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2. Descubrir

Quién soy yo no es ningún misterio. No es necesario pincharme el teléfono ni abrirme el correo. No es necesario someterme a psicoanálisis. No llames a nadie para investigar mis cuentas corrientes. Nada obtendrás invadiendo mi intimidad. De hecho, no hay intimidad que invadir. Porque, como los demás seres humanos, no tengo intimidad. Lo que soy está a la vista de todo el mundo.

De joven, yo sabía quién era pero intentaba convertirme en otra persona. Nací para ser un solitario. Llegué a este mundo con tendencia a automarginarme, con un deseo de soledad y aversión a los gritos, a las puertas que se cierran con violencia y a mis congéneres. Nací con miedo a que alguien me diera un puñetazo en la nariz o, algo mucho peor, a que me abrazase.

Pero me negué a ser esa persona. Quería establecer lazos con la gente. Quería ser parte del rebaño, de cualquiera que fuese. Cuando eres tímido, inquieto y demasiado consciente de ti mismo, cuando eres delgadito, escuálido y tienes la mandíbula adelantada y una nariz que ocupa casi un tercio de tu superficie corporal, lo que quieres son amigos y relacionarte con los demás. Mi problema no era la individualidad, sino la identidad. Era más individuo de lo que podía soportar y quería identificarme con un grupo.

Pero no era el único a quien le pasaba esto. Toda la juventud se rebela, pero lo hace por otros motivos. Pasa del cristianismo al comunismo. De los trajes de los hermanos Brooks a las camisetas y los tejanos. De la carne con patatas a las dietas macrobióticas. Del pelo muy corto a las melenas. Pero nadie transita solo por ese camino. Nadie se enfrenta sin más a quién es.

Todos lo hemos vivido en mayor o menor grado. Nos negamos a aceptar nuestro verdadero ser, tan dolorosamente evidente a los demás jóvenes, y tan trágicamente oculto a los mayores. «Sólo hay un varón perfecto y ufano en Estados Unidos −escribió Erving Goffman en Estigma− y está casado, es blanco, es urbanita, heterosexual y del norte del país. Es padre, es protestante y tiene estudios universitarios, empleo a jornada completa, y un buen físico: alto y delgado y con algún récord reciente en algún deporte».

Quien no cumpla alguna de esas virtudes, comenta Goffman, se considerará de vez en cuando menospreciado, incompleto e inferior.

Me pasé las siguientes cuatro décadas sintiéndome menospreciado, incompleto e inferior, combatiendo mi propia naturaleza, tratando de ser alguien que no era. Ocultando mi verdadero ser bajo intentos de cambio, ajustes y compensaciones. Negándome siempre a creer que la persona que había rechazado inicialmente era mi verdadero ser. Y todo eso mientras intentaba pasar por un miembro más de la sociedad.

Entonces descubrí el atletismo y comencé un largo camino de retorno. Correr me liberó. Me liberó de la preocupación por lo que los demás pensaran de mí. Me dispensó de las reglas y normas impuestas. Correr me permitió empezar de cero.

Me fue quitando las prendas de un disfraz de actividades y pensamientos programados. Me imbuyó de nuevas prioridades sobre la alimentación, los hábitos de sueño y sobre qué hacer con el tiempo libre. Correr cambió mi actitud respecto al trabajo y el juego. Respecto a las personas que me gustaban y a las que realmente gustaba. Correr me permitió considerar mis veinticuatro horas diarias bajo una nueva luz, y mi estilo de vida desde un punto de vista distinto, desde dentro, no desde fuera.

Correr supuso un descubrimiento, una vuelta al pasado, una prueba de que la vida recorre un ciclo completo y de que el niño es el padre del hombre. Porque la persona que encontré, el ser que descubrí, era la persona que fui en mi juventud. La persona que fui… hipersensible al dolor, físico y psíquico; vamos, un cobarde con todas las letras. La persona que no quería que sus vecinos se pusieran enfermos, pero que tampoco les deseaba lo mejor. Esa persona era yo y siempre lo he sido.

Y esa persona, escribió el doctor William Sheldon en Las variedades de la psique humana, era tan normal como cualquier otra. De hecho, escribió Sheldon, la mayoría de las personas como yo actúan de esa forma. La función sigue a la estructura, escribió, y existe una relación entre la constitución física y la personalidad. Actuar de cualquier otro modo sería ajeno a mi naturaleza. La psicología constitucionalista fue la confirmación científica de lo que yo había aprendido sobre mí mismo en las carreteras.

