Читать книгу Correr, la experiencia total - George Sheehan - Страница 11
Оглавление3. Comprender
Yo soy el que soy y no puedo ser más que eso. «No me confundas con otro», dijo Nietzsche. No me confundas con un espectador, un vecino o un amigo. Y cuando tenga esa mirada que dice «me voy», hazme un favor: Déjame ir.
Cuando salgo a correr por la carretera soy un santo. Soy San Francisco de Asís vestido con ropa minimalista y seráfica. Y soy Gandhi, el joven estudiante de Derecho en Londres, corriendo al trote diez o doce millas al día para luego ir a un restaurante barato a hincharme de pan. Soy Thoreau, el solitario, en busca de la unión con el mundo circundante.
En la carretera, pobreza, castidad y obediencia emanan de forma natural. Soy un pobre de espíritu que verá a Dios. Mi castidad es mi firma del contrato con el verdadero Eros, que es el juego. Y Los diez mandamientos son el modo en que funciona el mundo.
Sin embargo, lejos de la carretera, todo eso cambia. Todo el que haya vivido con un corredor de fondo lo sabe. Ven en él lo que dijeron de Moisés los consejeros del faraón. Mirando su retrato, dijeron: «Es un hombre cruel, codicioso, poco honrado y egoísta». El faraón quedó perplejo y preguntó a Moisés, el cual respondió que los expertos estaban en lo cierto. «De eso estoy hecho −dijo−. Luché contra ello y así es como me convertí en lo que soy».
Por desgracia, yo estoy todavía lejos de esa victoria. Y, como la mayoría de los corredores de fondo, tengo todas las malas cualidades de un santo sin sus cualidades redentoras. Siento lástima por la familia y los amigos que tienen que preocuparse de nosotros.
«Preocuparse» es su trabajo, porque los corredores de fondo suelen ser criaturas desvalidas que apenas saben cambiar una bombilla. Son incapaces de valerse por sí mismas en un mundo competitivo y desde hace mucho han renunciado a intentarlo. Por su larga experiencia, esperan que les hagan las cosas. Que les den de comer. Que les laven la ropa, que les hagan los recados. Que atiendan a todos sus asuntos para que puedan correr. Y que lo hagan con alegría de corazón.
Por eso, mi pobreza no es pobreza. Mis necesidades tal vez sean menores, como las de San Francisco. Pero, a diferencia de él, lo poco que necesito, lo necesito horrores. Lo poco que quiero, lo quiero sin mesura.
Mi desayuno es sencillo, pero debe ser perfecto. No cortes mi madalena con un cuchillo o no te hablaré el resto del día. Mi ropa puede ser regalada o estar tarada, pero, piérdela o déjala en la lavandería en el momento equivocado, y me habrás arruinado el día. Y así sucede con todo: desde las zapatillas hasta el yogur, todo tiene que estar correcto o el día se oscurece y se vuelve triste. Y no sólo para mí, sino para todos los que me rodean.
Si de veras me parezco en algo a San Francisco de Asís, es en la cuestión del dinero. Nunca tengo un duro. Págame la entrada. Atiende a mi comida. Sólo en momentos de distracción hago el gesto de ir a pagar con un cheque. Pocas veces a lo largo de los años me han pillado con suficiente cambio para comprar un boleto de caridad.
Y si la pobreza sigue siendo una batalla, ¿qué pasa con la castidad? Digamos que supera el grado de una lucha. Como otros miles de irlandeses escuálidos de rostro chupado, he luchado contra mi cuerpo desde la primera comunión, sabedor de que el cuerpo pertenece al diablo. Lee a Joyce, a O’Casey o incluso a Yeats, que escribió en su diario que dejaba esas cosas escritas para que otros jóvenes no se considerasen raritos.
