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Por una visión de conjunto

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Nuestro examen cubre la segunda mitad del siglo XVIII y los primeros decenios del siglo siguiente, aunque nos hemos concentrado mucho más en el análisis de publicaciones periódicas que existieron entre los decenios 1767 y 1830. Haber mencionado o citado publicaciones anteriores y, sobre todo, posteriores a ese lapso no altera la visión de conjunto que hemos pretendido construir. Ya hemos explicado por qué consideramos 1767 un punto de quiebre en la relación entre la Corona española y sus posesiones en América, al menos en el ámbito cultural. La expulsión de los jesuitas puede tomarse como el punto de partida de un cambio que incluyó, en varios lugares de América, innovaciones en el sistema de enseñanza universitario; realización de proyectos científicos; viajes de algunos criollos a realizar estudios en Europa; intensificación del comercio de libros; afirmación del estatuto administrativo de algunas ciudades convertidas en capitales de virreinatos y, por supuesto, un interés por la difusión de la publicidad gubernamental mediante periódicos. Pero más allá de buscar un hito que sirva de mojón histórico en un año determinado, lo que nos ha interesado es ver cómo desde la expulsión de la Compañía de Jesús puede hablarse de una situación de cambio en la producción y el consumo intelectual que generó tensiones entre las autoridades coloniales y el personal letrado criollo. Entre 1767 y 1830 puede contemplarse un proceso de transición en que el umbral de 1808-1810 sirve de punto de referencia para establecer los vínculos y contrastes entre el periodismo practicado antes y después de la dominación española. Para el decenio de 1830 estamos ante un ritmo de discusión pública más o menos consolidado, en que el desenlace favorable de la guerra de Independencia abrió el campo de disputas entre facciones políticas por el control del espacio público de opinión y por la supremacía en la construcción de un nuevo sistema de gobierno.

Es cierto, como lo han demostrado muchos historiadores, que con la crisis monárquica advino un cambio cultural que tuvo particular expresión en la producción y difusión de impresos; sin embargo, también nos parece cierto que muchos elementos enunciados en la restringida práctica periodística de fines del siglo XVIII tuvieron continuidad en los primeros decenios republicanos. Mejor aún, buena parte del esquema comunicativo que funcionó bajo el control de las autoridades coloniales tuvo un despliegue más intenso a partir de 1810. Por ejemplo, el escritor vasallo controlado por la monarquía tuvo su prolongación en los escritores por encargo que, bajo la vigilancia de funcionarios de los gobiernos republicanos, redactaron las gacetas ministeriales. El escritor como intermediario entre el Estado y la sociedad tuvo relativa continuidad, algo que informa acerca de la persistencia de un esquema de comunicación. A eso agreguemos la prolongación de ciertos recursos argumentativos, la apelación a los prospectos, epígrafes, seudónimos, máscaras; a conversaciones ficticias; a relaciones epistolares fingidas o ciertas con los lectores; a la evocación de autores y obras que refieren nociones clásicas acerca de la democracia y el buen gobierno.

No se trata de desconocer las alteraciones en el espacio público de opinión que sobrevinieron con la crisis monárquica, sino más bien de entender que las innovaciones en el ritmo de producción de impresos tuvieron que sustentarse en un legado retórico, en una tradición jurídico-teológica, en la superioridad atribuida a la República de las Letras. Además, el paso a una situación nueva estuvo plagado de aprensiones y temores; la libertad de publicar la opinión no fue un trámite expedito y hubo momentos regresivos como sucedió con el prolongado cerrojo virreinal en Ciudad de México, con las inclinaciones autoritarias de Simón Bolívar y de Francisco de Paula Santander o con las tendencias a privilegiar la opinión obsecuente y a perseguir los conatos de oposición en el Río de la Plata. Una hirsuta exaltación de la supuesta sacralidad o infalibilidad de la ley pretendió suplantar la majestad que antes recubría el respeto a la figura del rey, de modo que el advenimiento de la república no significó un salto entusiasmado al ejercicio libre de la opinión.

