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Si crees que la vida te ha dejado de lado o, peor aún, que estás viviendo la vida de otro, todavía puedes demostrar que los expertos se equivocan.

Los que creen que saben algo afirman que conceder una segunda oportunidad a un hombre no cambiará el desastre que fue su primera vida. A lo largo de los años dramaturgos y novelistas nunca nos han brindado la esperanza de que volver a vivir nuestras vidas supusiese alguna diferencia esa segunda vez. Científicos y psicólogos parecen darles la razón. Incluso pensadores tan distintos como Bucky Fuller y B. F. Skinner marchan de la mano a este respecto. «No deberíamos intentar cambiar a la gente –escribió Skinner−. Deberíamos cambiar el mundo en que vive la gente». Es una idea que Fuller también expresaba con frecuencia.

También hay personas, no cabe duda, que opinan lo contrario. La gente relacionada con la fe, la esperanza y la caridad parece pensar que cualquier día es tan bueno como otro para cambiar la historia personal. Los filósofos, desde que se lleva cuenta del tiempo, lo han recomendado. Desde Píndaro hasta Emerson, nos han dicho que nos convirtamos en lo que somos, que cumplamos nuestro propósito, que elijamos nuestra propia realidad, nuestro propio camino para ser personas. Lo que no nos dijeron era cómo hacerlo ni lo difícil que sería. Cuando San Pablo anunció la transformación en el Hombre Nuevo, nos recordó el ilimitado potencial del hombre, aunque las vidas que llevamos nos recuerden constantemente los límites evidentes de este potencial.

Claramente, la buena vida no es tan accesible como dicen los libros. Y, sin embargo, no es por falta de ganas de intentarlo el que hayamos fracasado. Iniciamos esa nueva vida casi con la misma frecuencia con la que Mark Twain dejaba de fumar (miles de veces) y casi con el mismo éxito.

¿Será mañana el primer día del resto de nuestras vidas? ¿Y esa vida será completamente distinta del desastre que es hoy en día? La respuesta, sin duda, tiene que ser sí, o todos esos grandes hombres nos lo habrían dicho. Pero ¿cómo se consigue?

Lo primero que hay que hacer, a mi entender, es volver sobre nuestros pasos. Retornar a ese período de la vida en que actuábamos con todo el éxito del que un ser humano es capaz (aunque casi seguramente no fuimos conscientes de ello). Retornar a esos tiempos en que el alma, tu ser, no era lo que poseías, ni tu estatus social ni tampoco la opinión de otras personas, sino una totalidad compuesta por cuerpo, mente y espíritu. Y esa totalidad interactúa libremente con el entorno.

En algún punto pasada la infancia, la integración del ser y la respuesta al universo comenzaron a disolverse. Cada vez asociábamos más quiénes éramos con lo que teníamos, nos juzgábamos por las opiniones de los demás, tomábamos nuestras decisiones siguiendo las reglas de otros y vivíamos con sus valores. Por coincidencia o no, nuestra condición física comenzó a declinar. Habíamos alcanzado la bifurcación en el camino. Y tomamos el camino trillado.

Uno que tomó el camino invadido por las malas hierbas y pocas veces transitado fue Henry David Thoreau. El mundo sabe que Thoreau era un intelectual, un observador astuto, un rebelde opuesto a los valores convencionales. A lo que no se ha dado suficiente importancia es a que era un atleta… y de los buenos. También era, desde luego, un gran excursionista. Eso le mantuvo en una condición física estupenda. «Habito mi cuerpo −escribió− con extraordinaria satisfacción, tanto su debilidad como su vigor». No sería exagerar decir que las otras actividades de Thoreau obtuvieron su fuerza de la vitalidad de su cuerpo. Ni que el ser que era Thoreau dependía de ser todo lo físico posible. Ni que ninguna vida se puede vivir plenamente sin vivirla por completo a nivel físico.

Si Thoreau estaba en lo cierto, la forma de descubrir quiénes somos es por medio del cuerpo. La forma de recuperar la vida es volver al ser físico que fuimos antes de equivocar el camino: Ese ser en sintonía que escuchaba con el tercer oído, que era consciente de la cuarta dimensión y tenía un sexto sentido para detectar las fuerzas que le rodeaban. Ese ser en sintonía que era sensible e intuitivo, y percibía lo que ya no es evidente para nuestros cuerpos en proceso de degeneración.

