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Me piden que vaya hasta el hotel L. Son casi veinte kilómetros de viaje pero en un bus de madrugada es solo un paseo rápido. Punto A, punto B. No hay tiempo, o al menos no el suficiente, para capturar mi reflejo en la ventana. Tampoco para encontrar ese gesto temeroso que a lo mejor me haría darle un último repaso a mi cadena de acciones. No hay tiempo. No quiero que haya tiempo.

En la recepción del hotel pido las llaves de la habitación cuatro cero uno y me registro con un nombre falso. El encargado lee lo que he escrito. Luego me observa más de lo que me parece habitual en una transacción tan sencilla. Intento tranquilizarme, pienso que quizás sí es normal prestar atención a los clientes. Las medidas de seguridad son precarias incluso para un hotel de citas, y el chico no tiene más de quince años.

–Le gusta la vista al puerto.

–¿Qué cosa?

–La cuatro cero uno. Tiene vista al puerto. ¿Viene solo usted?

–¿Importa eso?

El adolescente sonríe. Es una mueca tímida pero también empiezo a entender que le gusta entretenerse con las visitas.

–No –dice–. Pero por saber.

–¿Está disponible la cuatro cero uno o no?

–Sí, sí. Venga por acá. Si después llega alguien más, me avisa. Así yo le indico por dónde. Es mujer, ¿no?

–¿Quién?

–La que viene más tarde.

–No. Mira, no viene nadie.

–Raro –dice el chico, casi un murmullo.

–¿Qué cosa?

–Que es raro que venga solo, digo. ¿Qué pasó? ¿No encontró hotel?

–Me gusta este.

–La vista al puerto.

–Sí, sí... Me gusta la vista al puerto.

Pero la verdad es que hoy nada me gusta, nada me importa. El puerto y el hotel son solo coordenadas, el páramo vicioso donde la ciudad termina, la puerta de salida. Aquí acabo yo y comienza la niebla. Sigo al tipo escaleras arriba con el asco comprimido. No importan los charcos, los bichos alados, las grietas. No importan. Una ansiedad melosa me separa del mundo.

En el cuarto cuatro cero uno, dentro del cajón rojo de la mesa de noche, encuentro un segundo juego de llaves y una nueva lista de indicaciones. Las llaves le pertenecen al carro que ya me espera a la espalda del hotel. Debo conducirlo cuanto antes hasta la esquina de P con V. Allí encontraré al que ellos llaman «mi acompañante».

El taxi está destartalado, la pintura amarilla deja ver el uso y los años. Es una noche húmeda de verano pero a mí el frío me viene de adentro, una corriente helada que ensarta mis órganos y me mantiene rígido. Alerta. Por primera vez considero posible no hacer caso a lo que me piden, irme lejos, no detenerme. Pero ya he visto las noticias. No serviría de nada.

En la esquina no hay nadie, solo me acompaña el cambio de luces de los semáforos y una brisa tibia con olor a pescado, periódicos flotando calle abajo. Es martes y los locales han cerrado temprano. Pero apenas me estaciono aparece un sujeto. Se acerca al auto dibujando un trayecto ondulante, bebido, no hay duda. Abre la puerta y sube al asiento de atrás.

–A la 55 con H –dice el tipo.

Su aliento trasnochado, agrio, invade el auto.

–Estoy esperando a un pasajero –le digo–. Disculpe.

–¿Y yo qué soy? Vamos.

Me asomo por el espejo y veo que el tipo se balancea, lucha por mantener los ojos abiertos.

–-Escúchame, este no es un taxi. Es mi carro. Solo estoy esperando a un amigo.

–¿No es un taxi?

–No.

–¿Y el letrero? ¿Por qué lo tienes prendido?

No puedo explicarle que así me lo pidieron. Que prendiera el letrero y que llevara el taxi a la esquina de P con V.

–Ha sido un error.

–Bueno, apágalo. Si este no es un taxi, apaga tu letrero.

–Por favor, solo bájate.

–¿Y si no?

Por fortuna, la puerta del copiloto se abre y entra al taxi un segundo sujeto. Su aspecto es igual de lamentable. Desde el fondo de unos párpados abultados, sus ojos negros me observan casi sin interés. Al menos el tipo no apesta. Algo me dice que su vicio es otro.

–¿X?

–Sí, soy yo –le digo. Y saco la carta con las primeras instrucciones.

