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G. W. F. HEGEL,

LA TRANSFORMACIÓN DE LA METAFÍSICA

La filosofía de Georg Wilhelm Friedrich Hegel constituyó el último gran intento de convertir en unidad sistemática todas las formas del saber de una época, así como la totalidad de los órdenes de la experiencia humana. En unos años en que las ciencias modernas comenzaban a diferenciarse y separarse de la filosofía, dicha aspiración enlazaba con la gran tradición de la metafísica occidental, cuya herencia Hegel quiso salvar para la modernidad.

A la vez, su dialéctica especulativa pretendía dar cuenta de las transformaciones provocadas por la Revolución francesa, acontecimiento crucial que sacudió a la Europa de comienzos del siglo XIX . Asimismo, el pensador de lo absoluto se propuso repensar el concepto de «experiencia» en el orden de las transformaciones históricas; a dicho concepto, Kant acababa de otorgarle un nuevo fundamento desde el supuesto de la radical finitud del conocimiento humano, y esto sería muy bien aprovechado por Hegel, cuya filosofía analizó la modernidad desde el punto de vista de dicho propósito. Hasta hoy, ninguna corriente señera ni de la época moderna y ni siquiera de la actual podrá entenderse al margen de este pensamiento, ya sea porque lo desarrolle, ya sea porque se le enfrente o porque asuma de forma implícita sus concepciones. Esto es válido tanto para las corrientes materialistas y marxistas como para el existencialismo que se inició con Kierkegaard; y también para la filosofía de Nietzsche, el pensamiento teológico del siglo XX , Heidegger, la hermenéutica, la fenomenología, la teoría crítica y los desarrollos del estructuralismo y del postestructuralismo. Hasta en la filosofía analítica anglosajona, decididamente antimetafísica, emerge desde hace unos años una seria discusión de la idea hegeliana de que el lenguje no se puede pensar con independencia de los procesos históricos y sociales de su evolución.

Después de todos los intentos de interpretar cada aspecto del pensamiento de Hegel, de superarlo, de «destruirlo», de «desconstruirlo» o de olvidarlo, las filosofías actuales vuelven a encontrarse, bajo las condiciones de la modernidad tardía, frente al problema de la relación entre las dos caras de la idea hegeliana de la verdad, que en las discusiones habían permanecido separadas: la de la radical historicidad de la verdad, que no puede apelar a ninguna instancia exterior que no sea ella misma, a su vez modificable, y la de su pretensión de ser comprehensiva, «sistemática», lo cual le permitiría entender sus distintas formaciones históricas y culturales como diferenciaciones de un contexto inmanente.

En una época en que la civilización científico-técnica de la última modernidad se ha «globalizado» y somete el conjunto de la variedad de experiencias culturales e históricas a su tendencia unificadora, y en la que los horizontes de experiencia y los mundos tradicionales se disuelven y el propio concepto de experiencia se ha escindido y fragmentado merced a la ciencia en inmensos campos especializados, la lectura de Hegel confronta nuestras vivencias, expectativas y hábitos de recepción con desafíos incalculables que son todo menos «cosa del pasado».

VIDA

La vida de Hegel estuvo profundamente ligada a la evolución de su pensamiento. Vista desde fuera transcurrió sin demasiadas tensiones, y los escasos testimonios biográficos que el propio Hegel dejó escritos, muy parcos en lo que se refiere a su persona, apenas permiten entrever las tensiones interiores que el filósofo exteriorizó no en comunicaciones personales, sino en su filosofía. Ésta se desarrolló, a diferencia de la de Friedrich Schelling, sin rupturas ni autocorrecciones decisivas, con la inagotable paciencia que requerían los continuos nuevos enfoques y un sistema en incesante proceso de diferenciación. Karl Rosenkranz, discípulo y primer biógrafo de Hegel, dice en el «Prólogo» a su biografía del maestro:

La mayor dificultad de mi trabajo radicaba en la peculiaridad del modo de pensar hegeliano, la de tener que desarrollarlo todo científicamente en todos los respectos y en todos los pasos. Su producción fue una tranquila procesión de su inteligencia, una continua actividad de su persona entera. Por eso su biografía carece del atractivo de los grandes contrastes y los impulsos pasionales, y sólo la significación intensiva del hombre que la protagoniza la preserva de la excesiva monotonía. 1

Así pues, la descripción de la vida de Hegel ha de orientarse ante todo hacia su pensamiento.

Primeros pasos

Georg Wilhelm Friedrich Hegel nació el 27 de agosto de 1770 en Stuttgart. Tras asistir al instituto de dicha ciudad, en 1788 se matriculó en la Universidad de Tubinga, al tiempo que era admitido en el Seminario de Tubinga, una institución ducal en la que convivían en comunidad estrictamente reglamentada estudiantes que cursaban la carrera de pastor protestante. Los estudios constaban de dos años de filosofía y tres de teología; Hegel los concluyó en 1790 y en 1793, respectivamente, y obtuvo el correspondiente diploma de magister. El hecho intelectualmente significativo de que Friedrich Hölderlin y Schelling estudiasen con Hegel en este seminario ha dado pie —debido a su posterior celebridad— a múltiples anécdotas que muchas veces rozan la leyenda. En realidad se dispone de muy pocos datos sobre sus estudios y sus relaciones, pero las cartas que intercambiaron posteriormente indican que compartían profundas inquietudes filosóficas que al parecer nacieron en aquella época. El Seminario de Tubinga, en concordancia con su finalidad, era una institución muy conservadora, por lo que las nuevas ideas kantianas llegaron allí pero apenas tuvieron una ulterior elaboración, ya que más bien se procedió a adaptarlas a las necesidades de una formación teológica. Esta circunstancia tuvo que avivar el espíritu de resistencia y de solidaridad de los estudiantes, que, inspirados por las ideas de la Revolución francesa y las tendencias de la filosofía de la época, esperaban la instauración de cambios intelectuales y políticos.

En la primera carta que le dirigió, Hölderlin recordaba a Hegel que cuando terminaron sus estudios se despidieron «con la consigna “reino de Dios”»:

Por muchas metamorfosis que pasemos, creo que siempre nos reconoceremos en este lema […]. Por eso estamos seguros de que nuestra amistad durará eternamente. Por lo demás, te echo muchos de menos. Tú has sido tantas veces mi genio tutelar… ¡Cuánto te debo! 2

Y una carta de Schelling a Hegel, en la que se recuerdan antiguas reflexiones comunes, expresa sus intensos esfuerzos por dar continuidad a las ideas de Immanuel Kant frente a una filosofía académica que quería adueñarse de ellas para conformar una dogmática teológica:

Kant ha dado los resultados; las premisas siguen faltando […]. ¡Tenemos que ir más lejos con la filosofía! Kant ha barrido con todo. Pero ¿cómo lo iban a notar? ¡Hay que triturarlo ante sus ojos y dárselo a palpar con sus manos! ¡Oh, los grandes kantianos que ahora hay por todas partes! Se han quedado en la letra y se santiguan de ver aún tanto en pie. 3

De la respuesta de Hegel se deduce que aún no acompañaba a Schelling en su énfasis revolucionario. Dice que se ha «vuelto a dedicar sobre todo al estudio de la filosofía kantiana» y reconoce que «los esfuerzos modernos por alcanzar profundidades cada vez mayores me son tan poco conocidos como los de Reinhold ». 4

En 1793, inmediatamente después de concluir sus estudios, Hegel trabajó como preceptor privado en una casa patricia de Berna: tal era el primer peldaño, entonces habitual, de los licenciados en filosofía y teología que no deseaban ejercer la profesión de pastores y optaban por la de educadores en familias adineradas. Alejado de los cenáculos literarios de Alemania, su correspondencia de los años de Berna muestra que en esta ciudad, donde echaba en falta una biblioteca, aún no podía exhibir nada comparable al vertiginoso desarrollo intelectual de Hölderlin y de Schelling. Sólo a finales del año 1797 se le ofreció la posibilidad de dejar Berna y trasladarse a Frankfurt, donde Hölderlin, que también ejercía allí de preceptor privado, le había encontrado otro puesto. En agosto de 1796 envió a Hölderlin, que le mantenía al corriente de sus gestiones como mediador, el poema Eleusis , que también le dedicó:

Se me presenta la escena del abrazo

anhelado, fogoso; más tarde las preguntas, el interrogatorio

más profundo, recíproco,

tras cuanto en actitud, expresión y carácter

el tiempo haya cambiado en el amigo… placer de la certeza

de hallar más firme, más madura aún la lealtad de la vieja alianza,

alianza sin sellos ni promesas,

de vivir solamente por la libre verdad y nunca, nunca,

en paz con el precepto que opiniones y afectos reglamenta. 5

La vida en Frankfurt

Aunque los testimonios sobre la vida de Hegel en Frankfurt y su amistad con Hölderlin son muy escasos, de los manuscritos de Hegel se deduce que este período fue muy importante para la evolución de su pensamiento. Junto con Hölderlin, Jacob Zwilling e Isaac von Sinclair participaba en las discusiones filosóficas de la denominada Alianza de Espíritus. 6 De los textos de esta época debe mencionarse ante todo el titulado «Primer programa de un sistema del idealismo alemán», 7 un célebre fragmento, redactado presumiblemente en 1796 o 1797 y conservado con la letra de Hegel, pero cuya autoría ha sido y sigue siendo discutida. En él se nombran, junto a Hegel, sobre todo a Schelling y a Hölderlin. 8 Únicamente puede considerarse seguro que el texto, en el que se aprecia la impronta intelectual de los tres autores, procede de una discusión en la que Hegel participó. Este texto es importante sobre todo como documento que prueba la existencia de una inquietud intelectual y política que, en conexión con el giro copernicano de Kant y las ideas de la Revolución francesa, dio origen a una rápida sucesión de radicalizaciones de la filosofía kantiana que se proponían poner a contribución los resultados de Kant y su enfática idea de la libertad para una transformación de las relaciones sociales. A partir de la idea de «de mí mismo como un ser absolutamente libre» había que desarrollar un sistema de ideas con una definición completamente nueva de los conceptos tradicionales de la «naturaleza» como hecho objetivo, del «Estado» como conjunto de «engranajes mecánicos» del gobierno y de la «forma de sociedad» del feudalismo en extinción sobre la base de la idea de libertad individual. El fragmento, que culmina en la exigencia de una nueva «mitología de la razón», concluye con la remarcada expectativa de una nueva era en la que la razón se manifeste en todos los órdenes de la vida social y suprima las estructuras tradicionales de gobierno: «Sólo entonces podremos esperar igual desarrollo de todas las fuerzas del individuo, que es como decir de todos los individuos. Ninguna fuerza será ya reprimida. ¡Entonces reinará la libertad universal y la igualdad de los espíritus!».

En esta formulación resuenan los trabajos de Hegel en Berna, en los que oponía la mitología griega como religión vivida, la «iglesia invisible», a la «religión positiva» y al dominio de un edificio doctrinal dogmático y jerárquicamente organizado. Consecuentemente, Hegel concibió el problema de «acercarse a Dios», como dice en una carta a Schelling de agosto de 1795, no como aproximación a una meta objetivamente concebida, sino como reflexión y apertura del yo autorreferencial, que ha de descubrir a Dios en sí mismo y en su relación con el prójimo.

Los manuscritos filosóficos de Hegel pertenecientes a su período de Frankfurt testimonian, como ya hemos dicho, un intenso intercambio intelectual con Hölderlin, quien durante sus estudios en Jena ya había desarrollado una crítica de la filosofía de Johann Gottlieb Fichte, particularmente de su idea del «yo absoluto». Las reflexiones de Hölderlin y Hegel se concentran en la manera de superar las separaciones dualistas de Kant, que Fichte no eliminó, entre razón pura y naturaleza, y vida intelectual y vida histórica, en una unidad que tuviera en cuenta las exigencias de la modernidad que alboreaba: la idea de esa unidad no podía quedar por detrás de la concepción de Kant y debía evitar una trascendencia dogmáticamente presupuesta, pero también el problema no resuelto de Kant, quien fundaba la unidad de la razón únicamente en la razón subjetiva, oponiéndola así directamente a la naturaleza. La nueva idea de unidad que Hegel, Hölderlin y Schelling enfáticamente invocaban con la fórmula panteísta hen kai pan (uno en todo y todo en uno) no debía pensarse como síntesis abstracta de la multiplicidad, pues entonces su universalidad vendría definida por «oposición» a la multiplicidad y dejaría de ser unidad. Tendría, por tanto, que ser —y esto es lo que expresa la fórmula— una unidad «absoluta», una unidad efectiva como inmanencia en la multiplicidad sin que ninguna oposición la determinase, y que conviniera indivisa a «cada una» de sus formas: cada forma individual —y aquí se anuncia una nueva idea del hombre generada por la Revolución francesa— sería expresión igualmente originaria y no parcial de esa unidad.

A la filosofía moral de Kant, que separa la esfera de la moralidad de la vida social de los individuos concretos, Hegel opone la figura de Cristo y el mandamiento de un «amor» universal, no excluyente, que «restituya» al hombre «su integridad». Y esto significa, ante todo, que le permita encontrar en el otro no los límites de su libertad individual, sino una ampliación de dicha libertad. Las ideas del «amor» y de la «vida» desarrolladas en la Alianza de Espíritus en el fondo aspiraban —como ya lo hacía la consigna de Tubinga «reino de Dios»— a derivar de la idea cristiana de Dios hecho hombre la consecuencia de una «inmanencia» radical de la idea de Dios: sólo así se podría defender el contenido de esta idea contra el dogmatismo de la teología tradicional y las implicaciones nihilistas de la filosofía kantiana, en la que Dios se volatiliza en un mero postulado «con fin práctico» al servicio de la fundación del sujeto autónomo. 9 Sobre este fondo, los conceptos de «amor» y «vida» formulan la unidad de diferentes sujetos o formas de vida de tal manera que dicha unidad está «en» ellos y no destruye su diferencia, sino que la deja existir: «[…] únicamente en el amor somos unos con el objeto: aquí el objeto no domina ni está dominado. Este amor, convertido por la imaginación en un ser, es la divinidad». 10 A partir de esta idea, Hegel elabora el concepto de una religión que, como religión «positiva», no sólo presupone dogmáticamente lo creído como dato sino que, como algo vivido, lo realiza en lo que es una religión fundadora de una comunidad libre. 11

El «Fragmento de sistema de 1800» —así denominado por su primer editor, Franz Rosenzweig— desarrolla esta temática y define el concepto de «vida» como una unidad que no puede en modo alguno separarse o abstraerse de la multiplicidad de sus formas individuales: la vida sólo es real en sus formas y en virtud de las diferencias entre ellas, es decir: multiplicándose —y estas formas a su vez sólo son reales en su diferenciación y en virtud de esta diferenciación. En este sentido «vida» puede entenderse como una «unión de unión y desunión» en la que ambas partes, unicidad y multiplicidad, tienen igual derecho. 12 A partir de esta idea, Hegel desarrolló aquí el concepto de «espíritu», que tan importante fue para su filosofía posterior: «Se puede llamar espíritu a la vida infinita en oposición a la multiplicidad abstracta, puesto que espíritu es la unidad viviente de lo múltiple». 13

Una pequeña herencia recibida tras la muerte de su padre permitió a Hegel liberarse de la servidumbre de su trabajo de preceptor y vivir independiente durante algún tiempo. Pensaba trasladarse a Jena, donde Schelling enseñaba junto a Fichte y gracias a sus escritos había adquirido fama como filósofo. Pero Hegel deseaba antes, como dijo en una carta a Schelling, terminar «algunos trabajos y estudios ya empezados. Antes de que me atreva a lanzarme al torbellino de las letras en Jena, quiero fortalecerme con una estancia en un tercer lugar». 14

Docencia en Jena, Nuremberg y Heidelberg

De hecho, Jena se había convertido en un centro de debates intelectuales. En la cercana Weimar, Johann Gottlieb Fichte, Friedrich Schelling, Friedrich y August Wilhelm Schlegel, Friedrich Schiller y Johann Wolfgang Goethe eran sólo los nombres más conocidos de los que impulsaban el «torbellino literario» de la ciudad. Cuando Hegel llegó a Jena en 1800, la estrella de esta ciudad ya había empezado a declinar: poco antes Fichte había perdido su cátedra bajo la acusación de ateísmo y también por acciones escandalosas de algunos estudiantes contra él, y se había ido a Berlín. Para obtener la autorización docente en la universidad, Hegel debía seguir el procedimiento de admisión, que consistía en una defensa de tesis propias y un trabajo de habilitación, para el que Hegel eligió un tema de ciencias naturales: la Dissertatio philosophica de Orbitis Planetarum , que trataba de la relación entre la matemática, la física y la filosofía en la explicación de los fenómenos de la naturaleza.

En los años de actividad docente que siguieron, Hegel desarrolló los fundamentos de su posterior sistema. Impartió cursos de filosofía, de lógica y de metafísica, de derecho natural, de enciclopedia de la filosofía y de filosofía de la naturaleza y del espíritu. A Hegel le interesaba, como subrayó en su curso de introducción, la filosofía como praxis viva: «Pues la verdadera función de la filosofía acaso no sea otra que aprender a vivir desde ella y con ella». 15 Su primer libro —Diferencia entre los sistemas de filosofía de Fichte y Schelling — fue ya fruto de su intenso trabajo de preparación, pues después de redactarlo en pocos meses apareció antes de terminar el curso del año 1801. En esta obra Hegel se ponía de parte de Schelling, cuya filosofía de la naturaleza lo alejaba cada vez más de Fichte, pero dejaba bien claro su propio punto de vista frente al de Schelling. A ambos les interesaba no sólo fundar la verdad —la relación entre sujeto y objeto— en la subjetividad trascendental, sino también comprender el carácter histórico y natural de esta misma subjetividad. Mientras que para Schelling el conocimiento de la verdad se alcanza mediante la elevación extática del pensamiento subjetivo a un «punto de indiferencia», es decir, a una dimensión de la experiencia en la que la diferencia de sujeto y objeto se «anula», Hegel quería resituar los conceptos de sujeto y objeto y su relación en el horizonte de sus transformaciones históricas. Mientras que para Schelling la filosofía era ante todo una elevación esotérica que no podría «preparar a la plebe», 16 Hegel concebía esa elevación como una transformación racionalmente reproducible del pensamiento objetivo y de la «inteligencia humana común», la experiencia de la cual puede ser transmitida. 17

Para subrayar la importancia de una renovación filosófica, Hegel y Schelling editaron juntos una revista semestral, el Kritisches Journal der Philosophie. Después de fracasar en sus intentos de atraer a Fichte, los hermanos Schlegel, Friedrich Schleiermacher, Schiller y Goethe, ambos quedaron como únicos autores de la revista. Estaban tan de acuerdo en su intención de suscitar un debate fundamental sobre las bases dualistas de la filosofía contemporánea, que ni siquiera firmaron sus contribuciones con su nombre. Los artículos más importantes de Hegel son «Creer y saber», en el que discute el subjetivismo de Kant, Fichte y Carl Jacobi, y «Sobre los modos de tratar científicamente el derecho natural», que, contra la fundamentación del derecho en Kant y en Fichte a partir de una idea abstracta de la razón, recurre a la idea antigua de la civilidad para eliminar la separación entre razón y realidad empírica. Aquí se percibe ya la temática de su posterior Líneas fundamentales de la filosofía del derecho.

Al preceptor privado Hegel no le resultó fácil ponerse del lado del famoso Schelling. Frente al impulso retórico y al énfasis revolucionario de Schelling, Rosenkranz dice que:

La manera sencilla de Hegel era como practicar una sangría. Su exposición era la de un hombre que, haciendo total abstracción de sí mismo, se concentra en el tema; naturalmente no prescindía de la expresión adecuada, pero sí de la abundancia retórica. 18

Las construcciones densas y complicadas del texto de Diferencia entre los sistemas de filosofía y su búsqueda de un lenguaje idóneo ilustran sobre las dificultades de su exposición, pero también sobre la pasión filosófica que la animaba. De ahí que sus lecciones y sus publicaciones fueran poco a poco atrayendo la atención de los estudiantes y del público en general. Hegel fue descrito en testimonios de la época como hombre comunicativo, y en los círculos intelectuales de Jena era un invitado bien recibido. Este interés por el filósofo se veía favorecido por el hecho de que, después de la polémica del ateísmo en torno a Fichte y la marcha de éste, Jena empezó a perder su importancia como centro de debates literarios y filosóficos. Muchos profesores emigraron a otras universidades, entre ellos, en el año 1803, también Schelling, que fue nombrado profesor en Würzburg. En el verano de 1803 Schiller recomendó a Hegel —«una sólida cabeza filosófica» según él— a Guillermo de Humboldt, y el 9 de noviembre de este mismo año escribía a Goethe: «nuestro Dr. Hegel tendrá muchos oyentes que no quedarán defraudados con su exposición». 19 Los intereses científicos de Hegel lo pusieron en contacto con Goethe, con quien realizó experimentos de filosofía natural. El 30 de enero de 1804 Hegel fue nombrado asesor de la Sociedad Mineralógica Ducal, y más tarde en el mismo año, miembro de la Sociedad Naturalista de Westfalia. Pero a pesar del afianzamiento de su posición intelectual, su situación institucional no era satisfactoria. En febrero de 1805 fue nombrado profesor extraordinario, pero este puesto tampoco tenía nada de fijo, por lo que hubo que seguir viviendo del dinero de los oyentes de sus lecciones.

Sus esfuerzos por acceder a un puesto de profesor ordinario en una universidad se interrumpieron de repente el 13 de octubre de 1806, cuando las tropas napoleónicas ocuparon Jena. Hegel consiguió a duras penas salvar sus papeles de los saqueos y enviar a la imprenta los últimos pliegos de la Fenomenología del espíritu , cuya redacción había concluido, como más tarde diría a Schelling, «la noche anterior a la batalla de Jena». 20 La ya difícil situación en que la ocupación francesa y la interrupción de su actividad docente le habían puesto se complicó aún más con el nacimiento de un hijo fruto de su relación con Charlotte Burckhardt, «una mujer casada y abandonada del servicio del conde». 21 El hijo recibió el apellido de su madre y pronto ingresó en un internado, aunque Hegel se preocupó de su formación, y ya en 1817, después de ser nombrado profesor ordinario en Heidelberg, el hijo ilegítimo fue acogido en su familia. En esta difícil situación, sin ingresos ni expectativas de admisión en una universidad, su amigo Friedrich Niethammer le ofreció la dirección del Diario de Bamberg, que Hegel aceptó obligado por la necesidad. Este trabajo le proporcionó ingresos fijos y le dejó tiempo para su trabajo científico, pero tener que ocuparse del periódico le parecía una servidumbre. La tarea de «escribir en un periódico —observa— ha apagado más que reforzado» su «inclinación a la política». 22 El que «durante tantos años había anidado libremente en los roquedales junto al águila y se había acostumbrado a respirar el aire puro de la montaña», escribe a Niethammer, ahora debe «alimentarse de los cadáveres de ideas muertas u otras (modernas) nacidas muertas y vegetar en el ambiente plomizo del vacuo parloteo». 23

Después de publicar la Fenomenología del espíritu se hizo patente el creciente distanciamiento entre Hegel y Schelling. En el «Prólogo» a esta obra Hegel había polemizado fuertemente contra los intentos contemporáneos de entender lo absoluto «como un terreno esotérico» y de acceder a él a través «del sentimiento y de la intuición», en vez de desarrollarlo conceptualmente y hacerlo transparente. 24 El 1 de mayo de 1807 Hegel había enviado un ejemplar a Schelling y, en carta adjunta, recalcaba que esa polémica, en la que recurría a fórmulas del propio Schelling, iba dirigida contra discípulos y admiradores suyos, no contra él mismo. Pero Schelling se veía directamente aludido en esa polémica. El 2 de noviembre de 1807 respondió a Hegel con una fría carta en la que reconocía que su lectura aún no había pasado del «Prólogo», aunque mencionaba las diferencias existentes entre ellos, que sintetizaba en esta frase: «por eso confieso que hasta ahora no he comprendido el sentido en el que opones el concepto a la intuición». 25 Esto marcó ya el punto en el que los caminos de Schelling y Hegel se separarían definitivamente. Aunque no se produjo una ruptura entre ellos, filosóficamente no tenían ya nada que decirse. En 1912 Hegel escribió a su amigo Niethammer acerca de un breve encuentro con Schelling: «Schelling me ha visitado, y ha estado amigable; no hemos tocado philosophica ». 26

Hegel hizo continuos esfuerzos por evadirse del trabajo en las «galeras del periódico», 27 labor adicionalmente dificultada por la censura política. En mayo de 1808 aceptó una nueva oferta de Niethammer —que entre tanto había sido promovido a consejero de la dirección oficial de escuelas e iglesias—, y en noviembre fue nombrado director del instituto de Nuremberg, donde además debía enseñar rudimentos de filosofía. Con este nombramiento aún no había alcanzado su meta de vivir enteramente del trabajo científico, pero había avanzado algunos pasos hacia ella: «Cada día estoy más convencido —escribe a Niethammer— de que el trabajo científico aporta más cosas al mundo que el práctico; cuando el reino de las ideas experimenta una revolución, no soporta la realidad». 28

Los materiales que documentan la actividad docente de Hegel demuestran que el filósofo trabaja intensamente en la elaboración de su propio sistema filosófico, pero sus escritos propedéuticos acusan también un notable esfuerzo pedagógico, al que ya estaba acostumbrado desde su trabajo anterior como preceptor privado. Un antiguo alumno recordó en tono laudatorio las clases de Hegel, el trato con sus alumnos y su «educación libre»: «la obra de Hegel como director en Nuremberg fue extraordinariamente beneficiosa». 29 Pero Hegel no se contentaba con enseñar filosofía:

En cuanto a la exposición de la filosofía en el instituto —escribió en un dictamen—, lo primero y principal es la forma abstracta. A la juventud hay que apartarla primero del ver y oír; debe desprenderse de las representaciones concretas, abandonarlas en la noche interior del alma, y ceñirse a este terreno, retener definiciones y aprender a distinguirlas.