Pero ¿podría aportarme algo más? Profundicé en su Atlas del hombre, y allí estaba yo: Somatotipo 235 (constitución mesomórfica), el zorro entre los hombres. (Sheldon usaba un símbolo animal para cada tipo corporal). El número 235 es la representación taquigráfica de pequeño o delgado (2); cantidad moderada de músculo (3); y predominio de piel, pelo, tejido nervioso y huesos finos (5). (Los límites se hallan entre el uno y el siete).

Igual que el zorro, al que Sheldon describía como endeble, esbelto y rápido: un cazador muy veloz, con muchos recursos y resistencia física. Si se le arrincona, se muestra desafiante y valiente, por encima de su fuerza real, aunque normalmente es cauteloso y reservado. Con un poco menos de músculo y agresividad, sería una ardilla. Con un poco más, sería un lobo.

Entonces, ¿quién es el 235? Como el zorro, es un animal solitario y desafiante que establece sus propias leyes: «El 235 –escribió Sheldon− es demasiado endeble para luchar directamente, está demasiado expuesto para aprovechar la estimulación excesiva de la vida social ordinaria, pero posee una confianza y un conocimiento subconsciente de que tiene una larga vida por delante».

Esto determina una forma de vida desafiante que con frecuencia acaba en un hospital mental, aunque de vez en cuando surja de sus filas algún salvador. Como Prometeo, a veces cuenta con fuerza y resistencia suficientes para triunfar sobre el poder establecido.

No estoy totalmente seguro de ser un 235, aunque hay días en que corro y sé que soy un zorro. Días en que siento al sabueso en mi persecución, días en que apelo a todo cuanto es rápido para huir de él entre una neblina de lágrimas y carcajadas. Eso ocurre cuando me caza, aunque sé que no cobrará la pieza: sé que al final el sabueso corre junto al zorro. No me cazará hasta que yo sepa lo que necesito saber y haga lo que se supone que tengo que hacer.


No se necesita un ojo entrenado para distinguir a un maratoniano de un apoyador de fútbol americano, ni para diferenciar a ambos de una persona sedentaria que prefiera quedarse flotando en el agua y charlando con sus compañeros. Cada uno tiene una constitución física para una tarea concreta. El corredor de fondo –frágil, delgado y de huesos finos− es capaz de desplazar su ligero cuerpo durante kilómetros y más kilómetros. El jugador de fútbol, atlético y musculoso, es, como dijo una vez Don Meredith, hostil, ágil y todas esas cosas maravillosas. Y el nadador blando, gordo y orondo nada por el agua como un delfín. En los deportes, el cuerpo determina la función. La capacidad obedece a la estructura.

La vida no es diferente. Nuestro trabajo, nuestro estilo de vida, debería ser nuestro juego. «Vivir en este planeta no es un infortunio –escribió Thoreau−, sino un pasatiempo; dado que las metas de las naciones más sencillas son los deportes de las más artificiales». Por eso, el componente dominante de la psique que convierte a una persona en corredor de fondo también determina su visión de las personas y la sociedad, de la comida y los viajes, de la educación y la disciplina, de los objetivos, de los valores y de la conducta que marca su «buena vida». No debe pillarnos por sorpresa que la «buena vida» sea muy distinta a la de un agresivo jugador de fútbol americano y a la de un ser social muy relajado.

Pese a lo cual, educadores, psicólogos, teólogos, sociólogos y filósofos siguen amparándose bajo ese gran paraguas y usan indiscriminadamente la palabra «nosotros» y otras de valor colectivo, e imposiciones como «debemos», «deberíamos», o «tendríamos» que hacer esto o lo otro.

Intentan establecer un sistema general para la ética y la psicología. Intentan decirnos cómo actuar y reaccionar. Intentan agrupar al maratoniano, al apoyador de fútbol americano y al ciudadano sedentario en un ser humano plural.

Y eso no funciona en los deportes. Tampoco funcionará en la vida. El dicho milenario: «Conócete a ti mismo» sigue siendo válido. Y la mejor forma de conocerte es mediante un análisis de tu estructura corporal y de su funcionamiento.