Por tanto, lejos de las carreteras, la castidad procede de la forma más elevada de miedo: el miedo a la condenación eterna. Otros, yo no he sido el primero –escribió Housman− han deseado hacer más daño del que se atreven». Sólo superada esa restricción se halla la reconciliación del cuerpo, el alma y luego del verdadero Eros y el amor de los amigos y, finalmente, el ágape en que dando recibimos.
Y, por último, ¿qué pasa con la obediencia? La disciplina al correr, la disciplina en el entrenamiento surge con facilidad. La disciplina en la vida real es otra cosa. La mente, la voluntad y la imaginación no se controlan con la misma facilidad que las piernas, los muslos o el pecho jadeante. Correr, claro está, ayuda. El arte de correr, como escribió Eugene Herrigal refiriéndose al arte del tiro con arco, es una contienda profunda e inalcanzable del corredor consigo mismo. Y esa contienda debería conducir a la perfección.
Cuando era joven, sufría lo que mi tía llamaba «sordera de conveniencia». Y todavía la sufro. Tengo la habilidad de desconectarme de lo que pasa a mi alrededor. Es normal en mí encerrarme en mí mismo y ser cada vez más ajeno a lo que pasa a mi alrededor. Si estoy con un grupo y no hablo, no des por supuesto que estoy escuchando. Estoy «lejos». Me he ido a otro mundo. Lejos, en mi hábitat natural, en mi mente.
Estar «lejos» es la verdadera libertad. Me escapo y voy donde quiero estar, pienso lo que quiero pensar, creo lo que quiero crear. Donde quiera que esté, quien quiera que yo sea, no importa. Lo más molesto tal vez sea mantener la obra en cartel, pero soy intocable. Soy, como dijo una vez Yeats, un niño en un rincón jugando con sus cubos.
Y «lejos» de hacer el idiota. Cuando estoy con gente, siempre hablo por exceso o por defecto. Cosas que es mejor no decir, o cosas estúpidas o de las que pronto me lamento. Si me cuesta diez horas escribir un ensayo de seiscientas palabras, ¿cómo podría decir algo disparatado que valiese la pena ver repetido?
Provengo de gente de mentalidad similar. Hombres como Kierkegaard, Emerson y Bertrand Russell, que pronto se consideraron diferentes y, al principio, de manera desastrosa. «Era un mojigato tímido y solitario», dice Russell. Tacaño y egoísta, cauteloso y frío, así se describió Emerson a sí mismo. Kierkegaard hizo un análisis muy parecido. «Las ideas −escribió− son mi única dicha, mientras que los seres humanos son objeto de mi indiferencia».
Dichas personas, según Ortega, tienen pocos conocimientos sobre las mujeres, sobre el trabajo, el placer y la pasión. Llevan una vida abstracta, dijo él, y pocas echan un bocado de auténtica carne cruda a los dientes afilados de su intelecto.
La forma de escapar de esa existencia abstracta es abrirse, si no a otras personas, por lo menos al cuerpo. Y es así como esos hombres se convirtieron en grandes caminantes, gente que paraba poco en casa. El diario de Emerson hace referencia a un paseo de sesenta y cuatro kilómetros de Roxbury a Worcester, y Russell describió la placentera relajación experimentada después de sus paseos de cuarenta kilómetros.
Y es por eso, supongo, que corro y encuentro la vida auténtica. «Primero sé un buen animal», dijo Emerson. Cuando corro soy un animal, soy ese animal, el mejor animal posible, y hago aquello para lo que estoy hecho. Me muevo con gracia, ritmo y seguridad, como si hubiera poseído esos atributos toda mi vida.
Y es así como encuentro la dicha. Kierkegaard estaba equivocado al respecto. No hay dicha en las ideas. La dicha llega en la cumbre de una experiencia y siempre en forma de sorpresa. No se alcanza la dicha a voluntad. Como máximo, va uno adonde ha experimentado la dicha con anterioridad. Y eso casi siempre es en la carretera del río, corriendo a un ritmo que podría mantener toda la vida y con la mente liberada. Así soy durante esa alternancia de esfuerzo y relajación, de sístole y diástole. Y luego vivo esa fusión en la que todo es un juego y en la que soy capaz de cualquier cosa. Y me vuelvo un niño.