Sólo después de haber quedado eliminados todos los prejuicios del sano sentido común se puede pasar a un pensamiento «dialéctico» que trabaja con la conexión de oposiciones para desde ahí llegar finalmente a lo «especulativo», es decir, a la intelección en el nuevo contexto de todas las oposiciones. 30

En septiembre de 1811, a la edad de cuarenta y un años, Hegel contrajo matrimonio con Marie von Tucher, veinte años más joven que él. Fruto de este matrimonio —tras la muerte al poco de nacer de una primera hija— fueron dos hijos varones: Karl Friedrich y Thomas Immanuel Christian. «Puedo decir que he alcanzado —descontadas algunas modificaciones convenientes para mí— mi meta terrena, pues con mi ocupación y una mujer cariñosa se puede ya vivir en paz en este mundo», escribió a Niethammer. 31

Pero Hegel sólo estaba en paz con sus ambiciones privadas, no con sus anhelos filosóficos. Las mencionadas «modificaciones convenientes» se refieren a la posibilidad de una cátedra en la universidad, la cual le permitiría vivir conforme a sus inclinaciones filosóficas. Inclinaciones cuyos frutos se revelaron cuando en 1812 y 1813 aparecieron los primeros tomos de su Ciencia de la lógica , a los que en 1816 siguió un tercero. Esta obra, cuya publicación Hegel había anunciado por vez primera ya en 1802 y en la que desde entonces no había dejado de trabajar, se puede considerar la obra filosófica capital de Hegel, y en ella aspira nada menos que a la fundamentación de una metafísica adecuada a la modernidad que por un lado tenga en cuenta el giro kantiano, según el cual el pensamiento ya no dispone de ninguna instancia trascendente para su fundamentación, y por otro refleje la génesis histórica de la concepción de Kant y añada a ésta una nueva lectura de la metafísica clásica. Si, según Kant, todo ser está dado sólo en el horizonte del pensamiento subjetivo, entonces hay que comprender también este pensamiento como algo surgido históricamente y, por ende, cambiante. Todo cuanto pensemos y todo cuanto salga a nuestro encuentro como ser se halla —como explica Hegel en el «Prefacio»— mediado por el lenguaje. Nuestros conceptos no sólo son instrumentos con los que hacemos referencia a una realidad dada, sino que además son las condiciones creadoras para que nos sea dada alguna realidad: ellos «producen» realidad en un doble sentido.

Ya Kant había concebido la lógica trascendental no como ciencia abstracta frente al ser, sino como lógica de la constitución del ser objetivo mediante las formas de nuestros conceptos. Ahora Hegel pensaba además estas formas conceptuales no como formas atemporales sino como maneras históricamente gestadas y cambiantes de producir y experimentar realidad. Por eso, lo que Hegel llama «concepto» no se puede reducir, al igual que el lenguaje humano, a un yo como su origen. Pues el «yo» y su «pensamiento» no son datos atemporales, sino que a su vez suponen ya conceptos concretos e históricamente mudables. De ese modo, el «concepto» y la lógica de sus transformaciones son para Hegel el elemento en el que se diferencian y transforman en la historia las distintas representaciones y constelaciones del yo y del mundo. Cualquiera que sea el modo de definir la realidad y de distinguirla de nuestro pensamiento, tal distinción implica siempre una lógica, y esta lógica es resultado de formas de pensar históricamente gestadas que, como dice Hegel, «atraviesan todas nuestras representaciones» y actúan en ellas. La tarea que Hegel se propone llevar a cabo en la Ciencia de la lógica consiste, pues, en «hacer consciente esa naturaleza lógica que anima al espíritu, que penetra y obra en él». 32

La reconstrucción que Hegel hace de la lógica creadora determinante de las distinciones entre pensar y ser en la historia del espíritu se inicia en el tomo primero, dedicado a la «Lógica del ser», con las determinaciones del pensamiento que condicionan nuestras representaciones del ser como algo dado: las categorías de la metafísica tradicional. El tomo segundo, que trata de la «Lógica de la reflexión», desarrolla a partir de ahí las categorías de la reflexión, en las que el ser se presenta conforme al giro trascendental de Kant en el horizonte de los conceptos humanos. Y en el tomo tercero, que expone la «Lógica del concepto», Hegel, como consecuencia de las consideraciones precedentes, desarrolla los conceptos de una «lógica especulativa», es decir, de una lógica que nos permite determinar la relación, constitutiva de «una y otra», entre las diferenciaciones del pensar y del ser. Esta lógica de las relaciones mudables entre pensar y ser sustituye para Hegel a la metafísica clásica, que había reducido dichas relaciones a un principio trascendente. La verdad debe ahora aparecer como una lógica inmanente de las diferencias presupuestas o dadas que las «supera» y las hace objeto de un nuevo pensamiento.

Las dificultades de tan ambiciosa empresa son obvias, y Hegel, que hasta su muerte sometió su lógica a continuas reelaboraciones, era consciente de ellas. Pide al lector, como escribe Hegel en el «Prefacio», una «renuncia a sus propias reflexiones y ocurrencias», es decir, la capacidad para cuestionar sin reservas —o permitir que el texto los cuestione— los presupuestos y los prejuicios que siempre actúan en nuestro pensamiento. 33 El texto impone esta exigencia incluso al propio modo de exposición de Hegel, algo que él ilustra recordando la leyenda que dice que «Platón rehízo siete veces sus libros sobre la República». Recordar esto, prosigue, «debería hacer sentir más fuerte el deseo de disponer de tiempo libre para volver a elaborar setenta y siete veces un trabajo que, por pertenecer al mundo moderno, tiene delante de sí un principio más profundo, un objeto más difícil y un material más amplio que trabajar». 34

Durante este tiempo, Hegel nunca perdió de vista la última de sus metas terrenas: «liberarme de nuestro amodorrado sistema escolar y docente» 35 y tener tiempo libre para poder dedicarse íntegramente a su trabajo filosófico como profesor universitario. 36 En agosto de 1816, diez años después de abandonar Jena, sus esfuerzos por ocupar un puesto en la universidad se vieron finalmente coronados por el éxito, ya que fue nombrado profesor ordinario en Heidelberg. A pesar de las numerosas quejas sobre la dificultad —cuando no ininteligibilidad— de su exposición, Hegel aglutinó en torno a su figura un círculo creciente de alumnos a la par que consolidaba la fama filosófica que había adquirido con la Fenomenología del espíritu y la Ciencia de la lógica . Por vez primera intentó y logró reunir sus múltiples intereses e investigaciones filosóficas en un todo sistemático, y en 1817 dio a la estampa la Enciclopedia de las ciencias filosóficas , un compendio para los oyentes de sus lecciones, de la que en 1827 y en 1830 salieron otras ediciones revisadas. El título Enciclopedia alude, según explica Hegel, «por una parte a la extensión de un todo y, por otra, a la intención de reservar lo particular para la exposición oral». 37 Las formulaciones del libro, condensadas en forma de tesis, están concebidas como un armazón sistemático suplementario para sus clases, en las que Hegel comunica sus ideas en libre exposición. Ya en el Prólogo a la primera edición dejó bien clara su pretensión de establecer un nuevo comienzo de la filosofía: polemizaba contra la «escasa profundidad» y la «carencia de ideas» de la filosofía de su tiempo, que, por un lado, se instalaba en los resultados de la filosofía kantiana y, por otro, no salía del escepticismo en lo tocante a los problemas metafísicos. La filosofía de Hegel no es «sistemática» en el sentido de que presuponga un esquema conceptual al que aplicar sus contenidos, sino en el sentido de que busca relaciones constitutivas en cada uno de sus contenidos: como en una obra de arte, el todo adquiere su forma primariamente en la configuración de las particularidades —pero las particularidades no son contenidos arbitrariamente recogidos, sino configuraciones de un todo que se realiza en ellas.

En la Universidad de Berlín

Después de haberse esforzado en vano durante diez años por obtener un puesto de profesor universitario, a los dos años de su traslado a Heidelberg lo llamaron de la Universidad de Berlín. A finales de diciembre de 1817 el ministro prusiano «de Asuntos religiosos y educativos e Instituciones Médicas», barón de Altenstein, envió una carta a Hegel que prueba hasta qué punto había crecido su notoriedad:

Tras mi aceptación de la dirección superior de educación pública, uno de los asuntos más importantes ha sido el de dotar de una manera digna la cátedra que quedó vacante tras la muerte del profesor Fichte. Por ello le invito por la presente carta a ocupar el puesto de catedrático ordinario de la Facultad de Filosofía en la Universidad Real de Berlín […]. No ignoro las obligaciones que pueda dejar incumplidas en Heidelberg, pero usted tiene obligaciones aún mayores con la ciencia, para la que aquí se le abre a usted un campo de actividad más extenso e importante. 38

Este campo de actividad en la Universidad de Berlín se caracterizaba por las profundas tensiones que había entre las tendencias reformista y restauradora existentes en Prusia. Los reinos de Prusia y de Austria, que se habían unido con Rusia en una Santa Alianza, oponían resistencia con medidas represivas a las tendencias continuamente avivadas a la fundación de un Estado nacional alemán. Y la naciente conciencia nacional, que se extendía sobre todo entre las hermandades estudiantiles, iba acompañada de agresiones antisemitas y de quemas de libros. En esta situación políticamente tan tensa Hegel —que en su lección inaugural de Berlín había dicho que después de las guerras napoleónicas se iniciaba una época más tranquila en la que «el Estado vería prosperar independiente, junto al regimiento del mundo real, el reino libre del pensamiento»— escribe a su amigo de Heidelberg, el filólogo Friedrich Creuzer, el 30 de octubre de 1819:

Voy a cumplir cincuenta años, treinta de los cuales los he vivido en estos tiempos de permanente inquietud, de temor y de esperanza, y espero que el temor y la esperanza pierdan un día su razón de ser. Pero debo admitir que la situación persiste, y en los momentos de incertidumbre se diría que se agrava cada vez más. 39

Bajo la protección del ministro Altenstein, de orientación reformista, el grado de notoriedad que Hegel adquirió gracias a su actividad docente no dejó de aumentar, y llegó un momento en que marcó un hito que rebasaba la vida intelectual de Berlín. Se recomendaba de manera especial, no sólo a estudiantes y a docentes en ciernes, sino incluso a los funcionarios prusianos, haber asistido a sus lecciones:

Quien lo escuchaba podía darse tono. Hombres de todos los estamentos asistían a sus lecciones. Estudiantes de todas las regiones de Alemania y de todas las naciones europeas, particularmente Polonia; pero también griegos y escandinavos se sentaban a sus pies y escuchaban sus mágicas palabras, que él pronunciaba, no sin esfuerzo, mientras revolvía papeles sobre su púlpito, tosía, aspiraba rapé y repetía términos. La profundidad del contenido penetraba en los espíritus y encendía en ellos el más puro entusiasmo.

Hasta aquí su primer biógrafo y discípulo Karl Rosenkranz. 40 El propio Hegel escribía en la citada carta a Creuzer: «Lo que respecta a mi persona y mi vida, he encontrado aquí gran receptividad e interés por la filosofía entre la juventud; aquí uno tiene hasta oyentes comandantes, coroneles y consejeros».

A pesar de la «exposición interrumpida por las toses, los carraspeos y las hojas de diversos manuscritos, y de la tendencia a hablar más para sí mismo que para los oyentes», 41 que los contemporáneos de Hegel no dejaban de lamentar, en torno al filósofo se formó un grupo creciente de discípulos que empleaban la compleja y difícil terminología de su filosofía casi como un lenguaje secreto: «Lo que decía y la manera de decirlo eran salidas dignas de aplauso e imitación. No faltaban quienes se esforzaban por copiarlo en los gestos y en la forma de hablar». 42 Hegel utilizó sus contactos con el Ministerio para procurar a sus discípulos plazas docentes y otros puestos e institucionalizar su escuela. De sus discípulos cabe nombrar —junto a las que más tarde serían figuras destacadas de la escuela hegeliana, como Eduard Gans, Johann Eduard Erdmann, Hermann F. W. Hinrichs, Heinrich Gustav Hotho o Carl Ludwig Michelet— sobre todo a los filósofos Ludwig Feuerbach y David Friedrich Strauss y al historiador Johann Gustav Droysen, que más tarde se mostrarían críticos con Hegel y cuyas obras les darían celebridad.

De su discípulo Gustav Hotho nos ha quedado una descripción muy gráfica de Hegel, en la que, entre otras cosas, se lee:

Nunca olvidaré la primera impresión que me causó su rostro. Pálido y lánguido, todos sus rasgos se estiraban hacia abajo como extinguiéndose, no había huella de ninguna pasión perturbadora, pero en ellos se reflejaba todo un pasado de callado trabajo, cumplido día y noche, del pensamiento; el tormento de la duda y la agitación de las borrascas nunca apaciguadas del pensamiento no parecían haber hecho mella en su incansable pensar, buscar y encontrar durante cuarenta años; sólo el afán incesante de dar al temprano germen de la verdad felizmente hallada un desarrollo cada vez más rico y profundo, más riguroso e incontestable, había fruncido la frente, las mejillas y la boca […]. Cuando pocos días después volví a verlo en su cátedra, al principio no pude adaptarme ni a la exposición exterior ni a la sucesión interior de sus ideas. Tenso, melancólico, con la cabeza inclinada y replegado en sí mismo, hojeaba y buscaba siempre algo, sin dejar de hablar, en los largos cuadernos en folio hacia delante y hacia atrás, arriba y abajo; el carraspeo y la tos continuos impedían la fluidez de las palabras, cada frase quedaba aislada, y la pronunciaba con esfuerzo, desmembrada y desordenada; cada palabra, cada sílaba salía como a disgusto para luego recibir de la voz metálica de marcado acento suabo, como si ella sola fuese la más importante, un extraño y concienzudo énfasis. Sin embargo, toda esta manera de expresarse imponía un respeto tan profundo, infundía tal sensación de dignidad y la ingenuidad la revestía de tan profunda seriedad, que, con todo mi malestar, y aunque poco había podido entender de lo se me decía, quedaba irremisiblemente cautivado. Pero cuando al poco tiempo me habitué, gracias a la constancia y al interés, a esta cara externa de la exposición, sus ventajas internas me resultaban cada vez más claras, y con todos aquellos defectos se entretejían en un todo que llevaba en sí mismo la medida de su perfección […]. Igual que los antiguos profetas, que cuanto más duramente peleaban con el lenguaje, tanto más sólido era lo que en ellos iba abriéndose camino en pugna a medias victoriosa y a medias perdida, así luchaba y vencía también él en lento y esforzado avance. 43

Tampoco los lectores de sus escritos se encontraban con un edificio intelectual terminado, sino con una esforzada lucha por la palabra y con los dolores de parto de un proceso creador cuyas formulaciones, más que tenerlas a mano, debía Hegel arrancarlas a los problemas tratados. Con paciencia inagotable trabajaba continuamente en la construcción y la diferenciación de su sistema especulativo. Hegel hacía valer la idea de una filosofía que no se deja reducir a la voluntad constructiva de un autor y a ningún presupuesto no mediado, una filosofía en la que cada momento viene mediado por todos los demás y expresa a su manera el todo. Pero este todo escapa, en su movimiento incesante, a toda formulación definitiva. La Enciclopedia , reescrita dos veces y vuelta a publicar en versión revisada, sólo ofrece un esquema de esta concepción, que Hegel sometió a continuas modificaciones en sus lecciones. Hegel persiguió su meta de integración sistemática de su pensamiento sobre todo en el marco de sus lecciones, en las que intentaba recoger e integrar de forma cada vez más diferenciada la plétora del saber contemporáneo: filosofía de la naturaleza, del espíritu, del derecho, del arte y de la religión, y finalmente también filosofía de la historia universal.

En Berlín publicó solamente una obra mayor, las Líneas fundamentales de la filosofía del derecho (1821), que, como la Enciclopedia , fue concebida como base para sus lecciones. Aparte publicó nuevas refundiciones de la Enciclopedia , así como el primer libro de la Ciencia de la lógica. Una nota encontrada póstumamente entre sus papeles testimonia la intención de preparar una nueva edición de la Fenomenología del espíritu. La amplitud filosófica de Hegel, su influencia política y la formación y el rápido crecimiento —amparado por el propio Hegel— de una escuela hegeliana que difundía su lenguaje como una jerga forzosamente provocaron un distanciamiento —e incluso un antagonismo— entre Hegel y sus colegas, como el filósofo del derecho Friedrich Carl von Savigny o el teólogo Friedrich Schleiermacher. La perspectiva que el ministro Altenstein le hizo albergar cuando lo llamó a Berlín de ocupar un puesto en la Real Academia de Ciencias se desvaneció debido a las diferencias irresolubles en el seno de la Academia acerca de su admisión.

En cambio, se hizo cada vez más estrecha la relación de Hegel con Goethe, que percibía en la filosofía de la naturaleza de Hegel una afinidad intelectual con sus propios estudios sobre la naturaleza. Ambos coincidieron en el rechazo del ideal científico newtoniano, y con frecuencia acordaron llevar a cabo experimentos en común. Aunque Goethe no acababa de entender lo que Hegel escribía, dice que:

Lo que en los escritos impresos de este hombre nos parece oscuro y abstruso porque no puede satisfacer directamente nuestra necesidad de entenderlos, en la conversación personal se vuelve al punto propiedad compartida porque comprobamos que en las ideas y reflexiones fundamentales coincidimos con él y sería perfectamente posible la aproximación y el acuerdo si ambas partes se manifiestan y conectan. 44

Oposición abierta, e incluso hostilidad, mostró en sus declaraciones Friedrich Schlegel, quien en 1808 se convirtió al catolicismo y poco después, como consejero de legación austriaco, se puso al servicio de la política restauradora de Metternich. Schlegel escribió que en Hegel sólo veía «a un Fichte castrado». Comparado con el de Fichte, el pensamiento de Hegel mostraba, según Schlegel, «la mucho más común limitación de una absoluta indiferencia hacia todo lo divino en un incesante flujo y aflujo de vacío pensamiento abstracto». 45 También Arthur Schopenhauer, que se había instalado en Berlín en 1825 y era preceptor privado, se manifestó con vehemencia contra la para él incomprensible filosofía de Hegel. Schopenhauer quiso que sus clases comenzaran a la misma hora que las de Hegel para robarle los alumnos, pero esta decisión —de la que Hegel no se enteró— no benefició precisamente a Schopenhauer, que se quedó casi sin oyentes y acabó volviendo la espalda a la Universidad de Berlín. Pero Hegel tampoco era comedido en sus declaraciones acerca de sus adversarios. Su polémica contra la «teología sentimental» y trivial de Schleiermacher provocó fuertes controversias, lo mismo que el ataque, que llegó a ser célebre, a Johann Heinrich Fries, colega suyo a quien en ese momento se le suspendía de sus funciones debido a su orientación nacionalista, y al que Hegel tildó de «comandante en jefe de esta futilidad que se llama “filosofar”» en el «Prólogo» a Líneas fundamentales de la filosofía del derecho . Este virulento ataque que Hegel efectuó en un lugar tan sensible contra un colega que de todos modos estaba ya derrotado le atrajo muchos más enemigos, aunque debe tenerse en cuenta que, en aquella época, las manifestaciones y discursos nacionalistas de Fries también estaban trufados de «odio a los judíos y teutonismo». 46

Estas agudas polémicas sobe la posición de Hegel, que reforzaba la política universitaria, y la formación —promovida por él mismo— de una escuela hegeliana confirieron a su filosofía madura ese rasgo híbrido de autoinstitucionalización que sus críticos contemporáneos y posteriores frecuentemente destacaron como la característica principal de su filosofía. Pero las relaciones entre el pensamiento creador de Hegel, cuyas consecuencias él asumía, y sus posiciones personales en el asunto cotidiano de la política universitaria eran sumamente complejas, y ambos planos no pueden en modo alguno identificarse con simplicidad. Si, por ejemplo, se saca de su contexto la célebre frase, tan a menudo atacada, del «Prólogo» de Líneas fundamentales de la filosofía del derecho , según la cual «lo que es racional, eso es efectivamente real; y lo que es efectivamente real, eso es racional»; si se la extrae del orden sistemático de su pensamiento y se entiende como manifestación acerca de la realidad empírica de su tiempo, entonces, pero sólo entonces, aparece como adaptación a la monarquía prusiana, de tendencia claramente restauradora. Aquí hunde sus raíces el discurso, ya corriente entre sus contemporáneos, que hace de Hegel el «filósofo del Estado prusiano». Pero este prejuicio tan habitual, que no corresponde a la posición política e intelectual de Hegel, sortea los verdaderos contenidos, innovadores y especulativos, de su pensamiento y altera desde el principio su comprensión.

En Berlín Hegel mantuvo numerosos contactos con artistas, y desde esta ciudad emprendió largos «viajes de estudio» del arte —como él los llamaba— a Dresde, Holanda, Bélgica, Viena y París para visitar colecciones pictóricas y asistir a representaciones teatrales y conciertos. En ellos encontró Hegel el rico material intuitivo que constituyó la base de las ideas, asombrosamente sólidas y fundadas, que afloraban en sus lecciones de filosofía del arte. Pero estas ideas no se nutrían sólo de sus dotes de observación —de las que dan fe las notas y los comentarios de las cartas a su mujer— sino también de sus propias experiencias íntimas de los procesos y de los problemas de la génesis creadora de un lenguaje nuevo. Hegel no se interesaba por las obras de arte como objetos de contemplación estética, sino que penetraba en los contenidos y en los horizontes de experiencia del espíritu que adquirían forma en ellas.

En el último año de su vida Hegel se hallaba en la cumbre de su prestigio y de su poder institucional, y de 1829 a 1830 desempeñó el cargo de rector de la Universidad de Berlín. Pero el prestigio personal de que Hegel gozaba en Berlín no fue acompañado precisamente de una recepción favorable de su filosofía, que encontró un fuerte rechazo no sólo en las demás facultades de Berlín, sino también en las universidades fuera de Prusia. Hegel mismo, con su ambición filosófica y también con su actitud, contribuyó en gran medida a esta polarización. Como escribe Rosenkranz:

Poco a poco se hizo a la idea de que la salvación de la formación especulativa sólo podía encontrarse, en verdad, dentro de su filosofía. Entre los hegelianos de Berlín se impuso la desafortunada moda de zaherir toda singularidad como mala particularidad y describir inmediatamente con impertinente pretenciosidad todo fenómeno novedoso fuera de la llamada escuela como algo ya implícito en el sistema, de suerte que nadie podía escapar del destino como «un momento señalado». 47

Por otra parte, al reconstruir Hegel en su lecciones sobre la historia de la filosofía esta misma historia como una sucesión de etapas previas que culminaban en su propio sistema, éstas se sometieron a sus exigencias y consecuencias especulativas, a pesar de que ninguna formulación pudo jamás definitivamente aquietarlo, dejando cada vez más la impresión de una consolidación y autoinstitucionalización del sistema. ¿No se había manifestado Hegel en Diferencia entre los sistemas de filosofía contra la idea de un progreso en la historia de la filosofía? ¿No había escrito que «toda filosofía está en sí cumplida» y que en la filosofía «no hay ni precursores ni continuadores»?