Los griegos fueron los primeros en reparar en ello. Aristóteles hubiera esbozado mi diagnostico basándose en la forma de mi nariz. Hi-pócrates habría examinado mi constitución física y habría predicho enfermedades futuras. Con posterioridad, los hombres se clasificaron por los humores corporales en sanguíneos, flemáticos, coléricos y melancólicos. Con el paso de los años, los hombres han determinado la conexión entre la constitución física del hombre y el modo en que actúa. Como todo en la naturaleza, la estructura determina la función.

Sin embargo, no fue hasta hace tres décadas cuando Sheldon convirtió su psicología constitucionalista en una ciencia legítima. Reparó en que estábamos compuestos de distintas relaciones de las tres capas primarias de tejido en el embrión: ectodermo (dermis y tejido nervioso), endodermo (intestinos) y mesodermo (hueso y músculos). Dependiendo de esta relación y del tejido dominante, fue capaz de predecir las capacidades físicas, la reacción a la tensión, las preferencias estéticas, la personalidad, el temperamento y el estilo de vida apropiado.

Leer a Sheldon es contemplar un nuevo mundo. Y aceptar a Sheldon es aceptarte a ti mismo con tus propias peculiaridades, y aprender a vivir con ellas, y también con las de los demás. Verte como una persona corriente y simpática sin importar lo raro que sea tu aspecto. Y ver a los demás como personas corrientes y también simpáticas, por difícil que sea de asimilar.

Casi siempre nos hemos equivocado porque no hemos investigado la relación entre el somatotipo del hombre y su conducta. No hemos sabido ver que la psique y el carácter son dos caras de la misma moneda. Esa estructura debe de algún modo determinar la función y, con ella, las leyes de cada ser humano y su armonía interna. Identifica, usando la expresión de Emerson, la música de la danza vital de cada uno.

Si se analizase correctamente su estructura, se podría descubrir el somatotipo de una persona y, por tanto, saber qué tipo de persona es. También se podrían conocer sus puntos fuertes y débiles, lo que le gusta y lo que no, su relación con las personas y las cosas, e incluso su estilo de vida más apropiado. Con ese análisis llegaría a conocer su propia fisiología y filosofía. («La religión o filosofía de un hombre –escribió Ellen Glasgow – es tan connatural como el color de los ojos o el tono de voz.»)

A partir de entonces percibiría si su constitución física estaba hecha para la lucha o para la huida o la negociación. Si había nacido para dominar a sus congéneres o para socializarse con ellos o para evitarlos por completo. Ese estudio le diría cuál es su trabajo, su juego y si debía casarse y con quién.

Estas son las restricciones a nuestros derechos inalienables, es decir, la vida, la libertad y la consecución de la felicidad. Nuestros cuerpos definen y determinan esa vida, esa libertad y la forma de la consecución de la felicidad. Se diferencian de una persona a otra, y el cuerpo, escribe Sheldon, es el récord objetivo de esa persona. La tarea que tenemos por delante, afirma él, es convertir ese récord en un discurso hablado.

Para Sheldon no existe un problema entre el cuerpo y la mente, ni entre lo consciente y lo inconsciente, ni hay una fractura entre lo físico y lo mental. Él sólo ve la estructura y la conducta como un continuo funcional.

«Mi objetivo –escribe él− es que cada persona se desarrolle según su potencial máximo y protegerlas de falsas ambiciones, del deseo de ser alguien que nunca serán y, quizá más importante si cabe, que nunca deberían ser.»

Sin Sheldon, intentarás reformarte o que otros te reformen, sea despreciándote, sea viendo a los otros como a criminales o como a pelmazos. Al menos a dos tercios de la población mundial se les pondrán los pelos de punta por no conocer los somatotipos y la forma natural en que esas personas actúan.

La humanidad, dijo Sheldon, se divide en tres razas. Sin embargo, esas razas nada tienen que ver con el color, la geografía ni el grupo sanguíneo. Está la raza atlética, los musculosos mesomorfos (los que actúan); la raza relajada y amistosa de los endomorfos (los que hablan); y la raza delgada y de huesos pequeños de los ectomorfos (los que piensan).

Estas razas poseen cualidades especiales, y la armonía entre ellas es mucho más difícil de lo que se podría sospechar. Cada raza reacciona de manera distinta y de formas que las otras razas podrían definir como enojosas, penosas o incluso peligrosas. Los mesomorfos reaccionan a la tensión entrando en acción. La mejor forma de describirlos es como dominantes, alegres, enérgicos, seguros de sí mismos, competitivos, asertivos, optimistas, temerarios y emprendedores. Los endomorfos, por su parte, reaccionan a la tensión socializando. Lo más probable es que se describan como tranquilos, plácidos, generosos, afectuosos, tolerantes, misericordiosos, comprensivos y amables.

