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The winter of our discontent*

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* Una versión preliminar de este capítulo se publicó con el título “Paranoia: emociones públicas y universidad” en la revista Universitas Philosophica, 36 (72), 221-249.


Tantas ganas de publicar y sumar puntos, tantos indicadores por llenar para ver cómo se mejoran los resultados… hay tanta banalidad académica y tanto fundamentalismo teórico que pasamos los días haciendo lo mismo: buscando listas o recetas, plagiando actitudes de desenfreno y lucha, usando el tiempo en formatos y en innumerables reuniones para discutir sobre cómo lidiar con procedimientos administrativos, sobre cómo evitar desgastes en el capital político de quienes ocupan puestos de dirección.

El desgaste es inmenso. Cualquiera lo puede percibir: los maestros se quieren largar. Quieren dejar de lidiar con lo de siempre: los clientes de la educación, los burócratas con sus formatos de seguimiento y oficinas de control interno, la eterna trotadora de las diligencias administrativas, la miopía de quienes deciden el presupuesto, los clientelismos y diplomacias, las pausas activas y el vocabulario de coaching, el turismo inoficioso de los congresos, eventos en los cuales, con cultivada cortesía, participamos en el delirio colectivo de que se dicen cosas nuevas, de que esa es la forma, en pleno siglo XXI, en que el conocimiento circula y se difunde.

Por su cuenta, en las reuniones de acreditación, cada académico sueña con poder pagar un par de inmuebles para vivir de la renta, quizás en el campo, y tener tiempo para pensar, escribir de manera gratuita, hablar “del mundo” con los estudiantes que aún se entusiasman y aún tienen ideas; quizás dictando una o dos clases por semana, sin decanos, secretarios académicos ni sistemas de calidad ISO tal y tal...

Frente a esto, cabe hablar de los organigramas: estructuras verticales y arborescentes en las que crecen frutos de timidez, desconfianza, sentimientos de persecución, victimización y explotación. Academia speculum mundi. Las personas sin orgullo (thymos) tienden a la ira, a sospechar de los intentos de los demás. Esto porque en condiciones de verticalidad los demás aparecen como competidores. Así, aparece la paranoia, la alienación: cuando estamos a merced de otros, de lo Otro, pensamos que el universo conspira en nuestra contra. Ante el fatalismo, autonomía: por ejemplo, escribir este memorial de agravios para cumplir con nuestra cuota de investigación.

Es bastante usual la idea de acabar con los demás en nombre de Dios, es decir, de la trascendencia. Ahora también es posible hacerlo en nombre de la ley, los indicadores, las reglas, los modelos. La aprehensión de lo real desde el punto de vista de valoraciones genéricas, pruebas estandarizadas y modelos de medición es engañosa. Un calco, una imitación mal hecha. Entre las sofisticadas gráficas de los expertos y el mundo real se intuye una brecha siniestra. Y, como mala hierba, en la brecha crece una reacción: buscar los puntos, salir bien en las mediciones, incluso en detrimento de la educación, de la investigación.

Para nadie es sana la inseguridad de si se está o no bajo las líneas rojas de los expertos. Los que pierden andan tristes por la vida; algunos se adaptan mediante la zalamería, otros capitalizan el clima de desconfianza para alcanzar y mantener posiciones de mando. Desde la perspectiva técnica, el problema tiene que ver con la suposición trascendente de que existe una especie de registro superior sobre el cual hacemos comparaciones prácticas. Es la vieja trampa de la idea, en la actualidad, repetida en los escenarios culturales de la belleza, la justicia, el bien, los rankings.

Se dirá que ya nadie cree en esas cosas, que hicimos la tarea hermenéutica: ya no es el bien, sino lo bueno; ya no es la justicia, sino lo justo, etcétera. No estamos tan seguros. La idea aún vive en los escenarios de los indicadores y mediciones de las instituciones contemporáneas —Estado, universidad—, cuyos modelos siguen presos de la trascendencia: de valoraciones generales abstractas a la acción, en las que el paso entre niveles todavía es abrupto. Ciertamente, el efecto colectivo de las valoraciones abstractas resulta perverso en el sentido de que corrompe el escenario de construcción de vínculos y redes. Internal power struggles. Si hace falta grabar una conversación, pedir firmas de recibido, tener el registro de input-output en los sistemas de seguimiento —sean estos dispositivos biométricos o correos electrónicos impresos que demuestran la hora de envío de las tareas— y recurrir a las cámaras o los vigilantes —que no son solo las personas que cubren los oficios de seguridad— es porque la academia se ha vuelto un escenario de conflictos abiertos y velados, de un sentimiento generalizado de malestar.

Lo expuesto revela climas de desconfianza, cuyas características y condiciones expresan cohesiones lineales, restringidas, finitas y sobrecodificadas bajo la premisa de las causas comunes —todo lo contrario de las asociaciones colectivas abiertas, fuertes, consistentes con el orden de lo vivo—. Así, la “desconfianza” es más que la expresión de sentimientos humanos específicos: se refiere a la erosionada vitalidad de los vínculos sociales; es sinónimo de inhabilidad, impotencia, aridez, sequedad, desconexión.

En estos climas, ¿cómo funcionan las causas comunes? Los que compiten son fieles e inquebrantables en su lealtad al proyecto; lo que hoy se llama “sentido de pertenencia”. Son muy distintos el hecho de compartir motivaciones o exploraciones hacia el futuro y la pertenencia ciega a proyectos institucionales y la adherencia a consentimientos tácitos. Hoy se observa un patrón común: el jefe habla y los que escuchan atienden, toman nota, asienten con la cabeza. Se sabe que, a veces, el jefe es carismático; otras veces, es buen orador. Es apabullante y vehemente. Tiene datos. Usa referentes. No siempre dice cosas inteligentes, aunque siempre trata de hacerlo —o al menos intenta parecer serio—. Pero los que secundan sus discursos, no. Estos son tímidos, timoratos. Por eso consienten, confirman. No preguntan. No se arriesgan a la crítica. Y, si algo se pregunta, es solo para avalar lo dicho. Es que, en realidad, no hacen preguntas: son contestaciones muy parecidas a los responsos litúrgicos. La verticalidad en la toma de decisiones se puede volver patológica para las instituciones.

Lo anterior significa que el miedo y la paranoia yacen en los gestos. Esto es un asunto estructural y relativo a la imagen de los árboles como principio de organización; también es relativo a los más básicos y cotidianos asuntos. Miedo y paranoia expresan su conexión en los rumores de los pasillos, en las sutilezas, en las conversaciones con voz baja, en los momentos de defensa y protección cuando la gente acude a los imperativos, las demandas, las griterías, los reclamos, las peticiones de respeto. Malestar. Son momentos de notoria evasión en las conversaciones —esa cosa tan horrible de no poder hablar de manera abierta—. Son instantes de evidentes sarcasmos. Y lo cierto es que hace falta estar pendiente de las entonaciones y del uso de las palabras porque son equívocas, están llenas de ambigüedad.

Eavesdropping: escuchar secretamente o hablar bajito signan las situaciones de malestar entre nosotros. El otro extremo es igual de sintomático: pasar de rango en rango, de cargo en cargo, de formato en formato, por el tortuoso camino del conducto regular para solucionar lo que, con facilidad, se podría arreglar de modo amistoso e informal. La gente termina gritando, diciendo a mil voces que todo es una mierda, que todo el mundo se puede ir al infierno, que no permitirá tal abuso. Y tira la puerta al salir.

Quantas o de los burócratas alegres

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