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La formación del lenguaje político de la república
ОглавлениеEl título de este libro delata, casi de inmediato, un vínculo con ciertos autores y obras que remiten a eso que hoy, muy de moda, llamamos la nueva historia intelectual; admitamos que, en parte, así es. La nueva historia intelectual, para ser nueva, es una tentativa de superación de la muy vieja y tradicional historia de las ideas; también intenta superar la exaltación de determinados individuos letrados y sus obras, lo cual es hoy un arcaísmo difícil de arrinconar. La nueva historia intelectual busca otros paradigmas para hacer otros hallazgos; se apoya, principalmente, en ciertas propuestas que contienen una perspectiva hermenéutica que algunos historiadores latinoamericanos han tratado de aclimatar y explicar entre nuestras comunidades científicas.2
¿De qué se trata la muy relativa novedad que nos interesa acoger? Una de las vertientes de esa nueva historia intelectual propone el estudio de los textos, de los discursos y sus condiciones de enunciación, lo que va más allá de la mirada embelesada sobre ciertos autores y ciertas obras. Entre los historiadores de la llamada Escuela de Cambridge y determinados aportes de Michel Foucault, ha ido desbrozándose una perspectiva de análisis que permite pensar en conjuntos de textos (Foucault hablará de enunciados) en los que buscamos regularidades discursivas significativas que nos permitan hablar de tendencias y permanencias en las formas y contenidos de un variado espectro de géneros discursivos.
Esa veta, poco explorada, implica búsquedas interpretativas, por parte del historiador, que suponen la existencia de una matriz retórica compartida por escritores en unos tiempos determinados. John G. A. Pocock, por ejemplo, habla de un contexto de comunicación dominante, de la posibilidad de hacer una historia del discurso y, en particular, del discurso político trasvasado en el lenguaje; pero, sobre todo, admite la existencia de diversos contextos lingüísticos que ayudan a determinar lo que puede ser dicho.3 En otra parte, el historiador acude a la relación entre lengua y habla, entre el sistema y la realización del sistema de la lengua en actos de habla, en enunciados particulares que son la realización de esa estructura. Para Pocock, la lengua como estructura ofrece el contexto lingüístico que constituye una coyuntura temporal, “una mediana duración”, en la que pueden situarse y entenderse ciertos conjuntos de enunciados.4
Mientras tanto, Quentin Skinner habla de un conjunto de convenciones que delimitan el rango de las afirmaciones disponibles; detrás de cada texto, dijo también el historiador inglés, hay una intencionalidad que es necesario rescatar. Eso tiene sus consecuencias para el análisis, principalmente aquella que Michel Foucault nos había advertido y que consiste en la primacía del discurso sobre los autores individuales. Lo que hay por encima de cada autor es una forma dominante de comunicación con sus recursos argumentativos conexos, unas “condiciones semánticas” propias de un tiempo que hacen posible que determinados discursos se produzcan.5 Foucault, a propósito de esto, nos dijo que hay unas condiciones históricas para la aparición de un objeto de discurso, lo que entraña que “no se puede hablar de cualquier cosa en cualquier época”; “condiciones de realidad de los enunciados”, “condiciones de posibilidad”; “espacio limitado de comunicación”.6 Todo esto nos ayuda a afirmar que hay unas prácticas discursivas inherentes a unas épocas, algo que los historiadores de la Escuela de Cambridge y la obra del pensador francés nos han dicho con insistencia.
Pues bien, hemos partido de suponer que, en la América española, entre el fin del siglo XVIII y los primeros decenios del siguiente, fueron reuniéndose unas condiciones enunciativas que saltaron con prominencia en la vida pública luego de la crisis de la monarquía española y de las tentativas de instauración de regímenes políticos republicanos en las antiguas posesiones americanas. A pesar de las disimetrías del proceso de las independencias o, quizás mejor, gracias a la pluralidad de trayectos que fueron perfilando una tendencia de solución casi definitiva en el decenio de 1820, considero que hubo unas condiciones de enunciación atemperadas por tres factores:
1) El uso cada vez más sistemático del taller de imprenta como lugar de producción y circulación de la opinión de manera cotidiana. La expansión del taller de imprenta fue imponiendo un ritmo de comunicación y forjó, además, unos vínculos de sociabilidad entre aquellos individuos que con alguna pertinacia iban a dedicarse al moldeamiento de la opinión pública y a la consolidación de comunidades de gente letrada dispuesta a escribir y a leer con alguna regularidad.