Eso sí, hay cambios sustanciales en la intensidad y diversidad del campo de la opinión que hacen hablar de un nuevo régimen publicitario. La eclosión fue indudable y significativa en aquellos lugares que no habían sido centros de producción de impresos durante la dominación monárquica. La prensa insurgente mexicana fue, primordialmente, una prensa de las provincias que discutieron el tradicional predominio de Ciudad de México. En el antiguo virreinato de la Nueva Granada emergió, sobre todo en el decenio 1810, una prensa animada por patricios que representaban soberanías locales que controvertían el centralismo bogotano. También aparecieron en esa década, en varios lugares de la América española, opiniones particulares sustentadas en la libre iniciativa de individuos que aspiraban a construir una trayectoria de escritores públicos y a competir en un escenario de discusión cuyas premisas, en principio, diferían de las restricciones del Antiguo Régimen.

Este ejercicio es aproximativo y quizás superficial por lo panorámico, pero está motivado en la necesidad de adquirir una visión de conjunto que hace falta en nuestras historiografías. Incluso esfuerzos pretendidamente abarcadores, como las ya viejas reflexiones del lamentado François-Xavier Guerra, tenían el lastre de estar demasiado concentradas en unos casos particulares que, por serlo, no servían para generalizaciones gruesas.16 Aquí hay una tentativa de historia comparada o, al menos, de elaboración de una visión de conjunto que nos aleje de presuntos modelos que, por unilaterales, siguen siendo fragmentos.

Leer periódicos, en porcentaje disímil, es cierto, de Buenos Aires, Lima, Santiago de Chile, Valparaíso, Caracas, Santafé de Bogotá, Cartagena, México y otros lugares de la América española, provee una información empírica muy generosa que permite llegar a conclusiones acerca de tendencias, sincronías, singularidades, en fin.17 El diálogo entre los periódicos de esa época explica en muy buena medida las sincronías temáticas, pero también es ostensible que hubo una matriz ideológica común para todos aquellos escritores porque las élites de la inmediata post-independencia compartieron problemas muy semejantes relacionados con los desafíos de la afirmación de un nuevo sistema político, la legitimación de un personal político y la puesta en marcha de instituciones y funciones asignadas a novedosas estructuras estatales. Mencionemos algunos ejemplos: en el decenio de 1820, desde México hasta Chile, hubo preocupación por los alcances perturbadores del principio de la soberanía popular y los escritores hallaron en el pensamiento político europeo, quizás más claramente en el francés, la entronización del principio de la soberanía racional que les adjudicaba a las élites ilustradas una función tutora en la democracia representativa. También hay trayectorias diferentes del periodismo que hablan de situaciones políticas disímiles; mientras en lo que fue Nueva España persistió la censura previa garantizada por la prolongación de las autoridades virreinales, en el sur de América fue más perceptible la expansión de periódicos al amparo de legislaciones que aseguraban una censura a posteriori. Mientras en la Nueva Granada fue notorio el silencio obligado por la guerra de la Independencia, entre 1815 y 1820, en el Río de la Plata pudo afianzarse un núcleo influyente de periódicos. Y aunque en México parece haber prevalecido la tonada autoritaria en materia de impresos hasta bien entrado el siglo XIX, eso no fue obstáculo para que se afirmara política, social y económicamente la figura del impresor.