No te sorprenderá que los pensadores crean que nuestro verdadero viaje es de vuelta a la infancia. Un místico escribió que la perfección y el éxtasis radican en la transformación de la vida corporal en un juego feliz. Norman Brown declaró que el hombre es una especie animal que tiene el proyecto inmortal de recuperar la infancia.
Así, pues, no me disculparé por una actividad que me hace volver a ser un niño. Una actividad que me aparta de las mujeres, del trabajo, del placer y la pasión. Una actividad con sentido propio. Una actividad sin propósito.
Corro con alegría e, incluso después de correr, siento una plenitud que perdura durante esa larga ducha caliente. Estoy «lejos», no en la mente sino en mi cuerpo tibio, relajado, hormigueante y feliz, con las sensaciones de correr todavía en piernas, brazos y pecho. Todavía estoy disfrutando de quien fui y de lo que hice durante esa hora en la carretera.
Quizás algunos os preguntéis si una vida se puede experimentar de manera tan completa en ausencia de otras personas. Yo mismo me lo pregunto. Va en contra de todo lo que me han enseñado. Contra todo lo que sirve para la preservación de nuestra cultura.
Pero soy el que soy y no puedo ser más que eso. «No me confundas con otro», dijo Nietzsche. No me confundas con un espectador, un vecino o un amigo. Y cuando tenga esa mirada que dice «me voy», hazme un favor: Déjame ir.
El corredor de fondo, según he observado, suele ser una persona reservada. Así soy yo. Hubo una época antes de que empezara a correr en que pocas veces miraba a los ojos. Incluso ahora soy reacio a hacerlo. Hay gente, estoy seguro, que piensa que tengo la mirada esquiva y que no soy de fiar. Y en cierto grado tienen razón. Soy de mirada esquiva. Evito mirar directamente a la gente. Prefiero no ver ni ser visto.
Ver, mirar a alguien a los ojos, puede ser una revelación total. La mirada, escribió Ortega, es un acto que emana directamente del interior con la precisión de una bala. Erving Goffman describió la mirada como «la reciprocidad más directa y pura que existe».
La mirada, pues, ocurre en pretérito perfecto. No tiene nada que ver con el pasado o el futuro, ni con el fue ni con el será. La mirada es ahora. Al igual que un poema, no debe significar, sino ser. Miramos a través de los ojos, no con ellos. Los ojos, por tanto, son lo que somos. Mis ojos son yo.
Los ojos, pues, revelan y, al revelar, apelan a la revelación. El fotógrafo Richard Avedon dice de sí mismo y sus temas: «Estamos allí, ojo con ojo, completamente abiertos, desnudos entre sí». Está allí, dice él, pidiéndoles que den mientras él está intentando dar, intentando mostrarse. Y cuando alcanza esa última revelación, él dice: «Gracias». Entonces los extraños vuelven a ser extraños. Los ojos se velan. Las miradas dejan de enfocarse. La conexión se rompe.
La mirada, pues, dice poco menos que quién soy yo. «Éste soy yo de verdad». Dice la verdad en el sentido en que los griegos usaban la palabra: para desnudar. La mirada, esa mirada sutil pero tenaz, hace eso. Me desnuda hasta llegar al paisaje interno y sumergido que es mi alma.
En el pasado me avergonzaba esa verdad, me avergonzaba del ser que se suponía que era yo. Y, al avergonzarme, evitaba la mirada de los demás. Hubo un tiempo en que no podía soportar el alma ni su paisaje interior. Únicamente trataba de esconderlos. Yo vivía entonces en cualquiera de los dos mundos. Si no eras una cosa, eras la otra. Yo siempre era el otro, el inaceptable, el pecador, el extranjero. Y eso se reflejaba en mis ojos. Una mirada clavada en mis ojos y el observador sabría quién era yo. Alguien que se preocupaba poco por los demás. Alguien que veía a los demás, si no como a enemigos, al menos como a una amenaza.