Puede sobrevenir en forma de sorpresa incluso para los líderes de la condición física. Los programas para mejorar la condición física se han basado desde hace mucho en el deseo de disfrutar de una vida longeva, de prevenir ataques al corazón, de sentirnos bien o de mejorar el físico. Nadie nos dijo que el cuerpo determinara nuestras energías mentales y espirituales. Ni que con el nuevo cuerpo pudiéramos vestirnos de esa nueva persona y edificar una nueva vida, la vida para la que habíamos nacido, pero que perdimos con el cuerpo del que disfrutamos en la juventud.

Aunque el sentido común te diga que ya no volverás a tener veintiocho años, también te dirá que casi todo el mundo puede alcanzar niveles de vigor, fuerza y tolerancia física casi iguales a los de las personas de veintiocho años. Si se da la buena fortuna de hallar una actividad deportiva que le vaya bien, un hombre puede recuperar la juventud y gozar de una segunda oportunidad para escuchar lo que su ser completo consideraba importante en aquella época.

Si crees que la vida ha pasado a tu lado o, incluso peor, que estás viviendo la vida de otro, todavía puedes demostrar que los expertos estaban equivocados. Mañana puede ser el primer día del resto de tu vida. Todo cuanto tienes que hacer es seguir a Thoreau. Habitar tu cuerpo con gozo, con inefable satisfacción; tanto su debilidad como su vigor.

Y es posible hacerlo sólo con volver sobre nuestros pasos hasta aquel cruce de camino.


Si estás buscando respuestas a los grandes por qué de la creación, tendrás que comenzar por esos pequeños cómo de la vida diaria. Si estás buscando respuestas a las grandes preguntas sobre el alma, lo mejor es que comiences con las pequeñas respuestas sobre tu cuerpo. Si quieres convertirte en santo o metafísico, primero debes convertirte en atleta.

Estudia las vidas de los que buscaron su propio sentido y el significado del cosmos. O lee los libros de los santos que vivieron las preguntas y esperaron las respuestas de allí en adelante. El denominador común de esas personas es el ascetismo, palabra que procede del griego ascesis, que significa entrenamiento riguroso, autodisciplina y autocontrol.

El asceta no es un recluso excéntrico; es alguien que busca su excelencia, sus propias leyes, la vida que debe vivir. Un ascetismo que practican los halterófilos, los jugadores de fútbol americano y los corredores de fondo, así como los santos y los filósofos.

«Primero sé un asceta, es decir, un gimnasta –escribió Kierkegaard−. Luego da fe de la verdad». Y siguió su propio camino de ascetismo por medio de sus paseos, en los cuales se dedicó a pensar y elaboró su filosofía. Kant fue otro gran caminante. Sus vecinos ponían en hora sus relojes a su paso por el pueblo.

Para Thoreau, la longitud de sus paseos fue pareja a la longitud de sus escritos; si se encerraba a cal y canto en casa, no escribía nada. La mente y el cuerpo, escribió Huxley −otro abogado de la condición física−, son orgánicamente uno. El movimiento y la meditación son aparentemente una unidad. «Siéntate lo menos posible –escribió Nietzsche−. No des crédito a ningún pensamiento que no haya nacido al aire libre mientras uno transita en libertad, o cuando los músculos no estén también celebrando el festín».

Sin embargo, para que tus músculos lo celebren y te muevas con libertad, tendrás que prestar atención a detalles como la alimentación, el clima y el entrenamiento. ¿Cómo puede uno jugar, pensar y hallar la verdad atiborrado de donuts rellenos? La nutrición sigue siendo un tema controvertido, pero pocos discutirán que tendremos más dificultades comiendo que ayunando, y que nuestra ingesta de sal y azúcar refinado no es natural.

El clima es algo sobre lo que no tenemos muchas opciones. Algunos tienen más suerte que otros. Cuando Green Bay entrenaba en Santa Bárbara para la primera Super Bowl, uno del equipo de los Packers preguntó a un reportero: «¿Qué han hecho ellos para merecer vivir aquí?». Otros tienen que vivir su propio equivalente de Leipzig, Venecia y Basilea, lugares que Nietzsche consideraba desastrosos para su fisiología.

No obstante, el ejercicio encubre multitud de pecados dietéticos y meteorológicos. El atleta aclimatado se ajusta a su entorno y comienza a aprovechar la altura, el calor o la humedad para hacerse más fuerte. Y su alimentación, por medio de cierta sabiduría inherente al cuerpo que ahora se deja que opere, comienza a amoldarse a sus necesidades, a su naturaleza.

Presta atención, pues, a los pequeños detalles, a algo tan normal como la alimentación y el clima, y a tu propia elección del juego y deporte. «Yo soy el único obstáculo a la perfección», escribió Kierkegaard. Los deportistas siempre lo han sabido. Los deportistas y los niños que juegan tienen la misma percepción: Que todas esas cosas son posibles y que sólo uno es el dueño de su destino.

