Читать книгу Ámok - Giacomo Roncagliolo - Страница 9
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Cuando uno va a ciento cuarenta kilómetros por hora, la línea blanca de la carretera se ve hermosa: iluminada por las luces del taxi, vibrando como un gusano de dimensiones interregionales, se escapa y regresa en un movimiento constante. A mi piel helada vuelve entonces el asombro que de niño me causaban cosas simples como el cielo y sus colores a las seis de la tarde, esos espléndidos excesos de entusiasmo en los que esta noche, por desgracia, no puedo sumergirme. A mi lado hay señales de un desperfecto evidente: Perales, mi copiloto, tiene medio cuerpo afuera de la ventana, su larga melena desplegada como una capa vampiresca, los alaridos incomprensibles que lanza al viento, seguramente inspirados por ese pocotón de coca que acaba de meterse.
En un solo día he sacado en claro que para ser su compañero uno debe tener cuidado. Soy yo el que conduce, sí. Pero lejos de tranquilizarme, aquella distribución de roles solo me exige un estado de permanente alerta. Si algo nos ocurre, seré yo al que culpen. Sobre esto Óscar no ha dejado dudas.
–¿Qué pasa? –dice Perales, su figura nuevamente en el asiento–. Te vas a quedar dormido. Acelera, carajo.
–El carro no da más.
–Sí da. Hazme caso y pisa nomás. ¿Quieres o no quieres llegar?
Acabamos de cumplir con la segunda partida, vamos dejando atrás la segunda ciudad. Nuestra tercera locación se encuentra muy en el sur, al otro lado de la frontera, dentro de la región en la que fui reclutado. Óscar no parecía muy convencido al darnos las indicaciones, dijo que el lugar está fuera del territorio que nos toca, que podemos intentarlo aunque no cree que lleguemos a tiempo para el juego.
Hemos decidido probar. Perales ha decidido probar.
Ahora no deja de jugar con el espejo retrovisor. Se peina con las manos, levanta las cejas, transforma su cara con marcas de acné en gestos de sorpresa casual que él considera irresistibles.
–¿Tú crees que es verdad eso que dice Óscar? –le pregunto–. ¿Eso de que no duerme?
–Sí, ¿por qué no? Yo le creo. Además tiene razón cuando dice que la vida es muy corta para perderla durmiendo.
Pienso en ello.
–¿Pero y los sueños?
–¿Qué pasa con los sueños? –dice Perales.
–También valen la pena, ¿o no?
–Yo casi nunca sueño.
–¿Ni una vez por semana?
–¿Y a ti qué te importa?
–No sé. Pregunto, nomás. ¿No recuerdas alguno? ¿Uno reciente?
–Creo que solo uno, el último que tuve. ¿Quieres que te lo cuente? ¿Eso quieres?
–Tu único sueño.
–El último.
–Bueno, dale. Cuenta.
Perales se me queda mirando. Comprueba que no estoy jugando con él.
–Mira, yo no entiendo bien de sueños –dice–, pero tampoco creo que haya mucho detrás de ellos, y menos en este caso. Ten eso en cuenta.
Hay algo muy básico en Perales, algo que en pocas horas ha hecho que lo odie y lo compadezca al mismo tiempo. Un extraño cóctel de sentimientos. Si soy honesto, tampoco encuentro ningún placer en odiarlo, ni siquiera cuando debo dedicarme a cuidar de él y contener las ganas de abrir la puerta y empujarlo a la carretera con el velocímetro al límite.
Además, mentiría si dijera que gran parte de mi aversión hacia él no está relacionada con Marta.
Cuando nos presentaron hoy por la mañana, en los ojos adolescentes de Perales vi su recelo. No me hizo falta preguntar si ellos dos habían llegado juntos, si se conocían de antes. Me quedó claro que yo era un invasor muy inoportuno para él, que aquel estrecho y pálido tráiler que tenemos por casa, en las últimas semanas, meses quizás, había sido morada para una pasión libre de los merodeos de cualquiera que no fuera Óscar.
–¿Y ella donde está? –pregunté.