El ectomorfo no es ninguna de esas cosas. Es imparcial, ambivalente, reticente, suspicaz, cauto, terco y reflexivo. Las ideas le resultan mucho más interesantes que las personas. Y reacciona a la presión con retraimiento.

En un mundo donde la preocupación por el prójimo es básica, el ectomorfo preserva su integridad no implicándose, igual que Einstein, que estaba hecho para tirar de un solo arnés. Como Thoreau, que no ha encontrado un compañero más sociable que la soledad. Y, como decía Kazantzakis, «La gente siente que no los necesito, que soy capaz de vivir sin su conversación. Hay muy pocas personas con las que podría vivir algún tiempo sin que se sintieran enojadas».

Su solución, por supuesto, no es hacerse pasar por alguien que llega muy alto o por uno de esos que aman a su comunidad. Esto sería una pseudovida. Incluso si tiene éxito, fracasa. Debe darse cuenta de que la vida que los hombres elogian y consideran exitosa, tal y como dijo Thoreau, es de un solo tipo.

Y dejar que su cuerpo le indique cuál es.


Quién soy yo no es ningún misterio. No es necesario pincharme el teléfono ni abrirme el correo. No es necesario someterme a psicoanálisis. No llames a nadie para investigar mis cuentas corrientes. Nada obtendrás invadiendo mi intimidad. De hecho, no hay intimidad que invadir. Porque, como los demás seres humanos, no tengo intimidad. Lo que soy salta a la vista.

Mi cuerpo lo dice todo. Habla de mi carácter, de mi temperamento, de mi personalidad. Mi cuerpo habla de mis puntos fuertes y débiles, habla de lo que puedo hacer y de lo que no. Si estuviera metido en una caja negra y todo cuanto supieras de mí fueran mi talla, altura, anchura y contorno, podrías saber qué tipo de hombre soy.

William Sheldon usó esas técnicas en su obra Las variedades de la psique humana para describir los temperamentos dominantes asociados con los componentes físicos primarios.

Sheldon dijo algo que saben todos los retratistas, especialmente los caricaturistas. El hombre se revela a través del cuerpo. «Cuando dibujo a un hombre –escribió Max Beerbohm− me ocupo sólo del aspecto físico. Veo todos sus puntos sobresalientes exagerados y todos sus puntos insignificantes proporcionalmente disminuidos. En esos puntos sobresalientes se revela el alma de un hombre. Por tanto, si subrayas esos puntos y dejas que otros se desvanezcan, uno se arriesga a desnudar el alma».

Lo que cada uno de los cuerpos revela a la cinta métrica de Sheldon y al bolígrafo de Beerbohm son los límites de las reacciones humanas a la tensión, sea psíquica o física. Incluso los límites más amplios de los placeres y deseos. Y cada ser humano se debe considerar normal como individuo concreto. De lo contrario, viviríamos la vida de otro. En efecto, estaríamos jugando al deporte de otro. Mi vida sólo es auténtica cuando siento, pienso y hago lo que soy, y lo que sólo yo debo sentir, pensar y hacer.

En ningún otro caso como en el del solitario, introspectivo, indiferente y delgado corredor de fondo resulta tan evidente. En una sociedad competitiva e igualitaria donde no hay excusa para el fracaso, el corredor de fondo puntúa bastante por debajo de la media en su necesidad de cosechar éxitos. Carece de la energía psicológica necesaria, y del emprendimiento y la voluntad para asumir riesgos.

Es mucho que aprender, podrías decir, sólo con una larga mirada. Pero Sheldon no es el único que acepta esta idea. Son muchos los que piensan que el cuerpo, el producto de la herencia y los genes, sigue siendo la fuerza dominante sobre quiénes somos y sobre lo que nos ocurrirá. Así oímos hablar de personalidades tipo A que sufren cardiopatías y de la predicción de enfermedades coronarias a partir de la constitución física.

Hay muchos que no aceptan esta idea. Los freudianos, que creen haber nacido con una tabla rasa en la que se imprime la infancia y lo que nuestros padres nos inculcan, consideran esta idea una aberración. Así hacen quienes viven el sueño americano, quienes afirman poder ser lo que se propongan. Consideran que las teorías de Sheldon son deterministas, una amenaza para la libertad.