En una mirada inequívoca y desnuda, en esa línea recta trazada entre un corazón y otro, me iluminaría como un paisaje por un relámpago. Mi desconcierto, mis errores, el hacerme el tonto. Por eso aprendí a protegerme. A llevar una máscara. A hablar con el aire. A controlar el acceso que los demás tenían sobre mí. A mantener alejados a los intrusos de mi ser verdadero o de quien creo que es mi ser verdadero.
Por aquellos días, la peor orden que podía oír era: «Mírame a los ojos y dímelo». Entonces la verdad se imponía de manera inevitable. Me pillaban mintiendo. «Nunca dejes que te miren a los ojos», era el lema del famoso detective de Nueva York. Si lo hicieras, te conocerían. En ese instante todo el engaño se iba al garete. Mis ojos revelaban en esos segundos lo enterrado durante años. Cicatrices expuestas y heridas abiertas que creía largo tiempo atrás curadas.
Correr ha cambiado todo eso. Me ha dado una perspectiva nueva sobre mi paisaje interior. Ahora acepto mis puntos fuertes y débiles, mi incierto ser. Lo hago lo mejor posible. Conservo la paciencia y disfruto. Y, por encima de todo, no emito juicios excepto sobre mi esfuerzo. En ese sentido exijo el máximo y más.
Por eso mi mirada ha dejado de ser furtiva. Ya no es una mirada desenfocada, superficial y huidiza. Ya no se posa cerca de la oreja del interlocutor ni sobre su hombro. Ahora soy capaz de mostrarme a otros seres humanos, deseoso de ofrecer mi amor y recibir el suyo. Ya no necesito apartar la mirada de los demás.
Pero lo hago. Todavía soy un corredor reservado. Mis miradas siguen siendo sólo para los que son como yo. Para quienes comparten mi verdad, mis sentimientos, mi percepción del mundo tan feliz y tan triste. Cuando doy conferencias a corredores, recorro el auditorio con la vista deteniéndome en un rostro y el siguiente hablando y mirando a la gente a los ojos, mente con mente, corazón con corazón. Y me siento conmovido como también ellos se conmueven.
Durante las carreras es muy parecido. No tanto, quizás, antes de la carrera, cuando estamos un poco asustados y preocupados por lo que se avecina. En ese momento, a veces exhibo una suficiencia espuria y una facilidad falsa para ocultar el miedo.
Es más adelante cuando nos asomamos al interior de los demás. Es después de haber sobrevivido treinta minutos cuando afloran orgullo, felicidad y unidad en las miradas que intercambiamos.
Aquí incluso fracasa la poesía. La poesía, dijo Eliot, son las mejores palabras posibles en el mejor orden posible. No obstante, es el lenguaje no verbal el que lo provoca. La poesía sólo traduce en palabras lo que mis ojos y los tuyos se han dicho.
Siempre me he sentido inseguro en presencia de la autoridad. La visión de un coche patrulla por el retrovisor es suficiente para paralizarme de cintura para abajo. Cualquier documento de carácter legal en el buzón me puede arruinar el día. Y oír a alguien con un título o de uniforme provoca que me ponga firmes como un marine en el campo de instrucción. Mi mundo, como se ve, está lleno de instructores militares a los que evito todo lo posible.
De vez en cuando cometo errores. Hace unos doce años, hice un giro de 180 grados en la calle mayor después de comprar la edición matinal del periódico. Cuando completé el giro, me vi directamente enfrente del jefe de policía. Él supo de inmediato quién era yo. Un hombre que aborrece las reglas pero que teme a quienes se encargan de hacer que se cumplan. «Nunca más haga eso», me dijo. No lo he hecho más y nunca lo haré.