En el otoño de 1830 se agravó la enfermedad estomacal que aquejaba al filósofo, que además padecía de «fiebres frías» que en el verano de 1831 le habían obligado a someterse a una cura fuera de Berlín, donde además se había declarado el cólera. Pero en el semestre de invierno regresó a la capital para reanudar su trabajo. La mañana del 14 de septiembre se quejó de intensos dolores estomacales y náuseas, y a mediodía murió a pesar de los esfuerzos de los médicos, que certificaron su muerte por un «cólera intenso», dictamen que no es seguro: siempre se ha dudado de él. A pesar de este diagnóstico, una autorización especial permitió que se lo enterrara conforme a sus deseos: no a las afueras de la ciudad, sino en el cementerio berlinés de Dorotheenstadt, al lado de Fichte. Su discípulo Friedrich Förster pronunció un discurso fúnebre en el que anticipaba las futuras disputas en el seno de la escuela hegeliana: «ningún sucesor subirá al trono vacío de Alejandro, los sátrapas se repartirán las provincias huérfanas». 48

También Varnhagen von Ense anticipó en una carta del 16 de noviembre de 1831 el futuro inmediato del sistema hegeliano, que fue fragmentándose entre las disputas de discípulos y adversarios, al tiempo que se presentaba como el edificio de una escuela filosófica dogmática que sólo cabía defender o combatir:

¡Pero nos ha quedado un vacío espantoso! [escribe Varnhagen]. Un vacío que no puede llenarse y que se hace cada vez más grande cuanto más lo recorremos. Él era en verdad la piedra angular de la actual universidad. En él descansaba la dignidad científica del todo, en él tenía el todo su suelo firme, su sostén. En todas partes amenaza ahora un derrumbe. Aquella combinación del pensamiento universal más profundo y el más inmenso saber en todos los dominios del conocimiento empírico está ahora sencillamente ausente; lo que aún queda existe aislado y debe buscar la relación superior, que raras veces hallará. 49

PENSAMIENTO

Visiones históricas: el difícil encuentro con Hegel

Quienquiera que hoy se disponga a leer a Hegel, se enfrentará a unos textos que se cuentan entre los más difíciles que la filosofía ha producido. Además, dichos textos han suscitado históricamente diversas interpretaciones —todas muy controvertidas— que pesan sobre ellos. Hoy, en una época marcada por la fe en la ciencia y la técnica modernas, y a menudo calificada de «posmetafísica», no es fácil acercarse a los complejos y oscuros textos de este filósofo sin alguna reserva, es decir, sin los prejuicios que sus conceptos centrales inmediatamente evocan. Términos como «lo absoluto», «especulación», «espíritu», «idea» o incluso «sistema» han experimentado con las mudanzas históricas tales cambios en sus significados, que impiden cualquier acceso directo a ellos. Estos conceptos requieren una labor de traducción y una reflexión sobre los límites, los prejuicios y las expectativas de nuestros actuales horizontes intelectuales, y el esfuerzo que ello supone resulta extraño a las necesidades de información de nuestro tiempo, que demandan una satisfacción inmediata.

Ya la clasificación más corriente, derivada de la recepción marxista del «idealismo alemán», encierra estos prejuicios. Ella opone a los conceptos hegelianos de «espíritu», de «idea» o de «concepto» especulativo la visión de un «realismo» que Hegel precisamente quiso cuestionar y superar. 50 Y la difundida y todavía no cuestionada costumbre de calificar de «posmetafísico» al pensamiento actual contiene presuposiciones que no carecen precisamente de problemas. Al reunir procesos históricos muy complejos y ramificados bajo el título de «metafísica» y tratarlos como una formación más o menos unificada que queda «detrás de nosotros», los subordina al modelo moderno del progreso lineal, en el cual el pasado parece ofrecerse a la retrospección histórica como un ámbito objetivo cerrado. 51 Entre estas suposiciones puede también observarse la reducción de la idea central de lo «absoluto», que no dejó de desafiar a la filosofía en la transición del siglo XVIII al XIX cual resto de una hybris metafísica del pasado. Pero precisamente esta idea central no dejó reposo al pensamiento de Hegel y le exigió hasta el fin incesantes modificaciones y reformulaciones de su «sistema especulativo».

Por eso hemos de empezar deteniéndonos —justamente desde la perspectiva de una época en la que la idea de lo «absoluto» aparece totalmente obsoleta— de modo particular en esta idea para alejar los prejuicios que sobre ella pesan por efecto de las nuevas experiencias posteriores. A este propósito es bueno recordar algunas frases agudas que, en un clima intelectual determinado por la Ilustración francesa, Kant dirigió a quienes en su época despreciaban la metafísica:

No [podemos] deshabituar al entendimiento de estas cuestiones. Se hallan tan profundamente arraigadas en la naturaleza de la razón, que no podemos desprendernos de ellas. Todos los que desprecian la metafísica, que de ese modo quieren dar la impresión de que son mentes sobrias, hasta el propio Voltaire, tienen su propia metafísica. Pues cada uno pensará algo de su alma. 52

Todo intento de «pensar algo de su alma», algo de su «identidad» en sus transformaciones temporales, o también algo de su muerte inevitable, nada tiene que ver con ámbitos objetivos construibles, sino con problemas «meta-físicos» que escapan a toda manipulación y a toda objetivación, frente a las cuales son autónomos o sencillamente «absolutos». Independientemente de lo que se quiera decir con la palabra «absoluto», una perspectiva histórica que pregunte por «lo absoluto» como objeto de la intención de un autor comprime desde el principio esta idea y somete su significación filosófica, que, como Kant sabía, ni aun en tiempos supuestamente «posmetafísicos» se puede silenciar.

Hegel era plenamente consciente de la tentación asociada a la idea moderna de progreso, que induce a tratar las experiencias del pasado como una clase de objetos entre otras. Por eso, al comienzo de Diferencia entre los sistemas de filosofía hace del modelo histórico de un tiempo de incesante progreso y su tratamiento objetivador de la tradición histórica objeto de reflexiones críticas: una mera «visión histórica» de los sistemas filosóficos que reduce a éstos a la literalidad de los textos existentes y no tiene en cuenta los límites de su propio horizonte de comprensión, convierte desde el principio los contenidos de experiencia sedimentados en la historia de la filosofía en «opiniones muertas» de autores históricos. Desde esta perspectiva, la historia del espíritu se descompone en una multitud de «conocimientos» archivables y citables carentes de toda relación con el presente: pues los conocimientos, dice Hegel, «conciernen a objetos ajenos» (DFS, 9); 53 re-conocimiento de objetos sólo lo hay cuando al mismo tiempo se reflexiona sobre el punto de vista desde el que son considerados. Desde una perspectiva histórica obtenemos un conocimiento de diversas posiciones filosóficas, pero no estamos en condiciones de determinar las transformaciones que las hacen surgir en el tiempo unas de otras y que las unen inseparablemente al presente; a un presente cuyos horizontes de comprensión se hallan en sus estratos profundos transidos de experiencias pasadas que siguen actuando desde ellos.

A diferencia de las «opiniones» contingentes sobre cualquier asunto, la formulación de una posición filosófica no es en modo alguno arbitraria. Esta posición es una respuesta a unos problemas cuya presión le arranca regularmente formulaciones, y debe en cada frase expresar su relación —sea ésta convergente o críticamente divergente— con los problemas y las respuestas recibidos, para así poder indagar y reformular, a la luz de nuevas experiencias, sus condiciones históricas iniciales y, al mismo tiempo, reflexionar sobre los puntos de partida, supuestos y perplejidades propios de la perspectiva actual. En cada pensamiento que hoy pensemos actúa una multitud inabarcable de experiencias que sedimentan y continúan en él; y, a la inversa, por su parte la tradición presenta, a la luz de las nuevas experiencias, nuevos aspectos que en su época no se apreciaban. En suma, la historia de la filosofía y del espíritu no es un museo de objetos sin relación, sino un diálogo nunca concluido entre diferentes formas de pensar y de experimentar que se relacionan, se reflejan y se cuestionan críticamente entre sí, que forman sin cesar nuevas constelaciones, de suerte que nunca puede decirse de modo concluyente qué conocimientos quedan ya «detrás» o se tienen aún «delante»: «Puesto que en la filosofía la razón que se conoce a sí misma sólo tiene que ver consigo misma, toda su obra y su actividad descansan igualmente en ella misma, y con respecto a la esencia interna de la filosofía no hay ni predecesores ni sucesores» (DFS, 11).

«Autoconocimiento de la razón»: tal es otro nombre para la filosofía; en él resuena el antiguo gnothi seautón , ese «conócete a ti mismo» que en absoluto se puede limitar al autoconocimiento autológico de los sujetos. Todo conocimiento y todo yo histórico viene condicionado por una historia inabarcable que en ellos se continúa y en la que ellos guardan relaciones incalculables, y nunca del todo conscientes, con otros y con otras experiencias posibles, y también las experiencias —y especialmente las que no llegan a nuestra conciencia, las que nos son extrañas o las que reprimimos— determinan constitutivamente los límites de nuestra experiencia actual. 54

Por eso, todo autoconocimiento individual —si es algo más que una «opinión» meramente accidental sobre sí mismo— ha de poder calibrarse según se abra a esa historia que en él se sedimenta y en el grado en que ponga a disposición sus opiniones, sus prejuicios y sus supuestos actuales.

Sobre el fondo de estas reflexiones, que replantean el problema de la historia del espíritu, distingue Hegel las formas históricas de posiciones filosóficas —que son objeto de consideración histórica— de su «saber interior» o de su «espíritu vivo» —que se continúa en el presente—. Hegel no piensa en ninguna sustancia misteriosa, sino en los contenidos de experiencias históricas que en cantidad inabarcable se materializan y prosiguen y se desarrollan en formaciones históricas que reciben en ellas una nueva perspectiva y nuevas formulaciones, pero que no quedan agotadas en el ángulo visual de esa perspectiva.

El espíritu viviente, que habita en una filosofía, exige para desvelarse ser alumbrado por un espíritu afín; ante el comportamiento histórico que surge de un interés cualquiera por el conocimiento de opiniones, él pasa de largo como un fenómeno ajeno y no revela su interior. (DFS, 10.)

El «espíritu» es para Hegel, como se desprende de estas palabras, un proceso experiencial «vivo» y autónomo que en sus efectos no se deja reducir a —o controlar por— un sujeto. Los «procesos» de experiencia filosóficos —y de éstos, y no de posiciones u opiniones subjetivamente construidas se trata cuando nos proponemos leer la historia del espíritu con ojos filosóficos— no se pueden observar, en la consecuencia y en la lógica de su génesis histórica, desde fuera. Ellos se encaminan más bien —igual que los procesos de experiencia de un individuo concreto que estudiamos— a la realización de una experiencia propia: exigen una diferenciación de las experiencias propias que a su vez arroja nueva luz sobre las experiencias ajenas. Por eso no es el «espíritu» un proceso observable, sino un diálogo en el que estamos incluidos y que nos hace cambiar nuestra posición.

Para ilustrar estas ideas Hegel distingue la «forma» histórica y terminológica de un sistema filosófico que responde a determinados problemas de su situación histórica, de su «esencia», que está abierta en el tiempo a incontables constelaciones de problemas:

Así como Rafael y Shakespeare, si hubieran conocido las obras de Apeles y de Sófocles, no les hubieran podido parecer meros ejercicios previos —sino una fuerza afín del espíritu—, igualmente la razón tampoco puede ver en las configuraciones anteriores de sí misma solamente ejercicios previos de utilidad para ella. (DFS, 12-13.)

Así entendido, el concepto hegeliano de espíritu no hace referencia a una sustancia espiritual dogmáticamente presupuesta, sino que plantea un problema que aún hoy la filosofía sólo puede eludir al precio de renunciar a su propia aspiración a conocer: el problema de la conexión, de la «unidad» de la razón en la pluralidad de sus formas históricas. Si no relativizamos históricamente de antemano la razón y no queremos renunciar a todo criterio para diferenciarla de la irracionalidad, no podemos por menos de concebir una «unidad» de la razón en sus diferenciaciones históricas y culturales que haga a éstas relacionables y comunicables entre sí. Tal unidad debemos pensarla, en un preciso sentido, como unidad «incondicionada» y «absoluta»; es decir, una unidad que no puede ser objeto de una construcción o un presupuesto dogmático que olvide su propia perspectiva histórica estableciéndola de manera absoluta.

El problema de la unidad incondicionada y la pluralidad temporal de la razón que plantea el concepto hegeliano de «espíritu» tiene consecuencias a las que, como decimos, nadie puede enfrentarse como un observador independiente de ellas. Aquí está en juego nada menos que la posibilidad de poder conservar razonablemente conceptos como los de razón, verdad e incluso experiencia. Y ante el desafío de este problema, la simple indiferencia sería ya una respuesta cargada de consecuencias.

Las reflexiones de Hegel al comienzo de Diferencia entre los sistemas de filosofía concluyen que ninguna filosofía —como ninguna obra de arte— simplemente formula una opinión o una teoría subjetivamente construidas, sino que plantea un problema y le ofrece respuestas. Estas respuestas —la forma histórica o el «sistema» de una filosofía— sólo pueden entenderse en la medida en que atienden a este problema y a sus consecuencias. A ello va ligado el esencial problematismo del concepto de historia del espíritu: dicha historia ya no puede considerarse simplemente como una sucesión de formas acabadas que se ofrecen a nuestra mirada, sino que plantea problemas en los que nos vemos envueltos y que nos afectan aunque no tengamos ningún lenguaje para ellos. Desde este planteamiento, la pregunta obvia, «¿Qué puede decirnos aún hoy un pensamiento del pasado?», debe conectarse con la pregunta autocrítica de qué podemos «nosotros» añadir u oponer hoy, fuera del archivado de las formas históricas, al potencial creador de esas formas.

Cuando, en la frase citada, Hegel llama «vivo» al «espíritu» de una filosofía, este adjetivo es todo menos arbitrario: cualquier forma viva con la que nos encontramos es «absoluta» frente a nuestras expectativas, nuestras aspiraciones y nuestros afanes de conocer. Esto no significa que tenga que sernos, a todos los respectos, extraña, sino que expresa un movimiento propio, un «interior» incondicionado: una vida propia que no se puede poner a entera disposición de alguna perspectiva del conocimiento sino que muestra a esta perspectiva sus límites y le abre nuevas posibilidades de comprender. Como ya vio Kant en los célebres parágrafos 76 y 77 de su Crítica del Juicio , no se puede hacer al automovimiento de las formas vivientes, orgánicas, objeto de una observación externa, 55 pues toda forma viva tiene una historia que se imprime en ella, e implica relaciones inabarcables con su mundo externo en las que se constituye e incesantemente cambia. Toda observación de esta forma sería ya un momento de ese mundo externo que entra en su historia vital y la modifica, transformándose ella misma en ese encuentro. Si, por tanto, queremos «pensar formas vivas», no debemos subordinarlas a las categorías que el pensamiento introduce, sino someter el pensamiento mismo a una autorreflexión y concebirlo como momento del movimiento vivo.

Las consecuencias que se insinúan en el planteamiento de Hegel interesan hoy cada vez más a la biología moderna. 56 También en ella se trata, como ya en la metafísica especulativa de Hegel, nada menos que de la superación del esquema clásico de un pensar subjetivo que se enfrenta como observador a un mundo exterior objetivo. Este paralelismo arroja nueva luz sobre el concepto hegeliano de «espíritu» y hace ver el alcance de su crítica a una «visión histórica de los sistemas filosóficos», pues si frente a una naturaleza entendida como naturaleza viviente no es sostenible la idea de una observación pura referida al objeto, tampoco lo es frente a los procesos históricos. Si se considera la «metafísica» especulativa de Hegel con este planteamiento de fondo, que se insinúa en su concepto de «vida» o de lo «viviente», también el concepto de lo «absoluto» recupera su instancia, pues ¿cómo se podría pensar el concepto de vida más allá de sus objetivaciones mediante las categorías científicas y su utilización técnica sin añadirle el predicado «absoluto»?

La idea especulativa de lo absoluto

Desde los presupuestos de una «visión histórica» —hoy también implícita en el adjetivo «posmetafísico»—, la idea especulativa de lo absoluto sólo puede percibirse como constructo de una metafísica del pasado. Pero desde esta perspectiva no se llega de antemano a la altura del problema filosófico al que esta expresión hace referencia, y por eso es inexcusable ir más al fondo de este problema de lo absoluto, cuya formulación en la filosofía de Hegel casi sólo ha provocado gestos de rechazo. 57 Comenzaremos bosquejando algunas reflexiones sobre la génesis de este problema. 58

Como es sabido, el giro copernicano de Kant consistía en dejar de pensar el ser, como hacía la metafísica clásica, simplemente como algo dado y ponerlo en relación con los actos de conocimiento de la subjetividad pensante: para el conocimiento humano no hay ningún ser «fuera» de él mismo que el pensamiento no distinga como estando «fuera», por lo que siempre estará incluido en el horizonte de sus categorías y sus juicios. El pensamiento no es, por tanto, sólo un reflejo de un ser dado, sino una constitución creadora de objetos: no hay ningún ser objetivo que como tal no esté ya referido a un pensamiento, «para el cual» aparece como un obiectum. Por eso, la objetividad y la verdad del conocimiento ya no pueden fundarse en la idea de un ser en sí de sus objetos, sino sólo mostrando la necesidad y la universalidad intrínsecas de las condiciones a las que está sometido todo conocimiento humano. Con este giro reflexivo de la metafísica, la concepción clásica de un pensamiento que piensa un ser dado y se distingue de él se reduce a sus condiciones más profundas: los actos diferenciadores del pensamiento. El fundamento de todo ser y la fundamentación de todos los actos de conocimiento se reconocerán desde entonces en las estructuras de la subjetividad pensante, y ya no podrá pensarse un ser que no se presente como ser en el horizonte de esa subjetividad.

Ningún presupuesto filosófico, del tipo que fuere, puede soslayar este giro de la metafísica moderna. En él se funda la enfática demanda de libertad de un pensamiento que, impulsado además por el ansia de libertad de la Revolución francesa, no sólo se libera de todas las condiciones heredadas del pasado, sino que también pone en evidencia toda apelación a una instancia divina trascendente como posición dogmática y, por ende, finita. En esta aspiración a una libertad incondicionada fundó Fichte la idea que le llevó a calificar de «absoluto» al yo y su capacidad creadora de comenzar en todo momento de nuevo y de ser activo por sí mismo: «Absoluto» es el yo porque no es pensable ninguna instancia creadora «fuera» de él que no sea a la vez un producto de su capacidad de distinguir y de «poner» cosas. Pensar el «yo» implica necesariamente su constitución como autorreferencia. Esta capacidad, escribe Fichte, «no se puede demostrar mediante conceptos, como tampoco se puede explicar a partir de conceptos lo que ella sea. Cada cual tiene que encontrarla inmediatamente en sí mismo, o nunca la conocerá». Ella nos es accesible, continúa Fichte, no como objeto en el pensamiento, sino sólo mediante una «intuición intelectual»: un saber inmediato que no se deriva de ningún fundamento fuera de él, sino que siempre obra en cada acto humano, ya que éste implica necesariamente la intuición de que soy yo quien actúa. Arguye Fichte:

Yo no puedo dar un paso, ni mover mis manos y mis piernas, sin la intuición intelectual de mi autoconciencia en esas acciones; sólo mediante esta intuición sé que todo eso lo hago yo, sólo mediante ella distingo mi actuar, y, en éste, a mí mismo de los objetos que encuentro en mi actuar. 59

Hegel, por su parte, ve en este principio, como reconoce en el «Proemio» de la Diferencia entre los sistemas de filosofía , «expresado con la mayor precisión el principio de la especulación, la identidad del sujeto y del objeto» (GW, IV , 6), pues en el yo creador que se refiere a sí mismo y distingue objetos de sí mismo, sujeto y objeto no son entidades diferentes, sino expresión de una y la misma capacidad.

«Identidad de sujeto y objeto» es otro nombre para «verdad», cuya fundamentación ya no puede verse, después del giro de Kant, en una instancia trascendente, sino que tiene que mostrarse en las condiciones de la unidad sistemática del pensamiento mismo. En su última consecuencia, el pensamiento ya no puede verse frente a un Dios trascendente, sino frente a su propia capacidad.

Pero, ¿puede concebirse efectivamente el «yo» como absoluto y autosuficiente? ¿Puede realmente el pensamiento, como creían Kant y Fichte, reducirse a un yo como sujeto? ¿Es la acción creadora del yo realmente pensable como absolutum o el yo como auto-relación o relación consigo mismo está más bien en todo momento condicionado por un «otro», por un fuera de él? ¿Se puede realmente pensar un yo aislado y desligado de todo ser? En el horizonte de estas preguntas, el problema de lo absoluto recibe una nueva dimensión. Ciertamente no se puede desandar el camino de Kant y de Fichte y retroceder a la idea de un ser trascendente al pensamiento como instancia de la verdad, pero tampoco se puede reducir la verdad de ese pensamiento a las condiciones formales de la subjetividad pensante y desligarla de sus referencias al ser. 60 Así, el yo puesto absolutamente todo fuera tendría que transformarse en una posición de sí mismo, y no habría nada fuera de él, con lo que su auto-relación perdería todo sostén: en rigor no podría hablarse de un yo, pues sería pura capacidad. Y ¿cómo podría entonces saberse algo de esa capacidad? A la luz de estas reflexiones críticas, Friedrich Heinrich Jacobi confrontó las filosofías kantiana y fichteana con la objeción de nihilismo , introduciendo por vez primera este término en el debate filosófico: 61

El filosofar de la razón pura [escribe Jacobi en 1799 en su Epístola a Fichte ] acaba siendo un proceso químico en el que todo lo exterior a ella se convierte en nada, y sólo queda ella sola —un espíritu tan puro, que no puede ser en esa pureza, sino sólo producirlo todo […]. Si, por ende, una esencia ha de ser un objeto concebido completamente por nosotros, tendríamos que suprimirlo, anularlo objetivamente —como existente por sí — en pensamientos para convertirlo en criatura nuestra —un mero esquema —. Nada debería quedar de él, y una parte sustancial de su concepto constituiría lo que no sería nuestra acción, ahora una mera representación de nuestra imaginación productiva. 62

Bajo la presión de esta objeción, Fichte se vio obligado a hacer una reflexión fundamental sobre lo que había sido hasta entonces su pensamiento. En su opúsculo El destino del hombre —aparecido después de la Epístola de Jacobi— llega, también él, en su reflexión sobre el rumbo de su pensamiento, a rozar las consecuencias nihilistas, que describe con palabras que aún hoy siguen siendo actuales. Después de recapitular el itinerario de su pensamiento hasta la Doctrina de la ciencia como camino humanamente posible del saber, y contemplando ahora sus límites, Fichte escribe:

No hay en ninguna parte nada permanente, ni fuera de mí ni en mí, sino un incesante cambio. No sé que exista un ser en ninguna parte ni en mí mismo. No existe ningún ser. Yo mismo ni sé si soy. Son imágenes: éstas son lo único que existe, y ellas saben de sí mismas en imágenes. Imágenes que se aparecen sin que haya algo a lo cual se aparezcan, las cuales se relacionan por imágenes de imágenes, sin nada imaginado, sin significación y sin finalidad. Yo mismo soy una de esas imágenes; ni siquiera soy esto, sino sólo una confusa imagen de imágenes. Toda realidad se trueca en un extraño sueño, sin una vida que sea materia de ese sueño y sin espíritu que sueñe; un sueño que se reduce a un sueño de sí mismo. 63

Fichte extrae de esta impotencia del saber, de su pretensión de fundamentar la verdad desde sí mismo, la consecuencia de buscarle al yo en la acción «otro órgano» de acceso al mundo: al yo que actúa, el mundo se le presenta como materia resistente en la que ha de acreditar la idea de un yo «absoluto» mediante un conocimiento progresivo y su integración en el saber.

Pero de ese modo —critica Hegel— tampoco se puede ir más allá del horizonte de un pensamiento referido a sí mismo, pues también el yo que actúa en el mundo, que de manera sucesiva se apropia de sus objetos, sigue orientado a la idea reguladora de un «yo absoluto» como unidad de sujeto y objeto. Aspira ahora a realizar su ideal de una unidad de pensamiento y de ser, su ideal de la verdad, sometiendo todos los objetos «fuera» de él, todo lo ob-iectum al pensamiento en un progreso infinito. Pero, ¿no encierra la idea del progreso «infinito», inacabable, la confesión de que la unidad de sujeto y objeto, la verdad, «jamás» puede alcanzarse?

En este punto se inicia la crítica de Hegel a Fichte —inspirada también por Jacobi— en la Diferencia entre los sistemas de filosofía. Hegel reconoce que Fichte ha superado la oposición entre sujeto y objeto —la distinción clásica entre el pensamiento y el ser dado—: toda distinción entre pensamiento y ser es ya, «como tal» distinción, creación de un pensamiento subjetivo, y ambos convergen en éste. Pero cuando Fichte distingue la «unidad» de pensamiento y ser en el «yo absoluto» de su «diferencia» en el yo empírico, separa ideal y realidad, pensamiento puro y pensamiento empírico. En la medida en que la filosofía trascendental distingue el yo absoluto del yo empírico y sus referencias concretas a objetos, la unidad de sujeto y objeto se queda en un ideal abstracto frente a la realidad de su distinción empírica. Y cuando Fichte introduce la idea de un progreso infinito en la aproximación al ideal para así salvar la distancia entre ideal filosófico y realidad histórica, la palabra «infinito» no es de hecho más que otra manera de decir que esta unidad «jamás» será real y que, por consiguiente, en la filosofía idealista ideal y realidad siempre irán desunidos. Por eso puede escribir Hegel en el «Proemio» a Diferencia entre los sistemas de filosofía que la unidad absoluta e incondicionada de todos los opuestos que Fichte sostiene en el yo absoluto viene en verdad condicionada por una distinción fundamental de este yo del yo finito dentro del mundo:

El principio mismo, la intuición trascendental [el concebir del yo absoluto], obtiene por ello la falsa situación de algo opuesto a la diversidad, deducida de él. […] El principio, el sujeto-objeto, se evidencia como un sujeto-objeto subjetivo. (DFS, 5.)

