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Take thou thy pound of flesh

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Para el pensador esotérico y tradicionalista Guénon (2001), nuestros tiempos, profundamente atípicos, constituyen el final de un largo ciclo cósmico, que comienza con una Edad de Oro —conectada a la trascendencia, ordenada, jerárquica, cualitativa— y se va desordenando por sucesivas rebeliones: la espiritualidad lunar contra la solar, la casta guerrera contra la sacerdotal y contra esta los comerciantes y esclavos. Le siguen la Edad de Plata, la Edad de Bronce y, finalmente, la nuestra, la Edad de Hierro, Kali Yuga, la más burda, la que más se ha alejado del principio sagrado; en la que, por primar el desorden, se difuminan las distinciones cualitativas y tiende a quedar la mera materia nuda, la mera cantidad. El nuestro es el reino de la cantidad.

Según Guénon (2001), el ascenso de la ciencia moderna —matemática en esencia— es consistente con la progresiva indiferenciación de los seres en el mundo moderno. En efecto, contar solo es posible si los elementos que se cuentan se tratan como homogéneos: a riesgo de sumar peras con manzanas, todo lo que se cuente debe pertenecer a la misma clase, bien porque ontológicamente lo es o porque se le trata así mediante la abstracción o la observación incompleta, que deja a un lado las diferencias individuales.

Procusto, hijo de Poseidón, residía en las afueras de Eleusis —ciudad de la antigua Grecia— y ofrecía su casa a los viajeros solitarios. Cuando el viajero dormía sobre su cama de hierro, Procusto lo asesinaba de una entre varias maneras: si su víctima era más pequeña que la cama, tomaba un martillo y la descoyuntaba hasta que la ocupara en su totalidad; si era alta, serraba las partes que sobresalían —pies, cabeza, brazos—. Para Guénon (2001), de forma análoga, la abstracción cuantitativista hace violencia epistemológica a sus objetos, homologa lo que no se puede homologar. La queja del misterioso tradicionalista ha encontrado eco en lugares improbables: Nussbaum (2012) ha promovido el enfoque de capacidades para combatir el efecto reductivo que tiene en la política la atención excesiva al PIB, que no solo deja de dar cuenta de los factores reales que afectan las posibilidades de vida y las capacidades de las personas, sino que distrae la atención sobre estos; el enfoque del PIB:

[…] agrega diversas partes componentes de la vida humana, sugiriendo con ello que un único número bastará para decirnos todo lo que necesitamos saber sobre la calidad de las vidas de las personas, cuando, en realidad, este no nos proporciona buena información. Hace pasar por una especie de embudo unificador aspectos de la vida humana que, no solo son diferenciados, sino que están escasamente correlacionados entre sí: salud, longevidad, educación, seguridad física, derechos y accesibilidad políticos, calidad medioambiental, oportunidades de empleo, ocio y otros más. (pp. 70-71)

Para el tradicionalismo (Evola, 1987), la Revolución francesa representó un punto de quiebre, la señal de que el mundo entraba en la fase final de la Edad de Hierro, en la pura disolución. Justo en ese momento, Burke (1999), en Reflections on the Revolution in France, se quejó de la “metafísica” del gobierno republicano, que asume de forma acrítica que todos los seres humanos son iguales:

los legisladores que diseñaron las repúblicas antiguas sabían que su emprendimiento era demasiado arduo para lograrse con la mera metafísica de un bachiller y la matemática de un recaudador. Su asunto eran los hombres, y tenían que estudiar la naturaleza humana. Su asunto eran los ciudadanos, y estaban obligados a estudiar los efectos de aquellos hábitos que se comunican a través de la vida civil. Eran sensibles a los efectos que esta segunda naturaleza, los hábitos, tiene sobre la primera, produciendo una nueva combinación; de aquí surgieron muchas diversidades entre los hombres, de acuerdo con su nacimiento, su educación, sus profesiones, el largo de sus vidas, su vivir en el campo o la ciudad […], todo lo cual los diversificó como si fueran especies animales diferentes. Por ello, los legisladores se vieron compelidos a tratar a los ciudadanos como perteneciendo a clases diferentes, y ponerlos en diferentes situaciones en el Estado, acordes a lo que sus hábitos diferentes les capacitaban para ocupar, y darles privilegios diferentes […] de modo que hubiera protección contra la diversidad de interés que debe existir y competir en una sociedad compleja; pues al legislador antiguo le habría dado vergüenza que, mientras que el pastor sabía cómo clasificar y darles uso a sus ovejas, caballos y bueyes, y tuviera suficiente sentido común como para no abstraer e igualarlos a todos como ‘animales’ sin darle a cada uno su comida, cuidado y empleo adecuados, él, el estadista, organizador y pastor de hombres, se diera aires de abstracto metafísico y resolviera a no saber nada de su rebaño excepto como ‘hombres en general’. (pp. 185-186, traducción propia)1