Lo más aleccionador de un ejercicio de investigación de esta índole es el contacto con tradiciones historiográficas y situaciones documentales diversas. Hay tradiciones de compilación e interpretación muy distintas, unas más adelantadas que otras, pero en términos generales siguen haciendo mucha falta esfuerzos editoriales y bibliotecológicos que pongan a disposición de los investigadores y el público en general un acervo de publicaciones periódicas representativas del proceso de transición a la vida republicana. México y Argentina parecen llevar la delantera en la organización editorial de colecciones facsimilares de periódicos. Lo hecho por la Biblioteca de Mayo, en Argentina, hacia 1960, es de enorme utilidad; a eso se agrega el cuerpo de investigaciones que aporta la Academia Nacional de Periodismo de ese país y todos aquellos investigadores afiliados, de un modo u otro, a lo que conocemos hoy como historia intelectual y que tiene difusión generosa en la revista Prismas. En México, el Instituto Mora ha asumido un liderazgo en los estudios relacionados con las historias del libro, la prensa y la lectura; al lado de eso, los archivos de la capital mexicana, aunque dispersos, conforman un conjunto de posibilidades documentales que no se agota fácilmente. Escritores paradigmáticos como José María Luis Mora y José Joaquín Fernández de Lizardi han sido objeto de compilaciones y estudios preliminares exhaustivos. Mientras tanto, los portales de internet de la Biblioteca Nacional de Chile y de la Biblioteca Nacional de Colombia han permitido la disponibilidad de algunos títulos de periódicos que son insoslayables en un estudio de esta naturaleza.

La conversación historiográfica en América Latina es hoy muy nutrida, gracias, en buena medida, al camino recorrido en los dos o tres últimos decenios por la llamada “nueva historia intelectual”. Se trata de un campo historiográfico consolidado a pesar de su vaporosa condición; una supuesta superación de la tradicional historia de las ideas que dialoga con las historias del libro y la lectura, con formas de historia cultural, con la historia de la literatura y con los estudios biográficos. Esta investigación está nutrida, precisamente, de las reflexiones de la historia conceptual de lo político, en particular lo relacionado con el concepto opinión pública; con aquellos estudios monográficos sobre determinados títulos periódicos; con algunos esfuerzos de biografías intelectuales, tan útiles para entender trayectorias de libreros, impresores y políticos letrados; con formas de análisis del discurso que contribuyen a entender los recursos retóricos y los propósitos argumentativos vertidos en el formato de los periódicos.

Es cierto que la historia intelectual propone un examen mucho más exhaustivo de formas discursivas y que su entronque con lo político es asunto privilegiado en algunas de sus definiciones;18 sin embargo, la sola revisión del componente discursivo de los periódicos constituye suficiente materia para hacer una reconstrucción muy aproximada de lo que fue un lenguaje político. Como lo han dicho algunos representantes de esa zona de estudios históricos, la historia intelectual proporciona principalmente claves de lectura que permiten descifrar las relaciones de implicación que puede haber entre lo escrito y sus autores, entre los agentes productores de discursos y los procesos de organización de los medios de enunciación de esos discursos, entre esos medios y las condiciones de poder en que esos discursos se producen. Todo eso constituye, a nuestro juicio, un momento histórico del lenguaje político en que predominan ciertos individuos, ciertos temas, ciertas formas de comunicación y ciertos recursos retóricos.

La importancia concedida al lenguaje en la comprensión de los procesos políticos es uno los aspectos esenciales de la historia intelectual. Por distintas vías y con el empleo de diferentes léxicos, autores emblemáticos como Michel Foucault o como John G.A. Pocock, han examinado el vínculo de estructuras sociales y materiales con la aparición e institucionalización de ciertos lenguajes que son, a su vez, resultados de unas condiciones discursivas que imponen determinadas reglas y posibilidades de enunciación.19 Esa sensibilidad por el lenguaje y por las condiciones o reglas que inciden en la vida de la polis ha tenido un tratamiento sistemático en la historiografía política francesa, con una derivación afortunada en las contribuciones de François-Xavier Guerra.20 En esta investigación hemos pretendido demostrar que en la prensa americana de fines del siglo XVIII y comienzos del siglo XIX hubo una elaboración colectiva de un lenguaje político que informa de las condiciones de funcionamiento del régimen político. Ese lenguaje estuvo hecho de unas prácticas predominantes de comunicación plasmadas principalmente en el periódico, concebido por los agentes políticos de la época como uno de los medios más eficaces, sino el más eficaz, para las urgencias de la conversación pública cotidiana.