En otras palabras, Fichte localiza la unidad de sujeto y objeto en uno de los polos de esta distinción: si la metafísica clásica había entendido la verdad como algo objetivamente dado fuera del pensamiento, Fichte piensa su lugar en el sujeto. Y esto sólo puede hacerlo distinguiendo la verdad como «unidad» de sujeto y objeto de la «diferencia» empírica e histórica entre ambos. Pero una unidad que se distingue de algo otro que ella «no» es, ya no es una unidad incondicionada, sino síntoma de una desunión.

De hecho, Fichte distingue estrictamente, igual que Kant, entre el yo empírico y sus ámbitos vitales y la esfera pura de la reflexión filosófica «sobre» éstos. Sólo en la reflexión filosófica que se deshace de los prejuicios de la vida cotidiana se le descubre al yo la unidad incondicionada en la multiplicidad de sus relaciones vitales empíricas. En la vida empírica, en cambio, el yo queda dispersado en sus referencias variables y mudables a objetos, pero esto significa que la reflexión filosófica sólo puede mantener su ideal de la verdad en el pensamiento puro, no en la vida concreta: «[…] en cuanto la especulación sale del concepto que ella establece por sí misma y se constituye en sistema se abandona a sí misma y a su principio, sin retornar a él» (GW, IV , 6). La comprensión sistemática del mundo de los objetos no puede ya contemplarse desde el punto de vista de la verdad, ni siquiera como una aproximación a ella.

La caracterización que hace Hegel de un pensamiento que «se constituye en sistema» y, al hacerlo, «sale de sí», en el contexto de su crítica a Fichte arroja nueva luz sobre el concepto de «sistema» filosófico. Hegel no piensa, como Kant y Fichte, en una construcción conceptual con la que un sujeto se apodera de sus objetos y los reduce al horizonte de su atorreferencialidad; él concibe un pensamiento en el que este yo «sale» de sí mismo para reflejar en lo otro diferente a él, en el mundo, el concepto que él tiene de sí mismo y de su relación con el mundo. «Constitución» no es aquí ningún dominio creciente del sujeto sobre el mundo, sino una diferenciación de su relación consigo mismo en su encuentro con el mundo. «Especulativo» es un pensamiento que sobrepasa los límites de su autorreferencialidad para «reflejarse» en algo otro, aún no pensado, y tener otra experiencia que la que hasta entonces conocía. 64

En Diferencia entre los sistemas de filosofía Hegel refleja este problema como relación entre lo consciente y lo inconsciente en la experiencia; así, cuando caracteriza «lo absoluto construido en la conciencia como consciente e inconsciente a la vez» (GW, IV , 16). La verdad que supone toda conciencia de algo no se puede reducir a la perspectiva subjetiva de esa conciencia. Toda verdad pensada, «construida en la conciencia», implica algo no pensado, y toda perspectiva implica un fuera, por lo que la verdad debe pensarse siempre como una conexión de relaciones de inclusión y de exclusión: ella no confirma una determinada conciencia objetiva de lo verdadero, sino que va por detrás de esa conciencia contra sus presupuestos. 65

En el horizonte de estas reflexiones, el problema de lo absoluto ha cambiado una vez más. Después del giro trascendental, ya no vale pensar una instancia trascendente, divina, a la que el pensamiento pueda remitirse como a un ser dado. Pero la consecuencia de la filosofía trascendental de concebir el pensamiento que se piensa a sí mismo como fundamento «absoluto» y horizonte de todo conocimiento de la verdad no va lo suficientemente lejos. También ella supone una distinción entre pensamiento y ser cuando separa la relación del pensamiento consigo mismo en el sentido de una «razón pura» o de un «yo absoluto» de las relaciones y situaciones históricas de las que surgió. Sin duda hay que dar la razón a Fichte en cuanto a que no hay un «mundo exterior» y una «historia» en los que no influyan los productos de la constitución de un pensamiento ordenador. Toda idea de un «fuera» tiene su razón en la capacidad de distinguir de un «yo». Mas, por otra parte, no hay un yo, ni un pensamiento, ni una relación consigo mismo que no se construyan y cambien siempre y sólo dentro de un mundo histórico. Mundo interior y mundo exterior no se oponen como dos esferas diferentes del ser, sino que se implican mutuamente: el mundo exterior está siempre dado sólo para una subjetividad y en el horizonte de la conciencia de esta subjetividad. Pero los horizontes subjetivos de la conciencia sólo son posibles dentro de un mundo histórico en el que se constituyen y transforman. No hay, por tanto, límites que los distingan claramente del mundo histórico, sino sólo una conexión inescindible que cambia en el tiempo.

A la luz de esta consecuencia, lo absoluto no puede tomarse ni como ser objetivo (a la manera de la metafísica clásica) ni como ser subjetivo (a la manera de la filosofía trascendental). Es —como el tiempo en que vivimos y morimos— a la vez subjetivo y objetivo, pero no sólo una cosa o sólo la otra. Pero ¿cómo pensar esta relación sin reducirla a un presupuesto objetivo?

La consecuencia de estas reflexiones, que Hegel desarrolla detalladamente en Diferencia entre los sistemas de filosofía , debería ya haber aclarado que ese «absoluto» de que hablamos es todo menos una posición dogmática o una concepción híbrida de una metafísica anticuada. Las cosas son mucho más complicadas de lo que pueda hacernos suponer una óptica histórica que parta de nuestro actual uso corriente de la palabra «absoluto». Conceptos como «lo absoluto, el conocer y demás» —escribe Hegel en la introducción a la Fenomenología— son por de pronto «palabras que presuponen un significado, alcanzar el cual es lo que primero importa» (GW, IX , 54). Son la respuesta a un problema, el problema de la «verdad» —pero también esto es por lo pronto una palabra—, que hemos de comprender tanto si nos ceñimos a las palabras empleadas por una filosofía como si queremos acuñar nuevos términos. La idea de la «verdad absoluta» se presenta como «problema» siempre que al pensamiento se le vuelven cuestionables sus propias aspiraciones de verdad y cobra conciencia de su finitud y su reducción a una perspectiva. 66 Entonces se da cuenta de que la verdad objeto de sus aspiraciones no es absoluta ni superable, pero sí su finitud. Pero el hecho de que sea un problema para el pensamiento y lo obligue a reflexionar sobre sus presupuestos aceptados hasta entonces y a cambiar su punto de vista apunta más allá de la finitud como mero factum. Por eso, el pensamiento no relativiza el conocimiento de su finitud, pues en la conciencia de la finitud y en la insatisfacción en ella se impone la «necesidad», como Hegel la llama, que mira más allá de los límites concretos de esta finitud. Por eso no es la finitud un simple hecho, sino que tiene una dimensión espiritual: sólo es pensable como polo de una distinción que genera una tensión, y cuyo polo opuesto es lo «infinito», «incondicionado» o «absoluto»: algo que se impone al pensamiento primariamente como «necesidad» y lo obliga a salir incesantemente de sí.

Con esta consecuencia de la crítica de Hegel a Kant y a Fichte, el pensamiento especulativo está ya lejos de presuponer dogmáticamente «lo absoluto» como un fundamento o hacerlo valer como intelección esotérica. Se trata más bien de un problema abierto que quita al pensamiento todo fundamento seguro y al principio lo sume —como se lee en el «Prólogo» a la Fenomenología — en un «delirio báquico». 67 Vista bajo esta luz, la idea especulativa de lo absoluto no es la conclusión dogmática de un pensamiento, sino que encierra un problema que impide que el pensamiento se cierre en la autorreferencia. Ante este problema se ve condicionado por una insuficiencia del lenguaje a la que los primeros textos de Hölderlin, Hegel y Schelling hacen continua referencia. 68 En su poema de juventud Eleusis , dedicado a Hölderlin, escribe Hegel: «Pero quien de ello quiera hablar a otros, aun con lengua de ángel, sentirá en las palabras su miseria, / Y le horroriza tanto haberlas empleado en empequeñecerlo / al pensar lo sagrado, que el habla le parece pecado / y en vivo se clausura a sí mismo la boca». 69 Y Schelling desea «el lenguaje de Platón o de Jacobi», para, como escribe:

[…] poder distinguir el ser absoluto, inmutable de toda existencia condicionada, mudable. Pero veo que hasta estos hombres, cuando quieren hablar de lo inmutable, suprasensible, luchan con su lenguaje —y yo pienso que ese absoluto en nosotros ninguna palabra del lenguaje humano puede apresarlo, y que sólo la intuición de lo intelectual en nosotros viene, si se la ha desarrollado, en auxilio de la obra imperfecta que es nuestro lenguaje. 70

Cuando, como escribe Schelling, distinguir el ser absoluto de toda existencia condicionada —y, por ende, también del pensamiento— se convierte en un problema, esta distinción ya no funciona como un presupuesto incuestionado que permite al pensamiento poner la aspiración a lo absoluto, como «ideal» regulativo de sus experiencias, al servicio de su curso progresivo. Lejos de servir al pensamiento como medida y confirmación de sus intentos de progresiva aproximación, la aspiración a lo absoluto invade ahora el pensamiento para dirigirse contra sus intenciones subjetivas y poner en cuestión sus distinciones constitutivas —como las de sujeto y objeto, pensamiento y ser, mundo interior y mundo exterior— como «obra imperfecta» del lenguaje.

En sus Fragmentos de Frankfurt formula Hegel el dilema del pensamiento especulativo de la siguiente manera: «No podemos poner el ideal fuera de nosotros, pues entonces sería un objeto; y tampoco en nosotros, pues entonces no sería un ideal». 71 De ese modo señala, como también hace Schelling, el problema de que el pensamiento «deba» distinguir lo absoluto de lo finito para no objetivarlo y, sin embargo, «no deba» hacerlo para no relativizarlo como un ser «fuera» del pensamiento.

Si la pretensión de «pensar el ser absoluto» ya no se orienta a un ideal trascendental en el que el pensamiento pueda encontrar su fundamento, sino que pone en cuestión los presupuestos del pensamiento referido al sujeto, entonces la experiencia pierde su sostén, el que le proporcionaba el modelo clásico de sujeto-objeto. Si ahora se demuestra que esta forma de pensar es histórica, y si sus distinciones fundamentales —sujeto-objeto, inteligencia-naturaleza, espíritu-materia, libertad-necesidad…— han de considerarse «mudables», ¿cómo concebir una fundamentación de la experiencia? ¿No es entonces todo horizonte de la razón y de la experiencia históricamente relativo sin que jamás podamos tener la seguridad de pensar algo verdadero?

En esta pregunta se concentra un problema fundamental de la modernidad. Si la verdad —la identidad de pensamiento y ser— no se puede fundamentar ni en una instancia trascendente, ni en la inmanencia de la subjetividad pensante, ¿no queda entonces sin sostén la relación entre sujeto y objeto, y con ella la experiencia? ¿No queda entonces la experiencia reducida a las constelaciones contingentes de su autorreferencialidad subjetiva? En Diferencia entre los sistemas de filosofía Hegel formula este problema como «desunión». Este término anuncia que las distinciones fundamentales del pensamiento clásico, que para él alcanzan su punto crítico en la oposición de sujeto y objeto, 72 han perdido su unidad incondicionada y su contenido de verdad absoluta. Ya no son —como todavía lo eran para Kant o para Fichte— las «condiciones» intemporales de la experiencia, sino síntomas de una separación de la experiencia filosófica de sus condiciones vitales históricas. A la luz de este diagnóstico ya no es posible fundamentar definitivamente la verdad en un ser que se supone intemporal o en un ideal de razón fuera de la experiencia, sino sólo dentro de la experiencia finita, que cobra conciencia de sus disensiones y de sus condiciones históricas.

En medio de las escisiones de la modernidad, y perdida toda referencia a la trascendencia, lo absoluto se hace valer por lo pronto como «necesidad»:

La necesidad de la filosofía surge cuando el poder de unificación desaparece de la vida de los hombres, y los opuestos pierden su viva relación e interacción y cobran autonomía. En esta medida la necesidad de la filosofía es una accidentalidad, pero, en la escisión dada, es el intento necesario de superar la contraposición de la subjetividad y la objetividad cristalizadas y concebir el ser devenido del mundo intelectual y real como un devenir, su ser como productos y, por consiguiente, como un producir. (DFS, 14-15.)

Con la disolución de los horizontes acreditados de la experiencia, el pensamiento pierde su condición necesaria y supratemporal y, por ello, su necesidad de nuevos horizontes de sentido es «algo accidental»: con los medios con que hasta entonces contaba ya no puede entender lo que le sucede. Pero esta experiencia nihilista es consecuencia de la disolución de una forma histórica «concreta» de la razón y de sus presupuestos. Desde esta perspectiva, tal experiencia no es en absoluto accidental, sino que entraña una lógica que tiene su base en las contradicciones inmanentes de esos presupuestos. La «necesidad» de que habla Hegel es, desde el punto de vista de la pérdida de los horizontes acreditados, por lo pronto la necesidad «de» la unidad perdida, la cual podría hacer explicables las escisiones y los conflictos observables. 73 Pero desde un punto de vista filosófico es también una necesidad que se impone «dentro» de la escisión e indica la lógica interna de ésta. Vista así, la necesidad de una transformación es también expresión de una «relación» inevitable, fatal, entre los elementos escindidos que reclama un lenguaje nuevo.

A la luz de estas reflexiones, la expresión «necesidad de la filosofía» entraña también una temporalización de la razón pura y el abandono radical del idealismo de Kant y de Fichte. Ahora el problema de lo absoluto ya no se plantea como una aspiración más allá de las condiciones de la finitud, sino como el problema de una reversión y una interiorización: la pregunta ya no es ahora: «¿cómo se podría escapar de la escisión y alcanzar un ideal fuera de ella?», sino: «¿cómo se pudo producir la escisión y qué relación interna, qué relación fatal une a los escindidos?». En suma: ya no es posible encontrar un concepto más sólido de razón, bajo la sombra de la disolución nihilista, en la huida idealista de la escisión, sino penetrando en las capas profundas de su génesis: «Lo racional ha de ser deducido según su contenido, es decir, a partir de la contradicción de los opuestos determinados, cuya síntesis es lo racional» (DFS, 32). En otras palabras, la razón no es una esfera de experiencia pura que pueda abstraerse de sus condiciones empíricas, sino que se basa en la lógica interna de las escisiones históricas y sus constelaciones concretas. La razón no sería entonces algo dado, sino que es resultado del descubrimiento de la lógica inmanente de la escisión, de la formulación de la relación interna de esta lógica y de volver a pensar los opuestos en su conexión. Y sería «absoluta» —es decir, libre de los presupuestos de un pensamiento subjetivo— como posibilidad inagotable e incondicionada de interiorizar la relación interna de las escisiones dadas, transformar sus oposiciones y concebirlas nuevamente más diferenciadas. En esta fuerza creadora y transformadora, a la que más tarde denominará con el célebre y ambiguo término Aufhebung , ve Hegel una afinidad entre la filosofía y el arte. Y desde ella puede decir, como en la carta a Hinrichs ya citada, que «toda» filosofía, en la medida en que descubre nuevos horizontes de la verdad y permite repensar la relación entre pensamiento y ser, es un «pensar lo absoluto», no porque establezca dogmáticamente «lo absoluto», sino porque su aspiración a la verdad le permite obtener nuevos conocimientos y nuevas perspectivas:

Cada filosofía es completa en sí misma —escribe Hegel— y, como una obra de arte, tiene la totalidad en sí. Así como Rafael y Shakespeare, si hubieran conocido las obras de Apeles y de Sófocles, no les hubieran podido parecer meros ejercicios previos —sino una fuerza afín del espíritu—, igualmente la razón tampoco puede ver en las configuraciones anteriores de sí misma solamente ejercicios previos de utilidad para ella. (DFS, 12-13.)

La primera publicación de Hegel: «Diferencia entre los sistemas de filosofía de Fichte y Schelling»

A la luz de nuestras anteriores reflexiones, la intención de Hegel de exponer la diferencia entre el pensamiento de Fichte y el de Schelling adquiere una dimensión de profundidad netamente filosófica. Lo que aquí está en juego es nada menos que el intento de cruzar la línea fronteriza, trazada por Kant, de la experiencia racionalmente fundada: la experiencia queda para Kant estrictamente limitada al dominio del conocimiento subjetivo y referido a objetos. En el marco de este concepto de experiencia, el intento especulativo de abrir el dominio de lo incondicionado del conocimiento aparece como una recaída en el dogmatismo precrítico y en el irracionalismo. También para Fichte, que respetaba explícitamente esta línea kantiana, el horizonte del conocimiento trascendental —de un conocimiento que se contenta con reflexionar sobre las condiciones de sus actos referidos a objetos— era inalcanzable:

El autor está hasta ahora íntimamente convencido de que ningún entendimiento humano podría avanzar más que hasta el límite en que Kant […] se detuvo, pero que nunca determinó, y puso como el límite último del saber finito. 74

Sin embargo, la nueva fundamentación que Kant dio a la filosofía en el «yo pienso» había desencadenado un rápida sucesión de intentos de conferir a ese pensar una fundamentación más profunda de la que Kant lo había dotado. 75 Karl Leonhard Reinhold —a quien Hegel dedica un capítulo entero de su Diferencia entre los sistemas de filosofía — sólo veía expresado en el pensamiento puro de Kant un momento de la racionalidad; el otro momento es el de la «actividad representativa», que es una facultad de la «conciencia» humana. La conciencia sería, pues, un concepto más amplio que el del pensar, que Kant había definido como la facultad de formar conceptos. La conciencia era para Reinhold la facultad de distinguir el sujeto pensante del objeto pensado y relacionar a ambos. En la conciencia se unen el pensamiento y la sensibilidad, cuya raíz común Kant había dejado en la oscuridad de lo incomprensible. 76

Contra el intento de Reinhold de sobrepasar la fundamentación kantiana, Fichte sostenía que lo que Reinhold llama «el hecho de la conciencia» no puede ser el fundamento último e incondicionado de la filosofía, pues un hecho es algo dado. Las cosas dadas son siempre distintas del yo al que son dadas, y esta distinción presupone un acto diferenciador, una acción creadora que nos remite a un yo actuante y, como tal, absolutamente libre. Por consiguiente, el yo actuante, que distingue entre él mismo y sus objetos y los constituye, sería el fundamento último e incondicionado de la razón humana.

Este intento de Fichte, que liberaría al pensamiento de todo presupuesto inmediato, fue continuado por Schelling, quien en 1789, con veintitrés años, fue reclamado por la Universidad de Jena, en la que también enseñaba Fichte. Schelling, que empezó experimentando con la idea del yo absoluto, 77 era del parecer de que el yo considerado en sí mismo no es suficiente para fundamentar la razón, pues el yo humano no es una autorreferencia de un espíritu puro, sino que tiene una historia previa en la naturaleza. Por eso, al lado de la filosofía trascendental de Fichte ponía una «filosofía de la naturaleza». Esto fue entendido por sus contemporáneos, incluido Fichte, como un mero complemento de la Doctrina de la ciencia de éste que dejaba intacta su base, es decir, la fundamentación del pensamiento en el yo. Pero en realidad Schelling iba mucho más allá, pues en el horizonte del idealismo de Fichte la «naturaleza» sólo se podía pensar en el sentido de la concepción mecanicista moderna: como producto de una «posición» y una formación realizadas por el pensamiento. Pero de ese modo, reflexionaba Schelling, no sólo se reduce la naturaleza a su existencia objetiva para un sujeto, sino que además se ignora la naturaleza de ese sujeto. Es verdad que, por así decirlo, la naturaleza sólo sabe de sí misma en la autoconciencia humana, por lo que entonces puede ser concebida como un orden con leyes propias. Mas, por otra parte, no puede concebirse una autoconciencia que no sea el resultado de procesos naturales y que no esté, como tal, incardinada en ella. Pero los «procesos» naturales que, obedeciendo a sus leyes, producen autoconciencia suponen una productividad creadora que no se puede reducir a un yo como fundamento último: no es concebible, según Schelling, una organización y una diferenciación en la naturaleza sin una «fuerza productiva» 78 inmanente a ellas. Por eso no hay para Schelling ninguna razón para limitar el concepto de «espíritu» al yo humano y separarlo de la naturaleza, como tampoco se puede reducir la naturaleza a un dato para el pensamiento humano. La naturaleza, concluye Schelling, implica ya el «espíritu», es decir, procesos de diferenciación creadores y autónomos que en todo producto de la naturaleza sedimentan como su historia; y viceversa: el «espíritu» implica ya, incluso en sus formas más sutiles, la naturaleza de un devenir productivo como su reverso inconsciente.

Como consecuencia de ello, idealismo y realismo se interpenetran y sobre ambos cae una luz completamente distinta de la del horizonte de la distinción clásica cartesiana entre res cogitans y res extensa. La unidad incondicionada y no objetiva de lo ideal y lo real, «lo absoluto», debe ahora pensarse como una conexión «intensiva» que se manifiesta y se diferencia en ambos, como «punto de indiferencia» que se divide en espíritu y naturaleza y se expresa en ambos de manera diferente. Al concebir Schelling el espíritu y la naturaleza como diferentes formas de expresión de una conexión intensiva inmanente, se abre una nueva manera de ver lo que la modernidad inspirada por el cartesianismo había hasta entonces diferenciado estrictamente como espíritu y naturaleza.

Después de que en 1799 Fichte, acusado de «ateísmo», tuviera que dejar su cátedra en Jena y se marchase a Berlín, Schelling publicó su Sistema del idealismo trascendental (1800), obra en la que Hegel se centró en su Diferencia entre los sistemas de filosofía. Este libro delinea una historia natural del espíritu desde la diferenciación material primigenia que culmina en una filosofía del arte, pues en los procesos creadores de la producción artística se realiza e ilustra de manera eminente, según Schelling, la unidad intensiva de espíritu y naturaleza, productividad consciente e inconsciente.

Hegel enlaza con estas ideas y se esfuerza por mostrar su alcance: la superación de una filosofía centrada en el pensamiento subjetivo y de la escisión entre pensamiento y ser, de la que Fichte finalmente no pudo despegarse. Pero Hegel albergaba en su trabajo algunas intenciones filosóficas frente a Schelling, aunque no contra él. Trataba de demostrar la unidad intensiva y «absoluta» de sujeto y objeto en sus formas históricas, y presentaba una conexión sistemática de las formas del saber y de la experiencia en relación con el espíritu y con la naturaleza. El punto de partida común de Hegel y de Schelling es el conocimiento de que la verdad incondicionada no se puede fundamentar en la autorreferencialidad de la subjetividad productiva, puesto que ésta implica y presupone ya algo otro incomprensible. Schelling llama a esto otro «naturaleza», mientras que Hegel prefiere la palabra «vida». Ambos términos encierran consecuencias diferentes respecto a la idea de lo absoluto, pues la naturaleza, pensada como productividad, es una fuerza eminente frente a sus formas; las formas de la naturaleza participan de ella, pero no son en sí mismas el todo de la naturaleza, cuya productividad se despliega en sus formas. Distinto es el concepto de vida: ésta no es nada que se distinga de sus formas y que pueda llamarse productividad eminente. Vida sólo la hay dentro de sus formas, cada una de las cuales realiza y produce vida a su manera individual como un todo. Y este todo no es nada fuera de la vida, puesto que es el despliegue histórico de ésta.

Pero en ambos casos se trata, como remarca Hegel, de «la superación de la escisión» (DFS, 73). Es decir: de superar la distinción clásica entre pensamiento y ser, y entre sujeto y objeto, e instaurar un pensamiento que conciba la unidad de ambos —verdad— como productividad inmanente de sus diferenciaciones históricas. Sólo entonces podría entenderse la unidad de sujeto y objeto —verdad— de manera que ninguno de estos momentos quede subordinado al otro y enfrente entre sí al idealismo y al naturalismo.

Para superar realmente la oposición entre pensamiento y ser no hay que buscar fuera de éstos, sino dentro de esa oposición; buscar la lógica de su génesis. Pero entonces hay que entender la oposición clásica de otra manera, pensar de otra manera sus polos: «Para superar la escisión ambos opuestos, sujeto y objeto, tienen que ser superados» (DFS, 74). Pues si, por una parte, no puede haber ninguna subjetividad que no tenga una génesis histórica o natural en el mundo y, por otra, ningún mundo que no fuera un ser pensado y no incluya un espíritu, «ambas» partes expresan en el fondo lo mismo, es decir, la relación entre ambas. Las dos partes deben entonces pensarse como siendo a la vez sujeto y objeto:

En tanto que el sujeto así como el objeto son un sujeto-objeto, la oposición del sujeto y del objeto es una oposición real, ya que ambos están puestos en lo absoluto y tienen por ello realidad. La realidad de los opuestos y la oposición real se producen sólo mediante la identidad de ambos. (DFS, 76.)

La idea aquí formulada no es clara de manera inmediata para el pensamiento clásico, puesto que nos obliga a repensar sus polos, el pensamiento y el ser. Por eso conviene demorarse algo más en ella, pues además contiene ya in nuce todos los gérmenes de la dialéctica especulativa de Hegel.

