Читать книгу Juventudes fragmentadas - Gonzalo A. Saraví - Страница 10
La experiencia de la desigualdad y sus dimensiones subjetivas
ОглавлениеLa desigualdad objetiva no es suficiente para dar cuenta de la fragmentación social. Las disparidades y contrastes en las condiciones materiales de vida, en la distribución de los ingresos, o en la asignación de otros recursos y capitales, no explican ni generan automáticamente el distanciamiento social y cultural que define a la fragmentación social. La jerarquía como eje de diferenciación no se transforma por sí sola en fracturas sociales, aun cuando en su profundización esté inscrita la génesis de la fragmentación. Las condiciones estructurales de desigualdad favorecen, e incluso a partir de cierto nivel promueven, el aislamiento y distanciamiento social, pero lo hacen “a través de” y “en interacción con” otras dimensiones de desigualdad a las que aquí denominaré subjetivas, por estar basadas en la experiencia del sujeto.
Las dimensiones subjetivas de la desigualdad no son equiparables con las perspectivas subjetivistas o constructivistas de la desigualdad, para las cuales la desigualdad es en principio una interpretación socialmente construida, sin ninguna otra dimensión estructural relevante que la contenga (Harris, 2006). Tal como lo observa Reygadas críticamente, “en el constructivismo extremo la desigualdad se reduce al flujo siempre cambiante de las interpretaciones creadas en las interacciones entre los sujetos, perdiéndose de vista las estructuras que dan continuidad y persistencia a las inequidades” (Reygadas, 2008: 55). Dicho en otras palabras, se la reduce a un fenómeno exclusivamente ideacional desligado de sus condiciones objetivas. Nada más alejado de nuestro propio planteamiento.
Al analizar las dimensiones subjetivas, asumo como premisa fundamental que toda experiencia social está condicionada desde su inicio por los constreñimientos y oportunidades que impone el posicionamiento estructural de los individuos. Y esto es especialmente así en el caso de la experiencia de la desigualdad, en la cual, como expuse en algunas páginas previas, la condición de clase deviene un componente central.
Pero la experiencia social tampoco es una reproducción o representación actuada de las condiciones estructurales como pretenderían afirmar los estructuralistas más ortodoxos. Tal como lo expresa Dubet (2010), la experiencia del sujeto no es simplemente una forma de incorporar el mundo a través de las emociones y de las sensaciones, sino una manera de construir ese mundo. En este sentido, las dimensiones subjetivas no solo reproducen o actúan la desigualdad estructural sino que tienen autonomía y contribuyen directamente a la construcción de la desigualdad; es más, como sugiere nuestro análisis, son fundamentales para su transformación en fragmentación social. Es posible identificar al menos tres categorías de dimensiones subjetivas de la desigualdad, todas ellas corporizadas (embodied) en la experiencia del sujeto: una dimensión cultural, una dimensión social, y una dimensión propiamente subjetiva.
La dimensión cultural parte de una definición antropológica de la cultura, entendida, en términos simples, como el trabajo de producción simbólica de una visión del mundo. En términos más específicos, y basándonos en Clifford Geertz —quien mejor ha logrado sistematizar y operacionalizar esta propuesta—, la cultura puede concebirse como un ethos compartido por un grupo social y, al mismo tiempo, como el proceso permanente de construcción (y renovación) de sentidos que alimentan ese ethos y que permiten significar el mundo y la presencia de los sujetos en él. La cultura da cuenta así de las formas simbólicas a través de las cuales los individuos construyen y expresan significados. Esta formulación antropológica y simbólica de la cultura, brinda la posibilidad de identificar una serie de herramientas a partir de las cuales los sujetos experimentan y significan la desigualdad y al mismo tiempo contribuyen a su producción y reproducción. Es decir, la dimensión cultural de la desigualdad se refiere a esa parte o espacio de significación y producción cultural ligada directa o indirectamente a la desigualdad.
