Читать книгу Ananké - Gilda Salinas - Страница 7
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Оглавление—Está bien, les voy a contar.
—¿Te explico de nuevo?
—Ya entendí. Quieren saber nombres de gentes y de lugares y lo que me hacían y todo eso.
—Y cuando no desees contarnos por algo, me dices y analizamos el punto. Listo, Rosy.
—¿Desde hace cuánto tiempo te tenían secuestrada?
—No sé bien. Estuve así como diez meses. Me traían de Veracruz a Puebla, de Puebla a Cuautla, de allá para México y hasta nos iban a pasar de contrabando porque Darío tiene un bar en Los Ángeles, eso dicen, y mañana…
—Espera, espera, si me platicas a saltos no voy a poder ordenar los hechos. Cuenta pausado, recuerda que tengo que transcribir en la computadora. Vamos otra vez. Desde el principio —la joven asiente.
Una señora muy amable, y la otra también. A lo mejor no todos los del gobierno son cabrones. De todas formas debo poner atención porque ¿de verdad les voy a decir todo de todo?, o no.
—Dame tu fecha de nacimiento, Mélida. Cómo te dicen de cariño, en tu casa, ¿Mely?
—Sí, abogada, así mero. Nací el…
En relación con los hechos que se investigan deseo señalar lo siguiente: que mi fecha de nacimiento es el veinticinco de marzo de 1992. Originaria del Municipio de Zacatelco, en el estado de Tlaxcala…
—¿Conoce Tlaxcala? Está bien cerquitas. Es re-bonito.
—Luego me cuentas. Dame los nombres de tus padres, a qué se dedican.
»¿Viven los dos?
—Sí. Mis papás… padres se llaman Juan Antonio Salas Torres y Armandina Reyes Cadena. Él es panadero…
Mely se va al olor del pan. A las cuatro de la tarde regresaba su papá con una bolsa de estraza para los suyos, bolillos calientes, olorosos, que crepitaban en la boca. La merienda de pan blanco con un pedazo de queso fresco y chiles en vinagre y a veces aguacate. Y también a veces las conchas remojadas en atole, o las piedras.
—…bueno, era panadero, ahora ya no trabaja porque lo atropellaron, se le quebró algo de la columna y no siente las piernas, no camina. Mi mamá hace postres para entregas.
Las cinco vitrinitas bien limpias y lucidoras con las gelatinas de agua, las de leche con nuez o con pasas, las mosaico; los colores compitiendo tras los cristales todas las mañanas cuando ella y sus hermanos estaban listos para irse al colegio. La mano con vida propia hacia los montecitos temblorosos recién desmoldados, ¡y el manotazo!
—Ay, chamaca, ya llevan su gelatina en la lonchera. Ya sabes que estas hay que tenerlas completas para cuando venga Caritino.
¿Me pusiste de fresa?, ¿me pusiste de nuez?, ¿me pusiste de colores? Cada día una distinta y siempre ganas de más.
A lo mejor les tocaba otra a la vuelta, aunque fuera una para todos… o dos. Y sí, a veces había un plato de gelatinas de distintos sabores esperando.
Qué lejanos parecen esos días de felicidad, de pasar poquita hambre, de compartir la cama porque eran dos chamacas y el niño, que luego creció y ya lo mandaron a la sala mientras Juan construía una recámara para él y luego llegó el otro y entonces con más razón había que levantar el cuarto, aunque fuera una pared en medio de la sala; nomás que soltara el pecho el chiquito este.
—¿Estado civil?
—Casada con Marcelino Vega; pero quién sabe dónde está, licenciada. Unos dicen que lo mataron, y otros dicen que está en Los Ángeles, en el bar de Darío. Yo no sé, a lo mejor ya soy viuda.
Que ignoro el paradero de mi esposo, Marcelino Vega Sánchez, cuya media filiación es la siguiente: 22 años, de 1:68 de estatura, moreno, nariz chata, boca grande…
Lo conoció en tercero de secundaria. Ni le gustaba, pero el pelón iba a todos lados detrás de ella: a la salida, entre clases, cuando gimnasia, y las compañeras haciendo bulla, hasta que empezó a parecerle guapo. Le encantaba la música tanto o más que a ella y bailaba bien, hacían buena pareja; eso fue lo primero que la cautivó: el gusto por la música. Ya no sabe en qué momento dejó de ser el latoso del grupo 12 porque apenas le dio el “sí”, Chilo empezó a besarla de ese modo que él sabía y la hizo sentir algo nuevo que le fue creciendo en algún lugar del pecho y el muchacho, perceptivo, arriesgó nuevas caricias conforme aumentaba el calor entre ellos: caricias en el muslo y luego un poco del seno, el roce sin querer, la disculpa y otro roce intencionado con la mirada de deseo o de amor o de enamoramiento; y pronto el tacto dejó de ser fugaz, creció hasta que el peso de la mama hizo cuna en su palma y los labios apresaron el pezón sobre la ropa.
