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VII

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2 de julio

Paso por delante de la fachada principal de la casa, después aparco en frente del cobertizo. Ya están el Fiat Punto de Aurelio y el Renault Clio de Sante.

—Ya era hora: cuando hay que trabajar encuentras siempre la manera de desaparecer.

—Sante —digo con aire sorprendido—, ¿estás tú también?

—¿Es una pregunta? ¿Quieres una respuesta?

—No, es por decir algo. Lo sabes.

—¿Y tú sabías que esperábamos el furgón de Federal Express hoy?

—¿Ha llegado ya?

—A las nueve. Y adivina quién estaba aquí para recibirlo.

—Supongo que tú y Aurelio.

—Has ganado.

—¿Todo bien? — intento cambiar de tema—. ¿Qué tal es el material? —pregunto mirando el conjunto de piezas mecánicas colocadas ordenadamente al lado del fuselaje del helicóptero.

—A primera vista parece bueno —responde Aurelio—, pero lo sabré solo cuando las haya examinado mejor.

Asiento. Miro alrededor. Conozco el lugar, llevamos un mes trabajando aquí, pero cada vez valoro más la organización del espacio que ha hecho Aurelio. Es un gran profesional; y Sante es perfecto para tratar con ese tipo de gente para conseguir las piezas. Sin ellos no habría podido hacerlo.

—Si no me necesitas iré a dar una vuelta —digo a Aurelio.

—Hoy no os necesito.

—Entonces ¿puede venir Sante conmigo?

—Llévatelo de aquí, pero coge esta lista de herramientas, las necesito más bien rápido.

—¿Vamos al mismo proveedor?

—Las ferreterías milanesas tienen todo, y de las mejores marcas.

—Entonces voy yo, así cambiamos la cara del cliente. Veo que necesitas una pequeña presa y un cargador de baterías profesional; podré meterlos en el Volvo. Los tendrás el miércoles o el jueves.

—Adiós —dice, volviendo a trabajar en el área del motor.

Estoy contento. Conozco bien a Aurelio y sé que cuando se comporta de manera más hosca significa que está concentrado en su trabajo.

Fuera examino con Sante la zona donde haremos las operaciones de vuelo. Al lado de la construcción que sirve de hangar se abre un amplio espacio abierto cubierto por un césped inglés compacto y muy bien cuidado. Los árboles que lo rodean por los tres lados, a parte del que está ocupado por el cobertizo, son suficientemente altos. El lado más largo del prado, de unos cincuenta metros, me parece suficiente para permitir maniobras de despegue y aterrizaje.

—¿Qué te parece? —pregunto a Sante.

—Más que suficiente.

—Me parece que hemos empezado con buen pie. Y has hecho un buen trabajo con Bogard.

—Un poco caro, esperaba gastar menos.

—Cuando se quieren cosas fuera de lo normal hay que estar dispuesto a pagar por ellas. Le he dejado muy claro este punto al abogado.

El ruido de un coche que llega orienta nuestra atención en dirección de la avenida que va del portón de entrada a la villa. Me doy cuenta de que mi corazón se ha acelerado: podrían ser el abogado y Jessica.

¿Cómo es posible que tenga reacciones de adolescente? ¡Acabaré siendo un hazmerreír!

El coche es un viejo Golf rojo. Se para delante de la casa y bajan dos personas: un hombre y una mujer de media edad. Miran hacia nosotros, hablan entre ellos y entran en el edificio.

—Son los custodios, los De Prà: Oreste y Germana —comento.

—Ya. Parece que siguen ocupándose de sus propios asuntos.

—Al menos cuando estamos nosotros.

—Quizá deberíamos acercarnos para conocerlos. Antes o después tendremos que quedarnos a dormir.

—Otro día, hoy vamos a la ferretería.

Pasando por delante de la casa veo que los dos nos observan desde la ventana.

Volando Con Jessica

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