–Vamos. Ya es hora.

Yo señalo al pasajero de atrás.

–¿Quién es? –pregunta mi acompañante.

–No sé.

–No sabes. A ver, amigo, ¿usted quién es?

Por su pestilencia se adivina que ha bebido más de lo que hace falta para tumbar a media docena de hombres, pero aun así el tipo se ofende.

–¿Que quién soy?

–Eso. ¿Quién eres?

–¿Y quién mierda son ustedes? ¿Es esto un taxi o qué?

A mí el tipo me tiene al borde.

–¿Qué te dije yo? ¿Qué te dije yo hace un rato?

–Que no era un taxi –dice.

Mi acompañante vuelve el cuerpo al frente. Decido imitarlo y entonces los tres nos quedamos quietos, en silencio, como aguardando la siguiente orden.

–¿Te vas a bajar? –pregunta.

–No –dice el tipo.

–Bueno. Entonces vamos.

–¿A dónde? –pregunta, ya algo asustado.

Pero yo ya he encendido el taxi. Dejo atrás la zona de bares y enfilo hacia el este por la gran avenida, desierta y brumosa a estas horas de la madrugada. El tipo de atrás empieza con los gritos. Que lo bajemos, que esto es un secuestro, que a dónde vamos. Muy tarde, pienso. Porque tiene razón, sí, en cierto sentido se trata de un secuestro. Y porque en la mano derecha de mi acompañante he visto el brillo disimulado de una pistola.

–Asumo que no conoces las reglas del juego–dice.

Repito: yo ya he visto las noticias. Algo sé, algo entiendo. Pero se me ocurre que decirlo no es una buena idea. Respondo que no, que qué hay que hacer.

–Eso ya lo vas a saber después –dice él–. Lo importante es que primero entiendas lo siguiente: la partida dura cinco minutos. Ni un segundo más. Es eso lo que nos mantiene a salvo: sorpresa y desaparición inmediata. Cuando yo diga basta, nos vamos.

Y esta vez sí, sin sutilezas, como queriendo dejar en claro su punto, levanta la pistola y apunta con ella al histérico del asiento trasero, que al fin se queda mudo.

–Por cierto, me llamo Óscar.

A escasas cuadras del lugar de la partida, casi llegando al punto señalado por Óscar, aparece un semáforo en rojo y por la derecha se nos une otro taxi. Solo hace falta ver la cara del conductor para saber que también es parte del juego. Óscar lo saluda, intercambia bromas con él, bromas en las que se refieren a mí como «el novato».

–¿Preparado? –me pregunta el otro conductor, encendiendo y apagando la luz de su letrero.

Yo intento no conectar demasiado con sus ojos estrábicos. Me aferro al volante, apoyo el pie sobre el acelerador. Al segundo el semáforo cambia de luz y el otro taxi sale disparado, cruza la calle, dobla a la derecha en la primera esquina.

–¡X! –grita Óscar.

Mis manos empapadas aprietan el volante, pero mi pie se resiste a ceder.

–¡Arranca!

La pistola puesta con fuerza a un lado de mi frente esta vez.

–¡Arranca, carajo! ¡Ahora!

–Por favor –escucho que dice el tipo de atrás, temblando–. Déjenme bajar.

Surge entonces un viejo presentimiento, una idea que me inquieta y que se me escapa poco después de sembrar un recuerdo imposible, memoria muscular que logra hacerme arrancar y empezar la partida y seguir al otro taxi por la esquina en la que dobló. Ahora obedezco las indicaciones de Óscar, acelero en dirección a un cruce de tres calles, cinco manzanas más adelante, cada vez más rápido. Con el pie pegado al acelerador, recuesto mis ojos en la parte trasera de mi cráneo y conduzco. Óscar continúa gritando, derecha, izquierda, derecha, pero una parte de mí ha dejado de escucharlo. Atado a la voluntad del taxi, mi máquina, un pequeño homúnculo en el asiento piloto de un auto amarillo, me dejo guiar por el eco de los chirridos y los golpes que se avecinan. Arrastro el carro de esquina a esquina, adelanto a los otros jugadores, llego primero a cada objetivo. Es insólito, pero traigo la victoria entre mis manos. Y así, sin más resistencia, huérfano de motivos, me libero y me deslizo a la vez por el abismo veloz y nocturno de los Ámok.