–En nuestro cuarto –dijo Perales–. ¿Por qué?
Su mirada seguía esquiva e impaciente, como si detrás de esa puerta ocultara algún secreto, un vicio antiguo y rutinario. No quise preguntarle más sobre la chica, sobre Marta, pero en mí nació una creciente curiosidad. En parte por saber a qué se parecía su figura femenina, pero también por ver quién era la mujer que, a mi entender, definía sustancialmente el comportamiento de Perales.
–Tú vas a seguir durmiendo en el cuarto del fondo –dijo Óscar. Seguía frente al televisor, no se había movido en toda la mañana–. Y ellos dos en el cuarto que hay junto a la cocina, igual que ahora.
–¿Y la otra puerta, la que hay al lado del baño? –pregunté.
–¿Otra vez vamos a hablar de lo mismo? –dijo Perales.
–Todo a su tiempo –dijo Óscar–. Hoy concéntrate en lo que te toca. Se vienen más partidas esta noche.
Esta vez sí que quise seguir preguntando, pero Óscar ya empezaba a explicarme que él duerme en otro tráiler, a poca distancia de aquí, que deja su taxi en el grifo de nuestra esquina porque en su calle no hay sitio, que nuestro taxi, en cambio, había que guardarlo en el patio trasero, en un lote sin iluminación, con tierra húmeda salpicada de nieve y trozos de animales muertos. Un panorama no muy agradable, si me lo preguntan.
Por lo demás, las partidas siempre se juegan por la noche –siguió Óscar–. Y durante el día vas a trabajar con Perales en una de las tiendas del centro. Tienes un puesto asignado. Te esperan mañana.
–¿Y Marta?
–El caso de Marta es distinto –dijo Perales.
Pero ninguno me explicó qué quería decir eso. Tampoco la llamaron ni facilitaron alguna clase de presentación.
Para verla tuve que esperar toda la tarde. Óscar ya se había ido, Perales llevaba un par de horas encerrado en la habitación que compartía con ella. Yo intentaba lograr una siesta pero cada tanto adivinaba, o a lo mejor imaginaba solamente, solapados gemidos femeninos de ritmo regular, silencios abruptos, y luego la continuación de aquellos quejidos. De pronto escuché que se abrían y se cerraban unas puertas, el motor del taxi encendiéndose, las llantas que resbalaron en el hielo, y de nuevo el silencio.
Comprendí que había quedado a solas con la cautiva del primer cuarto, así que decidí instalarme en el sillón de la sala y probar suerte. Prendí la radio en la estación de los clásicos, puse la televisión en mute y esperé.
El sol acababa de ocultarse y el ambiente todavía se iluminaba con los restos de una luz natural, anaranjada y terca cuando Marta apareció.
Al principio llamó mi atención su pelo suelto, un oleaje inacabable y oscuro como una medianoche mar adentro. Lo siguiente fue el pasmoso volumen de su pecho: tenía puesto un top negro que de seguro usaba como piyama, pero el efecto habría sido el mismo con cualquier otra prenda. Solo pude dejar crecer la primera erección desde que saliera de mi ciudad, quedarme quieto, fingir que dormía, aferrarme a prolongar el momento de contemplación todo lo que fuera posible.
Marta dio vueltas en la cocina. Movió los platos, los vasos, abrió y cerró el refrigerador como si se tratara de un ritual sonámbulo. Se acercó a la radio, la apagó. Pensé que ya era tiempo de decir algo pero me obligué a cambiar de opinión. Cerré un poco los ojos, enfoqué la vista y decidí, en cambio, seguir cada uno de sus movimientos. Se había quedado quieta, apoyada sobre el mostrador del lavamanos. Pude ver que abajo llevaba una prenda diminuta, las piernas gruesas y brillantes, rodillas pronunciadas, medias largas. Tuve ganas de saber cómo tenía el culo pero su cuerpo se mantuvo inmóvil, como esperando algo más de la noche.