La invención de ese lenguaje no fue un hecho espontáneo ni un hecho estilístico surgido de la nada. La escritura de la prensa se basó en los conocimientos acumulados de los redactores de periódicos —los “escritores públicos” o “publicistas”— que poseían unos conocimientos jurídicos, teológicos y retóricos obtenidos según los cánones ilustrados y católicos. Trataron de escribir según el orden de la razón y con base en evocaciones de elementos propios de una educación que les había permitido hacer analogías entre el momento que vivían y otros semejantes en la historia de la humanidad, de ahí el inventario de imágenes, metáforas y frases provenientes de las experiencias democráticas en la Roma y la Grecia antiguas. La recuperación de un republicanismo antiguo hizo vigentes unos conocimientos histórico-políticos que sirvieron de guía en la imaginación de un nuevo orden a partir de la crisis monárquica de 1808. Los periódicos que nacieron en esa primera mitad de siglo, y con mayor insistencia hasta la década de 1830, estuvieron fácilmente poseídos por autores y obras que evocaban ese mundo antiguo que puso a funcionar ciertas ideas de democracia.21

¿Cómo hemos llegado a esta constatación? Los historiadores leemos periódicos que suelen tener, para nuestras indagaciones, un valor referencial. Pero solemos olvidar que esos documentos son, ellos mismos, unos hechos históricos, productos de la acción y del pensamiento, expresión de las relaciones entre los individuos. Esta vez no hemos tomado los periódicos de una época como un recurso documental para indagar por algo externo a los periódicos mismos; ellos no han sido dispositivos para indagar por otros hechos históricos porque ellos han sido, esta vez, el hecho histórico que hemos querido comprender. En esta ocasión era necesario saber qué decían los periódicos, cómo lo decían y por qué. Digamos, entonces, que hemos estado próximos a un análisis textual, a un examen de contenidos y formas, de autores y estilos, de recurrencias del lenguaje y de rupturas significativas en ese lenguaje. La prensa examinada, siguiendo aquellos títulos que juzgamos lo suficientemente representativos de algún estado de evolución de la instauración del periodismo en varios países de la América española, ha constituido para nosotros un corpus textual con su propia historia. Ese largo corpus contiene una historia de fabricación colectiva de un lenguaje de deliberación pública.

También nos hemos detenido, cuando lo hemos considerado forzoso, en elaborar semblanzas biográficas que ayuden tanto a entender trayectorias individuales como tendencias generales. Hemos estado hablando de un mundo letrado compuesto de individuos provistos de legados, prolongadores y transformadores de acumulados retóricos; sus vidas fueron, en buena medida, trayectorias de comunicación, parábolas de una sociabilidad productora y reproductora de los principios de deliberación pública. También pueden verse esas vidas asociadas como resultado y expresión de las disputas por la hegemonía en el campo de la opinión pública, porque fueron las figuras centrales de la afirmación de una cultura letrada que sirvió de fundamento en la instauración de un nuevo orden político. No perdamos de vista que hemos examinado un momento de emergencia y formación de un personal que imbricó sus dotes letradas en la legitimación de un nuevo agente político. Fueron escritores de prensa impelidos por la necesidad de intervenir en el moldeamiento del nuevo orden político y, por lo tanto, escritores de lo político, deliberantes acerca de las condiciones o reglas de funcionamiento de la vida pública. Definidores de la estrechez o amplitud de la discusión pública cotidiana; en consecuencia, creadores de un lenguaje político. Esos individuos dejaron en su obra escrita, reflexiones, definiciones y auto-definiciones. Referirse a ellos en esta obra nos condujo a un ejercicio prosopográfico o, al menos, a esbozos de biografías útiles para explicar el proceso general al que pertenecieron.

El lenguaje político de la república

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