Cierto, debemos dar al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios. Son las cuarenta horas con las que debemos contribuir al bien común y a la preservación de nosotros mismos y de nuestras familias. Pero más allá de la puerta está la libertad. El esfuerzo por hacer del trabajo algo más que la llave de esa puerta tal vez no tenga éxito en nuestra vida o en vidas futuras. Pero eso no debería preocuparnos.

Incluso ahora, el trabajo parece afligir más a los psicólogos, psiquiatras y sociólogos que a los trabajadores, porque han hallado la sabiduría para asimilarlo. Y no han dejado que les afecten sus inadecuaciones físicas, espirituales y psicológicas.

El trabajo de hoy no nos convierte en las personas que podemos ser. El trabajo es simplemente el precio que hay que pagar. Una vez ganado el pan diario, podemos volcarnos en nuestro juego diario. Después de pagar nuestro precio por la supervivencia, podremos prestar atención a la labor más seria de vivir. Una vez que hemos atendido a la salud de nuestras cuentas corrientes, estamos listos para cuidar de nuestros cuerpos y de las mentes que los habitan.


La sabiduría, como dice aquí, comienza a las 5 de la mañana.

«¿Hay algún médico que tenga tiempo −escribió un alemán de diecisiete años al ministro de industria− para decirme cómo vivir de manera saludable?»

No estoy seguro de si algún médico abordaría esa pregunta aunque tuviese tiempo. Vivir de manera saludable es un tema que pocos médicos parecen preparados para tratar. Vivir de manera saludable es nada menos que llegar a la vejez y, en palabras de Erickson, «aceptarse a sí mismo y aceptar el ciclo de la vida como algo que tenía que ser y que, por necesidad, no tiene vuelta de hoja».

Para vivir de manera saludable, por tanto, hay que transformarse en lo que uno realmente es y trabajar en ello. Como dijo Ortega, para convertirse en lo que eres por designio. Esto puede ser un logro rutinario o poco corriente, dependiendo de cómo lo veas. En mi caso actual, en mis vagabundeos durante la mediana edad en busca de respuestas, es como esperar que me ocurriera lo mismo que a Pablo en el camino de Damasco.

Los jóvenes, sin embargo, tal vez vivan la misma revelación a través del deporte, porque es un área de la actividad humana en que se puede saborear la perfección. E incluso mediante el fracaso no hay mejor forma de conocerse uno mismo.

El atleta no puede falsearlo. Es un ejemplo muy visible de hombre que alcanza el cenit o que fracasa en el intento. En esta era de farsantes y de fracasos ascendentes, el atleta se mantiene como un ejemplo de excelencia, gracia y pureza. O al menos como un ejemplo del esfuerzo honrado por alcanzar esos atributos.

Tanto con el éxito como con el fracaso, el verdadero atleta no recurre a excusas. Se acepta como es sin orgullo ni prejuicios. Sabe lo que puede hacer y lo que no. Ha hallado lo que hace mejor y es feliz así, con independencia de a qué puesto se aúpe en el escalafón. Se ha descubierto a sí mismo, ha comprendido sus puntos fuertes y débiles, y los acepta.

«Cambiar los patrones fundamentales de la constitución y el temperamento supera nuestra capacidad –escribió Aldous Huxley−. Con la mejor voluntad del mundo, lo más que podemos esperar es aprovechar al máximo su naturaleza psicofísica [la personalidad concreta asociada a una constitución física dada].»

El atleta ya sabe esto. Por eso, saca el máximo provecho de ello. Busca la forma física, más por medio de objetivos positivos que de restricciones negativas. El atleta no deja de fumar y empieza a entrenar, sino que empieza a entrenar y se da cuenta de que ha dejado de fumar. El atleta no se pone a dieta y empieza a entrenar, sino que empieza a entrenar y se da cuenta de que está comiendo lo correcto en los momentos correctos. Es de este modo como las cosas encuentran su sitio. Sus hábitos de sueño se normalizan. Automáticamente descansa después de comer y entrena con el estómago vacío. Realiza calentamientos concienzudos y queda satisfecho con los avances por lentos que sean.

Ha descubierto la condición física y la delgada línea entre el rendimiento óptimo y el desastre. Se vuelve atento a las señales que emite el cuerpo. Las palpitaciones, el dolor de garganta, los mareos al levantarse, los dolores articulares menores, o el despertarse en mitad de la noche; todos estos signos tienen un significado y le alertan igual que el crujir de una ramita alerta al ciervo en el bosque. Le avisan de que ha ido todo lo lejos que puede ir.