Algunos autores se han acercado al análisis de esta dimensión privilegiando la identificación de valores, representaciones o creencias sobre la estratificación social y/o la distribución de la riqueza. Lubker (2004), por ejemplo, compara las percepciones sobre la desigualdad en diferentes países y regiones del mundo, centrándose en los niveles de aceptación y problematización de la desigualdad social. Crutchfield y Pettinicchio (2009) se refieren en términos similares a lo que llaman “cultura de la desigualdad”, entendida más que nada como el predominio de valores y creencias que favorecen una alta tolerancia hacia la desigualdad. Con algunas variantes conceptuales pero dentro de este mismo enfoque, Sachweh (2012) analiza la “economía moral de la desigualdad”, a la cual define como el conjunto de creencias morales y representaciones colectivas sobre la estratificación social que son compartidas por todos los miembros de una sociedad. Todos estos estudios, muy recientes por cierto, a los que podrían sumarse algunos otros, se acercan a mi propia perspectiva y han sido insumos esenciales para esta reflexión (véase especialmente el capítulo 5), pero difieren en dos aspectos importantes. La primera diferencia es que ellos parten de una conceptualización más sociológica de la cultura, centrada y limitada a valores y creencias. La segunda, es que priorizan como foco de atención la dimensión más explícita y evidente de la desigualdad, es decir la estratificación o las diferencias de ingresos. Como resultado de estos dos aspectos, el análisis privilegia las interpretaciones y los significados explícitos atribuidos a la desigualdad estructural, los cuales suelen estar condicionados por las concepciones morales y los discursos ideológicos que asumen los individuos y que, cuando son dominantes, se imponen al conjunto de la sociedad.
Estas percepciones y representaciones sin duda forman parte del repertorio cultural que permite significar y experimentar el mundo, incluyendo la desigualdad. Pero constituyen su dimensión más externa y explícita, o lo que, siguiendo a Swidler (1986), podríamos interpretar como una fase ideológica en el desarrollo de un sistema cultural de significados. La concepción antropológica y simbólica de la cultura, nos permite descender a mayor profundidad en el entramado de significados a través del cual los individuos perciben y experimentan el mundo, para lo cual es necesaria una descripción mucho más densa que permita traerlos a la luz. En este sentido, la dimensión cultural de la desigualdad, por un lado, no se limita a los valores y creencias más explícitas y superficiales, y, por otro, tampoco se reduce a las interpretaciones o significados de la desigualdad en sí misma o en su forma económica más evidente.
La experiencia de la desigualdad es modelada o vivida a través de ciertos valores y creencias sobre la misma desigualdad, pero también y muy especialmente a través de un conjunto amplio de significados que forman parte del “sentido común” y cuya relación con la desigualdad puede parecer indirecta y lejana. “El ‘sentido común’, al final, es ese conjunto de supuestos tan inconscientes para uno mismo que parecen ser una parte natural, transparente, innegable de la estructura del mundo” (Geertz, citado en Swidler 1986: 279). En la transformación de la desigualdad social en fragmentación social, las percepciones sobre la desigualdad misma son tan importantes como estos otros aspectos culturales imperceptibles y enraizados en el sentido común que expresan y orientan las experiencias cotidianas (la cultura es un modelo de y para la experiencia). Se trata de aquellos elementos que nos ayudan a entender, por ejemplo, por qué las clases privilegiadas no usan el transporte público, o por qué los más desfavorecidos se sienten más cómodos en un tianguis, o por qué a las jóvenes de uno y otro sector social se las llama “niñas” y “chavas”, respectivamente. Formas de actuar y de hablar, percepciones sobre los otros y uno mismo, estigmas y estilos de vida, preferencias, expectativas y prácticas cotidianas, entre muchos otros, son algunos ejemplos de los aspectos que intenta captar esta dimensión cultural de la desigualdad.
El repertorio cultural humano es muy amplio, y dar cuenta de él exigiría tanto o más esfuerzo que el que ha demandado descifrar el genoma humano, es decir nuestro repertorio genético. Sin embargo, en años recientes, distintas perspectivas de análisis han intentado captar bajo distintos conceptos estos múltiples y diversos aspectos que componen la dimensión cultural (ver Bayón, 2013). Límites simbólicos, marcos culturales, y repertorios culturales son algunos de estos conceptos, los cuales representan, antes que enfoques en competencia, esfuerzos complementarios de sistematización de la compleja dimensión cultural. Lejos de ser incompatibles o mutuamente excluyentes, cada uno de ellos nos remite a un conjunto o tipo distinto de aspectos culturales; es decir, a diferentes dimensiones culturales. Pero ellos no son los únicos ni agotan el universo de lo cultural; si aquí los destaco es porque su contribución resulta mayúscula en el proceso de construcción y reproducción de la desigualdad.
