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INTRODUCCIÓN

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En la primavera de 1989, poco después de cumplir veintisiete años y mientras esperaba bajo la aguanieve en una parada de autobús de Colchester, me di cuenta de que probablemente, no nos engañemos, había fracasado en mi misión de convertirme en Sting. Al menos por el momento. Era por la tarde, aunque ya había oscurecido, y RCA Records de Alemania acababa de dejar en la estacada a los Cleaners from Venus.

Es posible que no leyeras nada sobre el tema; por desgracia escasearon los titulares airados en la prensa y los editoriales estupefactos en las revistas del sector. A decir verdad, no hubo ni uno. Pero los Cleaners from Venus era el grupo en el que yo tocaba, y durante tres años y medio este grupo había sido el eje central de mi plan para convertirme en una estrella del pop y de mi campaña para ser el nuevo Sting. Había tocado en otros grupos antes, pero este era por el que había apostado todas mis fichas, al que había dedicado todas mis energías, desde nuestros horribles inicios en una ciudad industrial de Essex, pasando por nuestro triunfal contrato de grabación con RCA Alemania (¿por qué RCA Alemania? Porque nadie más nos quiso), hasta llegar a las 11:30 de la mañana de ese amargo día, en el que un pez gordo de Hamburgo se puso en contacto con nuestro mánager de Londres y le dijo en alemán: «Estáis despedidos».

Para ser justos con RCA, las cosas no habían ido muy bien. Las ventas del primer álbum de los Cleaners from Venus, Going to England, habían sido insignificantes. Además, por increíble que parezca, se vieron afectadas negativamente por las ventas del segundo álbum, Town & Country. La última vez que habíamos actuado en directo en Hamburgo (en la gira Town & Country de 1988), el presidente de la compañía de discos se había marchado después de la tercera canción, abatido y sacudiendo la cabeza. Es más, nuestro mánager estaba a punto de largarse, el batería iba a ser deportado a Japón y el cantante, que escribía todas las canciones y era al fin y al cabo el líder del grupo, se había pirado hacía tiempo para hacerse jardinero.

Eso me dejaba a mí, recién bajado del tren de Londres en la North Station, esperando el número 5 para que me llevara hasta el centro, a través de la carretera de sentido único hasta Crouch Street y por fin hacia el Oeste por Lexden Road, a la izquierda en el semáforo de la tienda de muebles MFI, hasta llegar a casa de mi madre.

Era una pena porque me gustaba mucho el trabajo de Sting. Estaba bien pagado; de hecho, no había otro mejor pagado. El horario era genial (porque, ¿qué hace Sting en realidad durante todos esos meses que pasan entre álbumes y giras? Supongo que holgazanea); casas en Hampstead y Nueva York y Miami y Los Ángeles (la antigua casa de Barbra Streisand, de hecho). No es que quisiera hacer un álbum que sonara como los suyos, pero estaba claro que me gustaba su estilo de vida. Conciertos, fans. Música pop. Ser una estrella del pop.

En sentido estricto, está claro que vacantes para ser el nuevo Sting no se habían anunciado, aunque, como los aspirantes a músico suelen hacer, entiendo la mera existencia de Sting como un indicio de que el mundo necesita Stings. En cualquier caso, el hecho de que nadie lo dijera, y menos que se dirigieran a mí al decirlo, era realmente el menor de los obstáculos insalvables que ignoré a propósito cuando me lancé de cabeza a mi misión.

Este libro es la historia de ese viaje; el viaje de un hombre por el mundo del rock y luego de vuelta a los brazos de mamá. Y, al mismo tiempo, es un libro sobre lo que te pasa cuando el pop te atrapa. Y, créeme, lo hace con todas sus fuerzas. Es así de avasallador. Tienes que andarte con ojo. Invitas al pop a pasarse por tu casa y, sin darte cuenta, te está diciendo qué ponerte y eligiendo a tus amigos.

A los jóvenes de la década de 1970, los mayores a menudo nos decían que no siempre estaríamos bajo el yugo tiránico del pop. Decían que el pop no era más que otra fase por la que pasabas, una especie de adolescencia. Acabaría desapareciendo, como las espinillas, al cumplir los veinte años y sería sustituido, poco a poco, por un gusto adulto hacia la música clásica: orquestas, óperas… la música de verdad, música que requería más que esos tres minutos de cabeceos espasmódicos y que (según contaban los rumores) te daba mucho más a cambio.

