Читать книгу Ámok - Giacomo Roncagliolo - Страница 7

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–Tienes una llamada –me dice el tipo de la cocina, todavía riendo.

Parece que somos los únicos en el restaurante. Aunque de vez en cuando, como si antes hubiesen estado jugando a esconderse en el congelador, aparecen dos o tres empleados más, dan vueltas a mi alrededor, vuelven a desaparecer. Es raro lo de la llamada. No recuerdo qué hacía yo antes, qué nombre tiene el restaurante, cuándo acaba mi turno.

Voy al teléfono. Lo encuentro en el otro extremo de la cocina, ahora inesperadamente larga y oscura. Me lo pongo en la oreja, pregunto quién es, por qué me llama. Pero nadie responde durante lo que me parece un minuto muy largo. Hasta que sin una intención previa mis ojos hacen un zoom repentino hacia mi compañero, hacia su boca gozosa que se abre y pronuncia con ritmo parsimonioso las dos sílabas de ese nombre que ahora también me llega desde el otro lado de la línea. La coincidencia me parece terrible, un mal augurio por donde se lo piense, y el miedo, desbordado, desencadena una presión punzante en mi cabeza y en el resto de mi cuerpo. Una sensación nueva pero al mismo tiempo familiar, como si en lo profundo de mi mente, escondido detrás del pánico, se ocultara un oscuro mensaje: ya lo sabías, lo sabías desde el inicio.

La velocidad de la escena disminuye. Es doloroso ser tan ajeno a las riendas de mi cuerpo. Sentir la presión creciente en la frente y no poder hacer nada me degrada. Desesperado en esta languidez, pierdo el balance y caigo, o floto cuesta abajo, y al llegar al suelo descubro que este ha perdido su consistencia material. Mis tímpanos revientan.

El escenario cambia. Esta vez me encuentro con el perfil de una cama desecha, el jaspeo de unos dedos sucios en la pared, quizás los míos. Trato de levantarme pero mis brazos, mis piernas, todo mi cuerpo está paralizado; tengo los ojos abiertos pero no pestañeo. No puedo. Pienso en el nombre que desató el trance. Me pertenece, le pertenezco. Lo intuyo clavado hondamente en mí, tan al fondo que es inalcanzable.

Hasta que aquel deslumbramiento, su energía palpitante, se enlaza sin demora con un impulso nuevo, una corriente eléctrica que hace que mi cuerpo dé un salto y despierte sin obstáculo ni parálisis.

Intento pensar en ese nombre otra vez pero es inútil. No queda nada. Solo una certeza plena, aterradora.

La cama es la misma, tan estrecha como imagino que sería la de un barco de guerra, tamaño soldado. No queda espacio para una más grande, tampoco para meter un solo mueble más. Y con eso no hay problema. Mis días han sido simples y austeros en el más allá, en esa otra región, en el sur, tanto cuando me conducía solo como cuando pasé a formar parte de la vida de Nía. Es lo único que conozco: camas estrechas, cuartos sin decoración, bolsillos livianos.

A través de la ventana veo que afuera toma forma una nevada ligera, a primera vista casi quieta, como plumas cayendo del cielo, algo absolutamente nuevo para mí. A mí nunca nadie me llevó a ver la nieve. Me decido a salir y pruebo la manija. Mi cuarto da a un pasillo largo, angosto, como la cama, como el propio cuarto. Hay tres puertas al lado derecho y lo que parece ser un ambiente amplio al final.

Me llega la voz de Óscar, también la de una mujer.

–Ya te dije que el chico está listo.

–Y yo te lo vuelvo a decir: no entiendo por qué estás tan seguro. No me gusta esto.

–Es la mejor opción que tengo, Linda.

–Ya sé. Pero eso no es suficiente. Nunca lo hemos hecho así, con alguien que...

–El chico tiene lagunas.

–¿Lagunas?

–Sí. No se acuerda de nada.

–¿Y eso no es peligroso?

–Al contrario, lo hace perfecto. Y de todos modos la responsabilidad es mía.

–En eso tienes razón. El riesgo es tuyo. Yo lo llamaría «riesgo».

–Bueno, el riesgo. El riesgo es mío.

–Esta vez no valen las excusas, Óscar. Todavía no sabemos hasta qué punto nos ha jodido lo que pasó con Rita.

–Te pido que por favor no hables de ella con él.

–¿En serio no recuerda nada?

–No, nada. Y que quede así.

–¿Cómo siguen los demás? ¿Qué hay de la otra chica? ¿Cómo va ella?

–Todo muy bien. No he visto un mejor par de tetas en años.

Una risa rasposa, casi asmática. Contenida en su volumen pero prolongada.

–Hablo en serio –dice la otra voz.

–Y yo también –dice Óscar– Lo de Marta es algo que deberías ver. Ven a mi próximo Laboratorio. Eres bienvenida siempre, lo sabes.

–Óscar, quiero que me digas que todo va a salir bien esta vez.

–Si me dejas hacer mi trabajo tranquilo, todo irá bien. Pronto te olvidarás de Rita y yo también me olvidaré de ella y así esta familia será lo suficientemente funcional y feliz, si es que acaso podemos serlo con este frío.

–Lo dudo profundamente.

–Pero hazme un favor. Dile al imbécil de Milton que deje de llamarme. No tengo por qué hacerle reportes ni nada parecido. Que entienda que las cosas no funcionan así aquí, nunca lo han hecho.

–Milton solo trata de ayudarme. Los demás también andan preocupados, están casi seguros de que vas a malograr todo de nuevo. Y no es para menos.

–Parece que seré la gran sorpresa de la temporada.

