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SCOTT JOPLIN

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El destino no me sonrió cuando truncó mis planes de dominación mundial a través del rock el día que me convirtió en pianista. Y mi madre tampoco fue de gran ayuda el día que regaló mi piano a un hospital psiquiátrico de la zona, aunque de eso hablaré más tarde.

Creo que es sencillo encontrar el origen de la angustia del pianista: no eres guitarrista. Cuando quedó claro al principio de mi adolescencia que yo era lo primero y no lo segundo, entré en un periodo de negación desesperada y me abalanzaba sobre cualquier cosa que se pareciera vagamente a una guitarra: esos ukeleles casi sin cuerdas, una guitarra de juguete de los Beatles de plástico naranja encontrada por ahí y, cuando mis hermanos no estaban en casa, sus impresionantes guitarras acústicas y eléctricas de verdad. Tocaba y tocaba hasta que me sudaban y me dolían los dedos, pero nunca fui capaz de extraer nada de esos instrumentos más allá del nivel más rudimentario y básico. El riff de «Jeepster» tocado en una cuerda de ukelele habría podido ser un triunfo, pero nunca se hizo realidad. Poco después, Jeremy me enseñó los tres acordes de «Bad Moon Rising» de Creedence Clearwater Revival, de la que, tras meses de dedicación absoluta, conseguí sacar una versión bastante decente y chula (si no te importaba esperar dos minutos entre cada cambio de acorde mientras conseguía recolocar los dedos en su sitio, a veces usando incluso la mano derecha para poner los dedos donde les correspondía).

El piano parecía más plausible y debería haber estado agradecido por tener al menos eso. En muchos sentidos, el piano es el instrumento más satisfactorio de dominar; es autosuficiente y versátil y sociable. Sin embargo, ninguna de estas ventajas compensa su principal inconveniente desde una perspectiva pop: tu capacidad limitada para adoptar poses de naturaleza roquera mientras lo tocas.

En toda mi vida, nunca me he puesto delante del espejo en mi dormitorio fingiendo tocar el piano, mientras que sí he fingido tocar la guitarra alegremente en todas las habitaciones de todas las casas en las que he vivido. Al cumplir los diez años, estaba saturado de imágenes de Bolan y su guitarra Flying V, inclinándose hacia delante y hacia atrás con las rodillas dobladas, pegando brincos y deslizándose y pasándolo en grande. Gilbert O’Sullivan, con los hombros caídos frente a un enorme piano y con su jersey, no acaba de conseguir el mismo efecto.

Un amigo me confesó una vez que se pasó gran parte de los momentos íntimos de su juventud fingiendo ser Ray Manzarek de los Doors. Ponía los discos de los Doors y movía los dedos sobre un plano horizontal imaginario. A veces usaba el borde de la cama. Estaría dispuesto a afirmar que se trata de un caso aislado de deseo hacia un teclado. En los conciertos es poco frecuente que los solos de teclado produzcan la excitación con la que se reciben los solos de guitarra, el público no levanta los brazos y se da las manos, ni mueve los dedos como si tocara. No tenemos una idea clara de cómo sería fingir tocar el teclado.

Cuando cumplí doce y trece años y quedó claro que el piano era el único instrumento en el que me defendería, busqué en vano algún modelo al que imitar. Sin embargo, los teclistas parecían ser gente como Tony Banks de Genesis, quizá el hombre menos expresivo del rock, cuya idea de descontrol frente a la masa es asentir con amabilidad. Ray Charles y Stevie Wonder están geniales, meciéndose y balanceándose frente al micrófono, pero en parte sus movimientos son debidos a la ceguera, son reflejos propios de invidentes, así que imitarles es arriesgarse a caer en el mal gusto. He visto a Elton John subirse al piano con unas gafas ridículas y trajes llenos de volantes y pegar saltos sobre la tapa, aunque eso no parecía hacerle muy feliz. Siempre pensé que, si hubiera sido guitarrista, no tendría que haberse esforzado tanto.

Reparando en el vacío trágico en el centro de la vida del pianista, durante la década de 1970 unos fabricantes inventaron un teclado que podías llevar colgado al cuello con una correa, como si fuera una guitarra, forzándote a tocar las teclas como te tocarías los bolsillos, pero permitiéndote cambiar de posición y sacudir esa cosa con el resto del grupo. Se hizo bastante popular entre los miembros de Earth, Wind & Fire, pero a mí no me hizo gracia, aparte de que no podría habérmelo costeado. Este triunfo de la ingeniería técnica no conseguía que parecieras un guitarrista, sino que parecías un teclista con un caso grave de envidia instrumental.

El teclista no puede apoyarse espalda contra espalda con el bajo en una demostración de colegueo. Tampoco puede dejarse llevar y alejarse del micrófono para acometer un punteo corto o un solo. Estás atrapado, como un vendedor detrás del mostrador. Me fijé en que Rick Wakeman decidió compensarlo con un desafiante despliegue de sintetizadores y situándose en el centro de varias filas de tambaleantes teclados, muchos de los cuales no tenían utilidad alguna, pero destacaban en forma de amenaza (era la versión musical de una marcha militar). El reducido tamaño de la tecnología actual, gracias a la cual un único teclado puede hacer el trabajo de diez, te arrebata incluso esa satisfacción (a menos que seas Wakeman, que continúa apilando en el escenario teclados antiguos como en los viejos tiempos).