Si el pensamiento es siempre «mundano», entonces está siempre condicionado por algo otro y es visible y abordable desde el punto de vista de otro: como sujeto es ya él mismo objeto, es decir, un ser histórica y lingüísticamente determinado y encarnado. Lo propio acontece con el ser objetivo, que en ninguna de sus formas es sólo materia muerta: ya los procesos químicos más simples incluyen diferenciaciones consecuentes y suponen la continuidad de una génesis; en todo «objeto» se manifiesta la consecuencia lógica de una evolución que le presta una dimensión espiritual y una autonomía, que le confiere vida propia frente a toda objetivación.

Si asimilamos estas ideas, dejamos de pensar el sujeto y el objeto, el pensamiento y el ser, como dos esferas diferentes. Cada uno es lo que es sólo en su diferenciación del otro, por lo que se puede decir que el otro es constitutivo de su identidad. El otro pasa a ser, como dice Hegel, su identidad (DFS, 76 y sigs.). Pero si todo cuanto es tiene su identidad no sólo porque «excluye» todo lo otro, sino también porque se «relaciona» con todo lo otro; si lo otro «pasa a ser» todo ser idéntico, entonces todo algo idéntico implica la totalidad de sus relaciones con otros. Todo algo, todo ente idéntico consigo mismo, implica a su individual manera la totalidad de lo otro que él, y esto significa que está infinitamente diferenciado y escapa a todo intento de reducirlo a objeto de una perspectiva subjetiva.

Este resultado —que, desde otra perspectiva, es también de importancia capital para la ciencia natural actual— deja realmente atrás el dualismo clásico de pensamiento y ser. Hegel dice que «por esencia el sujeto puede pasar al objeto, o el objeto al sujeto […]. La verdadera identidad y, al mismo tiempo, la verdadera oposición de la que ambos son capaces consiste solamente en que ambos son un sujeto-objeto» (DFS, 77). Hegel habla también de una oposición «viva» o «real» para expresar que en ella los opuestos no se excluyen uno a otro —como tampoco lo hacen las formas de vida—, sino que se implican, se complementan y se diferencian mutuamente.

A la luz de esta consecuencia, el concepto de «vida» adquiere en Hegel una dimensión de profundidad que nos obliga a repensar la relación del ser individual con la totalidad, pues el todo de la vida no es algo dado que pueda separarse de la multiplicidad de sus formas individuales. Es tal todo, es totalidad, sólo en cada una de sus formas individuales —que a su vez sólo son todos individuales en relación con todas las demás formas: un «mundo en el mundo», como una vez llegó a decir Hölderlin.

El concepto de «individualidad», que expresa la unidad e indivisibilidad de una forma viva, escribe Hegel:

[… ] comprende en sí tanto la oposición contra una multiplicidad infinita como la unión con ella. Un hombre es una vida individual en cuanto es algo distinto de todos los elementos y de la infinidad de las vidas individuales que hay fuera de él; es una vida individual sólo en cuanto es uno con todos los elementos, con la infinitud de la vida fuera de él. 79

Con esta consecuencia que Hegel, como también Schelling y Hölderlin, deduce de la lógica inmanente de la distinción clásica entre sujeto y objeto y que la transforma, pasamos de un mundo estático, compuesto de objetos dados y regulado por un pensamiento puro, a un mundo dinámico de transiciones cambiantes en las que la identidad de cada momento se constituye por su conexión con todos los demás. Esta conexión —Hegel la llama «conexión viva»— es «absoluta» porque, como «la vida», no puede ser agotada o abrazada por ningún momento viviente. Y sin embargo, esta conexión no es un todo que trascienda a dicho momento, sino la lógica autónoma de sus relaciones cambiantes, la que a partir de estas relaciones se genera y con ellas cambia. 80

Por eso, la idea especulativa de la razón y su concepto de «unidad» sistemática ya no trata de conciliar abstractamente las oposiciones y escisiones de lo viviente para situarse por encima de ellas a la manera idealista, pues Hegel dice que «la escisión necesaria es un factor de la vida, que se autoconfigura contraponiéndose perpetuamente, y sólo mediante la restauración a partir de la máxima separación es posible la totalidad en la vitalidad suprema» (DFS, 14). La «reconstitución» de una conexión a partir de la máxima separación que supone un antagonismo, un conflicto, no es posible, de acuerdo con la concepción de Hegel, uniendo los elementos escindidos en nombre de una idea abstracta, formada en el pensamiento, de unidad. Por el contrario, hay que sumirse en la escisión para pro-ducir, en el doble sentido de la palabra, bajo la superficie de su manifestación antagónica, la lógica de su relación: hay que «interiorizar» la lógica de la escisión concreta en su génesis a la vez que expresarla y «exponer» esa escisión. Sólo la exposición sistemática de la lógica inmanente de una escisión modifica su forma de manifestarse al enseñarnos a repensar sus polos separados a la luz de su conexión constitutiva.

Como toda identidad está condicionada por la otredad, la misión de la razón filosófica consiste en «complementar» una identidad dada y concebida desde una perspectiva subjetiva «con su opuesto» (DFS, 34). Es decir: no debe considerar sus objetos objetivamente, sino relacionar las formas objetivas en que éstos aparecen con lo otro que excluyen y enseñarnos a reconocerlos como formas de expresión de una totalidad de inclusiones y exclusiones, de un «mundo en el mundo». El conocimiento especulativo de la razón es, en otras palabras, un proceso de aprendizaje en el que una manera de ver subjetiva y sus objetos van diferenciándose hasta la relación constitutiva de sujeto y objeto que se hace reconocible. La razón, añade Hegel, «con la síntesis de ambos produce una nueva identidad, que es de nuevo deficiente ante la razón y que igualmente se completa de nuevo» (DFS, 34). Por eso, un pensamiento sería «defectuoso» mientras fijase lo pensado en una identidad objetiva, es decir, lo concibiese desde un puesto de observación subjetivo sólo como objeto. La tarea del «método» especulativo «del sistema» es, por tanto, abandonar todo puesto de observación en relación con lo pensado para avanzar en el conocimiento de lo pensado hasta aquella relación constitutiva y viva que une el pensamiento y lo pensado. Sujeto y objeto sólo estarían reconciliados y consecuentemente referidos uno a otro si la perspectiva subjetiva se reconociese en el objeto y se le hicieran transparentes sus propios presupuestos como tales presupuestos. Un sistema filosófico estaría «cumplido» si no sólo nos presentase la realidad como dato que se presupone, sino también —como hace una obra de arte— su manera de contemplarla, desde cuyos presupuestos la considera como dato.

No muy diferente es en el fondo la tarea que se propone toda filosofía, por lo que Hegel puede decir con razón que «cada filosofía es completa en sí misma y, como una obra de arte, tiene la totalidad en sí» (DFS, 12). Pero la filosofía especulativa se propone dar un paso más. No se contenta con la autorreferencialidad de una relación cumplida entre el yo y el mundo, sino que la piensa en el contexto de la evolución histórica de la que nace y en la que se inscribe.

La transformación de la idea clásica de la verdad: la «Fenomenología del espíritu»

La crítica a Fichte llevó a Hegel a concebir la dinámica propia de una relación inmanente entre sujeto y objeto que ni puede tomarse como objeto, ni puede reducirse a los productos sintéticos de un sujeto. Cada una de las partes —el pensamiento y el ser— se implican mutuamente: no hay ningún pensamiento puro que no sea una forma histórica y lingüísticamente materializada, y ningún ser que se presente como un dato en sí fuera de todo horizonte de pensamiento. Si, en esta conexión, se muestra como «transición» del sujeto a la objetividad histórica y de ésta a la experiencia subjetiva, no podemos pensar la correspondencia entre ambos —tradicionalmente llamada «verdad»— como una relación estática, sino que debemos pensarla como una relación dinámica y mudable: como una transformación histórica y autónoma, un devenir de su constelación que ni puede controlarse desde un punto de vista subjetivo ni puede describirse como hecho objetivo, sino que modifica las formas históricas en que ambas partes se presentan.

Una filosofía que ya no pretenda establecer la verdad desde determinados presupuestos y distinciones —como las de sujeto y objeto, «razón pura» y ser histórico, etc.— como un dato, sino captarla en los cambios históricos de su concepto como la vida interior autónoma de esos cambios, debe primero plantearse el problema de sus propias condiciones históricas. No puede pretender, en otras palabras, formular una idea última y concluyente de la verdad como «absoluta», pues entonces no sería más que una perspectiva determinada entre otras, y la verdad históricamente entendida se disolvería en concepciones de la razón que se relativizan unas a otras. La idea especulativa de la razón debe «deducirse», como Hegel había declarado en Diferencia entre los sistemas de filosofía , «de la contradicción de los opuestos determinados, cuya síntesis es lo racional» (DFS, 32), y esto significa extraerse de la crítica de las concepciones históricas y contemporáneas y justificarse como consecuencia de esa crítica.

La Fenomenología del espíritu es una respuesta a este problema. Hegel era consciente de la dificultad de su empresa, como prueba la carta que el 1 de mayo de 1807, poco después de publicarse la obra, escribió a Schelling:

Noto que el trabajo de detalle ha perjudicado la visión del todo; pero este todo es, por su naturaleza, un ir de aquí allá tan entrecruzado, que si estuviera mejor elaborado me habría llevado mucho tiempo más dejarlo más claro y acabado. No necesito decir que hay partes concretas que precisan diversas reelaboraciones para sostenerse bien. Tú mismo encontrarás muchas. [Respecto] a la forma menos lograda de las últimas partes, cuento con tu indulgencia por haber concluido su redacción en la medianoche anterior a la batalla de Jena. 81

Si consideramos que Hegel concibió también la Fenomenología como una introducción a su «sistema» especulativo, hemos de ser conscientes de que este sistema no puede formular de manera concluyente, como el de Kant, las condiciones de la experiencia posible, sino que tiene que constituir un momento dinámico de un «proceso» de la experiencia que no puede reposar definitivamente en ninguna formulación.

La entrada en escena de la filosofía especulativa con su aspiración a un conocimiento «científico» —es decir, no fundado sólo en presupuestos subjetivos— de la verdad es, ella misma, como señala Hegel en la «Introducción», un «fenómeno» histórico junto a otros contemporáneos e históricos de búsqueda de la verdad. Por eso no puede simplemente «rechazar» estos otros saberes como constitutivos de «una visión común y ordinaria de las cosas, aseverando que ella es un conocimiento de otro género, completamente distinto, y que ese saber no es nada para ella; ni tampoco puede invocar el presentimiento de un saber mejor que hubiera dentro de él» (FE, 168). En otras palabras, no basta con hacer valer la propia idea de la verdad basándola en un presupuesto tenido por inmediatamente cierto y oponiéndola a otras. La razón especulativa, que pretende ser una «ciencia», debe más bien mediar su nueva posición con las demás posiciones de la razón y —como dice Hegel en Diferencia entre los sistemas de filosofía — reconocerse y reflejarse «a sí misma», es decir, su propia concepción incondicionada de la verdad, en las más dispares concepciones de la razón y de la verdad. Hegel no pretende exponer una nueva verdad, que sólo podría exponerse desde una perspectiva históricamente parcial, sino liberar las determinaciones históricas de la verdad de las limitaciones de su perspectiva subjetiva y de un pensamiento en oposiciones para dejar en ellas al descubierto su relación con lo incondicionado, para revelar una historia autónoma de la razón.

De ahí que la Fenomenología se conciba como una exposición de las formas en que se manifiesta la «conciencia natural». Bajo este concepto subsume Hegel todas las formas de manifestación de un pensamiento que opera sobre el supuesto de una separación entre sujeto y objeto, pensamiento y ser, forma y contenido. El espectro de estas formas de pensar incluye para él desde la primaria e indiferenciada «certeza sensible», que toma inmediatamente por verdadero todo lo dado, y pasando por las formas de la metafísica clásica, hasta los modos de pensar más avanzados de la filosofía contemporánea, representados por Kant, Fichte o Jacobi.

Las formas de esta conciencia son «naturales» en la medida en que ésta opera con distinciones que supone dadas e ignora su génesis histórica y, por ende, su mutabilidad. Tal conciencia se caracteriza por «distinguir» algo de ella misma —el objeto o contenido del pensamiento— y al mismo tiempo «referirse» a ese algo desde su concepción de la verdad (FE, 171- 172). De hecho, la definición clásica de la verdad presupone la verdad como algo dado e independiente del pensamiento, y la define como correspondencia entre el objeto y el pensamiento. Pero como ya mostró Hegel en la crítica que hizo de Kant y de Fichte en Diferencia entre los sistemas de filosofía , aquí hay un malentendido entre la concepción de la verdad que afirma la verdad como algo absoluto, y las distinciones subjetivas del pensamiento que hace esa afirmación.

Todo pensamiento que, desde una perspectiva subjetiva, se refiere a algo pensado es en el fondo una forma de manifestación de la «conciencia natural»: distingue entre pensamiento y ser, y presupone que en sus enunciados verdaderos el pensamiento concuerda con el objeto o éste con su concepto. Pero lo que una conciencia «presuponga» como verdad y el «concepto» que en cada caso tenga de la verdad depende de cómo distinga entre pensamiento y ser. Esta distinción es históricamente tan variable como la idea misma de la verdad. En palabras de Hegel: «Pues la conciencia es, por una parte, conciencia del objeto, por otra, conciencia de sí misma; conciencia de lo que a ella le es lo verdadero, y conciencia de su saber acerca de ello» (FE, 173).

Toda determinación objetiva de la verdad en el horizonte de la fórmula clásica de la adaequatio está afectada de esta ambigüedad fundamental. La verdad es aquí, por un lado, fundamento incondicionado y horizonte de todo conocimiento verdadero: la conciencia sólo puede conocer sus objetos en el horizonte de «lo que para ella es lo verdadero». Pero por otro lado, la verdad es siempre sabida y se basa en el saber: está referida a un saber que la estructura y, por tanto, no es independiente de la forma de ese saber.

Hegel utiliza sistemáticamente esta ambigüedad en la Fenomenología del espíritu. Si la verdad es para la «conciencia natural» al mismo tiempo fundamento incondicionado y objeto del saber, entonces la reflexión especulativa de esta ambigüedad no tiene necesidad de presentar un concepto propio de la verdad y ofrecerlo a la conciencia como una norma exterior. Con ello no haría más que añadir uno más a la multitud de conceptos históricos de la verdad y no podría tener la pretensión, común a todos ellos, de pensar la verdad como incondicionada y «absoluta». Por eso el pensamiento especulativo recibe su forma sistemática y su necesidad interna de una crítica inmanente de la ambigüedad de la conciencia natural de la que resulta su «superación». Determina el «concepto» de la verdad de una determinada forma de conciencia examinando su «pretensión» de poseer la verdad como verdad de algo incondicionado. Aquí se muestra que todo concepto de la verdad que la conciencia natural se forma depende de las distinciones y de los presupuestos de un saber histórico, y que, por ello, no puede alcanzar validez incondicionada. Todo concepto de la verdad pretende la verdad bajo determinadas condiciones históricas y lingüísticas y, por tanto, implica relaciones de inclusión y de exclusión. Limita con un fuera que no puede comprender adecuadamente con los medios de su orden conceptual actual y que no se ajusta a su distinción entre verdad y no-verdad. Cuando la reflexión fenomenológica de una forma de la conciencia natural encuentra que su concepto de la verdad y la verdad como objeto presupuesto no se corresponden, «la conciencia tiene que alterar su saber para hacerlo adecuado al objeto» (FE, 173). Pero ningún objeto es independiente del saber del que se distingue. Por eso, «al alterar el saber, se le altera a la conciencia también el objeto mismo».

Con la modificación de los horizontes históricos de la experiencia de hecho se modifican también las formas en que aparecen los objetos. Por eso, lo que percibimos como objeto es también, más allá de la forma en que se nos presenta, producto de cambios históricos inabarcables que sedimentan en él. Por eso, lo que determinamos como «objeto» implica siempre una vida histórica propia que se resiste a nuestro limitado saber. En nuestros intentos de aprehenderlo, el objeto abre los ojos, nos mira y nos pone frente a lo que, en nuestra sujeción a una perspectiva, «no» percibimos ni podemos captar con nuestros conceptos. Todo horizonte de la conciencia pone en ésta, como dice Hegel, «con lo singular […], a la vez, el más allá» (FE, 170), de suerte que ninguna conciencia puede mantener sus certezas y verdades a lo largo del tiempo: «Lo que está limitado a una vida natural no puede ir por sí mismo más allá de su existencia inmediata; mas hay algo otro que lo empuja más allá, y este ser-arrancado es su muerte» (FE, 170).

La inclusión de la muerte y, por ende, de una dimensión temporal en la experiencia de la conciencia arroja nueva luz sobre la expresión «absoluto». Absolutos son el tiempo y la muerte no como objetos de un saber posible, sino como la violencia de una transformación que se impone «dentro» de las limitaciones del saber y las desborda. Pero el tiempo y la muerte son también, como continuidad y límite de su devenir, las condiciones de una forma de vida finita. La conciencia finita y temporal es así, en todo momento, dos cosas a la vez: por un lado, autorreferencia y autoconservación frente a otro, y, por otro, rebasamiento, apertura radical a otro, sin que pueda haber ningún «sí mismo». Por eso, la subjetividad no es, como pensaba Kant, el horizonte de la experiencia del tiempo, sino que ella misma es fundamentalmente temporal: idéntica consigo misma sólo «en la medida» en que se diferencia, y «sí misma» sólo como momento dinámico de cambios que incesantemente desbordan su autorreferencia.

Por eso puede Hegel emplear, para los cambios de la conciencia natural que la Fenomenología reconstruye, el término «automovimiento»: un devenir autónomo y «absoluto» que por detrás de las formas particulares de conciencia se impone contra la manera de ver de ésta. Con esta concepción, la Fenomenología modifica el concepto de experiencia que Kant había introducido contra la metafísica clásica; para Kant, la experiencia ya no está referida a un ser presupuesto, sino que todo ser se constituye sólo en el horizonte de las capacidades de la conciencia como dato, pero al ligar Kant la experiencia a la subjetividad, permanece en la distinción clásica entre sujeto y objeto. La experiencia sigue estando para él referida a objetos, y presupone un marco conceptual dentro del cual la conciencia se apropia de sus objetos. Para Hegel, en cambio, este marco conceptual es una forma históricamente surgida y mudable, con lo que la experiencia recibe la dimensión incalculable, y por ende «absoluta», de un cambio histórico que ningún horizonte de la conciencia puede controlar, sino que en el curso de su devenir obliga a la conciencia a «reversiones» (a «una inversión de la conciencia misma», FE, 174) que la fuerzan a volver sobre sus presupuestos y modificar su punto de vista.

La Fenomenología de Hegel refleja y describe estos cambios en la conciencia natural partiendo de su forma más sencilla, la «certeza sensible», e indicando las ambigüedades de cada nueva determinación de la verdad hasta llegar a la fase en que la conciencia se desprende de las últimas impurezas de determinación y de presupuestos objetivos del ser:

Pero la meta le está fijada al saber tan necesariamente como la serie del proceso; está allí donde el saber ya no tenga necesidad de ir más allá de sí mismo, donde se encuentre a sí mismo, y el concepto corresponda al objeto, y el objeto al concepto. (FE, 170.)

Ello no supone un aquietamiento ni un final definitivo de la experiencia, sino que la experiencia ha alcanzado una profundidad en la que ya no depende de distinciones presupuestas, sino que es capaz de pensar el cambio como médium de sus distinciones. La conciencia conocería así un devenir «absoluto»: su devenir «vivo» que ella es, y tiene que ser, en su tarea de constituir y modificar sus horizontes de experiencia. La conciencia no puede anticipar ni objetivar este ser histórico, pero puede interiorizar su historia en la necesidad de sus cambios, cambiando ella misma en esa interiorización. «Encontrarse a sí misma» no significa entonces volver a sí misma como una «identidad» presupuesta, sino interiorizarse como cambio, como radical apertura a lo otro de sí misma. En todo lo que nos acontece —así podríamos expresar esta idea de Hegel— hay algo que nos niega: una «negatividad» incondicionada de la que no podemos disponer. Mas por eso mismo, también hay algo «lógico», algo que se dirige a nuestra experiencia, que espera un cambio en nuestra perspectiva para que podamos leerlo como momento de «nuestra» experiencia. 82

El cambio es necesario o lógico porque siempre se constituye como reversión de una forma determinada de conciencia a partir de sus limitaciones. En la transformación de una conciencia que, en el encuentro con su otro, «sale de sí misma» porque éste la obliga a cambiar su relación consigo misma y con el mundo, esta negación no es un destino anónimo que la alcanza desde fuera, sino más bien una «negación determinada», es decir, reconocible, a partir de las contradicciones de esta relación de la conciencia consigo misma y con el mundo. Todo cambio en un horizonte de la conciencia tiene su razón en las contradicciones, que pueden interiorizarse en su lógica. Por eso, la experiencia de la conciencia tal como la describe la Fenomenología del espíritu presenta siempre dos aspectos: por un lado, la conciencia afectada puede verla como el «camino de duda o, dicho más propiamente, camino de desesperación» (FE, 168), pues al principio la conciencia experimenta la disolución de sus horizontes de experiencia sin que desde su punto de vista pueda comprender su lógica interna. Pero desde el punto de vista de la «interiorización» y la reflexión de esta transformación, esas contradicciones adquieren una lógica y se convierten en fundamento de un nuevo y más diferenciado autoconocimiento.

Hegel tiene en cuenta este carácter ambiguo de la experiencia cuando aborda en su Fenomenología la experiencia de la conciencia desde diferentes puntos de vista: el punto de vista de la figura de la conciencia que experimenta la transformación y el punto de vista de una reflexión sobre los presupuestos y las relaciones de exclusión de esa conciencia. El primero describe cómo una determinada relación de la conciencia consigo misma y con el mundo se presenta «para ella», mientras que el segundo realiza el movimiento de una reflexión que se lleva a cabo, detrás de esa conciencia, «para nosotros».

El punto de vista sistemático de este «nosotros» no designa en la Fenomenología , como suele pensarse, el punto de vista de una observación filosófica superior que contempla la evolución frente a una conciencia natural cautiva en ésta. Hegel se refiere más bien a una reflexión espiritual autónoma que, trascendiendo su propia visión perspectivista, hace que «todo» yo sea observable e influenciable desde fuera. El yo no es, como Hegel indica de un modo claro, enteramente aprehendido como relación consigo mismo, pues como tal encierra una relación constitutiva con otro en la que se refleja. No se refiere con esto a la intersubjetividad empírica, sino a un espacio espiritual ilimitado en el que un yo es observable para otros y se presenta de una manera distinta para una reflexión más diferenciada. Cada yo, por mucho que se cierre a los otros, lleva como inscrita en él esa visibilidad. Ningún yo puede cerrarse a la posibilidad de que sus contradicciones internas, de las que él nada sabe, se revelen, y ningún yo puede impedir que esas contradicciones desarrollen su propia vida y cambien a sus espaldas. A este ser incondicionado inmanente al yo lo llama Hegel «espíritu»: «[…] yo que es nosotros , y nosotros que es yo » (FE, 237). Vista así, la «meta» de la Fenomenología puede formularse de la siguiente manera: se trata de alcanzar un punto en el que los cambios que experimenta la conciencia ya no le resulten extraños ni los considere una acción violenta que viene de fuera, sino que pueda interiorizarlos como una consecuencia de sus propias contradicciones. La conciencia adquiriría entonces frente a sus presupuestos una libertad que le permitiría reconocer en todo lo que le resulta extraño y amenazante no una negación, sino una posibilidad de conocimiento y de transformación creadora del propio sí mismo.

La Fenomenología del espíritu reconstruye esta experiencia y hace de la conciencia natural una conciencia reflejada de manera filosófica, comenzando por la figura más sencilla de esta conciencia: la «certeza sensible», que considera inmediatamente verdadero todo lo dado en toda su diversidad. Dicha conciencia debe experimentar que lo inmediatamente dado está dado siempre y sólo «para una conciencia» y dentro del horizonte de percepciones de ésta, pues todo lo dado lo es sólo en las más diversas relaciones con otras cosas dadas e incluye una multiplicidad de propiedades cuya «unidad» no viene dada a los sentidos, sino que sólo puede ser pensada como lo general de sus propiedades. Con esta comprensión, la inmediata certeza sensible se transforma en la «percepción», que aprehende el objeto como cosa compleja con múltiples propiedades. Éste es el plano del sano sentido común, que concibe la unidad o bien como dada en el objeto, o bien como producto de la conciencia. Pero el sentido común no liga la unidad y la multiplicidad del objeto, y por eso no va más allá de la descripción externa. Sólo el «entendimiento», la conciencia de la ciencia empírica, consigue pensar la unidad del objeto junto con su multiplicidad y ve a ésta bajo leyes constantes, pero sólo lo consigue al precio de una separación entre el reino de las leyes abstractas del entendimiento y una realidad mudable.

