Читать книгу Ámok - Giacomo Roncagliolo - Страница 10
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Algunas señales habían aparecido antes en un periódico o en el informativo del mediodía, incidentes aislados en la pantalla del televisor, perdidos sin producir mayor interés. Pero fue solo cuando el teniente de la Policía de Investigaciones hizo un llamado a la prensa y dio sus primeras declaraciones, que la noticia tomó forma.
–Nos encontramos frente a las acciones de un psicópata –dijo el teniente Santino. Sus labios húmedos, de bulldog solemne, demoraban en soltar cada palabra, como recordando un guión aprendido–. Y, por desgracia, uno bastante atípico. De más está decirles que el caso se ha convertido en una prioridad, tanto por la falta de compasión que evidencian las acciones del responsable como por la extensa amplitud de su radio de actividad. Creemos, sin embargo, que con seguridad en pocas semanas daremos con el culpable. La investigación se encuentra activa y en progreso, y de momento ya tenemos bajo custodia a dos sospechosos de sexo masculino.
Las preguntas sobresaltadas que cabía esperar luego de unas declaraciones de tal tipo no llegaron. Hasta ese momento, la dispersión geográfica de los crímenes había hecho pensar que los sucesos eran inconexos, tragedias comunes, de esas que ocurren a diario. El caso era una prioridad para la policía, pero no para la prensa.
La pregunta, aquella mañana, fue solo una:
–¿Y no ha pensado en varios responsables, en una acción organizada?
Apareció en pantalla un hombre rubio, de bigote poblado. Su sonrisa era jovial y desconcertante, algo soberbia en esas circunstancias.
–Si me perdona el atrevimiento –siguió el hombre–, tengo que decirle que sus conclusiones suenan bastante improvisadas.
Los segundos siguientes fueron largos, ensanchados por el compulsivo cambio de cámara que realizó la cadena de noticias. El hombre del bigote, el teniente, el hombre del bigote, el teniente. Otra vez el hombre del bigote.
–¿Improvisadas? –dijo al fin el teniente–. Las pruebas indican que el método ha sido el mismo en todos los casos.
–¿Y dice usted que eso es suficiente?
–Suficiente, sí. Ese patrón es suficiente para concluir que se trata de un solo responsable. Le pido que tenga confianza. Y en cualquier caso, si lo deja más tranquilo, sepa que ninguna posibilidad está descartada.
La mirada del teniente era severa y apuntaba hacia un punto impreciso que la cámara no revelaba pero que no era difícil de adivinar. La pregunta había sido profesional y acertada, pero en la sonrisa del periodista se anticipaban provocaciones posteriores, un duelo largo, el show que todos los televidentes esperaban. Santino relamió y separó sus labios como preparándose para añadir otra precisión, tal vez solo una recomendación para la población, la insufrible exhortación policial a mantener la calma.
–¿Me podría decir su nombre? –alcanzó a decir.
Y entonces la transmisión se detuvo.
Acostado en la cama que compartía con Nía, seguí el caso cada mañana. En distintas partes del territorio los cuerpos continuaban apareciendo desmembrados, dos, tres, hasta cuatro veces por semana. Y Santino no acertaba una. Paseaba su bemba compungida por salvajes escenas de crimen, sudoroso, aturdido por los flashes, sin respuestas.
Yo habitaba sus antípodas. Las horas se me perdían fumando frente a la computadora, un link tras otro, viendo tele, marcando números de comida a domicilio. Dejaba la cama cerca de las cinco, solo a tiempo para bañarme y preparar la cena antes de que Nía regresara de la oficina. Tenía mi propio proyecto, sí que lo tenía. Pero este no tomaba todavía una forma concreta, ni siquiera una primera idea escrita. La yerba lograba convencerme de que no era necesaria, que las imágenes que coleccionaba en mi cabeza darían fruto muy pronto, que solo hacía falta esperar. Y así, anclado a esa modorra, cada día caía sin remedio en obsesiones y hábitos nuevos, como quedarme toda la mañana frente a las noticias, a la espera de las próximas declaraciones del teniente.