Pero las leyes humanas son secundarias. La autoridad se puede evitar o ignorar con pocas consecuencias en la vida diaria. La naturaleza no. Las leyes de la naturaleza son primarias o secundarias, pero no se pueden dejar de lado. La naturaleza −he descubierto− te respalda más que cualquier otro ser humano. Una cosa es evitar a directores, jefes y policías, pero otra muy distinta es evitar las leyes que gobiernan el universo.
Las leyes humanas son comprensivas y compasivas en comparación con las que rigen el cosmos. Las infracciones y las multas de tráfico, las evasiones de impuestos y los pleitos legales son fácilmente negociables en comparación con la gravedad y las leyes del movimiento y la termodinámica. Las leyes, incidentalmente, son omnipresentes e inevitables. Puedo evitar un enfrentamiento con la cabeza, pero no con las reglas que rigen el mundo.
Ese enfrentamiento comienza cuando me meto en el coche por la mañana. El coche se puede poner en marcha o no arrancar. De cualquier modo, el coche obedece las leyes que gobiernan la energía y su transformación. Reglas para las que no hay apelación posible. No existe el «pase por esta vez», ni libertad condicional ni indulgencias. Y ni oraciones y maldiciones devolverán a la vida a un alternador muerto.
Si intentara burlar esta inevitable necesidad de contar con conformidad mecánica consiguiendo que alguien empuje el coche, sólo estaría haciendo el agujero más profundo, ya que entran en juego otras reglas, referentes a la fuerza, sus vectores y torque.
¿De qué sirve alegar circunstancias atenuantes? ¿Locura transitoria? ¿Un fallo en el control de esfínteres? El día apenas ha comenzado y estoy en manos de tiranos controlados por un dictador.
Si el coche se pusiera en marcha, no desaparecería este despotismo. Al acelerar, el vaso de café que antes reposaba con seguridad en la puerta abierta de la guantera, cae al suelo. El café mancha mis Levi’s recién lavados y los libros y papeles depositados en el asiento del copiloto. Freno y la desaceleración cubre el suelo con una mezcla de café y correspondencia. Antes de acabar el viaje, he experimentado los efectos contrarios de la fuerza de la gravedad, la fuerza centrífuga y otras leyes de la naturaleza que te pueden arruinar el día.
En momentos así, creo que el cielo es un lugar donde se pueden quebrantar todas las leyes. El café nunca se derramaría aunque lo dejase en cualquier sitio o cambiase de marcha con rapidez. Y todo ocuparía su lugar sin importar lo rápido que tomase las curvas. Y, si me olvidara algo en el techo del coche, se mantendría allí hasta que llegase a mi destino. Y estaría a salvo de cualquier manifestación de violencia o interferencia de las leyes humanas y naturales.
En realidad, son las leyes las que me preservan de la violencia y las intromisiones. Como mis vecinos obedecen a la policía, a los legisladores y a los burócratas, como el café y el coche obedecen los preceptos de la física y la ciencia, es por ello que vivo en un mundo estable. Y por eso puedo elevarme por encima de la ley y ser un hombre libre. Lo menos que puedo hacer es obedecer las normas de tráfico y aprender a conducir.
La generosidad no es uno de mis defectos. No siento impulso alguno por donar mi dinero. No siento la tentación de dar hasta que me duela. Trato a mis vecinos como a mí mismo, lo cual significa trabajar hasta el agotamiento, hasta el desgaste. Y que cada uno pague sus facturas.
No me educaron así. Mi padre, cuando iba con otros a un restaurante, tenía la costumbre de localizat de inmediato al camarero para asegurarse de que fuera él al que le entregaran la cuenta. Si alguien intervenía para que no fuese así, lo consideraba una ofensa personal. Por aquellos días en que aún no existía la cuenta de gastos ni la tarjeta de crédito, mi padre era el más rápido que haya visto sacando la cartera.
