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FACES

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Mi padre, que odiaba la música pop, preguntaba: «¿Por qué tiene que estar tan alta?». En ocasiones se trataba de una reprimenda retórica, pero otras veces lo preguntaba con franca curiosidad. Porque el silencio era uno de sus proyectos. Anhelaba una vida silenciosa. Iba por la casa bajando el volumen de las cosas (la radio, la televisión, el tocadiscos) con expresión de dolor y luego cambiaba a otra de alivio exagerado cuando se erguía, exhalaba y decía: «Ahora sí, mucho mejor». (Esta manía se extendía a una determinación tenaz por eliminar cualquier ruido interno extraño del coche de la familia —traqueteos, zumbidos, chirridos—, una lucha infructuosa teniendo en cuenta la edad del vehículo. Huelga decir que mis peticiones para poner un equipo de música en el coche fueron totalmente obviadas.)

Mi padre también me decía otras cosas sobre el pop: que no entendía qué le veía, que a él todo le parecía igual, que no era más que ruido. Bueno, es posible, ¡pero qué ruido! Sobre todo si subías el volumen. Algunos temas te obligaban a ser generoso con el volumen, como «Pool Hall Richard» de los Faces, de 1973, que no tanto empieza como tropieza y luego convierte ese traspiés en una carrera. Y cuando lo oía lo bastante alto y la puerta del dormitorio estaba cerrada, podía correr con él, frente al espejo, simulando con las manos que tocaba una guitarra imaginaria, con el pulgar y el índice de la mano derecha apretados y pegados al muslo mientras le cantaba la letra a mi reflejo, si bien no era nada fiel a la realidad porque Rod Stewart, que cantaba, no tocaba la guitarra en esas canciones. Pero el disco era tan bueno que quería hacer las dos cosas a la vez, y si hubiera podido tocar también la batería al mismo tiempo, lo habría hecho. (Existe un ensayo de psicología que relaciona tocar la guitarra y fingir tocar la guitarra con la masturbación, pero creo que puedo rebatirlo con un par de frases. Tocar la guitarra no se parece en nada a masturbarse. Tocar la guitarra es mucho más difícil.)

Sin embargo, a veces necesitabas el ruido por otras razones. Necesitabas comportarte como un adolescente, así que pasabas horas en el dormitorio, tumbado boca arriba en la cama, con un disco puesto y desbordado por una aflicción inconmensurable. Esos eran tus años de Samuel Beckett. Y en ocasiones el pop conseguía sacarte de ese estado, aunque a menudo te hundía más en él, que es donde querías estar. Entonces, le dabas la vuelta al single de «Pool Hall Richard» y ponías la otra cara, que era «I Wish It Would Rain» [«ojalá lloviera», en inglés].

No hay nada como el pop para abstraerte, pero sucede al revés: no hay nada como el pop para centrarte en ti mismo. Ahí está el pop, esa fuerza positiva y extrovertida, capaz de acelerar el corazón y disparar el pulso. Así pues, era extraña la naturaleza solipsista de todos esos placeres que encontrabas en él: las horas pasadas en el dormitorio (no solo, según Roddy Frame, sino a solas), los bailes sin nadie más, las imitaciones frente al espejo y pasar el rato a oscuras con los auriculares puestos, que sigue siendo mi manera preferida de escuchar cosas, hundirme en ellas y aislarme sin distracciones. En ese momento el pop no era la banda sonora de tu vida, era tu vida.

¿Por qué tiene que estar tan alto? Porque cuando está alto, el bajo se oye latir y la batería patalea y las guitarras se deslizan por toda la habitación y el conjunto te golpea en el pecho. Porque cuando está alto, no puedes oír nada más, en especial a las personas que te preguntan por qué tiene que estar tan alto.

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