Esa noche veníamos bebiendo, destendiendo con juegos tiernos la cama que también nos servía de mesa. No recuerdo qué me preguntó ni tampoco qué dije yo, pero sí la cachetada, la gravedad tirando de nosotros, el golpe cuando caímos al suelo, justo sobre el control remoto. La tele se había encendido, como en un chiste. Nía volvió a darme con la mano, como dejando en claro que aquello no había sido en broma, que yo era un imbécil aunque ahora estuviésemos muertos de risa. Después me besó allí donde me había pegado y liberó su cuello del peso de mi cuerpo, miró la tele. Habíamos dado con un reportaje sobre el caso. Las imágenes eran terribles, el repaso de todo lo sucedido en las últimas semanas.
–¿Por qué alguien haría una cosa así? –dije yo.
–Esa no es la pregunta, bebé. Muchas personas han hecho cosas peores.
–Por eso mismo. ¿Por qué hay tanta gente dispuesta a hacer algo así?
Nía movía la cabeza de un lado a otro, ridiculizaba mi escasa agudeza. Hablaba con los ojos casi cerrados en un gesto clásico de cada una de sus borracheras.
–¿Disposición? Tampoco creo que se trate de una disposición. Entiende que hay todo un conjunto de factores que arrastra a las personas hasta ese punto. Un punto sin retorno, el momento en el que dan ese último paso y cruzan el abismo. Y esos factores son demasiados. No vale la pena preguntarse por qué lo hacen.
–A mí me parece interesante.
–A ti todo te parece interesante.
Eso era cierto, sobre todo en esas últimas semanas.
–¿Para ti qué es lo que interesa? –le dije.
–Lo que interesa es el método –dijo ella con arrogancia–. Y claro, lo que todo el mundo quiere saber: quién.
–O quiénes. Yo he calculado que deben ser al menos tres personas.
–O solo una.
Nía no se esforzaba en darme la contra. Eso lo sabía. Su beligerancia era involuntaria, tan parte de ella como el timbre áspero de su voz o el azul pálido de sus ojos. Pero incluso cuando pudiésemos estar de acuerdo, ella no solía concederme ningún mérito. El sarcasmo minucioso, esa tierna prepotencia, eran parte de una pantomima que ya no me intimidaba. Aunque a veces hiriera uno o dos de mis puntos sensibles, con el tiempo me había acostumbrado.
–Es imposible que sea solo una persona. Además el otro día dejaron un mensaje: «somos los ámok».
–Y eso no prueba nada –siguió ella–. El loco ese pudo escribirlo solo para despistar. Incluso pudo ser otra persona, alguien que llegó después y escribió eso solo para divertirse, para ver su travesura en las noticias.
–A ver, ¿y cómo explicas que en una sola noche hayan aparecido tres cuerpos en ciudades distintas?
–Eso es curioso, pero no hace que mi teoría sea imposible.
Hoy que recuerdo este episodio, me conmueve pensar en lo felices que todavía parecíamos. No era la primera vez que ocupábamos toda la noche en intentar descifrar un misterio. Quién mató al último presidente, por qué se canceló el Mundial de Fútbol de hace treinta años, qué roedor había ocasionado la plaga de principios de siglo. Las alternativas eran tantas como las excusas que ambos poníamos para no indagar en cuestiones más personales. Y es que pocas veces hablábamos sobre nosotros, no queríamos hacernos daño.
–Explícame de nuevo tu teoría –le dije.
–Está bien. Aquí va: el tipo es grande, ochenta kilos por lo menos. Va por los finales de sus treintas, o al menos tiene los años suficientes para que los traumas que tuvo de niño hayan pasado a ser un trastorno psicopatológico severo.
Nía era una farsante maravillosa.
–¡Nía, por favor! ¿De qué me estás hablando?
–Bebé.
–¿Qué?
–Déjame seguir. El tipo tiene cerca de cuarenta y es fuerte y grande como un toro, eso es todo. Preguntarse por qué lo hace no viene al caso, como ya te expliqué, sino el cómo. Ahora, lo normal sería pensar que el crimen ocurrió en el mismo lugar en el que se encontraron los cuerpos.
–Eso es lo que digo.
–¿Pero por qué?
–¿Por qué?
–Sí, ¿por qué?
–Porque es obvio.