2) La expansión del periódico como medio de comunicación más o menos rápido y reiterativo. Hubo una mezcla de deslumbramiento y convicción acerca de las posibilidades expansivas tanto del periódico como de las demás hojas sueltas que podían provocar conversaciones, no siempre apacibles, a distancias insospechadas. La comunicación impresa periódica fue, sin duda, un aliciente para establecer deliberaciones que podían prolongarse en forma de coyunturas de enfrentamiento de opiniones entre un personal político letrado.
3) La presencia de un personal letrado dotado de la elocuencia, de los atributos retóricos y, sobre todo, de la urgencia de cumplir una labor tutora y persuasora, sobre todo en la encrucijada del cambio revolucionario. Estos individuos heredaron un repertorio argumentativo vinculado a viejas costumbres lectoras y a la tradición periodística europea de donde provinieron muchos de sus modelos de comunicación en el formato de los periódicos. Todo esto fue haciendo amalgama y permitió la emergencia de unas formas de hablar y de tratar de ejercer influencia en el espacio público de opinión. Así se forjó un lenguaje político propio del ritmo de existencia del sistema republicano y, quizás principalmente, así fue anunciándose un modelo de deliberación cotidiana, mediante impresos, que contribuyó a darle firmeza a ese sistema político.
1767 parece ser el año de emergencia de una relativa novedad en el Imperio español; empezar una historia de transformación del espacio público de opinión en tal fecha tiene sus implicaciones. Supone creer que un proceso se ha iniciado en aquel momento y, más importante, supone creer que el proyecto ilustrado en la América española, con todas sus limitaciones y restricciones, tuvo algún grado de expresión y que incidió en la aparición de un tipo nuevo de individuo letrado y en unas formas de comunicación cotidiana. También revela que les concedemos importancia a sucesos propios de la vida intelectual en las antiguas posesiones españolas en América y nos distanciamos de considerar que todo empezó a cambiar con la coyuntura crítica de 1808-1810. Insistamos, en un ambiente restringido y autoritario aparecieron rasgos de un régimen publicitario nuevo que involucró una nueva relación con el conocimiento científico (al menos una curiosidad de consumo y diálogo entre “sabios” y “letrados”), una nueva relación de gentes ilustradas y funcionarios con un proyecto educativo de la Corona y una necesidad de difundir en impresos los resultados de las experiencias de esos proto-científicos, situados en las coordenadas de divulgación de conocimientos útiles que contribuyesen a la “felicidad” y a la “prosperidad” del Reino.7
La expulsión de los jesuitas, en 1767, fue la señal de un cambio en la relación de la Corona española con sus colonias en América. El Estado borbónico intentó en la segunda mitad del siglo XVIII la recuperación política, administrativa y cultural de su imperio y la expulsión de la Compañía de Jesús significó, entre muchas cosas, zanjar a favor de la figura del monarca una discusión teológica y política sobre su legitimidad ante la sociedad. También significó un viraje secularizador en que ciertos valores de la racionalidad estatal intentaron expandirse como parte de una política imperial. Fue evidente en algunos lugares de la América española la movilización de funcionarios y de intelectuales súbditos alrededor de una reorganización de una élite científica, de la reforma de los planes de estudio en colegios mayores y universidades y de la difusión de autores y obras que anunciaban algunas innovaciones de la ciencia en Europa. Sin alterar las coordenadas de la fidelidad a la Corona, los intelectuales súbditos reunidos en las colonias participaron de la discusión y expansión de los derroteros del cientifismo ilustrado y optaron por una ciencia útil al servicio del control estatal sobre la población y el territorio.