Como pianista, sabía que al menos podía cultivar el modelo de baladista sensible, que es la opción de Billy Joel. Tú, ese solitario un poco salvaje, inexpresivo excepto en esos momentos bien entrada la noche cuando te sientas al teclado y lo das todo. Y ella se acerca al piano, copa de vino en mano, emocionada e impresionada.

—¿Qué estás tocando?

—¿Esto? Bueno, no sé, es… estoy improvisando.

Ahora, con treinta y dos años, no me parece algo tan malo. Podría sacarle partido a algo malo al máximo. Pero de adolescente la cosa no tenía ningún atractivo para mí.

Está claro que lo mejor que puede hacerse ante el teclado es comportarse como Vince Clarke de Depeche Mode y luego Yazoo y luego Erasure, o como Chris Lowe de Pet Shop Boys. Hoy en día, los teclados son tan sofisticados que puedes generar el sonido de una orquesta entera con un solo dedo, y una de las mejores cosas de la solución de Clark y Lowe al problema de ser teclista (casi siempre sin expresión alguna y quietos como estatuas) es su honestidad sobre la cantidad de trabajo que hace la máquina. Lowe sabe que una gran parte de lo que él hace corre a cargo de un ordenador. No tiene inconveniente en reconocer que, de vez en cuando, se aburre como una ostra. Ojalá hubiera estado presente en la década de 1970 para mostrarnos el camino.

En el piano que teníamos en casa tenías que pelearte para extraer de él el sonido de un piano. Es probable que hubiera sido rechazado como atrezo para las escenas de taberna de un Western de bajo presupuesto. El instrumento había pertenecido a mi abuelo, quien, viejo y encorvado, todavía lo tocaba cuando venía a casa, aunque solo tocaba una canción, «In an English Country Garden», al tiempo que silbaba la melodía para suplir las notas que se saltaban sus dedos. Es curioso, pero siempre la tocaba de pie, como Little Richard. Solo que no era Little Richard.

Con unos adornos horrorosos, y tal vez diseñado para un Liberace decimonónico que no había conseguido colmar las expectativas, el piano poseía un par de candelabros de latón atornillados en la parte delantera, aunque las copas que habían sostenido las velas habían desaparecido hacía mucho tiempo. Si pisabas el pedal fuerte, se oía un crujido dentro, como si alguien estuviera cambiando de marcha en un motor de tracción. El mayor inconveniente era que la caja era una de esas viejas de madera que no se habían fabricado para soportar bien las presiones ambientales de una casa moderna de la década de 1970. Lo que pasaba siempre es que el afinador acudía cada seis meses más o menos, afinaba el piano para dejarlo perfecto y se marchaba. Luego se encendía la calefacción y a los cuatro minutos esa cosa sonaba como una guitarra hawaiana.

Cuando tenía siete años, mis padres decidieron que mi profesora de piano sería una anciana llamada Sra. Galley, que daba clases a domicilio como si fuera una enfermera de barrio. A menudo me he preguntado lo bueno que podría haber sido si la clase semanal del jueves por la tarde no hubiera coincidido justo con el principio de Scooby-Doo en la tele. Eso me convirtió en un alumno quisquilloso e indiferente y no solo por cómo conseguía atraparme de principio a fin Scooby-Doo, sino también porque perdérselo equivalía al ostracismo social; al día siguiente, en el patio, la gente preguntaría: «¿A que fue una pasada cuando Shaggy mordió a Velma?». ¿Y qué sabría yo si en ese momento había estado ocupado estropeando de mala gana una versión simplificada del «Himno a la alegría» de Bach?

Supongo que las clases tampoco eran un camino de rosas para la Sra. Galley, aunque no creo que estén relacionadas directamente con su muerte a mitad del segundo curso. Insisto en que era vieja. De todas formas, su muerte no ayudó a mejor las cosas en relación con mis progresos frente al teclado. Lo que sí supuso fue la llegada de un periodo de varios años en los que tuve carta blanca para aporrear sin trabas el piano, aprender siguiendo mi instinto y crear mi propio estilo interpretativo. Ya podía verme dando entrevistas en el futuro en las que mencionaría de pasada algo que había dicho Paul McCartney (o Paul o Macca, como esperaba llamarlo para entonces) sobre cómo él siempre se había alejado del aprendizaje clásico —incluso más adelante, cuando tuvo la posibilidad de hacerlo— por miedo a que conocer algunas de las reglas significara dejar de hacer lo que había estado haciendo durante todos esos años de ignorancia. Yo diría algo así: «Sí, coincido con Macca en ese aspecto».