De pronto giró sobre los talones, caminó hasta su cuarto y cerró la puerta. El movimiento fue demasiado rápido para que yo pudiera ver la curva sobre sus piernas, pero esperé. Me entregué al sismo que contenía en mi pecho y esperé. En pocos minutos Marta estuvo de regreso. Esta vez ya venía vestida, con una bufanda sobre el cuello y una gorra de lana en la mano. Sin detener el paso, se la puso, ajustó un par de vueltas a la bufanda y atravesó la puerta de la calle.
El frío era glacial cuando salí. Pensé en volver por un abrigo pero la silueta de Marta ya casi no se veía. Empecé a correr, sentí un ardor en la punta de los dedos, en la nariz, en las comisuras de mi boca. No lo lograría. Si el paseo no acababa pronto, yo no lo lograría. Pero sus pasos no se detuvieron y tampoco los míos. Continuamos avanzando.
A lo lejos pude ver que sobre nosotros comenzaba a alzarse la inmensa carretera regional.
Perales me cuenta su sueño. Aunque por lo que relata entiendo que no ha soñado nada, o mejor dicho, que no lo recuerda. La historia comienza cuando se despierta.
–No podía moverme –dice–. No sé qué mierda era pero no podía moverme. ¿Te ha pasado? Estar despierto, con los ojos abiertos, mirando todo, pero quieto, como amarrado a la cama. Veía mi mano, ¿podía moverla? Sentía que sí pero ahí seguía, quieta. ¡Qué viaje de mierda!, pensaba, pero no recordaba haberme drogado… Nunca me voy a olvidar. Jamás me había pasado. Todo parecía real, lo que veía. Mi cuerpo, mi cuarto, las luces de la calle. Pero no lo era. No era real. Un puto sueño, ¿no?... Y ahí estoy, congelado, sin poder moverme, hasta que me doy cuenta que sí puedo cerrar los ojos, y abrirlos, y cerrarlos de nuevo. Pestañeo tantas veces que comienza a dolerme, pero ya no puedo parar… Tengo miedo de dejar de parpadear y que después ya no pueda hacer ni eso… Entonces dejé de oír.
Se calla. Percibo un breve temblor en sus labios, un gesto inusual en él, como si temiera caer en una catalepsia semejante aquí mismo, en plena carretera.
–Si me pasara otra vez, me quedaría quieto. Quieto hasta que todo acabe. Porque la cagué. Estaba aleteando, pestañeando como un loco, intentando despertar, y de pronto, ¡clac!, mis ojos se desprenden, se descuelgan, se desatan, no sé, caen hacia adentro, como al fondo de mi cabeza… ¡No te rías, X! No es gracioso, imbécil. No fue gracioso. Pensé que estaba loco, que me estaba muriendo… No sabía qué mierda hacer. Veía un túnel oscuro, como paredes de carne, mojadas, y al final mi cuarto, la luz de la calle todavía prendida. Y pensaba en eso. En cómo sería mi vida después. Entonces vino lo más raro. Yo estaba quieto, pero algo que no controlaba había comenzado a moverse dentro de mí… Dos pelotas, dos pelotas que venían de abajo. Las sentía subiendo por mi estómago, por mi pecho, llegando hasta mi cuello, ahogándome...
–¿Y luego qué? –le pregunto, atento a su relato–. Una vez que tus ojos alcanzaron a tus huevos.
–¿Mis huevos?
–¿Eran tus huevos o no?
–No, no eran. ¿O sí? Puede ser. Sí, puede ser que hayan sido mis huevos. Pero cuando se alcanzaron no pasó nada. Me desperté.
–Ya estabas despierto.
–No seas imbécil. Digo que ya podía moverme.
–¿Y no sentiste nada raro después?
–¿Raro? –dice, y hunde la mano en su entrepierna. Hace un chiste, se relaja–. No, todo estaba en su sitio.
–Me refiero a si te quedó algún presentimiento.
–¿Presentimiento?
–Algún mensaje.
–¿Qué mensaje, X? Ya te dije, me desperté nomás. ¿Para eso querías que te cuente? ¿Para buscar el mensaje? No hay nada detrás de los sueños.
–Ya. Pero lo tuyo no fue un sueño.