Sin embargo, he cumplido ya treinta y dos años y todavía no ha pasado nada. El pop ya no es solo para los jóvenes y no solo son ellos los que lo hacen. Ahora parece que la juventud fue una fase por la que pasó el pop. Yo he crecido con el pop, y el pop ha crecido conmigo. Ahora los dos somos muy diferentes a como éramos en 1970. Pero, de vez en cuando, un leve desasosiego, cuyo origen me gustaría localizar, se abre paso en nuestra relación.

Acerca de los discos y artistas que aparecen en estas páginas, me gustaría decir que el libro repasa unos veinticinco años de música pop, pero no pretende erigirse en un compendio de ningún tipo. Se trata de un relato personal y tal vez sería justo decir que se queda corto. No quiero afirmar que esas cosas fueran lo mejor que pasó en aquella época, aunque probablemente sea algo obvio desde el momento en el que hay un capítulo dedicado a Nik Kershaw. No obstante, no está de más dejarlo claro.

Tampoco quiero decir que no haya canciones cuyo valor como contribuciones a la cultura del siglo xx estaría dispuesto a defender hasta la muerte. Lo único que pasa es que, según mi experiencia, cualquier colección de discos está sujeta a fuerzas bastante arbitrarias. Incluye ese disco que compraste porque un amigo te lo recomendó, o porque pensabas que te gustaría y no fue así, o porque pensabas que era otro disco hasta que te lo llevaste a casa pero que te gustó de todas formas, o porque resulta que estaba sonando cuando sucedió alguna cosa, totalmente inconexa, así que el cariño que le tienes está relacionado con la música solo de forma tangencial. En mi colección de discos hay vacíos en los que debería haber álbumes fantásticos y fundamentales; y hay álbumes donde a menudo me gustaría que hubiera huecos, cosas que me hacen ponerme rojo como un pimiento cuando alguien viene y empieza a mirar y me dice algo del tipo: «¿De verdad has comprado esto?» o «Me cago en la puta… ¡los Wombles!».

También he tenido mis triunfos, mi pequeña cuota de momentos álgidos cuando tus gustos coinciden con el consenso general sobre lo que tiene valor y merece la pena. Sin embargo, la mayor parte de las relaciones con el pop son circunstanciales, fruto del azar, y discurren en contra del sentido común. De hecho, estoy convencido de que uno de los mayores dones del pop (y muy subestimado al escribir sobre el tema) es su capacidad de mandar al sentido común a tomar por culo.

Así pues, me parece justo advertirte de que estas páginas contienen descripciones gráficas de música realmente aberrante y, junto a tales descripciones, algunos pasajes de justificación de naturaleza claramente deplorable. Los lectores más sensibles pueden saltarse, por ejemplo, el capítulo sobre 10cc. También el que trata de Nik Kershaw. Y recomiendo que pasen con pies de plomo por los capítulos sobre Randy Crawford y Pink Floyd.

Y, sobre todo, que no se acerquen bajo ningún concepto a los capítulos sobre los grupos en los que toqué, desde Pony hasta los Cleaners from Venus, pasando por los Orphans of Babylon. Realmente pensaba que alguno de ellos podría triunfar. Incluso había empezado a pensar en lugares de Colchester en los que colgarían una placa para recordar mis inicios, una época en la que la gente no sospechaba —pero que de alguna manera sabía— en qué me convertiría. La casa de mis padres era uno de los mejores candidatos. O tal vez sobre la puerta de uno de los pubs o discotecas, escenarios de esos primeros pasos vacilantes hacia el estrellato mundial… el Oliver Twist, el Embassy Suite, el Colne Lodge (ahora asilo de ancianos). ¿Y qué tal a la entrada de ese local de ensayos de Priory Street posteriormente reconvertido en una tienda de medias?

Bueno, mejor que no. El mejor lugar sería en la pared del garaje de la casa de John Taylor (no el John Taylor que acabó siendo bajista de Duran Duran, sino otro), que es donde todo empezó y donde, en realidad, si hubiera sabido la que me venía encima, todo habría acabado.

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