Abandonado a mi propia suerte, desarrollé dos formas indefinidas de bugui-bugui, una a medio tiempo y la otra más rápida. También creé una versión a dos dedos de la sintonía de la serie de televisión Robinson Crusoe, una de las grandes sintonías melancólicas de la televisión. Creo que la serie estaba doblada del francés de la versión original, pero había pasado algo raro con toda la banda sonora, incluyendo la música de los créditos, haciendo que sonara apagada, un poco desorientada y triste. También saqué de oído una versión de «The Entertainer» de Scott Joplin que podría haberme granjeado la acusación pública, y con razón, de haber sucumbido a la presión popular. A mediados de la década de 1970, todo el mundo que tocaba el piano tocaba «The Entertainer» de Scott Joplin. No obstante, la mayor parte de la gente tenía acceso a las partituras, mientras que yo tenía que abrirme paso a oscuras. Aun así, elaboré una nada despreciable versión arrolladora, aunque se quedaba un poco corta de notas negras y no cambiaba ni una sola vez de tecla con la mano izquierda, ya que, después de haber dado con ese arpegio que da fuerza a la melodía —bum, ching, bum, ching—, no estaba dispuesto a perderlo.

La mayor parte de las veces, empezaba con la versión a medio tiempo y luego seguía con la más rápida. Mi madre me preguntaba nerviosa por qué no podía aprender algo que supiera tocar de principio a fin.

Sospecho que en su momento llegó a imaginarme con el pelo peinado con raya al lado y unos modales exquisitos, tal vez con un esmoquin de terciopelo, bajando de mi cuarto a última hora de la tarde para amenizar la velada y distraer a sus amigos con magníficas piezas de Mozart. Sin embargo, esa visión se había desvanecido. Ahora veía el piano como una horrible carga que ocupaba espacio en el salón, así que decidió tomar cartas en el asunto. Además, estaba bastante harta de la sintonía de Robinson Crusoe. Así pues, un día quedé con la Sra. Forbes, una profesora que me había recomendado mi cuñada, y empecé a ir a clases en la recalentada sala de estar de su casa adosada de Drury Road. La Sra. Forbes era más joven que la Sra. Galley, aunque no mucho más. Llevaba el pelo teñido de negro y sujeto en un recogido con horquillas y clips. También llevaba blusas de algodón blanco con volantes en el cuello y los puños. En la puerta de su casa me cruzaba con otra estudiante que salía, una niña de cinco años con coleta. Tal vez porque había encontrado su tono en la hora anterior y luego no podía modificarlo, la Sra. Forbes me hablaba como si yo también fuera una niña de cinco años con coleta, en lugar de un chico de diecisiete con un apetito voraz por conseguir un contrato de grabación con una discográfica.

Intentó que tocara «Trois Gymnopédies» de Satie (que era a finales de la década de 1970 lo que «The Entertainer» de Scott Joplin había sido a mediados de la misma década y que luego se devaluó mucho debido a su uso en anuncios de televisión de desodorante y mascarillas faciales). Al tocarla se me agarrotaban los dedos. Más o menos en la cuarta clase, a fin de aligerar el ambiente, le toqué una pieza que había compuesto hacía poco («…he estado trabajando en esto últimamente…»). Pensé que la disfrutaría porque se parecía al tipo de música con la que habíamos estado trabajando. En realidad, es probable que la pieza fuera más del estilo de Eric Sykes que de Erik Satie. Cuando acabé, dijo con una sonrisa: «Vaya, parece que tenemos un pequeño compositor en ciernes».

Duré un trimestre y no conseguí aprender a leer partituras, aunque me seguía consolando el hecho de que Paul McCartney tampoco supiera.

Debió de ser más o menos por aquella época cuando apareció el afinador del piano —un hombre alegre con bigote que andaba a saltitos como si acabara de salir de una fantástica sesión de cabaret— en lo que parecía otra de sus visitas rutinarias. Sin embargo, después de cinco minutos a solas con el piano, salió de la habitación con una expresión grave impropia de él. Dijo que tenía malas noticias. No había razón para alargar la agonía, iba a ir directo al grano. Se trataba de la caja: la cosa no tenía buen aspecto. Ajustar el piano al tono de concierto habría implicado tensar tanto las cuerdas que la caja se habría doblado y tensado como una trampa para animales, con el riesgo de explotar en mil pedazos letales que saldrían disparados por toda la sala. Ni que decir tiene que no me apetecía nada estar sentado al piano tocando una de mis versiones cuando eso pasara. Podía afinarlo un poco —dentro de unos límites— para mejorarlo en cierta medida. Pero, básicamente, era inoperable y no había nada que pudiéramos hacer aparte de mentalizarnos para el final que se avecinaba.

Pero, según mi madre, sí que había algo que podíamos hacer: podíamos llamar a un hospital para enfermos mentales y preguntarles si querían un instrumento desafinado. Unos días más tarde, enviaron una furgoneta para llevárselo.

Ya es bastante malo ser pianista, pero todavía es peor ser un pianista sin piano, lo cual fui durante unos tres años. Había tocado fondo.

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