Yo lo veo de otro modo. Mi cuerpo me demuestra que soy libre para ser. No establece unos límites sino que me demuestra la capacidad de realización. Y me libera de un pasado deprimente y de un futuro imposible.

¿Quién eres tú? Veamos.


Soy corredor. Años atrás esa afirmación habría significado poco más que la elección accidental de un deporte. Una actividad para el tiempo de ocio seleccionada por razones tan superficiales como la actividad misma.

Ahora sé la verdad. El corredor no corre porque sea demasiado flojo para practicar fútbol americano o porque carezca de la capacidad suficiente para introducir una pelota por un aro o chutar una pelota que trace una curva. Corre porque tiene que hacerlo. Porque al ser corredor, al correr con dolor, fatiga y sufrimiento, al imponerse esfuerzo tras esfuerzo, al eliminar todo menos los aspectos más necesarios de la vida, se está realizando y se está convirtiendo en quien es.

He renunciado a muchas cosas durante este proceso transformador. Ninguna supuso un sacrificio. Cuando algo se volvía prescindible, no había problema en abandonarlo. Y cuando algo se hacía claramente esencial, no había problema en aceptarlo y con ello todo lo que implicara.

Desde fuera, el mundo del corredor parece antinatural. Un cuerpo castigado, los apetitos suprimidos, las satisfacciones soslayadas, las motivaciones que impulsan a la mayoría de los hombres ignoradas. La verdad es que el corredor no está hecho para las cosas, las personas y las instituciones que le rodean. O como dice Aldous Huxley, sus pocos redaños y sus débiles músculos no le permiten comer ni abrirse paso luchando por el ordinaria confusión y violencia de la vida.

Que no está hecho para el mundo rutinario, que su naturaleza esencial y su razón de ser son distintas de las ordinarias y usuales, resulta difícil de entender para todos, incluso para el corredor. Pero una vez que lo entiende, el corredor se puede rendir a su ser y a su razón de ser. Y convertirse −en el sentido estricto de la palabra− en un «hombre libre», en el hombre que sólo tiende lazos con el bien.

Con esta renuncia, el corredor no niega su cuerpo, sino que lo acepta. No lo somete ni lo esclaviza ni lo mortifica. Lo perfecciona, lo potencia, lo magnifica. No suprime sus instintos, sino que los tiene en cuenta. Y va más allá de ese animal interior, y se encamina hacia lo que Ortega llamaba su veracidad, su propia verdad.

El producto final es, por tanto, una labor de toda una vida. Esa renuncia, ese dejarse ir, esa desafección de las ataduras, es un proceso desigual. Hay que renunciar sólo a lo que ya no atrae, o a lo que interfiere con algo muy deseado. Ésa era la regla de Gandhi. Aconsejaba a la gente que siguiera haciendo lo que les ayudara interiormente y lo que les reconfortara.

También he aprendido eso. A todo lo que renuncio, sean satisfacciones inocentes, placeres ordinarios o vicios extraordinarios, lo hago por compulsión interna, no como un sacrificio o por sentido del deber, sino simplemente porque me sale de forma natural.

Para el corredor, menos es más. La vida, que es su obra de arte, se subestima. Sus necesidades y apetencias son pocas; se le puede describir con unas pocas pinceladas: un amigo, algo de ropa, una comida de vez en cuando, algo de calderilla en los bolsillos y, para disfrutar, sus pensamientos y los elementos meteorológicos.

Y aunque corre, no tiene prisa. Aunque preocupado a veces por las décimas de segundo, en realidad se debe a las estaciones, pasando de un ciclo a otro, y cada vez prescinde de más cosas, hasta que cuerpo, mente y alma se funden y todo es uno.

Considero esa simplicidad como mi perfección. A ojos de los observadores, sin embargo, parece algo completamente diferente. Mi éxito al desprenderme de las cosas y las personas, de la ambición y los deseos ordinarios, se considera falta de interés, una prueba de desafecto, de falta de implicación, de incapacidad para contribuir.

Así sea. Una visión más amplia del mundo podría incluir la posibilidad de que esas personas fueran necesarias; de que los corredores que alientan una llamita en alguna carretera solitaria están aportando algo. Y, aunque un mundo compuesto únicamente por corredores sería impracticable, un mundo sin ellos sería invivible.

Correr, la experiencia total

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