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Son poco más de las seis de la mañana cuando Mely sale de su casa con el tiempo justo para llegar a la parada del transporte, el frío tempranero enrojece sus pómulos de inmediato. Apenas da unos pasos cuando escucha la puerta abrirse: es su mamá que la llama: “dejaste la fruta del almuerzo”; asoma un poco el cuerpo al frío, el brazo estirado y la bolsa con el envase de plástico.

La prisa le salta por dentro, pero el calor de la vivienda es una seducción, total, un día que no vaya a chambear —se detiene en el quicio— los olores conocidos se acurrucan un segundo en su ánimo. El llanto de su hijo viene a sacudirla, y más cuando llega vacilante y se aferra a sus piernas, la carita hacia el techo reclamando los brazos. Qué difícil encontrar la fuerza para no levantarlo. Por suerte su madre lo distrae mamila en mano. Mely aprieta el paso para recuperar esos minutos. Faltar es un lujo.

Desde una camioneta gris con vidrios polarizados alguien sigue los movimientos de la muchacha a partir de que sube al transporte; arranca al mismo tiempo, se mantiene detrás durante todo el trayecto, casi treinta minutos. Cuando llegan a la base, un hombre joven baja de ella. Del camión descienden varios muchachos bromeando a pesar del frío, Mely destaca por su físico: menuda, bien hecha, con el pelo rizado al aire y una sonrisa de hoyitos en las mejillas.

El hombre la intercepta, ella intenta evadirlo.

—Pérate pues, Mely. Quiero saber de m'ijo.

—Mucho te ha de importar, ni siquiera apareciste cuando cumplió un año. Y ya me tengo que ir.

—Por eso. Ya voy a cambiar. No puedo olvidarte, mamacita, flaquita linda, perdóname. Ya regrésate, o qué, ¿ya no me quieres?

—De estar en casa de tus papás a estar en casa de los míos, mejor con los míos. Y ya tengo que checar —trata de sacarle la vuelta, él la contiene de los brazos con un poco de violencia— estate, Marcelino, o llamo al de seguridad.

—Dame chance, Mely; mira, pa' que veas que va en serio le compré una ropita a m'ijo.

—Ah, pues qué bueno, la primera en medio año. Déjasela a mi mamá.

—No seas mula. Te la doy el sábado. A las once, en la avenida, donde siempre. Y platicamos tantito.

Marcelino acompaña el coqueteo con un apretón sensual en el brazo de la muchacha que dice sí por deshacerse de él. No sabe ni lo que oyó. Y se va casi corriendo hacia la maquiladora, pero todavía alcanza a escuchar la canción que su marido canta a gritos.

—Y no puedo dejarte de amar, / y no puedo dejar de esperar. / No puedo perderte al final / y no te puedo olvidar. / No sé luchar / si no estás.

La chicharra rompe la mañana para chuparse todos los sonidos.

La zona es aséptica y silenciosa. Una mesa larga, un riel y las cajitas donde permanecen los componentes que las operadoras deben ajustar a la tarjeta madre. Una lámpara que cuelga ilumina el área de trabajo y en uno de los muros hay un cristal desde donde un supervisor observa tiempos y movimientos. Mely, como otras chicas, trae conectados los audífonos de un radio que descansa en la bolsa de la bata blanca.

La música es ajena a sus pensamientos. Aunque no quisiera la presencia de su marido la inquieta, a veces lo sigue viendo guapo, y en las noches, cuando vienen los recuerdos, lo desea con todas las emociones que inventó su cuerpo cuando empezaron a besarse.

Ajenas a inquietudes, las manos hurgan en la tarjeta madre con precisión.

No lo ha olvidado, claro que no, pero ¿quererlo? ¿A pesar de la violencia, los insultos, la decepción?

Deja la pieza terminada en el riel, toma otra y otro paquete de componentes.

A lo mejor su suegra tiene razón, el alcohol cambia a la gente: “está borracho ¿qué no ves? Y tú que no te callas, Mélida” ¿Y si de verdad piensa cambiar? Ni modo que no quiera a su hijo si es igualito a él.

Ese paquete no corresponde a la b734, guarda todo y avisa del cambio al supervisor; anota en su programación y pone la bolsa con las devoluciones en el estante de atrás. Saca otro paquete, se asegura de que los números coincidan. A pesar de que Carlos Vives está duro y dale con el estribillo de la Gota fría: Me lleva él o me lo llevo yo / pa' que se acabe la vaina, la voz de Marcelino emulando a Camila gana la partida: Y sigo así, / un soñador sin noches, / un alma sin destino / que paga por sus errores.

—Pues total, qué pierdo con escucharlo.

Ananké

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