Читать книгу Ananké - Gilda Salinas - Страница 10

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Cuando Mely distinguió la figura de Marcelino, una punzada se le fue a clavar en el estómago, algo no estaba bien. Sin embargo caminó hacia él y su sonrisa fue manto que cubrió la sospecha.

—Pensé que no ibas a venir y sentí re gacho, flaquita —dijo y la atrajo para abrazarla.

Ella esquivó sus labios pero se quedó así, contra el pecho que olía a recién bañado. En ese momento le gustó sentirse sometida. Y él seguía sonriendo, apretando sensual hasta que intentó buscar su cuello mientras ella se aferraba a los restos de esa cordura que no sabía dónde andaba cuando era necesaria.

—Espérate. No, Chilo. Dijiste que le habías comprado ropa al niño, dónde está. ¿Me engañaste? —aunque en ese momento no le importara.

Marcelino aflojó poco a poco, corriendo las manos hacia las nalgas y echando el cuerpo hacia adelante para que ella sintiera la erección, volvió a asir la cintura pero sin apretarla, y cuando estaban a punto de separarse retomó el abrazo para pegársela al cuerpo.

—¿Ves cómo me pones de caliente? —dijo muy cerca del oído y ella reaccionó con la piel chinita y sin voluntad—. Aquí tengo una camioneta de la chamba, flaca, ahí dejé la bolsa con las cosas de m'ijo. ¿Me acompañas?

Mely caminaba en un ensueño y antes de razonar ya estaba en la parte trasera de una Ford cerrada, gris, con vidrios polarizados. No alcanzaron a desvestirse: besos, caricias atrabancadas, acomodos, jalones de ropa para abrir camino y ya estaba sintiendo la eyaculación entre sus piernas.

—¿Y ahora? ¿Fue todo, pelón?

—Falta, mi reina.

Se hizo a un lado y hacia atrás al tiempo que se abría la puerta posterior. Un sujeto entró a la camioneta agachado. Mely intentaba enderezarse, quitar el cuerpo. El hombre desabrochó su bragueta para extraer el miembro y se puso un condón, la mirada fija en ella, media sonrisa socarrona. Ella entró en pánico, quiso cerrar las piernas, huir, pero Marcelino la inmovilizó: manos y rodillas allanaron los obstáculos para que el tipo la penetrara. Las frases vulgares se confundían con las imploraciones y cada insulto de ella regresaba con un golpe donde fuera; sin fuerza, cierto, pero había golpe y violencia y suciedad.

Cuando al fin él se venció con un bramido áspero a ella sólo le quedaban lágrimas y secreciones. La resistencia huyó a un lugar lejano en la misma supuesta bolsa de la ropita de su hijo.

—Está buena tu vieja, Chilo, sí sirve.

Ella trató de levantarse, jalaba el vestido hecho bolas.

—Adónde vas, putita.

Eran tantas las palabras, tan estridentes los reclamos, que mejor no hablar. Además quién era ese tipo. Seguía haciendo esfuerzos para quitarse el peso de encima y a cada empeño correspondía una burla, un insulto. Cuando al fin se liberó una cachetada vino a tumbarla. Los hombres rieron.

—Aprende a responder cuando te hablo, pendeja. Tienes de dos sopas: vienes por las buenas o vienes a madrazos —dijo el desconocido, se pasó a gatas hasta el volante y arrancó la camioneta. Mely miró a Marcelino, no entendía, pero él hizo un gesto burlón de advertencia.

Los pensamientos de la muchacha eran laberintos, preguntas, susto, indignación, adónde iban, qué iba a pasar. En algún punto del miedo bendijo a su madre por arrebatarle al niño y casi de inmediato la maldijo. Si lo hubiera traído no me hace esto porque cómo.

Le costaba creer que su marido fuera ese, el enemigo. ¿El padrote? La incredulidad susurraba que se acercara a la palanca de la puerta y diera el brinco cuando anduvieran despacio, que Marcelino la iba a dejar escapar. Se veía en ese salto ágil y luego en la carrera mientras la camioneta se iba haciendo cada vez más pequeña, apenas un punto.

—De una vez jálate para Izúcar.

—Qué traes, Marcelino, para qué vas a llevarme a Izúcar, yo no quiero ir contigo, ¡bájame! ¡Déjame! —gateó hacia la puerta cuando sintió un golpe en la nuca y ya no pudo defenderse.

Ananké

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