Los límites simbólicos consisten en distinciones conceptuales hechas por los actores para categorizar objetos, gente y prácticas (Lamont y Molnar, 2002). Tal como lo señala Cristina Bayón (2013), a partir de ellos se establecen jerarquías, similitudes y diferencias que trazan fronteras entre ellos y nosotros; es decir, los límites simbólicos son un componente fundamental en la construcción de lo que he denominado exclusiones recíprocas. Los marcos culturales, en cambio, son modos de entender cómo funciona ese mundo y nuestra posición en él, definiendo, entre otros aspectos, horizontes de posibilidades; por lo tanto constituyen una dimensión cultural considerable en la interpretación que los actores hacen de su propia condición y la de otros en la estructura social, y en la sociedad en general (Bayón, 2013). Y la tercera dimensión cultural que aquí me interesa se refiere a un repertorio amplio y diferenciado de prácticas culturalmente modeladas, a partir de las cuales los actores construyen sus cursos de acción (Swidler, 1986). Podría concebirse como la dimensión cultural de la acción, que, como es sabido, no está regida solo por valores o intereses conscientes e individuales. Tal como lo sugiere Swidler, las estrategias o cursos de acción que siguen los individuos no se construyen desde cero cada vez, no se trata de una recreación original y constante, sino que resultan del encadenamiento de prácticas tomadas e hilvanadas a partir de un repertorio cultural predefinido. La idea detrás de los repertorios culturales se acerca mucho al concepto de habitus acuñado por Bourdieu como sistema de disposiciones estructuradas que inclina a los actores a actuar, pensar e incluso sentir de ciertas formas. Sin embargo, mientras el concepto de habitus pone mayor énfasis en la determinación de las condiciones estructurales del mundo exterior que han sido culturalmente internalizadas, los repertorios culturales dejan más juego o flexibilidad en la determinación estructural, abriendo un margen mayor para la agencia de los individuos. Ambos conceptos permiten explorar no sólo la corporización de la desigualdad en prácticas culturalmente definidas, sino también la producción y reproducción de esa desigualdad a través de la experiencia social.
En síntesis, no se trata sólo de opiniones o interpretaciones sobre la desigualdad; la dimensión cultural se interna en un mundo subterráneo y complejo de significados y prácticas que imperceptiblemente (y no tanto) profundizan la desigualdad y amplían el distanciamiento social y cultural. “La creación de una distancia cultural es fundamental para hacer posibles distancias y diferencias de otra índole”, señala Luis Reygadas (2004), para luego añadir que “el grado de desigualdad que se tolera en una sociedad tiene que ver con qué tan distintos, en términos culturales, se considera a los excluidos y a los explotados, además de qué tanto se han cristalizado esas distinciones en instituciones, barreras y otros dispositivos que reproducen las relaciones de poder”. La desigualdad puede ser más o menos tolerada según los valores y creencias sobre sus causas, los criterios que deben guiar el reparto de la riqueza social, o los malestares y conflictos sociales que se asocien a ella; pero también la desigualdad es aceptada y producida, a partir de las distancias, fronteras y jerarquías culturales que se establecen entre sectores de la población.
Las dimensiones culturales no están exentas de relaciones de poder y conflicto, ni tienen un carácter esencialista. “Vista desde el ángulo del poder —dice Sherry Ortner (2005: 35)— una formación cultural puede reconocerse como un cuerpo relativamente coherente de símbolos y significados, ethos y visión del mundo, y al mismo tiempo interpretarse esos significados como ideológicos, y/o como parte de fuerzas y procesos de dominación.” Este planteamiento nos conduce a explorar una segunda dimensión subjetiva de la desigualdad; una dimensión social referida especialmente a las relaciones sociales.