–De todo corazón, eso espero.

–Me gusta saber que todavía te importo, Linda.

–No seas estúpido. Todos estamos en juego en esto. Aún no lo entiendes, ¿verdad?

–Sí, sí, sí. Dime, ¿quieres una cerveza?

–No. Ya tengo que irme.

–Es una cerveza, Linda. Acompáñame un rato más, hasta que los chicos despierten. Podemos ver ese programa que tanto te gusta.

–No soy tan tonta como ella, Óscar.

–Pero te hubiera gustado.

–Eres ridículo.

–Déjame ser más directo: ¿cuándo fue la última vez que tuviste un pedazo como el mío?

–¡Por favor, guarda eso! Puedo jurar que nunca he visto algo tan feo.

–Y yo nunca tuve un culo tan abierto como el tuyo, pero sí que le sacamos provecho, ¿no crees?

De nuevo el jadeo irónico, áspero.

–Ya, Linda, fue una broma –sigue Óscar.

–Solo encárgate de que tus chicos hagan bien su trabajo. Un error más y te aseguro que estarás fuera. Nadie te va a volver a salvar esta vez.

–Linda, no me dejes así. Mira la mañana, está hermosa. Déjame hacerte el favor y súbete la falda.

–¡Suficiente, Óscar! Soy tu superior ahora. Entiéndelo.

–Es verdad. Siempre te gustó estar encima.

–¿Quieres que hablemos de las cosas que a ti te gustaban?

–Esas piernas, para empezar.

–Y también otras cosas, ¿recuerdas?

Luego una puerta que se abre y que se cierra. Una tele que se enciende y deja oír una música estridente, sin voces, electrónica. Quedo atento a cualquier movimiento pero del otro extremo del pasillo solo me llega eso, un ruido constante, cero melodía.

Mi brazo se estira hasta la primera puerta de la derecha, un reflejo afortunado que me hace descubrir el baño de la casa. Es un baño tamaño miniatura pero similar a cualquier otro, con mayólicas blancas en las paredes, pelos en la taza. Abro el caño y enjuago mis manos, refresco mi cara. La repetición automática de un ritual mañanero que sin embargo esta vez trae consigo un estremecimiento distinto, como si el agua aquí en el norte estuviese hecha de otra sustancia, mucho más helada y violenta. Me miro en el espejo y encuentro difícil recordar cuándo fue la última vez que lo hice. Seguro la noche previa, antes de salir de casa, tal vez en el taxi. Pienso en las horas que he pasado durmiendo. Sé que llegamos aquí al mediodía, así que tienen que haber sido casi veinticuatro. Quizás el doble. El tiempo suficiente para que mi cara se haya transformado por completo.

Vuelvo al pasillo. Arrastro mis pasos guiado por la tele y por esa dosis precisa de miedo que convierte al miedo en un seductor irresistible. Pese a que Óscar fue un acompañante indiferente durante el viaje, he comprobado que si no le eres indispensable puedes acabar enterrado al pie de una colina. Y admito que aquello me genera terror, aunque también la satisfacción embriagante de saberme valioso.

Al otro extremo me doy con una cocina. Por su tamaño parece que fuera el simulacro de una real. Es una casa estrecha como ninguna, ya va quedando claro. La sala adyacente, en cambio, es lo suficientemente amplia para que quepan dos sillones largos de cuero negro y un televisor viejo de cuarenta pulgadas sobre la alfombra, en el suelo.

–No te ves bien –dice Óscar.

–Creo que he dormido demasiado. ¿Qué hora es?

–Ya no importa. Come un poco, nada más.

Preparo un sándwich con lo único que encuentro: lechugas viejas y pan frío. Óscar mira la tele. En la pantalla, una cantante de rasgos orientales aúlla sobre una base de campanazos graves. Me ubico en el otro sillón y juntos la escuchamos y miramos sus labios finos modulando los aullidos. Hay algo en ella que nos gusta a los dos. Él lleva puesta la misma camisa sucia, la corbata sobre el mueble, a su lado, arrugada, los pies descalzos puestos en la mesa de centro.

Lo que sigue al video es una animación abstracta e insonora.

–¿Quién era? –le digo.

–Creo que le llaman la Ho Chi.

–¿La Ho Chi? No, no. La mujer que vino hace un rato.

–Ah, ¿Linda?

–Sí, Linda. ¿Quién es?

Óscar detiene su concentración con la tele por unos segundos, pero no me mira. Busca en el paquete de cigarros que hay sobre la mesa, lo tira al suelo, revisa sus bolsillos. Con sorpresa, en mi casaca, encuentro la cajetilla que compré hace unas noches. Le ofrezco uno.

–Gracias –dice él.

–¿Quién es Linda? –insisto–. ¿Y quién es esa otra? ¿Rita? ¿Eso fue lo que dijeron?

Sin desviar sus ojos de la pantalla, con el cigarro ya prendido, Óscar sentencia:

–No te irá bien si sigues escuchando conversaciones ajenas.

–Pero hablaban de mí.

–¿Y?

Hasta aquí llega mi voluntad para encararlo. Ya seguiré insistiendo después, pienso, y me refugio en la pantalla.

–Igual ellas no importan –dice Óscar–. Ni Linda, ni Rita. Ahora tienes otras cosas en qué pensar. Para empezar, hay una carta que quiero que escribas. Una no muy larga, que explique a dónde has ido y por qué, nada más. Puedes decir lo que sea que se te ocurra. Haz un borrador y seguimos desde ahí.

–Una carta, ya. ¿Para quién?

–Eso no te lo puedo decir yo. ¿No hay alguien que te espera en casa?

Ámok

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