Las emociones agolpadas en el bajo vientre, la mirada contagiosa en la suya. Cuando Chilo quiso hacer camino hacia la ingle el pudor y la lógica marcaron un alto medroso, pero ya era su Marcelino, con el que soñaba despierta, el motivo de conversaciones y de las ansias apenas contenidas, apenas disimuladas; atesoró los mensajes de celular, los recaditos que encontraba entre cuadernos: letras de canciones, versos copiados, citas.
Estaba enamorada desde la panza. Sí quería entregarse, ser de él, llegar hasta el final con ese revoltijo de emociones desconocidas, sí, deseaba elevarse hasta explotar y luego mecer el descenso hasta pisar tierra; pero había consideraciones: unas amigas le dijeron que se sentía bien bonito y otras que dolía horrible; y también estaba lo otro: no quería andar de boca en boca como le pasaba a más de una; los cabrones se arrastraban entre promesas y juramentos para luego ufanarse y si te vi no me acuerdo.
¿Y su papá? ¿Qué iba a pensar su papá si perdía la virginidad así nomás por ganas para que luego la aventaran como trapo? Eso no iba a pasarle a ella. De por sí criticaban todo de Chilo y cada vez era más complicado que su mamá la dejara salir. Cuando se ponía a ayudarle con las gelatinas soltaba la cantaleta: “No sé qué le ves a ese muchacho. Es un vago, ¿pues qué no te das cuenta, hija?” Eso sí la tenía purgada, la mirada inquisidora de Armandina que parecía olerla. Mely era capaz de cuidarse sola. Oídos sordos, paciencia y sólo Marcelino en su cabeza.
Hasta que un día, fastidiada de la cuerda tensa, ya no volvió a su casa. Aceptó entregarse siempre y cuando empezaran a vivir juntos, aunque aguantara los malos modos de su suegra. “Sí va a haber casorio, jefa, nomás deja que junte unos centavos. Le voy a talonear duro y me cae que hasta le pongo aunque sea un cuarto a mi mujer”. Chilo empezó a trabajar con su papá en los tianguis, sube y baja cajas de tenis pirata: de la camioneta a los dos metros cuadrados del puesto, del piso a la camioneta, otra vez acomodadas por estilo, marca y talla. Bueno para el verbo, bueno para jugar con el precio y lograr un excedente que era suyo. “Mira, flaquita, ve guardando estos centavos y a ver qué hacemos”.
A Mélida le gustaba despertar en la noche y ver a su pelón dormido junto a ella, acurrucado con esa cara de niño bueno. Le gustaba que se le metiera entre los rizos y la olisqueara cuando acababa de bañarse. Hasta se olvidó del remordimiento, porque su hermana hacía dos años que trabajaba en Puebla y su papá ya estaba postrado; el gasto de la casa significaba una carga fuerte para Armandina y ya no tendría la ayuda ni el ingreso de ella. Pero tan fácil como no pensar en su familia para no extrañarlos y no pensar en las apreturas. Que trabajaran sus hermanos, ni que estuvieran mancos.
Le gustaba levantarse tempranito para hacerle el almuerzo a su Chilo, y cuando le dijo que creía que estaba embarazada, él se puso muy contento y organizó el matrimonio en el juzgado y hasta una fiestecita donde las familias convivieron. Y queriendo y no, su mamá vino a abrazarla y hasta le dijo que se veía muy linda. Y el papá, en la silla de ruedas usada que le consiguieron, la veía con la cara contenta. Hacía rato que no le daba el sol.
Muchas veces se ha preguntado por qué empezó a agriarse eso que ella supuso era la felicidad. O tal vez sí sabe, aunque la respuesta es injusta. Cree que el problema fue no poder cumplirle como mujer porque tuvo amenaza de aborto y estaba indispuesta: “la doctora dijo”; y mientras crecía la panza y las molestias Mélida se fijó en el techo del cuarto, las manchas de humedad, el foco con un cable muy largo, el color verde de la pared de la sala que era horrible, y sintió nostalgia del olor de su casa y de la mesa con las gelatinas temblorosas.
La pesadez, el sueño que la vencía por las tardes se volvió un velo sobre los ojos de Marcelino que evitaba mirar, tocar su cuerpo, acercarse por las noches; si acaso un par de veces la buscó para tener relaciones desde la espalda, y ella agradecía la distancia, el desamor, porque ya no encontraba acomodo; y la necesidad de orinar y los pies hinchados y su figura en el espejo, todo era desagradable.
Cuando nació el niño, la primera discusión fue por el nombre; Mélida no cedió. ¿Sería el rencor porque le puso Antonio o porque no dejaba que Chilo apretara sus senos y le hiciera esas cosas de antes? Sí lo deseaba, sentía rico, pero Toñito y el llanto y el pecho y el olor de los pañales y el cansancio…
La suegra miraba complacida el giro que iba tomando la relación, suegra mustia, tal vez harta de tener a esa indecente en su casa y a un chamaco que a lo mejor ni era de su hijo porque le dijeron…
Marcelino dio por llegar tomado y ya casi no iba a los tianguis; empezó a tratarla con desprecio, él, que antes le dejaba letras de canciones de Río Roma y del Buki y de Camila en hojas de cuaderno dobladas en cuatro, letras que ella cantaba emocionada: Bésame / sin razón, / porque quiere el corazón. / Bésame… fue el mismo que llegó a levantarle la mano porque “quién eres tú para pedirme cuentas, pendeja, ¡no me callo, me vale madres que se despierte el escuincle!”