La desigualdad no solo se expresa en las relaciones sociales, tal como sucede, por ejemplo, con las relaciones jerárquicas. También se produce en las relaciones sociales y está incrustada en ellas (Bottero y Prandy, 2003); no solo en relaciones de dominación, explotación o discriminación, por mencionar algunos ejemplos en los que la desigualdad resulta evidente, sino en muchas otras relaciones cotidianas que a primera vista pueden parecer inocuas, menores o privadas. Dado que los individuos están inmersos en redes de relaciones sociales y son inconcebibles fuera de ellas, esta dimensión social constituye una dimensión subjetiva clave de la desigualdad. La experiencia que los sujetos tienen de la desigualdad es eminentemente relacional; se vive y se oculta en las relaciones sociales, y se produce y reproduce en ellas. La privación y el privilegio no solo comparten un mismo origen etimológico, sino que la existencia de uno resulta y depende de la existencia del otro. La experiencia de clase es una experiencia relacional bajo cualquier perspectiva.
Desde una perspectiva eminentemente relacional, Charles Tilly (2000a) ha sugerido que las raíces más profundas de las desigualdades deben buscarse en distinciones categoriales persistentes entre grupos de personas y en las relaciones sociales que se establecen a partir de ellas. Es decir, las desigualdades sociales son esencialmente producto de relaciones intercategoriales. Estas distinciones de la población o de grupos específicos en categorías de personas constituyen, de acuerdo con el autor, el mecanismo por excelencia a través del cual los individuos organizan la distribución y control de recursos productores de valor. Básicamente, las distinciones categoriales posibilitan dos importantes mecanismos generadores de desigualdad: la explotación y el acaparamiento. Es evidente el antecedente marxista y weberiano del que se nutre Tilly al identificar cada uno de estos dos mecanismos respectivamente, pero la esencia de su análisis (que le permite reunirlos bajo una misma perspectiva) reside en que ambos suponen relaciones de exclusión entre pares binarios de categorías de personas que a la postre producen y reproducen desigualdad: la explotación, excluyendo a una categoría de individuos del producto de su esfuerzo, y el acaparamiento por medio del cierre de una categoría de individuos que monopoliza el usufructo de ciertos recursos productores de valor excluyendo al resto.
Estas relaciones no están exentas de diferencias de poder entre las categorías, pero tampoco de una dimensión cultural que contribuye a la construcción de esas distinciones categoriales. La desigualdad entre grupos no se funda en diferencias de atributos, capacidades, habilidades, conocimientos o disposiciones espontáneas y originales, o innatas, entre los individuos que forman parte de esos grupos; en el mejor de los casos, esos aspectos son un subproducto posterior de las desigualdades creadas a partir de distinciones categoriales previas o fundantes socialmente construidas. Las distinciones categoriales son invenciones sociales a partir de las cuales se organiza la distribución de recursos productores de valor, y se gesta y reproduce la desigualdad social. Las categorías surgen de la construcción de límites o fronteras que permiten aglutinar actores considerados semejantes y escindir actores considerados diferentes. Estos límites pueden nutrirse o apoyarse en diferencias preexistentes e inocuas (hombre-mujer, blanco-negro, joven-adulto, etc.), pero son fundamentalmente producto de aspectos culturales y sociales históricamente acumulados. A partir de estas diferencias, señala Tilly, “se generan historias que posteriormente los participantes usan para explicar y justificar sus interacciones”, y luego añade:
Esas historias encarnan nociones compartidas sobre quiénes somos nosotros, quiénes son ellos, qué nos divide, y qué nos relaciona. La gente las crea en el contexto de materiales culturales previamente disponibles: conceptos, creencias, recuerdos, símbolos, mitos y conocimiento local compartidos. Una vez introducidas, las historias coaccionan las posteriores interacciones a través del límite, y sólo se modifican lentamente en respuesta a ellas (Tilly, 2000a: 76).
Con otros términos y desde una perspectiva más sociológica, Tilly se refiere a lo que unos párrafos más arriba definí como una dimensión clave en la producción y reproducción de la desigualdad: los límites simbólicos. Pero lo que podemos percibir con mayor claridad ahora es la profunda vinculación entre las dimensiones culturales y las sociales; la cultura se entrelaza incesantemente con las relaciones sociales. Los límites simbólicos, los marcos culturales, los repertorios y habitus alimentan distinciones categoriales y pautan las relaciones recíprocas, pero al mismo tiempo las interacciones y relaciones sociales intercategoriales afectan, modifican o refuerzan esas dimensiones culturales. Y aquí debemos añadir un aspecto más de esta dimensión social, no priorizado en este análisis de las desigualdades persistentes.