Por tanto, ser lento a la hora de sacar los dólares no es cuestión de práctica. Parece guardar relación con la constitución física y, aparentemente, es característico de personas débiles y de huesos pequeños como yo. Es un aspecto común a los solitarios corredores de fondo. Y también en mi caso.
Los directores de las carreras lo saben a la perfección. Si subieran un cuarto de dólar el precio de la inscripción, recibirían quejas de todas partes.
Y si suprimen las comidas gratuitas o las camisetas obsequio, habrá protestas incluso por parte de los corredores más adinerados. Es bastante común, pese a su dependencia de las organizaciones, que la mayoría de los corredores −con independencia de su situación económica− intenten competir sin aflojar unos pocos dólares para tener la tarjeta de la AAU. Y no son pocos a los que hay que apremiar para que paguen sus cuotas del Road Runners Club.
Podrías considerarlo tacañería o miseria, y considerar poco cristianos, incluso inmorales, nuestros hábitos a la hora de compartir costes y ayudar a otros. Pero es porque tú eres tú, y nosotros somos muy diferentes. Mi actitud de contar las vueltas ante la vida viene de lo más profundo de mi ser. Forma parte de quien soy, del cuerpo que habito, de la unión peculiar entre carne y espíritu.
Y no sólo es instinto. También es una evidencia externa de austeridad personal, una mortificación autoimpuesta, una propensión a la simplicidad, a la pobreza, y la actitud infantil que Bernanos afirmaba que era la única defensa contra el diablo. Podríamos decir contra su diablo, no el vuestro. Excepto por que su diablo parece ser mi diablo. El diablo particular del corredor de fondo.
Parte de nuestro problema son los demás. Personas que, tal y como Russell Baker escribió en su obra para el New York Times «El verano del 39», solían colgarnos boca abajo por los tobillos para demostrar lo fuertes que eran. Es un mundo en que domina el dinero. Un mundo de hipotecas y seguros de vida, pago de entradas y facturas de supermercado. Un mundo de fáciles ganancias para los que aprenden a desenvolverse en él y a torturar a los que no.
Nunca he aprendido a desenvolverme y nunca aprenderé. Lo que he aprendido es a salir del mundo. A necesitar menos, a reducir mis apetencias, a sentirme satisfecho con lo esencial. He aprendido que las posesiones se cruzan en mi camino. Que el dinero y las cosas que se compran con él son distracciones. He aprendido que la simplicidad comienza cuando la renta supera a los gastos.
Si fuera un corredor de elite en mi categoría por edad, mi nivel de grasa corporal sería inferior al seis por ciento. Sin embargo, es el doble y así será siempre. ¿La razón? Soy un gorrón nato y convencido. Hambriento o no, me comeré todo lo que sea gratis. El mes pasado, por ejemplo, después de una carrera de quince kilómetros en que me entregué a fondo hasta el puro agotamiento y más allá, acepté y me acabé un aperitivo de la organización consistente en una bebida de naranja y pollo frito. Sí, pollo frito.
Pásame una bolsa con la merienda y, por muy indigesta que sea, me daré un atracón. Dame un vale de comida y, tenga o no hambre, me pondré a la cola. Cuando todo deseo de comida se haya evaporado, ofréceme algo comestible y me las arreglaré para zampármelo. Dentro de mí, como dentro de cualquier hombre delgado, hay un hombre gordo que me dice: «Come». Y ese hombre gordo sigue diciendo: «Come, que es gratis».
Quizá no lo hayas notado, pero no sólo hay comidas gratis en las carreras sino en todas partes. En todas partes si consideras gratuita cualquier comida que no pagues en el momento. Por eso las comidas en casa y el acceso libre a la cocina por la noche son en realidad comidas gratuitas. En esos momentos, mi voz interior me dice: «Come, que es gratis», tan alto como cuando acepto el tradicional estofado después del Maratón de Boston. Soy un gorrón hasta en mi propia casa.