Después del juego no nos queda tiempo para nada más y salimos picando hacia el norte.

–¡Claro que sí! –grita Óscar–. ¡Yo lo sabía!

Golpea la puerta por fuera, da zapatazos contra el suelo de su asiento.

Yo todavía no puedo ver más que lo que tengo delante, la próxima cuadra, el siguiente bloque de asfalto, pero ya empiezo a anticipar cierta euforia, el regreso a la superficie consciente. El tipo de atrás, aturdido hasta las lágrimas, sigue con los gritos. Esta vez, además, se revuelca sobre el asiento donde la caca se le ha escapado.

El taxi huele a mierda y pronto huele también a plomo. Óscar, sin meditaciones, ha decidido acabar con el rehén.

Óscar guarda por fin el arma en una de esas fundas dobles que dan la vuelta al pecho. Prende un cigarro y descansa el brazo sobre la ventana. Observa el camino, las construcciones cada vez más escasas, la luz del nuevo día llegando desde atrás. Creo que el tipo no es tan viejo como pensaba, hay cierto brillo en sus comisuras escuetas, una ligera curva. Le pregunto a dónde vamos pero permanece en silencio. Solo una vez que dejamos atrás el distrito costero y nos sumergimos de lleno en la planicie árida y tibia del desierto, inclina la cabeza hacia delante, atento a las depresiones del terreno y al desvío señalado por una acumulación arbitraria de rocas.

–Entra por acá.

Su voz es grave pero sin ningún atisbo de amargura, como si la envolviera una calma esperada desde hace mucho.

El camino es una trocha de tierra roja que se dirige hacia unas colinas no muy elevadas y que acaba sin aviso. Óscar me indica que siga adelante, bordeando las colinas. Luego me detengo a su orden y él baja del carro. Escucho que abre la puerta de atrás, que tira del bulto. El cuerpo da un golpe seco cuando cae sobre la arena. Yo continúo con las manos puestas en el volante. No quiero dejarme asaltar por la pregunta más básica. No quiero que haya tiempo para eso. Todo el camino he procurado no voltear, protegerme de la muerte con la vista fija en el horizonte. Ahora que lo pienso, ni siquiera llegué a verle bien la cara cuando estaba vivo.

–¡X! Ven, ayúdame con esto.

Los vientos de la región son fuertes. La voz de Óscar casi no me alcanza, así que finjo que no lo escucho. Con lástima, empiezo a admitir que la reciente alegría que presumía instalada en mí se desprende y me abandona.

La silueta de Óscar llega hasta mi ventana.

–X.

–No quiero tocarlo –digo.

Él vuelve a quedar en silencio. Sabe que temo que vuelva a sacar la pistola o algo peor. Y yo sé que el tipo no tiene paciencia. Tampoco suelo tenerla en situaciones de urgencia, pero jamás pensé verme desapareciendo un cuerpo en el desierto. Óscar levanta la vista. Se asegura de que estemos solos, que nadie nos haya visto llegar hasta aquí.

–Está bien –dice al fin, sin mirarme–. No lo hagas, pero ayúdame a cavar.

El sol ya casi está sobre nosotros cuando terminamos y volvemos al auto. La trocha aparece de nuevo y en el montículo de rocas volvemos a tomar la inmensa carretera al norte, hasta que su curva se abre y nos damos con un oscuro lago de proporciones absurdas. No sé de dónde ha salido, un lago donde nunca lo hubo, pero ya sé que Óscar prefiere que me ahorre la pregunta. Le gusta el silencio. Y yo puedo contentarme con el reflejo gris y cuarteado de las aguas, la fragmentación descontrolada de mi superficie.

Pienso en la carta que llegó ayer. Pienso en Nía dormida sobre el lado derecho de nuestra cama, despertando, preguntándose a dónde he ido. No sabría qué decirle, por dónde comenzar. Solo sé que hay algo que me fascina sobre la velocidad con la que suceden algunas cosas. Punto A, punto B. La inercia que llega de pronto y lo agarra a uno de la ingle como una boa constrictora, arrastrándolo hasta el otro lado del mundo, hasta el otro lado de uno mismo. No deja tiempo para que uno encuentre explicaciones. Y eso es bueno cuando uno no quiere buscarlas. Es una mañana grandiosa, de eso sí que no hay duda. Y hace tanto que no venía por acá.

Ámok

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