Читать книгу Ámok - Giacomo Roncagliolo - Страница 8
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Por momentos, cuando me pregunto qué fue lo que me trajo aquí, me siento seguro al concluir que fueron las pastillas. Con ellas cada camino se prefiguraba similar al anterior. No había diferencia: sin importar cuál fuera el rumbo, la victoria se adivinaba próxima, al alcance de un paseo corto. Una carta, un taxi, una carretera hacia el norte, los pasos se justificaban siempre a sí mismos, e incluso contenían la promesa de un nuevo comienzo. Un comienzo limpio, fresco y certero: en eso radica el encanto de sedarse.
Pero hoy no traigo las pastillas conmigo. Hoy hay ratos en los que la duda pega fuerte y de pronto me encuentro pensando que tal vez el entumecimiento no fue lo único. Que a lo mejor también debía sentirme insatisfecho con el arreglo que teníamos Nía y yo, que solo bajo ese pretexto pude partir, libre de culpa, en plena madrugada. O que ni siquiera fue eso, que mi presencia en esta región no depende de motivos tan mundanos.
Es cierto: no costaba leer entre líneas la amenaza de esa carta sin remitente. «Felicitaciones. Usted ha sido elegido como el Ámok número treinta y cuatro. Siga estrictamente las instrucciones a continuación». No era, pues, en ningún modo, una invitación. Y cuando pienso en lo que pasaba por mi cabeza esa noche, cuando calzaba mis zapatos y salía de la cama en silencio, reconozco el inconfundible rastro que deja el miedo, sí, pero también otro empuje que permanece, que todavía siento: un hechizo inagotable, la urgencia desatada que me forzaba a dejar a Nía atrás.
Es extraño no poder despertar con ella en el otro lado de la cama. Es triste, sin duda. Recuerdo lo lleno que sentía mi pecho, como si de cierta forma la vida fuera eterna, o al menos lo suficientemente larga para no tener que temerle a la muerte. A pesar de los celos, de las peleas, o de que muy pronto fuéramos a perder la casa en la que vivíamos, la dicha de haber encontrado en ella a una compañera me bastaba.
Ese optimismo llegó con nuestros encuentros iniciales, esa etapa únicamente nocturna en la que nos juntábamos luego de sus fiestas para ver películas, retrospectivas enteras que nos servían de preámbulo y de fondo cuando estábamos en la cama. Por esa época yo había intentado reducir mis hábitos sociales casi por entero, liberarme de los amigos, de esas correrías cada vez más frenéticas y penosas en las que se refugiaban aquellos a los que yo me había sentido cercano alguna vez. Un día descubrí que ya no lo soportaba más. Y no solo porque el asunto me aburriera desesperadamente, lo cual era cierto después de tantos años, sino sobre todo porque no encontraba una buena razón para tanta agitación. Ahora pienso que nunca tuve elección. A lo mejor al comienzo, un poco. Pero después no había hecho más que seguir a una pandilla obsesionada por vivir toda junta al margen de todo. Y esta vez yo quería estar al margen del margen, en esa región solitaria y magnífica que habitan los reclusos.
En esta nueva etapa fue que conocí a Nía. Ella dice que me vio meses antes, en uno de los bares de aquella esquina porteña, pero yo la recuerdo después. La veo acostada en mi cama, dormida como tantas veces, y vuelvo a evocar el desasosiego de saber que ella merecía algo mejor, que su belleza resultaba incomprensible a mi lado. Rememoro lo mucho que me complacía imaginando que ella no existía como tal, pero sí su cuerpo, su cara, y que yo podía tocarla por horas, lamer con cuidado cada poro hasta que se me secara la lengua, coger su labio superior con los míos e intentar dormir así, húmedo, engranado. Meterme dentro de ella como en esa película que vimos de la chica en coma y quedarme a vivir ahí por un tiempo, unos meses, solo hasta estar satisfecho, protegido.
Con el tiempo, además, conocería el límite de su atracción.
–¿Cómo podría conformarme con un solo chico? –me dijo.
Le pregunté si era broma y ella apretó mi mano, me besó, dijo que no. Yo fingí reírme y hundí mi cabeza en la almohada. Descubrí de pronto que entre su cuerpo y el mío, en medio del sudor que en ese momento nos unía, se colaba una larga fila de sujetos. Porque yo no era el único. Al menos no durante los primeros meses; después ya no volví a preguntar, no por un tiempo. De cualquier forma ella siempre decía que a ninguno lo había querido tanto como a mí.