–¡Obvio para ti! ¿Acaso no pudo repartir los cuerpos después, en ciudades distintas? Sería una forma bastante sencilla de despistar al teniente…
–Santino.
–Al teniente Santino. ¡Qué tipo! Por lo poco que he visto no podría parecer más estúpido.
–Yo creo que es un buen hombre.
–¿Y eso de qué sirve?
–Busca la justicia.
–La justicia. ¿No me dijiste que los sospechosos hicieron una denuncia por tortura?
–Sí, pero eso no tuvo nada que ver con Santino. Fueron sus suboficiales.
–¿Quién está a cargo? ¿Él o sus suboficiales?
–Ya, lo que quieras. Pero hay algo que todavía no encaja. ¿Qué pasa con la distancia entre los cuerpos? Uno apareció a casi trescientos kilómetros de los otros. Y se supone que todos murieron entre las tres y las cinco de la mañana. Estarías diciendo que el tipo recorrió esa distancia no solo en una noche, sino en dos horas.
El récord, ahora lo sabía, estaba muy por encima.
–Es posible. Habría que ser un capo al volante, pero es posible.
–¿Un capo como yo? ¿Eso dices?
–Pero si tú eres un bebé.
–Mira, dejemos algo claro. Puede que hace años que no maneje, pero en mis tiempos yo era el mejor.
–¿Sí?
–Sí que sí.
–Ven. Ya, dame un beso.
El caso no dejó de oscurecerse. Los únicos dos sospechosos, esos que Santino había presentado como prueba de un avance indiscutible, fueron liberados, absueltos luego de las denuncias por tortura. Sus identidades, por supuesto, nunca fueron reveladas. Y Santino pagaba el precio. Los reporteros lo acorralaban con inacabables preguntas llenas de insolencia, avivados cada vez por ese risueño periodista del bigote que jamás perdía oportunidad de figurar ante las cámaras. Santino intentaba responder siempre, ajeno a cualquier hostilidad. Pero la opinión pública, igual, no hacía otra cosa que culparlo. Uno hasta podría haber pensado que si el teniente, en un sacrificio absurdo, hubiese decidido entregarse a cambio y ser juzgado y encarcelado por los crímenes de los Ámok, todos habrían dado el asunto por concluido y se hubiesen ido a casa satisfechos.
Yo en cambio me aferraba al caso convencido de que tarde o temprano Santino daría con los culpables. Y aunque estaba de su lado, podía también admitir que, llegado el día, presenciar el fin de aquellas noticias me apenaría. Hasta llegué a preguntarme qué elegiría yo, puestos en una balanza: la resolución del misterio, el develamiento de los culpables y sus motivos; o una continuación perpetua de los hechos, las pistas falsas, las hipótesis. El juego al que los televidentes habíamos sido sometidos.
6
Cuando Óscar me dijo que la tienda era una pizzería, que aquel era el trabajo corriente del que hablaba, a mi cabeza no tardaron en venir las imágenes de mi primer sueño aquí. Aquel nombre huidizo tiene un eco siniestro que todavía resuena en mi mente. Como una llave o el secreto fundamental de estas vacaciones.
Ahora soy el chico de las entregas. Resulta que los Ámok no tenemos los bolsillos llenos. El pago por las partidas es alto pero existe un orden: depende de los puntos hechos y se cobra cada cuatro meses. Solo entonces puedes dedicarte exclusivamente a ser Ámok, o incluso abandonar las partidas, largarte a donde sea. Aunque claro, eso sería como volver al principio.
Mi tarea es sencilla: manejar una moto, tener mucha paciencia (para prenderla se necesita tal cantidad de patadas que a veces se parece más a una mula vieja que a un vehículo de ocho caballos de fuerza). A los novatos como yo nos toca recibir con humildad el sueldo y las propinas, ser un humano corriente con un trabajo corriente hasta que el fin de la temporada llegue.
Pienso en Perales y se me ocurre que él todavía no ha alcanzado los cuatro meses. De lo contrario, no estaría trabajando.
Ahora mismo somos seis en la tienda: Perales, yo y otras cuatro personas que nada saben de nuestras incursiones nocturnas. Llevan vidas anodinas, de riesgos calculados. Tienen valentía suficiente para levantarse en la mañana pero no para mirar y retar al espejo.
