentó mediar, pero Sonia no le dejó.
—¿Tú qué sabes? Alba necesita un empujoncito —dijo mirándola con una sonrisa de malota.
—No, no y no. No se te ocurra, Sonia. No te lo perdonaré —la amenazó Alba poniéndose de pie—. Me voy a mi casa. Mañana tengo cosas que hacer.
—Vale, cobarde, hablamos mañana —le respondió Sonia cuando la abrazó para despedirse de ella—. ¡Échale huevos! Que no se diga.
Alba llegó a su casa y se tiró en la cama con ropa y todo. No paraba de darle vueltas al asunto David. No quería reconocerlo, pero Sonia tenía razón. Tenía que hacer algo, debería hablar con él y después decidir. Si David también estaba interesado en ella, pues bien; y si no lo estaba, entonces ya sabría que por ahí no tenía que seguir. Cuanto antes supiera si él sentía lo mismo, menos daño se haría. ¿Pero cómo acercarse a él y qué le diría? Tardó mucho en dormirse y volvió a soñar con David.
Mientras, David salió con unos colegas. No tenía mucho ánimo, pero ante tanta insistencia al final aceptó. No dejaba de pensar en Alba; cada vez le gustaba más y no sabía de qué manera acercarse a ella. Podía hacerlo con la excusa de su padre, pero ella podría extrañarse. Las cosas del estado de Antonio sería normal que se las dijera a su esposa antes. Jamás había tenido tantas dudas con ninguna mujer. Bueno, tampoco es que tuviera una vida social muy amplia. Hacía tiempo que no salía con ninguna mujer, desde que su relación se terminó, hacía casi un año. Las mujeres no le atraían como antes. Desde que cumplió los treinta, la perspectiva de su vida había cambiado. Casi todos sus amigos estaban casados o a punto de hacerlo y él sentía que se le pasaba la vida. Con 32 años se sentía un poco mayor para andar de ligoteo y cada vez aguantaba menos cuando salía. Lo que antes era casi obligatorio ahora era un suplicio, no le apetecía. Estaba más a gusto en su piso recién estrenado, con un buen libro y escuchando su música con una copa de buen vino y charlando con Alba. ¡Dios! ¿Qué estaba pensando? «Alba, alguien inalcanzable», se dijo.
Harto de ir de un lado a otro, se despidió de su grupo de amigos y se marchó a casa. Necesitaba estar solo y pensar.
Domingo por la mañana. Bueno, domingo a mediodía. Alba se levantó desperezándose, se duchó, arregló la casa, puso una lavadora (ya plancharía por la tarde) y se metió en la cocina para plantearse el menú de la siguiente semana. Mientras cocinaba se puso música y anduvo cantando entre fogones. Comió algo de pie sobre la encimera de la cocina, recogió todo rápidamente y se marchó al hospital.
Llegó al hospital pasadas las tres. Su madre se quedó hasta las cinco, cuando Carmen (la vecina) pasó a ver a Antonio y las dos se marcharon. Alba sacó sus enseres de afeitado y como cada día se ocupó de su padre.
Pensó en la manera de abordar a David, con qué excusa acercarse. Mientras le afeitaba pensó algo para acercarse al doctor. Tenía que ser algo más o menos importante para que David no notara que ella estaba muy interesada en él. No podía preguntarle por el tiempo, como sugería Sonia.
No se le ocurría ningún tema que pudieran tener en común. Él era médico; ella, secretaria (si la oyera su madre). No podía hablarle de abogados, casi todo el mundo hablaba mal de ellos. Picapleitos, eso es lo que para todo el mundo era un abogado, no algo que supiera que le fuese a interesar. Cuando recogió todo y volvió de nuevo a sentarse al lado de la cama se le ocurrió algo.
«¡Ya lo sé! —se dijo a sí misma—. Le preguntaré por el coma de mi padre, cuándo cree que le podrán retirar la sedación. Como no nos hemos visto, quizá se crea que no sé cómo va y…».