Cuando la condición física acaba, empieza el descubrimiento de uno mismo. El atleta que está al mando de las destrezas de su deporte comprende a la persona que es por medio de su estrecha relación con el deporte y su respuesta a los esfuerzos y tensiones que surgen dentro de él. Y descubre de qué está hecho. Y cuál es su verdadera personalidad.

Charles Morris, en su obra Variedades del valor humano, sugiere que hay tres componentes básicos en la personalidad humana: dionisiaca, cuya tendencia es dejarse llevar y ser indulgente con sus deseos; prometeica, con tendencia a manipular y reconstruir el mundo; y budista, con tendencia a regularse controlando los propios deseos. En resumidas cuentas, estos componentes psicológicos se describen como dependencia, dominancia e imparcialidad.

No debería costar tanto que una persona de setenta años en buena forma encuentre su deporte y el estilo de vida apropiado. Imparcial, dominante o dependiente; budista, prometeico o dionisiaco.

Incluso tal vez funcione con nosotros, guerreros envejecidos que no estamos seguros de si estamos viviendo, como dijo Erikson que deberíamos, nuestro apropiado y único posible ciclo vital.


La fórmula de la grandeza, escribió Nietzsche, es amor fati, el amor al destino, el deseo de que nada sea distinto, ni adelante ni atrás, para toda la eternidad. Y no meramente para cargar con lo que es necesario, sino para amar también.

A bote pronto, la frase parece tener escasa aplicación para las personas ordinarias, para ti y para mí. Grandeza y necesidad, destino y eternidad son palabras que los pensadores tienden a usar, ideas que tienen poca relación con nuestras realidades.

Pero cuando leemos a Keats y la visión del poeta, damos un paso adelante en esta necesidad y en nuestra realidad. Keats veía el mundo como un «Valle de Forjar Almas», pero decía que los humanos no éramos almas hasta que adquiríamos identidad, hasta que cada uno era personalmente él mismo.

El único hombre que vive realmente, apuntó Ortega, es el que sigue su voz interior, la cual dice: «Eres capaz de ser lo que quieras; pero, sólo si optas por este o ese patrón específico, serás lo que tengas que ser».

La pregunta, entonces, no es la presencia de esta necesidad, ni siquiera su aceptación. Ciertamente haremos eso cuando nos enfrentemos a esa verdad. La pregunta es cómo descubrirlo, cómo oír su voz, cómo descubrir nuestro patrón, cómo saber la identidad de nuestra alma.

Nuestro problema, entonces, no es la posibilidad de esa necesidad, sino la probabilidad de que tal vez nunca lo sepamos. Que tal vez acabemos nuestras vidas sin haberlas vivido en realidad. Que tal vez lleguemos al final sin haberlo experimentado, sin haber oído nunca la llamada. Nuestra tragedia tal vez sea un alma no usada, un designio sin cumplir.

Por suerte, Nietzsche hizo algunas sugerencias sobre lo que deberíamos hacer para evitar dicha catástrofe. Presta atención, decía, a los pequeños detalles. Cuida tu nutrición. Controla tu alimentación. Ten cuidado con dónde vives y con el aire que respiras. No metas la pata a cualquier precio para la elección de tu recreación. Desarrolla un instinto de auto defensa. Haz de tu vida un juego.

Esos pequeños detalles son inconcebiblemente más importantes que todo lo que uno ha considerado importante hasta ahora. Las tareas grandiosas, afirmaba él, dependen de cosas pequeñas, cosas que por lo general se consideran completamente indiferentes.

Nuestra salvación, por tanto, radica en vivir día a día la que seguramente es la vida atlética, la vida dedicada a la condición física, la vida de alguien que conoce la importancia de prestar atención a las cosas pequeñas, a los detalles supuestamente menores de la vida diaria. El atleta es consciente de todos los puntos a los que Nietzsche hacía referencia. Conoce la respuesta al entrenamiento, a la comida y a la relajación. El efecto de la tensión y de otras personas, de la energía malgastada en situaciones y relaciones que le convierten meramente en un reactor. Y el atleta sabe más que la mayoría cómo encontrarse a sí mismo en el juego, y aceptarse por quien era, es y será.

Los que hayan encontrado ese juego, y con él su cuerpo, saben que la vida se reduce a los sentidos del gusto, el tacto, el oído, la vista y la respiración. «Nuestros cuerpos son nosotros, nosotros», escribió John Updike disertando sobre la inmortalidad, otra gran idea. Y prosiguió sugiriendo que el único Paraíso que podemos imaginar es la Tierra, que la única vida que deseamos es ésta.

