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Prólogo

Hay ocasiones en que no estoy seguro de si soy un corredor que escribe o un escritor que corre. Me temo que ambas cosas son inseparables. No puedo escribir sin correr y no estoy seguro de que pudiese correr si no escribiera. Las dos son expresiones distintas de mi persona, tan difíciles de separar como el cuerpo y la mente.

Escribir es la expresión definitiva de la verdad que se descubre al correr. Porque, cuando corro, soy el cazador y también la presa; mi propia verdad. No sólo mi propia verdad presentida y mi propia verdad conocida, sino mi propia verdad escrita. Escribir bien es escribir la verdad. Algo escrito con tanta certeza como sea posible. Y esa verdad hay que buscarla dentro de mí. «Mira en tu corazón –decía el poeta− y escribe». La caza, pues, transcurre en mi corazón, en mi universo interior, en mi paisaje interno, en el profundísimo bosque interior.

Para llegar a esos entresijos, a esos rincones ocultos bajo la conciencia, primero debo concederme soledad. Hay que alcanzar la soledad necesaria para el acto creativo, tanto si uno es un maestro como una persona normal como yo. Porque nada creativo, grande o pequeño, ha sido hecho por el comité. Y una vez alcanzada esa soledad, esa intimidad, ese aislamiento, debo esperar la llegada de la verdad y encontrar el modo de plasmarla por escrito.

Sin embargo, todo esto empieza mucho antes. Primero, una idea capta mi interés. Entonces la conservo en mi cabeza y dejo que evolucione durante un tiempo. A diario la recupero y observo si ha adquirido sustancia. Si hay algo, me pongo a escribir un día o dos y empiezo a acumular páginas. Thurber se refería a este esfuerzo como «barro» y consideraba que era el primer paso necesario para obtener el producto final.

A continuación, intento organizar toda esa materia prima. Intento descubrir su esencia, su sentido real, de qué va. Casi siempre fracaso. Cuanto he escrito hasta ahora es sólo información. No me conmueve, ni me provoca risa ni llanto. Todavía se tiene que transformar en algo verdadero, en algo vivo. Para eso debo esperar a estar en la carretera. Sólo ocurre cuando corro.

Correr deja que ocurra. La creatividad debe ser espontánea. No se puede forzar. No se puede generar a demanda. Correr me libera de esa urgencia, de esa ambición, de esos objetivos. Al correr consigo escapar del tiempo y espero pasivo una revelación.

Entonces, como un relámpago, veo la verdad, que lo abarca todo sin sentido ni razón. Experimento una repentina comprensión que llega sin disfraz alguno y de forma espontánea. Sencillamente, descanso, descanso dentro de mí, descanso con el ritmo puro de mi carrera, descanso como un cazador en su escondrijo. Y espero.

A veces resulta infructuoso. Me falta paciencia, sumisión, distancia. Después de todo, hay cosas por hacer: gente esperando, proyectos sin terminar, cartas por responder, papeleo por acabar, aviones a los que subir. Un hombre puede malgastar mucho tiempo esperando que le llegue la inspiración.

Pero no queda más remedio que esperar. Esperar y escuchar. Esa quietud interior es la única forma de acceder a las maravillas de nuestro interior, esos milagros internos que todos poseemos. Y cuando nos damos cuenta de la verdad, esa breve y cegadora iluminación me dice lo que todo escritor llega a saber. Si quieres escribir la verdad, primero tú mismo debes ser verdad.

Lo más curioso de todo es que debo dejar que venga a mí. Si voy en su busca, se escapará. Sólo si me despreocupo y alcanzo un distanciamiento completo, sólo en el presente encontraré la verdad. Y donde esté la verdad también estará lo sublime y lo hermoso, la risa y el llanto, la dicha y la felicidad. Todo eso está esperando.

Todo eso, claro está, desafía la lógica. Pero es lo mismo que pasa con la vida. Vivimos y luego explicamos las cosas que han pasado, y lo hacemos de manera imperfecta. De algún modo, tal vez no de la misma manera que he dicho, correr me revela las palabras, las frases, las oraciones correctas. Y hay ocasiones en que salir a correr es como tirar de la palanca de una máquina tragaperras. Bang, cae la primera frase; bang, cae la segunda frase, y los párrafos se van completando. Y luego, bang, premio gordo, el texto está terminado, completo, y es verdad y es bueno.

Escribir nunca es fácil. Y no importa lo bien hecho que esté, nunca me satisface por completo. Escribir, dijo alguien, es transformar la sangre en tinta. La idea de sufrir es tan consustancial a escritores y corredores que parece un vínculo común.

Y, por tanto, no sorprende que uno resulte ser ambas cosas.

Correr, la experiencia total

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