En ese momento se abrió la puerta y entró David con una carpeta en las manos.
—Hola —saludó David, cerrando la puerta despacio.
—Hola —le contestó Alba, poniéndose de pie de un salto. A punto estuvo de caerse de culo del impulso, pero se agarró a la cama de su padre y evitó hacer el ridículo.
—Vamos a ver cómo va Antonio. No hace falta que salgas —le dijo al ver que se dirigía hacia la puerta.
Alba se quedó al lado de la ventana, observando en silencio a David. Este estaba muy nervioso; la había visto llegar y había visto también salir a su madre hacía un rato. Supuso que no volvería y que Alba se quedaría hasta que acabara el horario de visitas y se marchara, por lo que, armándose de valor, se decidió a entrar y echar un vistazo al enfermo y a su hija.
Ahora que la tenía delante no sabía qué decirle, así que se entretuvo en estudiar el informe de Antonio. Comprobó sus constantes, los registros de tensión y temperatura, ajustó la sedación, tomó un par de notas en la carpeta que llevaba y una vez terminó se quitó las gafas y, frotándose el puente de la nariz, se dirigió a Alba.
—Parece que todo va bien. —La miró con una sonrisa en los labios.
—Genial. Es una buena noticia.
—Mañana le volveremos a hacer unas pruebas y si el coágulo ha seguido disminuyendo y no es preocupante le retiraremos la sedación.
—¿De verdad? —Alba se acercó a David y cogiéndole de una manga de la bata le dijo—: ¿Habrá algún peligro para él?
David miró la mano que Alba tenía en su manga y, aunque apenas le tocó, sintió una descarga por el brazo. Alba le soltó de repente, disculpándose avergonzada. Agachó la cabeza, roja como un tomate. David carraspeó y se sintió mal. No quería que Alba pensara que ese gesto le había molestado. Al contrario, ese leve roce le había hecho sentir muchas cosas, pero no se esperaba la reacción de Alba y ahora ya era tarde para explicarse. No quería que ella pensara que le había molestado.
—Habrá que esperar a que despierte —le explicó sin apenas mirarla—. Puede que al principio esté un poco desorientado, que sufra una pequeña amnesia con los recuerdos recientes, pero hasta que no despierte no lo sabremos.
—Entiendo. ¿Cuánto tiempo cree que tardará en despertar después de retirarle la sedación? —le preguntó, tratándole de usted. Ya lo había dejado claro para ella: era la hija de un paciente, nada más. Había visto la mirada cuando le agarró sin apenas darse cuenta. Para ella estaba claro.
—Pues no sé, depende de cada paciente. Horas, no más de un día. Y, por favor, tutéame.
—Bueno… Yo… Mañana, bien. Es genial. Sí, genial. Gracias, doctor. Digo… David.
—Alba, yo…
La puerta se abrió y una enfermera entró buscando al doctor.
—Doctor Montero, el paciente de la 435. Venga, por favor.
—Claro.
Se despidió de Alba y salió de la habitación. Alba se dejó caer en el sillón y mirando a su padre le dijo:
—¿Qué te parece? Me gusta, me estoy colgando de él, pero no voy a hacerme ilusiones. Ya te contaré. Y más vale que mañana despiertes, porque te necesito. —Y sintiendo las lágrimas dejó que salieran libremente.
Su padre despertaría y ella podría contarle todo, los días tan difíciles que habían pasado y todas las «conversaciones» que había mantenido con su madre. Le contaría los detalles de su relación con Israel y por qué lo habían dejado; el nuevo negocio de Sonia y la ilusión de que querían ser papás y ella madrina, se lo habían prometido; la situación en Argentina de su hermano, al que le resultaba muy difícil escaparse a España y que tardaría en venir; y los planes que harían para cuando saliera del hospital. Se le ocurrió que ese verano podrían ir todos a Argentina unos días de vacaciones. Así de paso conocerían a Elisabeth, la novia de Jesús.
Salió del hospital un poco más tranquila, esperando con ansia el día siguiente y que su padre despertara por fin.