En comunión con los designios de un imperio que necesitaba renovar su ciencia, aquellos intelectuales, muchos de ellos criollos, hicieron parte de las innovaciones en la sociabilidad mundana; fundaron tertulias, sociedades económicas de amigos del país y sociedades patrióticas, modelos asociativos provenientes, principalmente, de las prácticas difusoras y organizativas de las élites intelectuales en Francia y que España acogió en gran medida. En esa movilización innovadora quedó incluido el recurso publicitario de la cultura impresa que también había estado bajo la égida jesuita. El taller de imprenta comenzó a ser un artefacto al servicio de la labor publicitaria del Imperio español con el apoyo de escritores vasallos encargados de concitar una sociabilidad de súbditos notables, al menos en las capitales de los virreinatos.8 Un periodismo incipiente y cuyo pilar era un taller de imprenta confiscado a los jesuitas fue el primer sustento de una propaganda oficial que necesitaba el trabajo voluntarioso de un escritor con alguna experiencia en la comunicación cotidiana impresa y digno de confianza para la autoridad virreinal.
Lo recién dicho permite suponer, en consecuencia, que desde 1767 inició una transformación importante de la comunicación impresa, tan importante que fue premisa del florecimiento de una opinión pública basada en comunidades de letrados capacitados para la comunicación cotidiana en “papeles públicos”. Para la coyuntura crítica de 1808 a 1810, las élites instruidas de la América española ya habían acumulado experiencias de escritura, lectura, discusión y asociación en torno a periódicos controlados por el Imperio y sometidos a la censura previa. Con el advenimiento de la libertad de imprenta y con nuevos vínculos sociales surgidos de la crisis política, la eclosión de periódicos y el aumento de imprentas fueron sucesos refrendados por una élite preparada, por no decir que ansiosa, por establecer formas más regulares de comunicación con un público lector en medio de las turbulencias del proceso de ruptura con la monarquía.
Precisamente, la mutación política se pondrá en evidencia en la producción y circulación de impresos. La lucha por la legitimidad política; la necesidad de fijar los fundamentos de un nuevo orden; las novedosas condiciones para enunciar proyectos de orden político y para cuestionarlos, todo eso hará que aumente el personal letrado inmiscuido en los asuntos de reorganización de la vida de la polis (entre otras cosas, ese será uno de los elementos sustanciales de la experiencia revolucionaria de esos años).
El historiador podrá notar que nuevos vínculos entre los individuos y de ellos con el poder político propiciaron un nuevo espacio de opinión. En otras palabras, la revolución política estableció una relación indisoluble entre el sistema político republicano y el ejercicio sistemático y público de la opinión. Opinar era actuar políticamente y viceversa; organizar la república era discutir las reglas de la comunicación pública y viceversa. Quienes gobernaban o intentaban gobernar escribían regularmente sus opiniones. Legisladores, militares, sacerdotes católicos constituyeron, al tiempo, el personal letrado y el personal político.
La cultura letrada se impuso en esa transición como el paradigma de la comunicación política y, en consecuencia, permitió la emergencia del agente letrado como individuo político central; ese individuo ejerció al tiempo como político y escritor público, fungió como representante del pueblo y como representante de la opinión general. Los escritores de periódicos ocuparon un lugar prominente tanto en el campo político como en el de la opinión; eso significa que hubo una imbricación de lo político y lo publicitario o, mejor, que lo uno y lo otro fueron elementos de un mismo proceso de cambio.