Por suerte, esa tendencia a comer cuando la comida es gratis se contrarresta por una tendencia similar y opuesta a no comer cuando hay que pagar. Puedo pasar mucho tiempo sin comer, si tengo que comprar la comida yo mismo. Aunque a mi entender sea frugal, hay sitios donde me consideran un roñoso. Admito que no me hace gracia gastar dinero, pero sólo porque muy pronto no queda casi nada del billete original. Y esa tendencia a no gastar dinero en comida se refuerza por no llevar dinero que gastar. No hay mejor forma de controlar el impulso de comprar.
Comprar comida nunca tuvo sentido para mí. Cuando acabo gastando dinero, prefiero tener alguna prueba permanente de lo que he gastado. Gastar en algo que de inmediato se consume me parece un engaño. Supongo que por una razón muy parecida tampoco he fumado nunca. Comprar algo y luego prenderle fuego me resulta incomprensible.
Así que, durante largos períodos del día, estoy protegido por esta tacañería natural, o por lo que yo prefiero considerar austeridad natural. Cuando almuerzo, suelen ser cuarenta centavos en yogur y té, y vuelta al trabajo. Es sólo más tarde, cuando llego a casa, cuando las cosas empiezan a torcerse.
A partir de ese momento me dedico a comer como si fuera un atleta de la digestión. Limpio el plato igual que cuando mi madre nos hablaba de los desafortunados niños que se morían de hambre y que hubieran podido vivir una semana con lo que me dejaba en el plato. Después de cenar arramblo con la cocina como esos ganadores de programas de televisión a los que se les da libre acceso a un supermerca-do. Durante los dos primeros anuncios lo compenso con las quinientas calorías gastadas con tanto esfuerzo durante ocho kilómetros en la carretera. A menos que me reprima, arrasaré con el pan, acabaré con las galletitas pretzel, sucumbiré a la tentación de las galletas saladas con sabor a queso, y me acabaré cualquier helado que haya quedado. Y todavía faltará una hora para las noticias de la noche.
La respuesta, a mi entender, es convertir la casa en un supermercado y eliminar la comida gratis. Que todo entre en una mecánica donde para consumir haya que pagar. Que cuando llegue a casa por la noche, me deba enfrentar a una cena en que todo sea a la carta y muy caro. Sin tarjetas de crédito, que sólo se acepte dinero en metálico. En cuanto empiezo a contar el coste por calorías y a plantearme el monto de la cuenta, rápidamente vuelve a ser el mismo miserable de siempre.
Y para la sobremesa de la cena debe haber una caja registradora en la cocina. De ese modo la excursión a la despensa llevará más tiempo al tener que pagar contra mi voluntad esa calderilla tan querida. Así volveré al salón solo con las ofertas del día.
Para esos días, tendré lista una respuesta para el gordo que hay en mí: «Cállate, estúpido, que me están cobrando dinero por ello».
La forma de luchar contra el alcoholismo es no contar mentiras al respecto. El alcohol te lleva a sitios que nunca ve el hombre sobrio. La sobriedad, escribió William James, limita, discrimina y sabe decir «no»; la borrachera expande, unifica y sabe decir «sí». «El dominio del alcohol sobre la humanidad –llegó a la conclusión− se debe incuestionablemente a su capacidad para estimular las facultades místicas de la naturaleza humana».
Eso es lo que el alcohol hace: te permite tener un atisbo de ti mismo en tu mundo particular, de ti mismo como parte del cosmos. La bebida también revela la persona que eres. Tanto si eres un esquizoide solitario que abriga grandes ideas y vive sus fantasías. O el maniacodepresivo gregario que quiere gozar del calor y de la amistad eterna de un grupo. O el paranoide musculoso dispuesto a resolver cualquier problema con los puños.
