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T. REX OTRA VEZ

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Marc Bolan murió en un accidente de coche en Barnes Common en el sudoeste de Londres en septiembre de 1977. Iba en el asiento del copiloto de un Mini violeta conducido por su compañera, Gloria Jones. El Mini se salió de la carretera en una curva y chocó contra un árbol. Jones sobrevivió. Bolan falleció. Tenía veintinueve años.

Mi madre me contó durante el desayuno que había muerto, igual que haría tres años más tarde al despertarme con una taza de té y darme la noticia de que habían asesinado a John Lennon. Ojalá pudiera decir que me desvanecí sobre el mantel de la mesa, que subí sollozando a mi dormitorio, que lloré amargamente y que me pasé allí una semana, inconsolable y rodeado de velas. Pero eso no es lo que sucedió. Sentí ese escalofrío que se produce cuando te enteras de una muerte, pero nada más personal.

Lo que quiero decir es que en 1977 tenía muy superado lo de Bolan. Había comprado el single de «The Groover» en 1973, pero básicamente por los viejos tiempos. En realidad, no me gustaba. Peor aún, cuando falleció, yo tenía quince años y hasta cierto punto estaba en una fase de negación de mi etapa Bolan. Durante un año y medio me había comportado como si nada más importara en el mundo. Y luego, en clara contradicción, había pasado a Sweet y Mud y a muchos otros (experimentar una muerte temprana como una noticia cualquiera consiguió que floreciera mi cuota de desechables). En 1976, haciendo gala de una descarada deslealtad, incluso había sentido un leve interés por Peter Frampton, que era una especie de Bolan del pasado, con cara de bebé y cabello de ángel. En otras palabras, en lo que a Bolan se refería, había recorrido el corto camino que va de la pasión a la indiferencia y había empezado a regocijarme con la despiadada poligamia del fan del pop.

Mucho después sí que me acordé de él con cariño. En la década de 1990, algunas estrellas del pop consiguieron reencarnarse. Volvían para anunciar pantalones vaqueros. En 1991, le gustara o no, le tocó el turno a Marc Bolan. «20th Century Boy» podía oírse en un anuncio de Levi’s que formaba parte de una serie que recurría a viejos discos pop para inocularte un llamativo relato audiovisual en torno a los pantalones. Tu reacción emocional depende en gran medida del desasosiego que sientas al escuchar la banda sonora de tu pasado convertida en la banda sonora de una estrategia de ventas de otro. No obstante, ese año visité por primera vez el árbol de Bolan, el escenario del accidente de coche, del que los fans de T. Rex se han apropiado para convertirlo en una especie de templo.

No se trató de una peregrinación. Vivía a diez minutos del lugar en aquella época y fui allí para escribir un artículo para el periódico. Durante todo el año la gente decora el árbol con recuerdos, pero a medida que se acerca el aniversario de la muerte de Bolan, ponen tantos que el tronco queda totalmente cubierto y las ramas acaban envueltas en poemas, flores de papel brillante, escarapelas, dibujos, fotografías fotocopiadas y fundas de discos. El árbol está situado en un lugar en el que las luces de las casas y de la calle se extinguen en una red de carreteras que cruza el lugar. El suelo se desliza cuesta abajo a un lado del árbol y la zona está ahora delimitada por un quitamiedos por el otro. Está claro que Bolan no ha sido el único en realizar una parada inesperada en este punto.

Esa noche lloviznaba. Era una típica noche de otoño, pero ahí había unas veinte personas, sentadas como si velaran un cuerpo y conversando en voz baja mientras la lluvia mojaba los árboles y los coches circulaban por la carretera. Casi todos los presentes se habían reunido en el crematorio Golders Green durante el día para rendir tributo frente a la placa conmemorativa de Bolan y luego se habían trasladado al árbol. En el equipo de música de un coche aparcado en la carretera sonaba «Solid Gold Easy Action».

Me sentía como un impostor, un bolanista no practicante camuflado entre los que mantenían viva la llama, esas personas cuya fijación había durado veinte años más que la mía. Sin embargo, teníamos cosas en común: «Hot Love», «Get It On», «Jeepster» y el desasosiego que nos causaba el anuncio de Levi’s. Me abrí camino como pude hasta el quitamiedos y me coloqué junto al tipo que estaba más cerca del árbol. Tenía mi edad, el pelo igual de largo que Bolan y una línea de purpurina violeta debajo de cada ojo. Observaba con tristeza el mástil de la guitarra eléctrica que sostenía y dijo: «Marc ni siquiera llevaba nunca vaqueros».

Estar sentado bajo la lluvia junto a un árbol contra el que alguien chocó y encontró la muerte en un Mini resulta una ocasión perfecta para el morbo. Pensar de forma obsesiva en algo es como enterrarse en vida, lo cual queda todavía más patente si el objeto de la obsesión se encuentra ya enterrado. No obstante, me sorprendió que la solemnidad junto al árbol de Bolan se debiera más al mal tiempo y que algo alegre estaba teniendo lugar bajo esas ramas goteantes: algunas personas estaban recordando a Bolan y esos discos que les habían marcado y que les seguían marcando. Además, mientras que el anuncio de Levi’s no era fiel al espíritu de Bolan, esa reunión sí que lo era.

Se habló de revivir el espíritu verdadero de Bolan acudiendo directamente a su espíritu. Un tipo mencionó que conocía a alguien que después de un accidente casi mortal durante el que sonaba una cinta de T. Rex en el equipo de música afirmaba haberse comunicado con Bolan en una sesión de ouija. Alguien lanzó una objeción.

—Te han engañado, tío.

—¿Quién? —pregunté—. ¿Los médiums?

—No, los espíritus. Fingen ser la persona con la que quieres comunicarte: Bolan, Hendrix, quien sea. Mienten, igual que mentimos nosotros. Porque ¿hay alguien de quien te puedas fiar?

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