Otra reflexión muestra la inconsistencia de esta distinción, pues en ambas partes —el reino de las leyes y el mundo de la vida— la conciencia lleva a cabo determinaciones constitutivas, con lo que un conocimiento consecuente de los objetos sólo es posible como autoconocimiento de la conciencia. Con este paso «hemos puesto pie en el reino natal de la verdad» (FE, 232), pues sólo en el horizonte del pensamiento autoconsciente, que se conoce a sí mismo como objeto, la verdad deja de ser representada sólo como dato para ser pensada y fundamentada como correspondencia entre pensamiento y ser. Pero la autoconciencia, como ahora se mostrará, no es una, pues combina la suposición de una «unidad», la de la relación consigo misma, con una «distinción» real de sí misma. Al ser a la vez sujeto y objeto, la autoconciencia encierra una «duplicidad», es decir, una unidad consigo misma y una referencia a otro en el cual se refleja su referencia a sí misma: una distinción entre el sí mismo empírico en el mundo y el sí mismo espiritual en su unidad consigo misma, que Hegel analiza en las formaciones de la conciencia estoica, la conciencia escéptica y la «conciencia desventurada». Aquí la unidad de sus dos aspectos resulta cada vez más problemática para la autoconciencia: en sus relaciones con el mundo se sabe idéntica consigo misma, pero no puede realizar esa unidad en la multiplicidad de sus encuentros con el mundo.

Esta unidad de la conciencia de sí y del mundo —y con ella una nueva relación entre pensamiento y realidad— se anuncia en el plano del conocimiento de la «razón» que se manifiesta en el «idealismo» contemporáneo: aquí, ambos dominios son sintetizados en una idea de la razón a la cual puede reducirse toda realidad y desde la cual ésta puede fundarse. A la luz de la razón, la conciencia puede soportar y asimilar tranquilamente la realidad que le es dada, pues ha hecho la experiencia de que la «toda realidad efectiva no es distinta de ella» (FE, 270).

Ahora parece que se ha alcanzado la meta de la Fenomenología : fundamentar la unidad constitutiva de la conciencia de sí y del objeto. Pero como ya mostró la anterior crítica de Hegel a Kant y a Fichte, esta unidad es histórica, es decir, varía según lo que en cada caso se entienda por realidad y por razón. Hegel refleja las transformaciones de la razón desde la «razón observante» de la ciencia natural de su tiempo, para la cual la realidad se compone de «cosas», hasta la «razón que examina leyes», que en la «razón práctica» de Kant avanza hacia un concepto ético de la razón. Sólo aquí se abre la posibilidad de pensar la universalidad de la razón como su realizarse en los actos de todos los individuos.

«Espíritu» es el término que emplea Hegel para una forma de conciencia en la que «el sí mismo de la conciencia real» y su «mundo objetivo real» ya no constituyen, como en Kant, un dualismo con sus partes enfrentadas. El mundo se reduce al sí mismo y éste es reconocible como figura de un mundo histórico. 83 Hegel sigue la lógica de esta nueva relación espiritual entre el sí mismo y el mundo desde el mundo ético de la Antigüedad griega, y pasando por el despertar de la conducta individual en la tragedia, el racionalismo de la Ilustración y de la Revolución francesa, hasta la idea del espíritu autoconsciente tal como se ha constituido en la filosofía contemporánea en Kant, en Fichte y en el romanticismo. Sólo aquí ve Hegel que se ha alcanzado un grado de conciencia en el que la pura espiritualidad está reconciliada con la conciencia mundana individual: el espíritu como horizonte de un mundo histórico no simplemente no se opone a los individuos como legalidad universal, sino que se realiza en ellos. Pero la unidad del individuo como ser espiritual y como ser particular entre otros no carece de problemas. Hegel despliega su dialéctica en el conflicto moral entre obligación e inclinación, en el problema de la apelación a la conciencia individual como algo universal y en los conflictos entre diferentes autoconciencias, que se contraponen en su pretensión de representar la espiritualidad universal y la libertad absoluta.

Hegel ve que la igualdad del yo autorreferente con el otro «en cuanto» otro, en la que ambos ya no se excluyen, se alcanza en el mandamiento cristiano del amor al prójimo:

El sí que reconcilia, en el que ambos yoes se desasen de su existencia contrapuesta, es la existencia del yo extendido a la duplicidad, que permanece igual a sí en ella y que, en su exteriorización y contrario perfectos, tiene la certeza de sí mismo; —es el Dios apareciendo en medio de ellos, que se saben como el saber puro. (FE, 540.)

Con el punto de vista de la «religión», la dimensión incondicionada de la relación de sí mismo con otro, cuya formulación se propone últimamente la Fenomenología , es ahora elevada a la conciencia de una manera nueva. En ella se trata de un reconocimiento sin reservas del otro que no sólo lo reconoce desde la perspectiva de la propia relación consigo mismo y relativamente a ella, sino como una encarnación autónoma de la incondicionalidad divina. Pero también de ésta se pueden tener experiencias diferentes. Hegel refleja la presencia de lo divino en el horizonte de la experiencia religiosa primero en la «religión natural», que lo experimenta como divinidad de la naturaleza, y continúa con la presencia fatal de lo divino en la «religión-arte» griega hasta llegar a la idea cristiana de un Dios que se ha hecho hombre enteramente y sin reservas. Aquí la particularidad del ser hombre individual y la universalidad de Dios están reconciliadas. Pero en la figura ejemplar de Dios hecho hombre se impone una última distinción entre el yo humano y el tú divino que hace de la esfera de lo absoluto objeto de una representación.

A la luz de esta reflexión, el «saber absoluto» que cierra la Fenomenología puede leerse como una consecuencia que ya está presente en la idea cristiana de Dios: si Dios se hizo hombre «sin reservas» y como tal murió, también esta última distinción entre las esferas humana y divina debe desaparecer y pensarse lo divino como algo radicalmente inmanente. «Absoluta» sería entonces una experiencia que se pasara sin el presupuesto de esta distinción y estuviera en condiciones de abrirse sin reservas al «otro que sí mismo» en su otredad: esta experiencia ni sometería a este otro al punto de vista de la relación consigo mismo ni distinguiría de sí a la otredad como objeto, sino que tendría que reconocerla como momento constitutivo de la propia génesis y apertura en el tiempo. Todo sí mismo ajeno y toda forma diferente de ser serían entonces una manifestación de esa otredad «absoluta» nunca del todo alcanzable que «rebasa» y transforma el sí mismo: no habría ningún otro objetivo, sino «el otro de sí mismo».

Hegel ya no concibe el «saber absoluto» como un contenido más, el último, de la conciencia, sino como «interiorización» del proceso, ya concluido, de experiencia (FE, 626) que comprende la multiplicidad de sus formaciones en su relación genealógica. En el saber absoluto se ha alcanzado un nivel de la conciencia que no sólo deja tras de sí las demás formas de conciencia y las recapitula como contenidos de la memoria. En este nivel, la interiorización atraviesa los estratos profundos de su propia génesis. Por vez primera, la conciencia espiritual concibe al otro de sí mismo no como algo objetivo que está frente a ella, sino que reconoce en él su propia relación con el todo y el derecho de su propia otredad. Con esta consecuencia, el pensamiento ya no encuentra el mundo con reservas derivadas de distinciones presupuestas, sino que lo concibe como médium de su constitución y transformación temporales.

En tanto que su compleción [del espíritu] consiste en saber perfectamente lo que él es , su sustancia, este saber es su ir-dentro-de-sí en el que abandona su existencia y entrega su figura al recuerdo y la interiorización. En su ir-dentro-de-sí, se ha sumergido en la noche de su autoconciencia, pero su desaparecida existencia está preservada dentro de esa noche, y esta existencia cancelada y asumida —que es la anterior, pero renacida a partir del saber— es la nueva existencia, un nuevo mundo y una nueva figura del espíritu. (FE, 626.)

En el médium de la interiorización, en el que la conciencia que recuerda se reconoce en sus formas pasadas y sabe de su proceso y sus experiencias, el «saber lo que se es» ya no es entendido como apropiación de una identidad presupuesta. El autoconocimiento como interiorización/recuerdo histórico implica una transformación, un hacerse diferente de la conciencia que recuerda: reconoce el pasado desde una perspectiva nueva y en un contexto nuevo, y se concibe a sí misma como el médium en el que este contexto alcanza una nueva existencia en un «nuevo ser allí, un nuevo mundo y una nueva figura del espíritu». Con este saber, el pensamiento avanza hasta aquella historia «absoluta» de la que la conciencia no puede apropiarse objetivamente, sino que es y tiene que ser ella misma: una historia que se le presenta no como objeto de recuerdo, sino sólo en la transformación de su horizonte.

Un compendio del sistema: la «Enciclopedia de las ciencias filosóficas»

La Fenomenología mostró la relación constitutiva entre pensamiento y ser reconstruyendo la lógica inmanente de sus constelaciones históricas posibles: desde la más simple reducción del pensamiento a la certeza sensible, hasta las complejas formaciones intelectuales del idealismo de la época. A la luz de esta experiencia puede ahora decirse que la distinción entre sujeto y objeto ya no es un presupuesto intemporal del pensamiento, sino una constelación históricamente variable que remite a la lógica de sus diferenciaciones. Esta lógica no es una lógica formal que pueda distinguirse de las relaciones y escisiones concretas de su realización; no regula ningún dominio de objetos presupuestos, sino que es una lógica de la génesis histórica en la que los objetos y las relaciones se diferencian y se transforman.

Un pensamiento que piense el cambio histórico no puede afrontar el devenir instalándose en una perspectiva subjetiva, pues en tal caso reduciría el cambio a un objeto sometido a los presupuestos de una perspectiva determinada y lo congelaría en un movimiento fijado en un espacio. Para pensar el movimiento sin fijar el devenir que expresa en conceptos exteriores, se necesita un pensamiento que sea consciente de ser él mismo un momento de ese cambio, que lo admita y continúe modificándolo. Tal pensamiento tendría que reflejar incesantemente sus propias condiciones de partida y modificar la perspectiva implícita en esas condiciones.

En esto reside la dificultad del pensamiento dialéctico, que el propio Hegel expuso: el movimiento del pensamiento dialéctico se sustrae a toda fijación a la perspectiva de una intención subjetiva. En la «Introducción» a su Enciclopedia , Hegel ofrece un breve esquema de la génesis de la dialéctica especulativa capaz de arrojar nuevamente luz sobre el procedimiento de la Fenomenología del espíritu y justificar desde él la necesidad de una Enciclopedia de las ciencias filosóficas (cf. §§ 11 y 12).

El pensamiento clásico, que fundamenta la verdad en la distinción entre pensamiento y ser, hace la experiencia de que sólo puede pensar la verdad como objeto. Es decir: nunca puede pensar la verdad considerando de la misma manera los «dos» momentos de la verdad: su manifestación en el pensamiento y su carácter incondicionado, «absoluto», frente a las perspectivas del pensamiento. El pensamiento «empirista» llevará la verdad al lado objetivo y exigirá que los conceptos se orienten a objetos, mientras que el pensamiento «racionalista» deducirá los objetos de las categorías del pensamiento. Cuando este pensamiento intenta justificar su concepto de la verdad, se ve envuelto en contradicciones, pues por un lado la verdad es el objeto del pensamiento y depende de sus presupuestos y, por otro, es el horizonte dentro del cual es posible pensar objetos.

De esta evidencia resulta, según Hegel, la «necesidad» de pensar nuevamente la verdad como incondicionada y no objetiva, una necesidad que tiene que conducir al desarrollo de un nuevo pensamiento. Ya el giro copernicano de Kant, la fundamentación de la verdad en la autoconciencia trascendental, era una expresión de esta necesidad de superar el esquema clásico de un pensamiento referido al objeto. A este giro trascendental alude Hegel cuando escribe (§ 12) que el pensamiento que reflexiona sobre la contradicción fundamental de la forma clásica del pensamiento se «eleva» sobre esta forma de pensar «hasta el elemento puro de sí mismo», es decir, hasta el elemento de una «razón pura» en la que pensamiento y ser coinciden.

Pero la razón pura se contrapone sólo negativamente a la idea clásica de razón, de cuya reflexión proviene. Se separa del conocimiento empírico de objetos y forma su propia esfera, pura e intacta, de aquél, pero esto significa que la razón pura ha olvidado que procede de una «elevación» y un movimiento de reflexión sobre el pensamiento clásico y que se concibe como presupuesto intemporal frente al pensamiento empírico. 84 Ello conduce a separar la filosofía como razón pura de las ciencias empíricas, proceso que ya se inició en la transición del siglo XVIII al XIX .

Considerada bajo la luz de este perspicaz diagnóstico de Hegel, su concepción de una Enciclopedia aparece como un intento de superar esta separación para devolver a la razón pura sus contenidos empíricos históricos, y a la razón empírica su fundamento filosófico. Hegel escribe que «las ciencias experimentales tienen el atractivo» de que pueden confrontar la «forma» pura de la reflexión filosófica con una multitud creciente de «contenidos» empíricamente descubiertos (§ 12). Por otra parte, la acumulación meramente accidental de contenidos científicos particulares requiere la fundamentación sistemática de sus relaciones, pues en otro caso la experiencia se fragmentaría en dominios independientes y cada vez más especializados. Vista bajo esta luz, la exigencia «sistemática» de Hegel adquiere precisamente en las condiciones actuales, caracterizadas por un empobrecimiento y un fraccionamiento de la experiencia en una multitud de conocimientos e informaciones dispersos, una nueva plausibilidad. Su Enciclopedia es el intento de confrontar el punto de vista —alcanzado ya en la Fenomenología — de un pensamiento dialéctico con las pretensiones de una multiplicidad de formas del saber diferenciadas, y éstas con la pretensión de una autorreflexión «sistemática», o sea, de una autorreflexión que no se limita a la autorreferencia de una perspectiva presupuesta, sino que implica también las relaciones de ella con otras formas de saber.

En todo esto se basa la articulación sistemática de la Enciclopedia : pensar la «lógica» de una manera nueva, es decir, ya no como forma vacía frente a los contenidos, sino como lógica de la constitución de los contenidos. Este dominio de una génesis creadora no puede pensarse, como mostró la Fenomenología , como objeto de operaciones subjetivas del pensamiento. Todo objeto del pensamiento es un ser histórico, es decir, es enormemente más complejo que toda determinación subjetiva del mismo. Pero si los objetos de nuestro pensamiento están, por así decirlo, cargados de historia, implican una lógica propia y un movimiento propio que no pueden reducirse a la lógica de nuestra referencia subjetiva a ellos. Y justamente de esta lógica de la génesis y las transformaciones históricas de las relaciones entre subjetividad y objetividad trata la lógica especulativa. En esta dimensión ontológica de la lógica especulativa se expresa una idea fundamental de Hegel: que todo contenido recibe su determinación sólo como momento de una conexión total. Fuera de esta conexión, como objeto fijado, no es nada más que presupuesto no fundamentado de una «certeza subjetiva» (§ 14, agregado). Pero esta conexión lógica incondicionada de todos los contenidos no es para Hegel pensable como una totalidad formal que estuviese fundamentada en un pensar subjetivo, pues si cada contenido particular se constituye en una totalidad de relaciones; si, en otras palabras, es el resultado y un momento de procesos históricos de diferenciación, ya está en sí mismo lógicamente estructurado, y esta lógica lo pone en relación con todos los demás contenidos.

Sobre el fondo de esta reflexión puede Hegel decir que «la realidad es racional». 85 Esta frase especulativa ha dado lugar hasta hoy a muchos malentendidos, y no raras veces ha provocado indignación, y ello por ignorancia de los conceptos hegelianos de razón y realidad o porque se somete su comprensión a la «conciencia natural», para la cual la realidad es un dato objetivo. Pero la realidad es «racional» no en su forma objetiva de manifestarse, sino como un devenir en el que los objetos se constituyen y que implica diferenciaciones y procesos, es decir, relaciones lógicas. Toda realidad de forma empírica, por muy «irracional» que parezca su manifestación, continuamente revela a una observación diferenciada nuevas relaciones y razones cada vez más complejas que hacen inteligible su forma de ser y modifican su forma de aparecer. En este sentido, «real» no es la imagen que tenemos de una realidad, ni su presencia objetiva, sino su devenir real, en el que también nuestra visión subjetiva no es más que un momento que experimenta modificaciones. La vida propia inmanente a todo objeto, que se desarrolla de forma «racional» y «lógica», no puede sujetarse, como decimos, a los presupuestos de una consideración objetiva. Para comprenderla en su lógica, la razón objetiva debe, por así decirlo, sumergirse en su objeto para desplegar la infinita complejidad de sus determinaciones —y haciéndolo se modifica y diferencia su propia manera de verla.

Con esto entramos de nuevo en la lógica de la «transición» recíproca entre la subjetividad y la objetividad, el pensamiento y el ser, a la que ya nos referimos cuando comentamos la Diferencia entre los sistemas de filosofía. Hegel considera en la Enciclopedia que «la más alta finalidad de la ciencia […] es promover, a través del conocimiento de esta concordancia, la reconciliación de la razón autoconsciente con la razón del ser , con la realidad» (§ 6); un conocimiento en el que, como hemos visto, cambiaría de forma radical no sólo nuestra comprensión de la razón, sino también la de la realidad. A este ámbito de la unidad constitutiva de razón y realidad Hegel lo llama «Idea». Esta expresión combina en su uso hegeliano el sentido ontológico que tiene en Platón con el sentido, referido a la subjetividad, que tiene en Kant. Hegel se refiere con ella al horizonte de relaciones y diferenciaciones lógicas en el que todo posible contenido se constituye en su ser concreto y en su relación con otro. No es posible pensar nada existente fuera de estas relaciones y diferenciaciones. Pero este horizonte, la Idea, no puede, por otra parte, considerarse independiente de estas relaciones ni abstraerse de ellas: la Idea se constituye como horizonte solamente en las situaciones y relaciones concretas, y se modifica con ellas.

La lógica especulativa no despliega la génesis constitutiva de todo contenido, el devenir de las relaciones lógicas en la relación entre la sí-mismidad y la otredad, como la fenomenología, en contenidos históricos concretos, sino que pretende mostrar las consecuencias creadoras de aquéllas independientemente de los contenidos concretos. Esta exposición de la lógica de la constitución incondicionada y sin presupuestos de algo se adentra en el dominio de la génesis creadora y aspira a repensar los problemas de la teología y la metafísica clásicas en el horizonte de la modernidad. La frase de Hegel según la cual el contenido de la lógica especulativa «es la representación de Dios, tal como está en su ser eterno, antes de la creación de la naturaleza y de un espíritu finito», 86 expresa claramente esa aspiración: si queremos pensar enteramente la dimensión de la génesis creadora y liberarnos de los condicionamientos de los presupuestos subjetivos, ese pensamiento nos conduce más allá del dominio de la construcción intencional y nos confronta irremisiblemente con problemas metafísicos y teológicos. La lógica comienza la determinación más universal, la que todo lo abarca y parece estar libre de supuestos: el «ser». Entonces se muestra que incluso esta determinación, «ser», encierra ya una distinción y una relación con otro, la «nada», sin la cual no puede ser pensada. Una ulterior reflexión sobre esta relación constitutiva entre ser y nada nos muestra que también la «nada», en cuanto diferente del ser, no es simplemente nada, sino ser, de suerte que no nos las habemos simplemente con dos magnitudes diferentes, sino con una transición, una implicación recíproca de ambas determinaciones, cuya unidad expresa el concepto de «devenir», que comprende por igual el ser y la nada, el nacer y el perecer.

«La dialéctica —escribe Hegel en referencia a este movimiento, aquí esbozado en sus primeros pasos— es este salir inmanente en el que la unilateralidad y la limitación de las determinaciones del entendimiento se presentan como lo que son, a saber, como su negación. Todo lo finito es este superarse a sí mismo» (§ 81). Pues todo lo finito es lo que es sólo en la multiplicidad infinita de su referencia a otro, es decir, como devenir y cambio.

En este movimiento lógico Hegel pretende haber captado la estructura de la constitución de toda realidad: todo lo que es, es tanto existencia inmediata, referencia a sí mismo, y en cuanto referencia a «sí mismo» es a la vez referencia a otro, devenir. Esta idea fundamental permite rebasar el horizonte de las «determinaciones del entendimiento», las cuales se refieren a objetos presupuestos: exige que, además de tomar los objetos como datos, reconozcamos en ellos nuestras propias determinaciones, los diferenciemos a la luz de sus relaciones de inclusión y exclusión, y los consideremos dentro de relaciones cada vez más complejas, y esto significa que penetremos en los estratos de la génesis creadora, del devenir de nuestro conocimiento y sus objetos.

En el ulterior desarrollo de las categorías lógicas es esencial la secuencia sistemática de «ser», «esencia» y «concepto»: en estos títulos refleja Hegel las categorías de la metafísica clásica y del racionalismo moderno, de la filosofía trascendental de su tiempo y, finalmente, de la filosofía especulativa, en la medida en que muestra cómo resultan de manera genealógica unos de otros: el pensamiento clásico del «ser como dato», que en Kant se transforma en un pensamiento del ser «en el horizonte de las determinaciones del sujeto» que constituyen la «esencia» del ser, y, finalmente, el pensamiento especulativo, que relaciona las determinaciones del sujeto y el dato objetivo en el medio del «concepto» especulativo.

Como la lógica especulativa prescinde de todo contenido objetual, necesita para concretarse de una «filosofía de la naturaleza» que complemente el movimiento de las abstractas categorías lógicas con su otra cara concreta: «la Idea fuera de sí misma». La división hegeliana de la filosofía de la naturaleza en «mecánica», «física» y «orgánica» corresponde a los planos del ser inmediato, el ser pensado bajo leyes físicas y el ser viviente. Hegel trata aquí de la determinación «mecánica» de la naturaleza con los conceptos básicos de espacio, tiempo, movimiento, peso y gravitación, de la determinación «física», cuyos fenómenos vienen determinados por la cohesión, la electricidad y los procesos químicos y, finalmente, de la determinación «orgánica», que es la de los procesos naturales de desarrollo autónomo propios de la orgánica geológica, vegetal y animal. La filosofía de la naturaleza de Hegel asimila los conocimientos de las ciencias naturales de su tiempo, pero a diferencia de éstas no investiga la naturaleza, sino que trata de la lógica interna con que los conceptos universales y su determinación de la naturaleza se relacionan entre sí.

Cuando Hegel concibe la naturaleza como «ser fuera de sí misma de la Idea», es decir, como su existencia exterior (§ 247), no está pensando en una subordinación de la naturaleza a categorías lógicas, sino que más bien quiere demostrar que la naturaleza incluye, como devenir procesual y dinámico, diferenciaciones y desarrollos que sólo pueden concebirse de manera «lógica». Tampoco en la naturaleza se agota la existencia más simple en su forma de manifestarse como mero dato, sino que ésta es el resultado de una historia infinita que la vincula a todas las demás formas de ser. Estos procesos evolutivos se van diferenciando a partir de los primeros «procesos adaptativos» de los microorganismos, y esta diferenciación continúa en los primeros y rudimentarios «procesos de aprendizaje», que encierran ya formas primarias e inconscientes de memoria, hasta llegar a los «procesos espirituales», en los que la naturaleza alcanza una conciencia de sí misma y puede comprenderse en sus leyes.

Aunque la filosofía de la naturaleza de Hegel debe leerse hoy teniendo en cuenta las limitaciones históricas de los conocimientos de su época, su concepción filosófica de una relación dinámica, viva, no fijada de un modo dualista, entre espíritu y naturaleza ofrece precisamente hoy, en el horizonte de una temporalización de la concepción clásica de la naturaleza, enfoques muy fecundos sobre los que cabe continuar reflexionando. Que la naturaleza no es sencillamente un dato a nuestra disposición, y que todo intento de concebirla es siempre un autoconcebirse del espíritu, es un resultado cuyas consecuencias para la relación entre espíritu y naturaleza incluso la ciencia actual no puede prever.

La naturaleza que se concibe a sí misma es «espíritu»: un ser espiritual que no sólo tiene existencia inmediata, sino que se sabe como espiritual. Esto significa, en primer lugar, que todo ser espiritual es un yo que en toda conciencia de algo al mismo tiempo sabe que «yo tengo esta conciencia». Este «yo» no es, como hemos visto, un dato fijo: la forma de su relación consigo mismo es histórica, y cambia con su relación con el mundo. Por eso puede Hegel definir el espíritu como «lo absoluto» (§ 384, agregado), es decir, como conexión no pensable en términos objetivos de todas las relaciones consigo mismo y con el mundo. Porque ninguna relación individual consigo mismo y con el mundo puede pensarse aisladamente, sino que implica la totalidad de todas las otras formas y relaciones posibles: una historia inagotable que sedimenta y actúa en ella. Porque incluso lo que un yo «no» sabe y «no» hace determina los límites y el alcance de su experiencia y, por tanto, de su existencia como espíritu.