Lo que el alcohol no hace es convertir esas revelaciones en propósitos llevados a la acción. Al haber vislumbrado la persona que es, el bebedor debe dar con una vía alternativa y fructífera para llegar a su verdad. Para conseguirlo, debe primero desengancharse de la bebida y salvarse de las mentiras de la vida diaria. Por eso es frecuente que los exalcohólicos −que han ido y han vuelto− experimenten un renacimiento. Es el antiguo alcohólico quien finalmente une su ser dividido. Es el borracho reformado quien acepta sin reservas la persona que es. Y persigue esa perfección por mediocre o anormal que pueda parecer a otros.
Ser un exalcohólico, sin embargo, no es fácil. Beber tal vez sea fútil y, en último término, degradante, pero sólo los bebedores afortunados lo descubren. Y es incluso más afortunado quien inicia un nuevo y saludable camino hasta la cima de sus potencias físicas y mentales. Antes de que ceda el hígado, el corazón se hipertrofie, y el cerebro comience a deteriorarse, debe captar el mensaje de que hay una forma mejor de experimentar el universo y a sí mismo.
Mis propios hábitos con la bebida cambiaron por dos acontecimientos afortunados. En los tiempos en que salía de juerga los sábados por la noche, siempre había supuesto que la bebida me hacía brillante. Pensaba que alguien debería estar anotando todo lo que decía, preservando para la posteridad todas esas ideas estupendas y todas esas agudezas. Sin embargo, una noche, alguien sacó un vídeo casero en que aparecía yo bajo la influencia del alcohol. Lo que vi en la pantalla recordaba más al eslabón perdido que a la imagen del intelectual que yo tenía de mí mismo. Había ahí pruebas fotográficas de que, cuando me emborrachaba, era incapaz de pensar, y mucho menos de expresar lo que pensaba. Dejé de beber en serio. No tanto para volver a ser quien era, sino para volver a integrarme en la raza humana.
El atletismo de fondo, mi siguiente descubrimiento, fue un factor positivo y decisivo. Las imposiciones nunca funcionan. Las vidas cambian con afirmaciones, no con negaciones. Y si uno quiere dejar de beber para siempre, se debe implicar activamente en ser lo que es. Las carreras de fondo hicieron eso por mí. Me volvieron a poner en contacto con el cuerpo. Y mi cuerpo, descubrí, pensaba por sí mismo. Ya no aceptó nada más que lo mejor. Al ponerse en forma, se negó a dejarse estropear. Una vez alcanzada su plena potencia, atrajo mi mente y mi voluntad.
La hora que pasaba corriendo comenzó a ofrecerme esos estados alterados de la conciencia que antes me aportaba el alcohol de manera tan volátil. Correr w me proporcionaba subidones naturales. No estoy seguro de lo que sucede en esos momentos. Andrew Weil, el autor de La mente natural, lo llama integración de las esferas de la conciencia y la inconciencia de nuestra vida mental. «Dicha integración –afirma él− es esencial para la plenitud (salud) del cuerpo y la mente».
No discutiré tal afirmación, pero lo que sí sé es que, fuera lo que fuese, comienza en el cuerpo. Primero, al alcanzar esa condición física que revela la persona real que hay dentro de mi cuerpo (al igual que el escultor extrae la estatua que está dentro de la piedra). Y, a continuación, por medio de este cuerpo, este espejo del alma, esta llave de acceso a la personalidad, este indicador del temperamento, me veo a mí mismo tal y como realmente soy.
Ya no bebo casi. Ya no soy la alegría de las fiestas. El anfitrión que me invita se da cuenta a los cinco minutos de que ha cometido un error. Habitualmente vagabundeo hasta la cocina para tomar una taza de café y luego encuentro un libro grueso y algún lugar tranquilo para leer hasta que termine la fiesta. He descubierto quién soy. Y no tengo intención de representar el papel de nadie más.
A algunos les caía mejor cuando bebía.