Se me hace que confundí las ganas con el cariño y ya sin ganas no me quedó nada.
—Sí, licenciada, es propiedad del papá de ese hombre con el que me casé. Ahí nació mi hijito Ant… —la abogada victimal contiene el dato y le pide a Rosa Martha que escriba: “ahí nació mi hijo, y no deseo proporcionar su nombre”.
—¿Y ahí vivías cuando…?
—No. Estuvimos en esa casa hasta que mi niño cumplió seis meses más o menos, pero mi marido cambió mucho su comportamiento hacia mí…
…ya que comenzó a tomar bebidas alcohólicas frecuentemente y como yo le reclamaba Marcelino se enojaba y me comenzaba a gritar, me decía que yo no tenía por qué decirle qué hacer, y que él seguiría tomando, y también dejó de trabajar, y lo que me molestaba era que se salía todo el día y se iba con un sujeto que se llama Darío, esto lo supe porque como yo me quedaba en la casa de su papá donde vivíamos, cuando llegaba Marcelino le preguntaba que adónde estaba y él me decía “me fui con mi amigo el Darío”…
—¿Algún conocido de la familia te lo presentó?
—¡¿Cómo cree?! En ese tiempo jamás lo vi.
Quiero mencionar que no sé de dónde Marcelino conoce a Darío, tal vez como somos vecinos del estado de Tlaxcala es por eso que…
—Yo siempre trabajé, siempre, licenciada… Mendoza, ¿le puedo decir licenciada Paty? —la abogada victimal afirma y con otro movimiento de cabeza le indica que hable hacia la ministerio público— Después de que mi papá tuvo el accidente yo vendía jugos en la puerta de la casa y acá con mis suegros también. Así que cuando él no traía dinero yo compraba los pañales y lo que Toñito necesitara. Pero me cansó, fíjese, me cansó con sus gritos y sus amenazas, y cuando dije esto se acabó fue cuando por primera vez me puso la mano encima.
—Dirígete a la abogada Quiroz —la muchacha vuelve a sentarse derecha y retoma el relato porque se da cuenta de que están esperando que continúe.
—Pues sí, me pegó y me regresé a mi casa, y empecé con los jugos, le ayudaba a mi mamá con las gelatinas y metimos cocteles de fruta. Tenía que trabajar más fuerte porque éramos dos bocas más y ella no puede sola. Mis hermanos todavía estudian; aunque el grande ya ayuda en unos abarrotes y de menos ya no pide para sus transportes ni para sus gastos de fin de semana. Entonces yo vendía en la puerta para sacar mis centavos. Pero Marcelino llegaba borracho a cualquier hora y me gritaba que me iba a matar, que me iba a quitar al niño, que se iba a chingar a mis hermanos, que me regresara a su casa; y nos sacaba muchos sustos, hasta tiré el celular de tanta cosa que mandaba a cualquier hora, mensajes de texto, pues.
»Mi papá está delicado, le tienen que hacer tratamientos y curaciones con miel en sus llagas porque se le pela bien feo la carne en la espalda y en las pompas, y se mortificaba de oír tanta barbaridad y no poder levantarse a partirle… digo, a defendernos. Entonces busqué otra cosa y mejor me fui a coser ropa a un taller; Chilo ya no supo de mí porque me cambiaban de turno cada semana y a veces doblaba uno o medio tiempo. Luego, como a los tres meses, salió la chamba en la maquiladora…
De pronto recuerda que cuando le fueron a contar que Marcelino andaba de chofer del tal Darío y que el tipo era padrote no quiso creerlo. Y menos que se hubieran robado a una chamaca del mercado, a la hija del taquero. No lo imaginaba haciendo eso, ni siquiera entendía bien qué hacían los padrotes. Cómo iba a ser posible. La imagen molestaba, creyó que su hermano lo decía para hacerla enojar. Recuerda y se recrimina, cree que fue estúpida, pero luego se conforma: aunque lo hubiera creído, cómo iba a evitar lo que pasó después.
—Y estaba contenta en mi trabajo, licenciada. Mi mamá me ayudaba con Toñito y me rendía el sueldo porque la maquiladora da el transporte…
—Lo estás haciendo muy bien, Mely, pero tienes que contarle a la abogada, dirígete a ella; yo sólo veo por tus derechos, ella es la que está levantando la averiguación y ella determinará los delitos de los que fuiste víctima. Estabas contenta en tu trabajo, vivías con tus padres, y qué pasó.
—Marcelino tuvo la culpa. Apareció una día bien temprano, antes de que entrara a la planta —dice y el recuerdo la jala.