El desmoronamiento del régimen monárquico, la discusión de principios de legitimidad y de paradigmas de organización política obligaron a una deliberación pública permanente que intentó sostenerse con instrumentos que garantizaran eficacia argumentativa, rapidez, intensidad y notoriedad, principalmente. El uso de mecanismos publicitarios tenía que contribuir a afirmar el proceso de legitimación de un nuevo orden y de un nuevo personal político. La deliberación misma estaba basada en un formato suficientemente exclusivo que le sirvió de presentación y de representación a un grupo de individuos poseedores de unas capacidades de comunicación expandidas por las letras de molde. Quienes poseían un capital simbólico sustentado en la cultura escrita, fueron los individuos que pudieron usufructuar el universo comunicativo ofrecido por los atributos multiplicadores de la imprenta. La revolución política de las antiguas posesiones españolas en América fue, también, una revolución de los paradigmas de la publicidad.
Hubo un acumulado de cambios nada desdeñables en el tránsito del orden monárquico a las coordenadas de un incipiente orden político republicano: el aumento de agentes políticos letrados; el uso cotidiano del periódico y de otras formas esporádicas impresas de circulación de las opiniones que se agregaron a las cotidianas y colectivas fórmulas de la comunicación oral, muchas de ellas vinculadas con un asociacionismo espontáneo y, además, demostrativas del expandido interés por los asuntos políticos.9 Lo dijo el historiador François-Xavier Guerra en un libro ya clásico; según él, las novedades que de modo restringido habían aparecido en el siglo XVIII, devinieron ostensibles cuando se fue imponiendo una nueva legitimidad.10 La escena pública se dotó de nuevos agentes, acciones e instrumentos, elementos que fueron constitutivos de un lenguaje político nutrido de las discusiones públicas cotidianas que hallaron, en el formato del periódico, un eficaz medio de transmisión de ideas.
El periódico poseía unos atributos insoslayables: su relativa rapidez para imprimir, para distribuir, para ser leído, en consecuencia, la capacidad didáctica de su formato que podía garantizar, quizás, un público más amplio que el del libro. Eso hizo del periódico el paradigma de la publicidad no solamente política, también de la comercial y social. Su repetición y expansión, su efecto multiplicador; todo eso impuso ritmos, formas retóricas, una agenda de los asuntos de la deliberación cotidiana. El periódico y un universo asociativo más amplio hicieron parte de esa pedagogía que incentivó pensar, escribir y leer lo político todos los días. Esa repetición cotidiana de la opinión impresa le fue dando consistencia a un lenguaje, a un sistema de comunicación que iba a ser sello distintivo de un régimen político que comenzaba a implantarse.
De tal manera que otro resultado evidente de la emergencia de publicaciones periódicas, de la emergencia de un discurso de constante apelación a la opinión pública, fue el surgimiento de un personal político que concibió como actividad primordial el ejercicio de la persuasión permanente mediante la escritura repartida en formatos impresos. Poseer el atributo de la escritura se volvió elemento de distinción política, de consolidación de un tipo de individuo preparado para cumplir tareas de gobierno. Un atributo cultural que designaba, con otros rasgos, una distinción social, sirvió para establecer una distancia entre el letrado y el no letrado; entre el cuerpo político activo y el resto de la sociedad; entre el representante del pueblo y el pueblo que delegaba la soberanía en individuos que adquirieron una cualidad que los hizo imprescindibles en el diseño de un orden político. La prensa fue un hecho realizado estrictamente con la escritura y por quienes poseían ese atributo diferenciador. Fue una afirmación a veces tácita, a veces explícita, de una soberanía racional, puesto que fue, por mucho tiempo, un artefacto exclusivo de quienes se auto-erigieron como ciudadanos y como representantes del pueblo, lo que Habermas ha llamado “público raciocinante”.11 La escritura en periódicos y en otros formatos impresos se consolidó como el “uso público de la razón” tanto por quienes escribían como por quienes leían. Ese público raciocinante, muy limitado en principio, lo constituían autores y destinatarios, escritores y lectores que convergían en un estrechísimo, pero indispensable, mercado de productores y consumidores de impresos.