–Lo que haya sido. ¿O qué mensaje le sacas tú?
A Perales yo no le he contado nada de lo que sucedió con Marta hoy por la tarde. Pienso que no sería la mejor idea. Todavía permanece la pregunta sobre cuánto tiempo llevan juntos, cuál es la naturaleza de su relación. Y en cualquier caso no estoy seguro de si ella lo hizo o no. El aborto, quiero decir. Por otro lado, a Perales no le debo nada. A fin de cuentas no es más que un matón de barrio chico. Un pelmazo insoportable, resentido pero encantado con su papel de hermano mayor abusivo. Uno de esos tipos pesados que arman lío y después esperan que te pongas de su lado.
Ahora ha quedado en silencio otra vez. Sus palmas dan bote sobre el tablero del taxi, sobre sus muslos, repetida, incansablemente. Entonces pienso que lo que yo entiendo por sueño es otra cosa. Yo no preguntaba por la verdad, sino por algo que hay detrás. Otro tipo de espejo.
Y es cuando sucede. El advenimiento de un gris celestino, la mañana cruel retirando el velo negro de la carretera y sus bordes, que, en un solo parpadear, aparecen colmados de una gran masa de árboles. Aunque hablar de masa es impreciso. La visión consiste en una extensa red de ramas. Decenas de ramas angulosas que parecen emparentadas con las ramas de las filas posteriores, hijas de una sola planta madre. Un universo de conexiones que solo existe en la ilusión gestáltica que ese entrecruzamiento produce, pero que no obstante percibo como siniestro y real.
–¿Lo ves?
–¿Qué cosa? –dice Perales.
–La red.
–¿Qué red?
–Ahí afuera. Los árboles, ¿los ves?
Perales saca la cabeza de nuevo, realiza una inspección de derecha a izquierda, dos veces.
–Los veo –dice, y luego vuelve a una frase anterior–. Solo acelera, carajo.
Decido hacerle caso. Intento olvidar la sensación de malestar y me concentro en las ligeras curvas de la carretera. Procuro ignorar que hay algo más en el desierto, un llamado botánico, una broma cuya intención se me escapa, acaso la orden de no entrar en la tercera ciudad, de no llegar más lejos en nuestra incursión al sur.
Después de unos metros, sin embargo, quedo completamente alucinado. Los inmensos algarrobos, o esos árboles que nos flanquean, o mejor dicho sus siniestras ramas entrecruzadas y superpuestas, se han colado hasta la carretera y el camino ha quedado invadido, bloqueado, sellado sin remedio.
Contrario a lo que yo creía, Marta no pensaba irse a ningún sitio, tampoco escapar. La carretera no era su destino. El termómetro de la calle marcaba cinco grados bajo cero, eso lo recuerdo. También mis pies entumecidos, mis manos hinchadas y muertas. La vi atravesar la carretera por debajo, siguiendo un túnel, y una vez fuera, sobre la derecha, vi aparecer una estructura rosada y solitaria, de dos pisos. Sobre la puerta de vidrio giratoria, un letrero anunciaba: «Clínica de la mujer: fertilidad, ginecología y planificación familiar».
Eran casi las siete, las luces estaban encendidas. Marta dio vuelta y se quedó mirándome a la distancia, como si desde el inicio hubiese sabido que la seguía. Pensé en decir algo, lo que fuera por explicar qué hacía yo ahí, agitado, muerto de frío, pero era inútil. Había que acabar con la persecución. Regresar por donde había venido, correr, volver a una fuente de calor antes de que fuese demasiado tarde.
Conduzco sin prisa de regreso al tráiler. Perales ha vuelto a las muecas, a sus juegos con el espejo. Ambos sabemos cuánto nos pesa no haber podido llegar a la partida, no hace falta que ninguno lo diga. Aunque a decir verdad sí que me gustaría saber cómo explica él lo sucedido. Necesito una teoría. Cualquiera. No importa que venga de Perales.
Al mismo tiempo, prefiero pensar en otra cosa. En sus huevos, para empezar. En sus huevos queriendo decirle algo a sus ojos. En ese mensaje.