Hegel despliega esta espiritualidad, que encierra siempre una relación constitutiva entre el sí mismo y el mundo, en tres niveles sucesivos:

a )Como «espíritu subjetivo» que se articula en las formas de la autorreferencia subjetiva y desde ellas se relaciona con el mundo como objetividad. El espíritu subjetivo sabe que existe una relación entre sujeto y objeto, pero desde el punto de vista de su forma de ser subjetiva sólo puede entender tal relación como referencia a un objeto.

b )La segunda figura diferenciada del espíritu es el «espíritu objetivo», es decir, la objetivación consciente de la relación espiritual consigo mismo en las relaciones jurídicas, en el orden moral y en la civilidad, en los cuales los sujetos conviven y se relacionan. Aquí, el sujeto se concibe no sólo como particular, sino también como momento de una totalidad de sujetos.

c )Pero en los contextos del espíritu objetivo, la conciencia subjetiva y el mundo objetivo están aún uno frente a otro. Esta diferencia la supera el «espíritu absoluto». Al reconocerse el pensamiento subjetivo en las determinaciones del mundo objetivo, se eleva a una experiencia suprasubjetiva en la que las dimensiones consciente e inconsciente del espíritu, el ser sí mismo y el ser otro, se relacionan de manera constitutiva entre sí. El sí mismo reconoce en el mundo no sólo las objetivaciones de su actividad consciente, sino al «otro que sí mismo», y este conocimiento hace que la autorreferencia subjetiva salga de sí misma. Reconoce que el «otro que sí mismo» no se limita a lo que el sí mismo se representa en cada caso como otredad, sino que también incluye lo para él inconsciente, lo no pensado y lo que excluye de sí mismo. De ese modo, el mundo ya no es para él sólo objetividad dada, sino también la otra cara, inconsciente, de su experiencia. La experiencia subjetiva, el horizonte de nuestra relación consciente con nosotros mismos y con el mundo, se completa con su otra cara inconsciente. El sí mismo se percata entonces de que la forma en que el mundo se le presenta es mudable, y de que esta condición nunca es independiente de la manera en que ese sí mismo se relaciona con él y se abre a él.

Hegel trata esta experiencia de la conexión constitutiva del sí mismo y del mundo —del sí mismo en el mundo y del mundo en el sí mismo— en las experiencias del arte, la religión y la filosofía. Estas formas del «espíritu absoluto» tienen en común el planteárseles, bien que de diferente manera, el problema de lo absoluto: el problema de la unidad incondicionada del sí mismo y el mundo, que en la tradición lleva el nombre de «Dios» o, también, el de «verdad». En las formas del arte, lo absoluto se manifiesta como expresión material de una inspiración divina, y su presencia se experimenta como imagen, estatua o templo. La religión —Hegel se refiere a las religiones reveladas— concibe lo absoluto como autorrevelación al hombre de un Dios espiritual. El hombre ya no siente a Dios como presencia sensible, sino como voz espiritual y experiencia espiritual de un tú dentro de su relación consigo mismo.

En las experiencias del arte y de la religión actúa todavía una última distinción: la que separa la esfera humana de la divina; una distinción entre el pensamiento humano y lo divino por él pensado, que indica que lo divino todavía es entendido y presupuesto como ser dado. Por eso Hegel asigna a la filosofía la misión de reconocer también esta última distinción como relación constitutiva y pensar la distinción jerárquica entre lo divino y lo humano como una relación radicalmente inmanente: lo absoluto vuelve a sí y se realiza en el hombre, y el hombre vuelve a sí y se realiza en lo absoluto.

Con esta idea, inspirada por Spinoza, de la inmanencia de Dios, Hegel extrae las consecuencias de la idea cristiana de un Dios que se hace hombre «sin reservas» y como hombre muere. Esta idea de Dios ya no necesita ningún representante ejemplar para revelarse, pues con la muerte del Dios hecho hombre —a la que también remite el concepto cristiano del «espíritu» y su mandamiento del amor al prójimo— hay que reconocer en «cada» prójimo y en «cada» fenómeno del mundo la corporeización de un absoluto que lleva la experiencia del sí mismo subjetivo y particular más allá de sí mismo:

Por eso, el ser determinado del espíritu —escribe Hegel— es la manifestación. El espíritu no es cualquier ser determinado ni cualquier contenido, cuya exteriorización y exterioridad fuese una forma distinta de él mismo [es decir, no un Dios determinado ni una verdad objetivamente presupuesta]; él no revela algo , sino que su ser determinado y su contenido es este revelarse mismo. Su posibilidad es, por eso, realidad inmediata, infinita y absoluta. (§ 383.)

Pues toda realidad dada y todo encuentro con otro que nos concierna confrontan nuestra experiencia con la aspiración inextinguible e incondicionada a una «reversión de la conciencia» (GW, IX , 67): a un cambio no forzado de nuestra perspectiva subjetiva que nos permita experimentar de forma nueva y diferente «lo otro que nosotros mismos».

La realización de la razón: «Líneas fundamentales de la filosofía del derecho»

Si prescindimos de las ediciones posteriores de la Enciclopedia y de la Ciencia de la lógica , las Líneas fundamentales de la filosofía del derecho es el último libro que Hegel publicó. Al igual que la Enciclopedia , no es una obra elaborada sino una serie de parágrafos y notas aclarativas concebida como compendio para utilizarlo en sus lecciones, en las que Hegel fue ampliando y clarificando oralmente el texto. Lo mismo que sus lecciones sobre la historia universal, la historia de la filosofía, la filosofía de la religión y la estética, Líneas fundamentales de la filosofía del derecho desarrolla los elementos lógicos y sistemáticos de la filosofía especulativa aplicados a un dominio concreto a fin de mostrar de qué manera sus determinaciones se relacionan lógicamente unas con otras. En el contexto de los debates de su época en torno a la fundamentación del derecho, Hegel se dirige en esta obra contra los intentos, opuestos entre sí, o bien de dar al concepto de derecho una fundamentación empírica e histórica como derecho positivo, o bien de deducirlo, en la tradición del derecho natural, de principios racionales presupuestos de manera teórica y abstracta. Hegel intenta unir ambas dimensiones del derecho en apariencia mutuamente excluyentes: su génesis y su evolución históricas, que no pueden reducirse a categorías abstractas de la razón, y su racionalidad y su universalidad, que no pueden fundamentarse en datos históricos contingentes.

En el aspecto dialéctico, Líneas fundamentales de la filosofía del derecho intenta mostrar que la razón no es un principio que pueda construirse desde la abstracción sino que se gesta bajo condiciones históricas; y que, inversamente, la realidad histórica no se agota en los datos empíricos, sino que guarda conexión con los estratos profundos de alguna génesis histórica y, por ende, implica una lógica que debe revelarse. Sólo teniendo presente este trasfondo puede entenderse debidamente —ya lo hemos dicho y conviene subrayarlo una vez más— la tan a menudo mal entendida declaración del «Prólogo» a Líneas fundamentales de la filosofía del derecho , según la cual «lo que es racional, eso es efectivamente real; / y lo que es efectivamente real, eso es racional», y a la que no debe sustraerse la tensión de este doble aspecto. La realidad es racional no en sus formas empíricas y objetivas de manifestarse, que siempre presuponen el dominio de una determinada perspectiva, sino sólo como «espíritu objetivo», como realidad cargada de historia, esto es, como realidad ya acontecida y realidad en devenir. Esta realidad histórica implica una lógica que se impone frente a todo intento de retener su devenir en una perspectiva y reducirlo a un aspecto determinado de su forma de manifestarse.

Cuando Hegel habla de «realización de la razón» está pensando en un doble proceso que encierra una oposición, pues no puede pensarse ninguna realización que no implique como devenir una des-realización, ni génesis alguna que no suponga lo contrario de ella: un dejar atrás algo. La realización de la razón significa así, por un lado, su realidad en una determinada figura histórica como «espíritu subjetivo» y, por otro, la realidad de su devenir, de su haber alcanzado un estadio histórico y de su transformación, que la impulsa más allá de sí misma: su realidad histórica como «espíritu objetivo» y como lógica de esa transformación, que se impone frente a toda figura realizada. La realización de la razón no se refiere, en otras palabras, a ningún «estado», sino a un «proceso» incesante que, como finalmente trata de mostrar la filosofía del derecho, desemboca en la «historia universal».

Las relaciones jurídicas son para Hegel expresión de una realidad espiritual conformada de manera consciente en la que se definen y realizan determinadas reglas de juego relativas a la libertad de los individuos. Escribe Hegel en el § 4:

El terreno del derecho es en general lo espiritual , y su lugar más próximo y su punto de partida la voluntad , que es libre, de modo que la libertad constituye su sustancia y determinación, y el sistema del derecho es el reino de la libertad efectivamente realizada, el mundo del espíritu surgido del espíritu mismo como una segunda naturaleza.

La libre voluntad, que Hegel no separa, como hace Kant, del pensamiento, 87 es una conducta consciente y una conformación intencional de la realidad que contiene por igual el momento objetivo e inconsciente del ser determinado «por» esa realidad. En este sentido, todo sistema del derecho es la constitución voluntaria de un orden llevada a cabo por los hombres, y al mismo tiempo una obligación y una limitación inalterables de la voluntad subjetiva impuestas por dicho orden. De esta ambivalencia resulta el conflicto moderno entre los intentos de reducir el derecho, como «derecho positivo», a un acto fundacional de la razón humana o, como «derecho natural», a una realidad natural o racional presupuestas.

La primera y más inmediata forma de la concepción moderna del derecho es el «derecho abstracto», es decir, la fundamentación moderna, que se remonta a Hobbes, del derecho racional individualista. El derecho es aquí derivado de una idea de la libertad que concede a cada individuo el mismo derecho a todas las cosas. A la guerra de todos contra todos resultante de esta libertad se oponen condiciones jurídicas que limitan y regulan el libre albedrío de los individuos. Hegel las trata bajo los títulos «Propiedad», «Contrato» e «Injusticia». En el horizonte de esta concepción abstracta del derecho, que se opone a los individuos, éstos son concebidos como personas jurídicas cuya libertad consiste en su disponer de cosas y que tienen sus límites en la libertad de los demás individuos (§ 35). Esta teoría del derecho, que constituye el núcleo de la teoría liberal de la sociedad burguesa, sólo puede entender el Estado —es decir, el espacio de la comunidad de los individuos— como un contrato voluntario al que los individuos se suman de manera voluntaria. El derecho aparece aquí como «derecho de coacción» (§ 94), y su violación es prevenida con la violencia (§ 101), por lo que esta distinción significa a su vez que la libertad individual y el derecho universal están enfrentados en el «derecho abstracto» sin conciliación posible.

Esta oposición de libertad y derecho encuentra una solución y una fundamentación más profunda en la idea de la «moralidad», desarrollada en la segunda parte de Líneas fundamentales de la filosofía del derecho. El individuo moral no es sólo persona autónoma que actúa en interés de su propio albedrío y, por ende, necesite de la coerción del Estado, sino que hace de la imposición de normas universales el fin de su propio actuar. Por eso, con el imperativo categórico de Kant se sobrepasan los límites del derecho racional individualista y la «persona» abstracta se diferencia en «sujeto» moral autónomo que produce por sí mismo y por propia responsabilidad lo universal en un acto libre. Con ello, el terreno de la fundamentación del derecho se diferencia de la constelación entre persona y cosa y constituye una relación entre sujetos que actúan libremente (§§ 110 y sigs.). Pero en el horizonte de la moralidad, la libertad interior e ilimitada del sujeto moral se contradice con las condiciones concretas bajo las cuales aquél tiene que actuar, pues la moralidad del sujeto autónomo se refiere a éste como sujeto espiritual, no como yo empírico. Esto significa que sus acciones sólo pueden juzgarse según su íntimo propósito y su intención moral, no según las condiciones contingentes de su ejecución. En última instancia, el yo moral sólo está obligado por su conciencia moral, que escapa a la esfera del derecho positivo.

Entre la universalidad del bien moral —cuya fundamentación queda en el interior de la subjetividad— y la esfera del derecho —que concierne al individuo concreto— se crea, como muestra Hegel, una contradicción, y de ella trata el capítulo de «La sociedad civil». Hegel analiza bajo este título la filosofía política de la Antigüedad, que a diferencia de la teoría moderna del derecho no considera al individuo como un yo aislado sino como un ser político (zoon politikon) que se halla siempre y de manera constitutiva ligado a otros sujetos dentro de una comunidad. Desde este punto de vista, la libertad no puede limitarse a la interioridad del sujeto autónomo. Esta idea abstracta de la libertad se concreta en el horizonte de la «civilidad» en la idea de la libertad del sujeto que actúa en el mundo y que, en su encuentro con otros sujetos, halla no su límite, sino la condición de su experiencia de sí mismo y, por tanto, de la diferenciación de sí mismo. El mundo ya no es para él dato objetivo, no es meramente lo otro respecto de su interioridad, pues incluye siempre las creaciones de la subjetividad histórica ajena, en las que el sujeto puede reconocerse y ampliar el horizonte de su experiencia. Este sujeto es libre en la medida en que es capaz de reconocer el mundo histórico como el elemento de su ser y aprende a tratar con sus condiciones.

El concepto hegeliano de «civilidad» (Sittlichkeit) corresponde a un intento de reconciliar el concepto moderno de la libertad subjetiva con la idea de la teoría antigua del derecho, según la cual la subjetividad humana sólo se constituye en comunidad con otros sujetos: el mundo se hace realidad por obra de la actividad subjetiva, y la subjetividad se hace realidad en un mundo histórico. Hegel desarrolla su concepto de la civilidad entre estos dos polos, entre las dimensiones consciente e inconsciente de la subjetividad y la libertad humanas. «Lo ético-civil [escribe] no es abstracto como el bien, sino real en sentido intensivo» (§ 165, agregado), es decir, no ha de entenderse como la universalidad de la razón «frente» a la realidad empírica, sino como diferencialidad infinita de una realidad compleja que se diferencia a medida que la conocemos.

Hegel desarrolla este concepto de la civilidad partiendo de la forma más sencilla de comunidad humana: la «familia» como la comunidad que primera y directamente influye en el individuo. Ésta se amplía en la «sociedad civil», en la que el individuo compite de forma particular con otros individuos. Los antagonismos de la sociedad civil —Hegel analiza ya la lógica de la depauperación resultante de la competencia de todos con todos (§§ 243-246)— requieren de una esfera política que concilie el interés general con el interés particular: de un «Estado». Deducido de la idea de la civilidad, el concepto hegeliano del Estado no debe confundirse con el Estado de las concepciones liberales: no es una institución puramente formal que se oponga abstractamente a los individuos y limite su libertad, sino que tiene que corresponder a la naturaleza comunitaria de la individualidad. Así entendido, el concepto hegeliano del Estado contiene una respuesta al problema que la Revolución francesa había planteado pero no fue capaz de resolver: el problema de una organización estatal que no limitase en su universalidad la libertad individual, sino que, por el contrario, la desarrollase. A Hegel le interesa una idea del Estado que tenga en cuenta la acción recíproca entre particularidad y universalidad, en lugar de dejar que una y otra meramente se opongan:

La esencia del nuevo Estado es que lo universal está unido con la completa libertad de la particularidad y con la prosperidad de los individuos, que el interés de la familia y la sociedad civil debe concentrarse, por lo tanto, en el Estado, y que la universalidad del fin no deben progresar, sin embargo, sin el saber y querer propio de la particularidad, que tiene que conservar su derecho. Lo universal tiene, pues, que ser activo, pero por otro lado la subjetividad debe desarrollarse de forma completa y viva. Sólo si ambos momentos se afirman en su fuerza, puede considerarse que el Estado está articulado y verdaderamente organizado. (§ 260, agregado.)

Hegel aclara que se refiere a la «idea» del Estado moderno y no a una realización histórica concreta de esta idea, es decir, a la fundamentación lógica de una acción recíproca entre lo universal y lo particular en la que ninguno de ambos elementos se subordina al otro. Por eso hemos de ver en su caracterización de la organización interna del Estado y en su alegato a favor de un monarca constitucional una expresión de las limitaciones de su tiempo sin perder de vista la dimensión espiritual de esta idea. Para Hegel, todo Estado moderno, por deficiente que sea, es una forma concreta realizada de aquella acción recíproca: lo universal, que se realiza en la interacción de individuos autónomos y que obliga a la libertad individual a responder ante otros. Cuando se refiere a esta idea del Estado con la expresión —que hoy nos resulta chocante— de «camino de Dios en el mundo», no pretende, como una y otra vez se le ha reprochado, la divinización de una determinada concepción histórica del Estado, sino destacar el carácter «incondicionado» de esa lógica de la acción recíproca:

En la idea del Estado no hay que pensar en Estados e instituciones particulares, sino considerar la idea misma, este Dios real. Todo Estado, aunque según los principios que se tengan sea declarado malo o se reconozcan en él determinadas carencias, tiene en su interior los momentos esenciales de su existencia [es decir, particularidad y universalidad], especialmente si pertenece a los Estados civilizados de nuestra época […]. El Estado no es una obra de arte, sino que se halla en el mundo, y está por lo tanto en la esfera del arbitrio, la contingencia y el error; un mal comportamiento puede desfigurarlo en muchos aspectos. Pero hasta el hombre más odioso, el delincuente, aunque sea un enfermo y un inválido, no por eso deja de ser un hombre viviente; lo afirmativo, la vida, existe a pesar de las carencias, y de este aspecto afirmativo es de lo que aquí se trata. (§ 258, agregado.)

Razón histórica e historia racional: las «Lecciones de la filosofía de la historia»

Sólo tardíamente trató Hegel de manera explícita, en conexión con su filosofía del derecho, de cuestiones relativas a filosofía de la historia. No obstante, su filosofía gira desde el principio, con su crítica a la concepción dualista del mundo de Kant y de Fichte, en torno a la mediación o, mejor dicho, a la interpenetración del pensamiento y de la realidad histórica. El 2 de noviembre de 1800, en una carta programática a Schelling decía que había traducido el «ideal» filosófico de la «edad juvenil» a una forma conceptual sistemática y se hallaba enteramente ocupado en la tarea de encontrar a partir de ahí «la vuelta para intervenir en la vida de los hombres». 88 En esto puede verse un indicio de que la idea de la historicidad de la filosofía especulativa es constitutiva de su formulación sistemática. La expresión «historicidad», que Hegel acuñó en sus posteriores lecciones, apunta más allá del descubrimiento contemporáneo, expuesto y desarrollado especialmente por Voltaire y Johann Gottfried von Herder, de que el pensamiento humano surge en contextos históricos y permanece vinculado a ellos. No se trata de constatar una conexión fáctica del pensamiento con la historia, sino de comprender la relación constitutiva entre ambos, pues la historia nunca es sólo un dominio fáctico de objetos del pensamiento. Como relación entre épocas diferentes, se constituye sólo en el medio de un pensamiento que la recuerda y refleja. Mas por otra parte, este pensamiento sólo es a su vez posible en medio y en virtud de las transformaciones históricas en que se halla inmerso. No se trata, en otras palabras, de una unidad sintética de dos dominios diferentes —pensamiento e historia—, sino de una relación intensiva entre dos polos, en los cuales se constituye la historia y la experiencia histórica reflejada, es decir, objeto de reflexión.

Esta concepción exige repensar la relación entre pensamiento e historia. Con ella supera Hegel el objetivismo de las filosofías de la historia de su tiempo, que conciben la historia, conforme al modelo de los procesos naturales, como una sucesión, en cierta manera natural, de datos observables. Hegel concibe así un devenir «espiritual» autónomo que no se deja reducir a obras subjetivas ni a datos objetivos, sino que es, por así decirlo, el médium en el cual, y por medio del cual, el espíritu subjetivo y los datos objetivos se diferencian y se relacionan entre sí de maneras históricamente diversas.

El elemento de la existencia concreta del espíritu universal , que en el arte es intuición e imagen, en la religión, sentimiento y representación, en la filosofía, el pensamiento puro y libre, es en la historia del mundo la realidad efectiva espiritual en toda su amplitud de interioridad y exterioridad. 89

Si es verdad que las relaciones del hombre consigo mismo y con el mundo quedan reflejadas en las formas del arte, de la religión y de la filosofía, la «historia universal» es una «realidad espiritual» en la que las relaciones mudables entre la «interioridad» y la «exterioridad» humanas no están dadas de una manera simplemente fáctica, sino que se «representan»: interioridad y exterioridad se distinguen entre sí, se relacionan entre sí y reaccionan una a la acción de la otra. Sólo en el ámbito de estas relaciones cambiantes y reconstruibles en su lógica es posible y pensable la formación de una conciencia histórica de sí mismo y del mundo, de modo que la «historia» se constituye en un permanente traspaso y un incesante desplazamiento de las fronteras entre interioridad y exterioridad, pensamiento y realidad objetiva. Hay que entender a Hegel desde esta concepción como cuando escribe que «la única idea» que la filosofía de la historia aporta es «la simple idea de la razón»: «que la Razón domina el mundo y que, por lo mismo, también en la historia universal ha ocurrido todo según la Razón». 90 Esta formulación no es una tesis sobre una realidad empírica, sino que apunta a procesos históricos de diferenciación en los que las relaciones entre el pensamiento y la realidad se constituyen y se transforman; sencillamente no es pensable ningún proceso de diferenciación temporal o natural que no encierre las consecuencias de una relación temporal, de una «historia». Sin este presupuesto —añade Hegel—, cuya prueba sólo puede aportarla el conocimiento de la historia, el propio «conocimiento» histórico —e incluso la historia misma como relación consecuente y recordable— sería imposible.

A la vista de las experiencias históricas del siglo XX y del presente, la frase de Hegel sobre la razón en la historia universal puede sonar extraña a nuestros oídos. Sus intérpretes siempre la han encontrado chocante, y hoy la consideran ya inválida. ¿Cómo podríamos, a la vista de las víctimas del curso histórico fáctico —que el propio Hegel describe con metáfora sangrienta como «matadero de los pueblos» o «calvario»—, seguir aferrados a la idea de la reconciliación, e incluso a una teodicea que daría sentido a ese curso?

Pero esta pregunta tan obvia esquiva la concepción de Hegel. Por muy impregnada que ésta se halle de los énfasis de la Ilustración y de la idea de un progreso de la humanidad, su alcance es más profundo y va —como Hegel sostiene una y otra vez con toda claridad en su crítica de Kant y de Fichte— mucho más allá de la idea de una historia cuya característica principal sea el progreso, pues precisamente las injusticias y las víctimas del curso fáctico de la historia no son motivo para conformarse con constatar ese curso simplemente como un conjunto de datos empíricos y relegar esas víctimas a la facticidad de un acontecer consumado carente de todo sentido reconstruible. ¿No reclaman esas víctimas el derecho incesantemente renovado a ser recordadas? ¿No generan procesos en los que los nacidos posteriormente aprenden de su sacrificio? ¿No se pueden extraer consecuencias de su destino? Si se reconoce esto y se acepta la insistencia de la responsabilidad histórica, los sacrificios y los desgarros de la historia habrán de concebirse como una realidad recordable, es decir, también espiritual, que no cesa de interpelarnos y de modular nuestras experiencias.

Así interpretada, la frase de Hegel sobre la racionalidad de la historia no es —digámoslo una vez más— una tesis sobre su facticidad empírica, sino que expresa la posibilidad irrenunciable de no sólo aceptar la facticidad histórica como tal, sino también recordarla, interiorizarla, entenderla de forma cada vez más diferenciada y transformarla en toda la complejidad de las condiciones de su surgimiento, en sus consecuencias y en sus repercusiones. De la intensidad con que nos sumerjamos en el «hecho» histórico para comprenderlo cada vez mejor dependerá que le hallemos un «sentido» comprensible que lo haga reconocible en su génesis, en sus transformaciones históricas y en su presencia en las capas profundas de las experiencias presentes.

«Lo que históricamente somos —escribe Hegel— no es sino la herencia y el resultado del trabajo […] de todas las generaciones pasadas del género humano.» 91 Pero entonces, lo que reconstruimos empíricamente como «hechos» históricos es ante todo resultado de la manera en que nuestra visión actual, mudable como todas, rescata la facticidad histórica del mar del olvido para comprenderla. Por eso, no sólo lo que históricamente somos, sino también todo «hecho» histórico, por insignificante que sea, tiene debajo los estratos de un pasado inmenso que fueron necesarios para construirlo. Por eso, a todo momento histórico puede atribuírsele, frente a su apropiación perspectivista en un presente determinado, una vida propia que rebasa toda perspectiva y la obliga a diferenciarse. Esta lógica de su vida propia y autónoma, de sus diferenciaciones históricas, que no puede reducirse al dualismo de la «subjetividad» y la «objetividad», es lo que Hegel llama la dimensión «espiritual» de una forma histórica. Lejos de constituir una tesis «sobre» la facticidad histórica, la idea hegeliana de la razón histórica es más bien una invitación a reflexionar sobre los presupuestos de nuestras visiones subjetivas y a modificarlos.