El ejercicio permanente de la publicidad política fue una manifestación importante de la voluntad de poder; quienes escribían no solamente lo hacían por una vocación letrada, sino, además, porque sabían que los artefactos a su disposición contribuían a la expansión de ciertos ideales de organización política y porque era necesario establecer una comunicación constante con quienes podían ser un auditorio favorable para la afirmación de tal o cual proyecto político. Los gobiernos provisorios necesitaban crear rápidamente la ilusión de legitimidad mediante la publicación de sus actos y hallaron en la imprenta y en los “papeles públicos” los instrumentos de fijación de esa ilusión. Los particulares, interesados en hacer parte de alguna forma de gobierno o que buscaban la satisfacción de sus intereses, consideraron indispensable el recurso del periódico. Pero ese ejercicio permanente de la publicidad política contó con una premisa que lo hizo posible: la ruptura con un régimen de censura y vigilancia que había permanecido adherido a la dominación monárquica, con el paso de la censura previa a la censura a posteriori, un cambio marcado por vacilaciones y zigzagueos que permitió el establecimiento de talleres de imprenta y la aparición y afirmación de nuevos agentes sociales que hicieron más dinámica la vida comercial, pues incidieron, en diversos grados, en la formación de un campo político más diverso que el del Antiguo Régimen.
Partimos de suponer que los fundamentos del lenguaje de deliberación política durante los primeros decenios republicanos tuvieron que contar con elementos retóricos provenientes de las formas de argumentación enunciadas por los escritores de periódicos de buena parte del siglo XVIII. A pesar de las restricciones establecidas por el régimen monárquico, las necesidades publicitarias impusieron unas pautas de la comunicación impresa. El periódico ya era, hacia la década de 1790, un artefacto de comunicación conocido y, sobre todo, elogiado por sus ventajas con respecto al encumbrado formato del libro.
La Corona española tuvo sus propias necesidades publicitarias plasmadas en el recurso de los periódicos y en escritores vasallos que contribuyeron no solamente a difundir los ideales del Imperio, sino a preparar unas condiciones de sociabilidad letrada que hicieron posible la existencia más o menos prolongada de algunos periódicos. Por eso decimos, con algunos otros historiadores, que antes de 1800 ya había cambios ostensibles en el espacio público de opinión que habían debilitado el cerrojo censorio de las autoridades coloniales. En todo caso, a pesar de las limitaciones provenientes de la férrea censura previa, antes del umbral decisivo de 1808-1810, ya había un ethos de la discusión pública que había intentado fijar algunas premisas de la comunicación escrita. Por ejemplo, la apelación ilustrada a las virtudes de la razón; el escritor público auto-representado como portavoz de la moderación y la prudencia; la conversación con un auditorio basada, muchas veces, en recursos de ficción con tal de provocar la ilusión de un público adepto, numeroso y diverso; las máscaras, los heterónimos y los seudónimos, los títulos de los periódicos, los epígrafes y los prospectos, hicieron parte de un arsenal retórico puesto a disposición de la deliberación cotidiana mediante impresos.
El recurso impreso impuso modalidades y ritmos de comunicación que suplantaron aquellos basados en formas de sociabilidad espontáneas como la conversación en la pulpería, el chisme en la plaza principal, el rumor y el corrillo callejero. Aún más, el periódico pareció integrarse a los ritmos asociativos de aquellos lugares. La imposición de la cultura escrita como elemento regulador y legitimador de la discusión política entrañó el desahucio de formas orales tradicionales de comunicación que, por supuesto, no dejaron de existir, pero quedaron relegadas del circuito de comunicación oficial de lo político. Las gacetas ministeriales, el periódico faccioso, las hojas sueltas, las cartas remitidas por lectores, muchos de ellos notables lugareños, hablan de un universo comunicativo impreso muy activo; además, los suscriptores y lectores conformaron un círculo selecto de personal letrado inmiscuido en los asuntos públicos, partícipes cotidianos de la situación política, forjadores de la opinión pública letrada, por tanto, escogida y excluyente. Esos son los rasgos más ostensibles del lenguaje público de opinión en las coordenadas del incipiente orden republicano y concuerdan con un ambiente asociativo restrictivo, muchas veces confinado a una sociabilidad elitista, de herencia ilustrada, que privilegió la asociación de patricios dispuestos a “fijar la opinión” de un régimen político emergente y que les endilgó connotaciones amenazadoras a las movilizaciones populares.
