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Se arregló con esmero. Había echado a andar el reproductor MP3 —regalo viejo de Chilo— con todas sus canciones favoritas, y a veces las cantaba bajito y otras bastante fuerte. Esa mañana afuera de la maquiladora lo sintió como antes, en sus ojos vio emoción, ganas de besarla. Por qué no creer que había cambiado y que volverían a estar juntos: sus vidas en la rutina de la comidita caliente al regreso del tianguis, el calor y el aroma de sus cuerpos por la noche, la misa del domingo con Toñito en brazos, el sol que hace achinar los ojos y mole de borrego para el almuerzo. Aunque condicionaba el volver con él también hacía concesiones.

Casi estaba lista cuando pensó que era buena idea llevar al niño, seguro quiere verlo porque cualquier padre tiene ganas de abrazar a su hijo y más si se parece tanto a él. Fue por la ropa. Armandina se asomó curiosa.

—Adónde vas, hija.

—A la avenida, ma, ¿quieres que traiga algo?

Observaba el arreglo de su hija y su mirada esquiva.

—Para qué le vas a cambiar la ropa al niño si anda limpio —se quedó así, viéndola en silencio, tal vez conjeturando posibilidades; Mely accionaba sin darle la cara—. ¿A la avenida? ¿Con quién, y para qué llevas a Toño?

—Para que lo conozcan unas amigas, quedamos de… —sin verla a los ojos.

—No me mientas, Mely, dime adónde vas.

La muchacha eludió la respuesta con arrumacos a su hijo, frases insulsas y cariñosas sobre lo guapo que iba a quedar con ese pantalón nuevo. Armandina contuvo la frase y echó a andar rumbo a la cocina, necesitaba pensar o rezar.

Poco después, cuando la muchacha iba a abrir la puerta con el niño en brazos la mujer la detuvo.

—Si te vas a ver con ese hombre a pesar de todo lo que ha hecho y todo lo que nos ha dicho, allá tú, pero a Toñito no te lo llevas.

—Qué pasa, ¿por qué los gritos? —gritó el marido desde su cuarto.

Armandina lo pensó un segundo antes de desafiar a Mely.

—A este niño la que lo cuida y lo educa soy yo, y estás en mi casa, así que me respetas. Trae acá.

La joven se echó para atrás, era su hijo, por qué no podía hacer con él lo que quisiera.

—Ya vas a empezar con tus imposiciones, tienes que controlarme, ¿lo ves? Por eso terminé yéndome a vivir con Chilo.

—¡¿Qué pasa con el niño, vieja?!

—Nada, Juan, ahorita voy.

La mujer bloqueaba la puerta. Mely tuvo que decidirlo rápido, no quería mortificar a su papá, además ya se le había hecho tarde y a saber si su marido la esperara o no. Agachó la cabeza para no evidenciar su coraje y puso al niño en el suelo. La madre se quitó despacio, dilatando la decisión, la cita, la voluntad de su hija, pero hasta ahí; luego todo fue movimiento: la vio salir hecha una furia y cerrar la puerta con demasiada firmeza. El niño fue tras su madre entre pasos torpes y con la manita empuñada tocó en la lámina antes de soltar el llanto. Entonces Armandina lo abrazó para llevarlo a la recámara mientras se comía las lágrimas.

Ananké

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