Este punto de vista nos permite extraer de la tesis de Hegel, también muy criticada, según la cual «la historia universal es el progreso en la conciencia de la libertad», 92 un sentido nuevo y más profundo. Tampoco ella puede entenderse como una afirmación sobre el curso empírico de la historia hecha a partir de la mera observación, sino como consecuencia de una concepción que tiene en cuenta la historicidad y la mutabilidad de las perspectivas subjetivas de nuestro conocimiento. Ya que si podemos hacer la experiencia de que los límites y presupuestos inconscientes de nuestro conocimiento son traspasables, y de que la historia nos presenta puntos de vista que cambian cuando los vemos bajo nuevos aspectos, entonces no pueden ponerse límites definitivos a la mutabilidad y a la diferenciación constante de nuestro conocimiento. En este sentido, una conciencia es «libre» en la medida en que se libera de la dependencia de presupuestos no cuestionados y cambia el horizonte de su conocimiento cuando, de todo lo que ella excluyó, reprimió, desatendió y olvidó, hace un momento constitutivo de su conocimiento: «Pero el espíritu es libre en la conciencia del espíritu; en ella ha superado la existencia temporal, limitada, y se relaciona con la esencia pura, que es a la vez su esencia». 93 Cuando Hegel concibe esta libertad como «meta» de la historia, no está pensando en un fin del curso empírico de la historia, sino en la consecuencia última de un conocimiento cada vez más intensivo que, trascendiendo la aprehensión de sus limitaciones históricas, al mismo tiempo es consciente de lo ilimitado de las posibilidades que tiene de modificarlas y traspasarlas: no se trata de una «meta» que culmine o detenga un devenir, sino que lo motiva a reconocer y a traspasar sus límites temporales.

La historia del espíritu —escribe Hegel en el § 343 de Líneas fundamentales de la filosofía del derecho— es su acción , pues él es sólo lo que hace, y precisamente aquí, su acción es hacerse objeto de su conciencia en cuanto espíritu y aprehenderse explicitándose para sí mismo. Este aprehender es su ser y su principio, y el cumplimiento de una aprehensión es a la vez su enajenación y su transición. El espíritu que, expresado formalmente, aprehende de nuevo este aprehender, y lo que es lo mismo, el espíritu que retorna en sí desde la enajenación, es el espíritu del estadio superior al que se hallaba frente a sí en aquel primer aprehender.

Estas áridas frases necesitan algunas precisiones. El autoconocimiento del espíritu no está «consumado» en la apropiación autorreferencial de su historia —pues esta historia no es un conjunto de datos que quepa aprehender como objetos— sino que se modifica con cada paso el conocimiento, y esto significa que se modifica también el autoconocimiento del presente del espíritu. Por eso Hegel no entiende el «autoconocimiento» como aprehensión y confirmación de un sí-mismo presupuesto como algo dado, sino como una «modificación» en la que un sí-mismo se diferencia de resultas de sus relaciones con otro y —en palabras de la Fenomenología del espíritu — «se arranca de su sitio». En esto consiste el sentido temporal de la expresión hegeliana «enajenación»: un sí-mismo constituido en el tiempo se «enajena» y adquiere con ello un horizonte diferenciado de conocimiento en el que la relación toda entre interioridad y exterioridad se modifica.

La idea hegeliana de una enajenación y una modificación imprevisibles —que en la Fenomenología del espíritu hemos conocido como «negatividad»— confiere a la historia del espíritu una autonomía respecto a toda visión y apropiación subjetiva de la historia. A diferencia de las filosofías de la historia que produjo la Ilustración, la de Hegel no consiste, como dijimos, en el progreso lineal de un conocimiento sucesivamente ampliado y confirmado en cada modificación. El conocimiento histórico es para Hegel más bien un conocimiento «espiritual» que se impone «contra» la visión que ofrece una perspectiva subjetiva y la obliga a modificar sus presupuestos.

Así, pues, se halla el espíritu enfrentado consigo mismo; ha debido superarse a sí mismo como el auténtico obstáculo enemigo de sí propio. La evolución, que en la naturaleza es un plácido proceso creativo, en el espíritu es una lucha dura e interminable contra sí mismo. Lo que pretende el espíritu es alcanzar su propio concepto, pero se lo esconde él mismo, quedando engreído y gozándose en esta enajenación de sí mismo.

Con lo que resulta que la evolución no es, como en la vida orgánica, un simple producirse exento de dolor y violencia, sino que es el duro y desagradable trabajo contra sí mismo. 94

Aquí se expresa una idea del conocimiento histórico que incluye cambios cualitativos, rupturas con presupuestos asumidos y el hundimiento de horizontes de experiencia en los que hasta entonces se ha vivido, y aprende a concebirlos como «razonables», es decir, en su lógica consecuencia. Esto permite comprender por qué Hegel entiende el tiempo no sólo como forma de la conciencia humana, como Kant, sino también como relación con su «no ser»: una relación que no sólo pensamos, sino que es también algo que nos ocurre y nos obliga a cambiar nuestro pensamiento: «El tiempo contiene la determinación de lo negativo. Un acontecimiento es algo positivo para nosotros; pero la posible existencia de su contrario, la referencia al no ser, es el tiempo. No sólo pensamos el tiempo, sino que también lo intuimos». 95 Toda irrupción de momentos excluidos, reprimidos u olvidados en nuestro conocimiento provoca automáticamente en éste transformaciones que desde nuestro punto de vista actual son incalculables: un «no ser» constitutivo de toda perspectiva de conocimiento que sólo posteriormente, en el recuerdo, se muestra como una consecuencia de relaciones olvidadas de inclusión y exclusión.

Hegel ilustró con abundante material este concepto del cambio cualitativo del conocimiento en sus Lecciones de la filosofía de la historia , aunque no lo desarrolló sistemáticamente hasta sus últimas consecuencias. Aquí intenta precisar el «progreso en la conciencia de la libertad» en un modelo gradual que conduce, a través del mundo oriental, de la Antigüedad grecorromana al mundo cristiano-germánico: si en el despotismo oriental sólo uno, el déspota, era libre, la Antigüedad grecorromana descubre al ciudadano como persona con derechos y la dota de libertades, aunque limita estas libertades a unos pocos que, para su subsistencia, dependían de la falta de libertad propia de una economía esclavista. Sólo con el cristianismo surge un concepto de libertad ilimitada, la del individuo libre de toda autoridad exterior, en la que Hegel ve la condición de la idea moderna del Estado. Pero este modelo de una «serie gradual» histórica aparece en la perspectiva actual demasiado sujeto todavía al estado de los conocimientos y, por ende, al modelo eurocéntrico de progreso propio de la Ilustración. Desde él llega Hegel a la consecuencia, de todo punto problemática, de que la historia como acontecer racional sólo comienza con la formación del Estado: en la historia universal, escribe, sólo puede hablarse de pueblos que forman un Estado. No cabe imaginar que en una isla desierta y apartada pueda nacer un Estado. 96

En el marco de esta consecuencia, Hegel suavizó su concepto del conocimiento histórico y de la negatividad en él implícita al llevar la otra cara de la razón, su «nada» —es decir, todo lo excluido, fallido, reprimido y doloroso que ella genera—, a una perspectiva racionalista que no puede agotar los potenciales de su idea del cambio cualitativo. Cuando en el § 349 de Líneas fundamentales de la filosofía del derecho escribe que «antes del comienzo de la historia efectiva hay pues, por una parte, la inocencia sin interés, apática, por otra parte, la valentía de la lucha formal por el reconocimiento y la de la venganza», deja suspensos justamente los impulsos históricos inconscientes, pero no menos efectivos, del ámbito de su reflexión sobre la historia que, en el horizonte de las experiencias del siglo XX y de comienzos del XXI , reclaman de modo especial nuestra atención. Da así la impresión de que este «no ser» de la reflexión racional puede captarse de manera sucesiva, como si no fuese lo otro constitutivo, la negatividad impulsora y transformadora de la razón histórica.

A la dudosa luz de las experiencias históricas de la modernidad posterior a Hegel tendríamos que repensar el concepto de razón de Hegel y su énfasis ilustrador desde nuestra perspectiva actual y radicalizar su concepto de la «nada» como momento constitutivo de la razón histórica. Desde allí no podemos ya ilustrar la idea de una «razón en la historia» con el modelo de la libertad que va gradualmente realizándose, sino que esta idea tendría que acreditarse en las exigencias de la «negatividad» histórica de nuestra experiencia: en sus rupturas, sus fallos y sus víctimas. Pero justamente después de las experiencias de la modernidad tardía, y a la vista de sus fenómenos de decadencia y sus transformaciones incalculables, también tendríamos que volver a encontrar el nexo con la radicalidad con que Hegel asocia esta negatividad a los potenciales de razón y reflexión de su concepto de experiencia histórica.

1 K. Rosenkranz (1844), 1977, pág. xv .

2 Briefe , 9 (10 de julio de 1794); cf. Correspondencia de Hegel con Hölderlin y Schelling , en G. W. F. Hegel, Escritos de juventud , 1978, págs. 49-68.

3 Correspondencia de Hegel con Hölderlin y Schelling , en G. W. F. Hegel, Escritos de juventud , 1978, pág. 14 (noche de Reyes de 1795).

4 Briefe , 1, 16 (enero de 1795). Su observación se refiere, entre otros escritos, al de K. L. Reinhold titulado «Ensayo de una nueva teoría de la facultad imaginativa humana», Jena, 1789.

5 Briefe , 1, 38, en G. W. F. Hegel, Escritos de juventud , 1978, pág. 213.

6 Cf. al respecto W. Jaeschke, Hegel Handbuch , Stuttgart, Verlag J. B. Metzler, pág. 16 y sigs. V. Waibel, «Bund unserer Geister». En U. Gaier et al ., Wo sindt jetzt Dichter? , Hamburgo, Stuttgart, 1798-1800 (= Hölderlin Texturen 4), Tubinga, 2002.

7 «Primer programa de un sistema del idealismo alemán», en G. W. F. Hegel, Escritos de juventud , 1978, pág. 219.

8 Cf. Ch. Jamme y H. Schneider (eds.), Mythologie der Vernunft , Frankfurt, Suhrkamp, 1984.

9 Sobre las discusiones en torno al nihilismo, cf. W. Müller-Lauter, Nihilismus als Konsequenz des Idealismus , Denen im Schatten des Nihilismus , Darmstadt, Wissenscaftliche Buchgesellschaft, 1975, y J. L. Villacañas, Nihilismo , especulación y cristianismo en F. H. Jacobi , Barcelona/Murcia, Anthropos, 1989.

10 «Moralität, Liebe, Religion», ThW, 1, 242, cf. G. W. F. Hegel, Escritos de juventud , 1978, pág. 239 y sigs.

11 Cf. «Der Geist des Christentum und sein Schicksal», ThW, 1, 274-418 («El espíritu del cristianismo y su destino»), en G. W. F. Hegel, Escritos de juventud , 1978, págs. 287-386.

12 «Systemfragment von 1800», ThW, 1, 422, cf. G. W. F. Hegel, Escritos de juventud , 1978, pág. 399 y sigs.

13 Op. cit. , pág. 421.

14 Briefe , 1, 59 (2 de noviembre de 1800).

15 Introductio in philosophiam , GW, v , 259-261.

16 Introducción al Kritisches Journal , GW, iv , 124.

17 Cf. Verhältnis der Spekulation zum gesunden Menschenverstand , Differenz [La relación de la especulación con el sentido común] , GW, 4, iv , 19 y sigs.

18 K. Rosenkranz (1844), 1977, pág. 160.

19 Paul Stapf (ed.), Dr Briefwechsel zwischen Schiller und Goethe , Munich, s. a., pág. 805.

20 Briefe , 1, 161 y sigs.

21 W. Jaeschke, op. cit. , pág. 26.

22 Briefe , 1, 186.

23 Ibid ., 196.

24 GW, ix , 15 y 12.

25 Briefe , 1, 194.

26 Ibid. , 420.

27 Ibid ., 240.

28 Ibid ., 253.

29 F. Nicolin, Hegel in Berichten seiner Zeitgenosse , Hamburgo, Meiner, 1970, págs. 114-116 y 128-136.

30 Über den Vortrag der Philosophie auf Gymnasien , en Nürnberger und Heidelberger Schriften 1808-1817 , ThW, iv , 415 y sigs.

31 Briefe , 1, 386.

32 Wissenschaft der Logik , «Vorrede zur ersten Auflage», GW, xxi , 14-15.

33 Ibid ., 18.

34 Ibid ., 20.

35 Hegel a Paulus, 8 de agosto de 1816, Briefe , ii , 107.

36 «Mi única y última meta es ser profesor en una universidad.» Hegel a Sinclair, comienzos de 1813, Briefe , ii , 5.

37 GW, xiii , 5.

38 Briefe , ii , 170.

39 Ibid ., 219.

40 K. Rosenkranz (1844), 1977, pág. 379 y sigs.

41 W. Jaeschke, op. cit ., pág. 46.

42 K. Rosenkranz (1844), 1977, pág. 357.

43 H. G. Hotho, Vorstudien für Leben und Kunst , Stuttgart, Cotta, 1835, pág. 388 y sigs.

44 F. Nicolin, op. cit ., pág. 358.

45 Ibid. , pág. 227.

46 Boisserée an Goethe, 9-10-17, citado en W. Jaeschke, op. cit. , pág. 38.

47 K. Rosenkranz (1844), 1977, pág. 381.

48 F. Nicolin, op. cit ., pág. 473-478.

49 K. Rosenkranz (1844), 1977, pág. 426 y sigs.

50 Sobre la génesis y la problemática históricas de la expresión «idealismo alemán», cf. «Zur Genealogie des deutschen Idealismus. Konstitutionsgeschichtliche Bemerkungen in methodologischer Absicht». En A. Arndt y W. Jaeschke (eds.), Materialismus und Spiritualismus. Philosophie und Wissenschaften nach 1848 , Hamburgo, Meiner, 2000, págs. 219-234.

51 Esto vale tanto para la investigación histórica como para la crítica de Heidegger a la metafísica, que pretende poder «contemplar la historia entera de la filosofía» de Occidente como un período cerrado. Cf. , por ejemplo, «Das Ende der Philosophie und die Aufgabe des Denkens», en M. Heidegger, Zur Sache des Denkens , Tubinga, Max Niemeyer Verlag, 1988.

52 I. Kant, Ak (Kant’s gesammelte Schriften , Ausgabe der Akademie der Wissenschaften, Berlín, Walter de Gruyter, 1900 y sigs. ), xxx , 1.2, 765.

53 Los números entre paréntesis remiten a los tomos y las páginas de la edición histórico-crítica de las Gesammelte Werke (GW) de Hegel citada en la bibliografía.

54 En este sentido escribe Schelling que «lo que simplemente ha sucedido en la historia, incluso con la participación real de la conciencia individual de cada uno, no es sólo algo inmediato, sino algo que también se conecta, o viene conectado, con infinitos eslabones, de tal manera que, si se pudieran mostrar esos eslabones, al mismo tiempo se evidenciaría que para componer esa conciencia era necesario todo el pasado». System des transzendentalen Idealismus , en SW, 1, 3, 591.

55 Cf. Eckart Förster, «Die Bedeutung von §§ 76, 77 der Kritik der Urteilskraft für die Entwicklung der nachkantischen Philosophie», en Zeitschrift für philosophische Forschung , 2002, vol. 56.

56 Un planteamiento similar se encuentra en las tentativas que actualmente realiza la biología de la cognición de comprender las formas de vida, con ayuda de conceptos propios de la teoría de sistemas, como «sistemas autopoyéticos», cuya unidad radica en sus diferenciaciones, y en los que unidad y diferenciaciones se condicionan y generan recíprocamente: por ejemplo, H. Maturana, Erkennen: Die Organisation und Verkörpetung von Wirklichkeit , Brunschwik, Wiesbaden, 1985, pág. 35 y sigs. Para Maturana, esta unidad de unidad y multiplicidad de los organismos es aproblemática, ya que sólo la supone como un hecho que reconoce en una observación supuestamente empírica. Aquí no se plantea el problema especulativo de la inclusión del observador en esta conexión, cuya «unidad» individual no es accesible a ninguna observación desde fuera. Cf. también, a este respecto, S. Büttner y P. Reisinger, «Ist die autopoietische Einheit des Organismus beobachtbar? Kants Kritik am subreptiven Verfahren in Maturanas Biologietheorie», en Perspektiven und Probleme systematischer Philosophie. Harald Holz zum 65. Geburtstag , Berna, 1996, así como S. Büttner, «Leben als autopoietisches System. Thesen zur Rekonstruktion und Kritik systemtheoretischer und konstruktionsmorphologischer Konzepte organischer Systeme mit Hilfe Hegelscher Systembegriffe», en Glauben Wissen Handeln, Festschrift für Philipp Kaiser zum 65. Geburtstag , Würzburg, 1994, págs. 201-218.

57 Volker Rühle, «Jacobi y Hegel. En torno al problema de la exposición y de la comunicación de una filosofía del Absoluto», en J. M. Aguirre, X. Insausti (eds.), Pensamiento crítico, Ética y Absoluto. Homenaje a José Manzana , Editorial Eset, Vitoria, 1990, págs. 427-449.

58 A. Leyte y V. Rühle, «Introducción» a F. W. J. Schelling, Investigaciones filosóficas sobre la esencia de la libertad humana y los objetos con ella relacionados , Anthropos, Barcelona, 1989.

59 J. G. Fichte, Versuch einer neuen Darstellung der Wissenschaftslehre , GA, 1, 4, 218 (edición de la Bayerischen Akademie der Wissenschaften, a cargo de R. Lauth, E. Fuchs y H. Gliwitzky).

60 Cf. J. G. Fichte, Ueber Belebung und Erhöhung des reinen Interesses für Wahrheit , en Von den Pflichten der Gelehrten. Jenaer Vorlesungen 1794/95, Hamburgo, 1971, pág. 176: «Pero la verdad en sí es meramente formal. La compatibilidad y la coherencia en todo lo que admitimos es la verdad, así como la contradicción en nuestro pensamiento es el error y la mentira. Todo en el hombre, incluida la verdad, está sujeto a esta ley suprema: vive en conformidad contigo mismo».

61 Cf ., desde una perspectiva decididamente kantiana, J. L. Villacañas, op. cit ., y V. Serrano Marín, Nihilismo y modernidad , México-Barcelona, Plaza y Valdés, 2005, cap. 1.

62 F. H. Jacobi, Jacobi an Fichte (Sendschreiben) , 1799, pág. 10 y sigs.

63 J. G. Fichte, Die Bestimmung des Menschen , GA, 1, 6, 251.

64 Speculari , speculum : «reflejar», «espejo».

65 De ahí que en «apunte sobre la reelaboración para una segunda edición» de su Fenomenología del espíritu emplee Hegel la expresión «Lógica, detrás de la conciencia» (FE, 641).

66 En una carta a su antiguo alumno Hinrichs escribe Hegel en el verano de 1819: «Respecto a lo otro, lo de que se suscita la idea de que sólo en mi filosofía se ha concebido lo absoluto, habría mucho que decir; pero lo breve es que, si se habla de la filosofía como tal, no puede hablarse de mi filosofía, que, en general, toda filosofía es un concebir lo absoluto, por tanto, no un absoluto de otro, y que, en consecuencia, el concebir lo absoluto es un concebirse-a-sí mismo lo absoluto». Briefe , ii , 215 y sigs.

67 «Lo verdadero es así el delirio báquico en el que no hay ningún miembro que no está ebrio […]» (GW, ix , 35), cf. V. Rühle, «Lo verdadero…», en Teorías de la verdad.

68 Cf ., en lo relativo a Hegel, B. Schindler, Die Sagbarkeit des Unsagbaren , Würzburg, Königshausen und Neumann, 1994.

69 ThW, 1, 232.

70 F. Schelling, Vom Ich als Princip der Philosophie oder über das Unbedingte im menschlichen Wissen (1795) (SW, 1/1, 216).

71 Liebe und Religion , ThW, 1, 244.

72 «Los opuestos, que fueron relevantes bajo la forma de espíritu y materia, alma y cuerpo, fe y entendimiento, libertad y necesidad, etc., y aun bajo otras modalidades en esferas más restringidas, en las cuales se concentraban los intereses humanos, con el avance de la formación han pasado a la forma de contraposiciones entre razón y sensibilidad, inteligencia y naturaleza […].» (DFS, 14.)

73 En una carta del 24 de febrero de 1796 escribe Hölderlin lo siguiente sobre su proyecto de las «cartas filosóficas»: «En las cartas filosóficas quiero encontrar el principio que me explique las separaciones en las que pensamos y existimos, pero que también sea capaz de hacer desaparecer el conflicto entre el sujeto y el objeto, entre nuestro yo y el mundo […]». F. Hölderlin, Sämtliche Werke und Briefe [ed. de M. Knaupp], Munich, Viena, 1993, vol. ii , pág. 614 y sigs.

74 J. G. Fichte, Ueber den Begriff der Wissenschaftslehre , Stuttgart, Edmund Braun, 1972, pág. 110.

75 Cf. sobre estos contextos M.a del Carmen Paredes Martín, «Estudio preliminar», en Diferencia entre los sistemas de filosofía de Fichte y Schelling , 1990.

76 K. L. Reinhold, Über das Fundament des philosophischen Wissens , Jena, 1791.

77 Cf. Leyte y V. Rühle, «Introducción» a F. W. J. Schelling, Investigaciones filosóficas …, op. cit .

78 F. Schelling, Ideen zu einer Philosophie der Natur , Leipzig, 1907, «Einleitung», 1. 2, pág. 388.

79 Systemfragment von 1800 , ThW, 1, 419.

80 A esta consecuencia ha llegado también entre tanto la ciencia moderna: Prigogine y Stengers hablan «de entidades que se constituyen esencialmente a través de su interacción reversible con el mundo. De hecho, la física actual ha reconocido la necesidad de examinar tanto la diferencia como la dependencia recíproca entre unidades y relaciones. También reconoce que, para poder hablar de una interacción real, la “esencia” de las cosas relacionadas unas con otras tiene que resultar de estas relaciones y, simultáneamente, las relaciones proceder de la “esencia” de las cosas». I. Prigogine e I. Stengers, Dialog mit der Natur. Neue Wege wissenschaftlichen Denkens (trad. alemana), Munich, Piper, 1990, pág. 103. Pero Hegel y Schelling también superan la posición de la subjetividad científica pensante y productiva respecto a este mundo del que Prigogine y Stengers no pueden desligarse realmente. Esto se muestra, por ejemplo, cuando escriben que en el nuevo pensamiento científico «nuestra ciencia adopta la actitud propia de una interrogación poética en el sentido originario de la palabra, que caracteriza al poeta como un hacedor, es decir, como alguien que manipula y explora activamente»; op. cit ., pág. 290.

81 Briefe , vol. 1, pág. 161 y sigs.

82 «Impulsándose hacia delante, hasta su existencia verdadera, la conciencia alcanzará un punto en el que se desprenda de su apariencia de arrastrar consigo algo extraño, que sólo es para ella y lo es en cuanto otro, o un punto donde la aparición, el fenómeno, se haga igual a la esencia […].» (FE, 175.)

83 El espíritu es «el sí-mismo de la conciencia efectivamente real, a la que él se enfrenta, o que, más bien, viene a ponerse enfrente como mundo objetual efectivo que, sin embargo, ha perdido para el sí-mismo todo significado de algo extraño, del mismo modo que el sí-mismo ha perdido todo significado de un ser-para-sí separado de ese mundo, dependiente o independiente de él» (FE, 396).

84 «La génesis de la filosofía, originada por las mencionadas necesidades, tiene como la experiencia , la conciencia inmediata y razonante. De tal modo excitado como [por] un estímulo, el pensamiento se comporta esencialmente de este modo: se eleva sobre la conciencia natural, sensible y razonante, hasta el elemento, puro y sin mezcla, de sí mismo, y así se crea inicialmente una relación de alejamiento, negativa , respecto a aquel comienzo.» (§ 12.)

85 «Lo que es racional, eso es efectivamente real, / y lo que es efectivamente real, eso es racional» (GW, xx , Encyklopädie der philosophischen wissenschaften im Grundisse [ed. de 1830], § 6, agregado). [La presente edición de las Líneas fundamentales no incluye los «agregados» orales —Zusätze — de Hegel.]

86 Wissenschaft der Logik. Erster Teil, GW, xxi , 34.

87 «La diferencia entre pensamiento y voluntad es la que existe entre el comportamiento teórico y el práctico, pero ellos no son dos facultades, sino que la voluntad es un modo particular del pensamiento: el pensamiento en cuanto se traduce en la existencia, en cuanto impulso de darse la existencia.» (§ 4, agregado.)

88 «Mi formación científica comenzó por necesidades humanas de carácter secundario; así tuve que ir siendo empujado hacia la ciencia, y el ideal juvenil tuvo que tomar la forma de la reflexión, convirtiéndose en sistema. Ahora, mientras aún me ocupo de ello, me pregunto cómo encontrar la vuelta para intervenir en la vida de los hombres.» Briefe , 1, 59 y sigs.

89 LFD, § 341.

90 LFH, 315.

91 «Vorlesungsmanuskripte (1816-1831)», GW, xviii , 36.

92 LFH, 324.

93 Die Vernunft in der Geschichte , en Vorlesungen über die Philosophie der Weltgeschichte , Hamburgo, Felix Meiner, 1955, vol. 1, pág. 61 (apunte de los oyentes).

94 LFH, 361.

95 Die Vernunft in der Geschichte , en op. cit. , pág. 153 (apunte de los oyentes).

96 Ibid ., pág. 113. Cf . también LFD, § 349.

Hegel I

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