Una buena condición física es, por tanto, obligatoria. Cómo se consigue es una cuestión individual, una cuestión, diría yo, de necesidad. Pero, tanto si es el footing o el submarinismo, como el tenis o el montañismo, su práctica implicará prestar atención a los detalles que pone de relieve Nietzsche. Y al seguir esta prescripción, comenzaremos a descubrir la persona que hay dentro, a bruñir, pulir, raspar y dejar que nosotros tomemos forma.

Seguro que éste es el camino que debemos seguir para encontrarnos a nosotros mismos, para respetarnos, y para aceptar nuestro destino. La condición física puede ser la formula, si no es por la grandeza, al menos por el conocimiento personal necesario para llevar una vida plena. Lo cual es lo máximo que nosotros, grandes o pequeños, podemos esperar.


Los más débiles de entre nosotros podemos convertirnos en algún tipo de atleta, pero sólo los más fuertes sobreviven como espectadores. Sólo los más duros soportan los peligros de la inercia, la inactividad y la inmovilidad. Sólo los más resistentes se enfrentan al derroche de tiempo, al deterioro de la condición física, a la pérdida de creatividad, a la frustración de las emociones, y al embotamiento del sentido moral que puede afligir al espectador muy entregado.

Los fisiólogos han sugerido que sólo los que pasan los exámenes físicos más rigurosos puede llevar con seguridad una vida sedentaria. El hombre no está hecho para vivir en reposo. La inactividad es completamente antinatural para el cuerpo, porque se rompe el equilibrio. Cuando se suprimen los efectos beneficiosos de la actividad sobre el corazón y la circulación y, por supuesto, sobre todos los sistemas del cuerpo, todo lo clínicamente mensurable comienza a salir mal.

Y comienza a aumentar el diámetro de la cintura y el peso corporal. Aumenta la tensión arterial y la frecuencia cardíaca. Aumenta el colesterol y los triglicéridos. Aumenta todo lo que te gustaría que disminuyera, y disminuye todo lo que te gustaría que aumentase. Disminuye la capacidad vital y el consumo de oxígeno. Disminuye la flexibilidad y la eficacia, la tolerancia física y la fuerza. La condición física se convierte rápidamente en un recuerdo.

Y si el cuerpo sufre, ¿puede la mente quedarse al margen? El intelecto se debe endurecer tan rápido como las arterias. La creatividad depende de la acción. Desconfía de toda idea que surja mientras estás sentado.

El espectador sentado no es un pensador; es un conocedor. A diferencia del deportista, que todavía vive de sus experiencias, que está abierto a la verdad, el espectador ha cerrado el anillo. Su pensamiento se convierte en un conocimiento rígido. Se encierra en sí mismo por mor de sus inclinaciones, su partidismo y sus prejuicios.

Se imagina autosuficiente y deja de crecer. Y ese crecimiento es lo que más necesita para manejar las emociones, unas emociones que no canaliza de forma satisfactoria. Porque está muy lejos del atleta y de la participación en su esfuerzo, que es la liberación y la catarsis del atleta.

Está observando a alguien que tiene todo lo que quiere y que él no puede conseguir. Los deportistas son los que mejor se lo pasan. Jugando, ganando o incluso perdiendo. Están experimentando el agotamiento, que es la forma más rápida de fraternidad e igualdad, el agotamiento que permite no sólo ser un buen jugador sino también un buen perdedor.

Como no puede experimentar lo que experimenta el atleta, rara vez el aficionado es un buen perdedor. El énfasis en ganar es, por tanto, más un problema para el espectador que para el deportista. Y el aficionado, al perder y llenarse de emociones que no tienen vías saludables de salida, es probable que la tome con su vecino, con el objeto inanimado más próximo, con el árbitro, con el estadio o con el juego en sí.

Es más fácil desalcoholizar a un borracho, desenganchar a un yonqui, o ver a un fumador de tres paquete diarios superando el mono, que vivir con un aficionado durante una racha larga de mala suerte.

Y si un espectador pasara todas las pruebas físicas, mentales y emocionales, todavía se enfrentaría a otro reto supremo para su integridad. Forma parte del público, parte de la muchedumbre. Es uno de esos que el entrenador de Los Juegos llamaba «nulidades, patanes que atestan las gradas con la panza llena». Y, cuando alguien forma parte de una muchedumbre, se diluyen sus valores individuales de conducta y moralidad. Actúa en concierto con sus compañeros y desciende dos peldaños en la escala evolutiva. Se desliza tronco abajo por el árbol de la evolución.

Desde el momento en que te conviertes espectador, todo empieza a ir cuesta abajo. Es una vida que termina antes de que se acallen los gritos de ánimo.

Correr, la experiencia total

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