Ese lenguaje político tuvo una elaboración colectiva y pública, a pesar de su ámbito restringido. Tuvo unos oficiantes persistentes, poseedores de un legado retórico, de conocimientos jurídicos y de ambiciones de participación política. Ese lenguaje tuvo algún grado de institucionalización en la medida en que hubo una legislación que permitió la iniciativa individual en el ejercicio cotidiano de la opinión política y, también, en la medida en que se asentó el taller de imprenta como lugar de producción sistemática de la publicidad en diversos formatos impresos. A eso se añadió la regularidad adquirida por ciertos periódicos, unos por ser la expresión oficial, como sucedió con las gacetas ministeriales y, otros, por haberse convertido en “papeles públicos” que plasmaban la capacidad política y la estabilidad económica de un notablato para sostener la emisión, a veces diaria, de una publicación periódica.
Hubo un personal escriturario que adquirió ciertos grados de especialización alrededor de funciones esporádicas o sistemáticas en la producción de opinión: redactores contratados por juntas supremas y ministerios; escritores públicos que podían poseer al tiempo su propio taller de imprenta; editores encargados de los contenidos de cada número de un periódico; artesanos impresores que tenían bajo su control a administradores del taller, correctores, cajistas, prensistas, aprendices, repartidores; fabricantes y vendedores de papel y tinta; libreros; responsables de las oficinas de correo; miembros de jurados o tribunales de imprenta. En fin, la discusión pública permanente en el incipiente régimen republicano fue adquiriendo dinamismo y una estructura compleja que hizo de la opinión cotidiana un ejercicio colectivo y público que fijó, muchas veces de modo involuntario, las premisas de la deliberación permanente.
El resto del siglo XIX le confirió aún mayor contextura institucional a este lenguaje político basado en la circulación de periódicos. Nos parece incuestionable que un buen trayecto de la historia republicana quedó consignado en la superioridad comunicativa otorgada a las publicaciones periódicas. A pesar de sus antecedentes ilustrados y sus iniciales condiciones elitistas, el periódico fue adquiriendo un aspecto más democrático y democratizador. Situados en la temporalidad que hemos examinado, es patente que la escritura pública en los periódicos adquirió regularidad y expresó unos rasgos inherentes a un sistema político basado en los principios de la representación de la soberanía popular.
Hubo una homología entre el sistema político republicano y el lenguaje de discusión pública. La república fue el contexto que hizo posible la deliberación cotidiana, propició la escritura pública, la manifestación de opiniones particulares y pretendidamente oficiales en un marco reglamentario basado en la asunción de libertades individuales. La discusión permanente mediante impresos plasmó el enfrentamiento de facciones políticas y de escritores situados de diverso modo en el campo político; unas veces hablaban en nombre de gobiernos recién establecidos y otras veces lo hacían situados en la oposición política. El lenguaje, por tanto, estaba sustentado en rivalidades, de modo que el disenso fue el elemento catalizador de esa discusión y contribuyó enormemente a forjar las características fundamentales de ese lenguaje. La invocación constante de la razón, la tolerancia o la armonía tuvo su contraparte en el influjo de “viles pasiones”, en el recurso de la invectiva, la calumnia o el insulto. Aún más, el destierro de los redactores, la clausura de periódicos, el proceso mediante jurados contra escritores, editores e impresores, aderezaron la vida pública. Los triunfos y derrotas, la tranquilidad o la agitación en el campo político tuvieron expresión en la aparición o desaparición de periódicos, en la aprobación o censura a determinados escritores, en el exilio de políticos e impresores, en las innovaciones tecnológicas o estancamientos en la producción de impresos.