La tendencia hacia la cantidad que diagnostica Guénon (2001) no es exclusivamente epistemológica; más bien, para que los mecanismos cuantitativistas que gobiernan el mundo moderno puedan funcionar, el mundo en sí mismo se debe homogeneizar, incluyendo a los seres humanos; por ejemplo, la globalización de la industria requiere la estandarización de los productos y procedimientos (Timmermans y Epstein, 2010). En el reino de la cantidad se busca el mayor número de objetos posible, tan similares entre sí como se pueda (Guénon, 2001), lo que, a su vez, requiere de trabajadores similares entre sí y, en últimas, máquinas, que son los mejores trabajadores en este reino.

Asimismo, la acción burocrática busca la homogeneización (Guénon, 2001; Weber, 1946). Los estándares, en principio voluntarios, se hacen obligatorios por presiones del mercado o regulaciones tecnocráticas y ejercen poder sobre nuestras vidas; no son neutrales: la selección de una dieta estándar —verbi gratia, para almuerzos escolares—, de un tamaño estándar de asiento de avión, de un aguacate estándar para el comercio internacional, privilegia a unos grupos por sobre otros (Timmermans y Epstein, 2010).

Para Porter (1995), la naturaleza cuantitativa de la ciencia moderna, así como la confianza que los modernos ponemos en los números, tiene que ver con una cierta ética de la objetividad: en efecto, pensamos que la objetividad consiste en la supresión de todo lo subjetivo o personal; el científico debe omitir en su investigación todo lo que sea único, interesado o individual y adoptar una ética de la renuncia. El número es la lingua franca de la ciencia moderna y tiende a rechazar los conocimientos que no se obtienen a través de métodos cuantitativos y replicables (Porter, 1999); como contracara, propende a considerar serios e importantes los datos cuantitativos:

tendemos a sucumbir a lo que podríamos llamar la ‘falacia de la medición’, o, lo que es lo mismo, al convencimiento de que, como una determinada cosa (pongamos por caso el PIB) es fácil de medir, esta ha de ser la más pertinente o la más central. (Nussbaum, 2012, p. 82)

En la academia se vive el reino de la cantidad. Neave (2012) describe los cambios recientes en la administración de la educación superior como el ascenso del “estado evaluativo”: profesores y universidades se ven abocados cada vez más a someterse a todo tipo de evaluaciones cuantitativas, sistemas de rankings y procesos de acreditación de los que depende su viabilidad; estos procesos tienden a homogeneizar a los profesores, alumnos e instituciones.

En términos de Lazzarato (2012), podemos decir que el Estado, a manera de acreedor frente a las universidades, se arroga poderes evaluativos sobre estas y restringe su poder de acción. Así, la cuantificación es un instrumento de poder disfrazado de objetividad, que permite jerarquizar a instituciones e individuos y presionar su normalización (Foucault, 2002): las universidades adoptan políticas para satisfacer los rankings; quien mide decide hacia dónde se encaminan los esfuerzos.

Más que la prisión, la escuela resulta aquí paradigmática: es un aparato de examen ininterrumpido, un ritual perpetuo del poder. La mirada es coactiva de suyo, sin importar que haya consecuencias explícitamente atadas al examen; la evaluación “puramente diagnóstica” también pone nerviosos a estudiantes, profesores o directivos (Foucault, 2002, p. 200).

En esta Edad de Hierro, en la que —como con las células cancerígenas— la cualidad deviene mera cantidad, en la que se acaban las castas y no quedan sacerdotes ni guerreros, solo comerciantes, en la que el huevo cósmico se convierte en un cubo inmóvil puramente material y en la que todo se prepara para la última conflagración y el comienzo de un nuevo ciclo cósmico, aparece la enfermedad de la metrocosmética.

Quantas o de los burócratas alegres

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