Harold sale de su oficina.
–¿No les ha pasado que tienen esos días en que despiertan con ganas de hacer cada cosa divinamente bien? Se duchan y enjuagan cada parte sin apuro, se afeitan hasta el último pelo, dan vuelta a los pasadores con fuerza, la lengüeta bien estirada. ¿No les ha pasado?
–Todos los días son así para mí –dice Roberto.
–Y para mí –dice Vicky.
Mona abre la boca como a punto de decir algo pero al final solo se le escapa un eructo.
–Quería decir que hoy parece un gran día –dice Harold–. Además llegué diez minutos antes de lo que pensaba. Estoy con todas las de ganar.
–Jefe, yo no estaría tan seguro –dice Roberto–. El horno se ha atracado.
–¿Qué?
–Hace quince minutos que la cinta no se mueve.
–¡¿Quince minutos?! ¡¿Se han vuelto locos?!
–Jefe, tranquilo. No hay tantos pedidos. Solo tenemos tres que X debe repartir cuanto antes.
–Déjenme verlos –dice Mona.
Se acerca al mostrador de aluminio, observa las pizzas como si contara los veinticuatro pepperonis que cada una debe llevar.
–Perfecto –dice, y vuelve a su puesto.
De los seis que trabajamos en esta tienda, Mona es el espécimen más aplicado. A pesar de los eructos y el mal olor, aunque sea irremediable que a veces caiga pesada, realiza sus tareas con el esmero eficiente y fanático de quienes encuentran en el trabajo la cúspide social que no acontece en sus casas vacías.
Perales abre la puerta del congelador y saca una caja de masas frescas. Aceita los moldes, pone las masas, coloca las bandejas en los estantes. Repite esta operación tres o cuatro veces por jornada. A veces se encierra en el congelador. No hace nada más, no puedo decir en qué ocupa realmente sus ocho horas de trabajo. He pensado en preguntarle pero prefiero que haga lo suyo. De cualquier modo, tengo tanto o más tiempo muerto que él.
Vicky vuelve con los pedidos para las mesas.
–Dos grandes de queso solo y una de champiñones con salsa blanca.
–¡Vegetarianos! –dice Roberto–. ¡Por favor! ¿Qué les pasa? ¿Tres pizzas y no pueden pedir siquiera una con jamón?
De todos los adictos que he conocido, Roberto es el único al que el jamón lo desquicia. No exagero cuando digo que son más las veces que lo he visto comiendo jamón a escondidas que aquellas en que lo encontré inhalando en los cubículos del baño.
–Van a cortarnos el suministro –me dijo una vez. Era la segunda que lo encontraba paseando por la cocina con el puño envolviendo láminas de jamón inglés–. Lo hago para salvar el negocio. Harold ya lo sabe.
Eso no era verdad pero a mí de nada me sirve andar de soplón. Me jode admitir que lo que más me hace falta en esta ciudad son amigos, pero es cierto. Él y Perales parecen serlo desde hace mucho. Salen juntos al final de sus turnos para tomar algo y acabar con lo que les haya quedado de coca. A veces los acompaña Vicky, a veces Mona. Quizás me faltaría anunciar que yo también disfruto refrescar mis fosas nasales, tomar un trago, hablar un rato. Perales sabe que es así, pero sé que no quiere que yo vaya. Como tantas otras cosas, esas salidas forman parte de la vida que construyó aquí antes de que yo llegara.
Harold viene con tres cajas en la mano.
–Ahora sí. Corre como el viento, X.
Es un hombre obeso y solitario, sin autoridad, devoto de las novelas de fantasía. En su defensa, el tipo no es tan adicto a la comida como uno pensaría. Lo más goloso en él es su apetencia sexual. Lo sé yo y lo sabemos todos. Mona, una tarde, limpiando su oficina, encontró una abultada colección de revistas porno, trágicamente gastadas. No eran estrictamente revistas pornográficas, sino, mejor dicho, de dibujos pornográficos. De esos que muestran a las mujeres atravesadas por pulpos y tentáculos-penes. No todas eran así, había una o dos en las que se mostraban escenas habituales de sexo. Pero sí, todas eran de dibujitos.