Si bien en algún momento Tilly señala que las personas que crean o sostienen la desigualdad categorial rara vez se proponen fabricarla como tal, en su análisis priman las relaciones sociales de poder intercategoriales. No es explícito, pero la dificultad del autor para explicar con leyes generales la puesta en práctica de los mecanismos de explotación y acaparamiento (e incluso de emulación y adaptación), se resuelve finalmente a partir de “una acumulación histórica diferenciada de poder” entre las categorías socialmente construidas. Es decir, en última instancia, las desigualdades intercategoriales tienen su origen en relaciones de poder que construyen y explotan diferencias entre dichas categorías. Pero la desigualdad social está incrustada en múltiples relaciones e interacciones sociales de nuestra vida cotidiana no directamente vinculadas con las relaciones de poder. Su persistencia es en gran medida debida a esta incrustación que hace que la desigualdad sea producida y reproducida, de manera inadvertida, por los propios individuos a través de sus relaciones sociales de la vida diaria: los amigos que hacemos en el club o en el barrio, las escuelas que escogemos para nuestros hijos, las preferencias y estilos de vida que adoptamos, etc.
Los procesos que generan matrimonios selectivos o la reproducción de la movilidad social son determinados, al menos en parte, por preferencias y hábitos más que simplemente por exclusión. Desde esta perspectiva, no es necesario que existan barreras en el orden social que impidan el movimiento o contacto social, sino que ellos pueden ser limitados por diferencias sociales y culturales. Procesos tan simples como la sensación de incomodidad e inseguridad en ciertas interacciones sociales puede prevenir la formación de relaciones cercanas entre individuos socialmente distantes, sin que sea necesaria ninguna estrategia para limitar el contacto o negar el acceso a círculos privilegiados. Las diferencias en gustos y modales, o la incomodidad en ciertas interacciones pueden describirse como exclusión social, pero sería más apropiado entenderlas como distancia social. Tales diferencias pueden emplearse como estrategias de exclusión o para construir barreras sociales, pero también es importante reconocer el modo en que la distancia social es rutinaria e inintencionalmente reproducida recíprocamente y a través de las acciones sociales más cotidianas. Lo queramos o no, todos nosotros reproducimos rutinariamente detrás de nuestras espaldas la jerarquía y la distancia social, y es importante distinguir esos procesos de las acciones explícitas de exclusión (Bottero y Prandy, 2003: 193).
Estudios recientes sobre la distancia social han puesto mucho énfasis en esta reproducción rutinaria de la desigualdad a través de la interacción social. A través de un proceso espontáneo de “asociación diferencial”, la gente con la que uno está y se siente más cercana tiende a ser similar también en muchas otras dimensiones de desigualdad, contribuyendo a un proceso no intencionado de exclusiones recíprocas e inclusiones desiguales. Vivimos en barrios, asistimos a escuelas y cines, o adoptamos estilos que compartimos con otros con los que nos sentimos cercanos y a gusto. Esta afinidad no se sustenta exclusivamente en preferencias subjetivas o libres de todo condicionamiento social y estructural. Análisis sobre los patrones de asociación diferencial muestran que aun las elecciones más íntimas que hacemos en nuestras vidas, como parejas, amigos o vecinos están constreñidas por una distribución social previa de los individuos en ciertas escuelas, clubes, y barrios, que a su vez contribuyen a moldear nuestras preferencias (Bottero, 2007). Preferimos o nos sentimos a gusto en determinadas escuelas, barrios o cines, por ejemplo, porque esas preferencias fueron construidas en condiciones sociales compartidas con los “otros” que podemos encontrar en esas escuelas, barrios o cines. Es decir, nuevamente nos enfrentamos al entrelazamiento recíproco de las dimensiones culturales y sociales; en este caso marcos culturales y habitus. Tal como lo señalara Bourdieu, agentes ubicados en condiciones similares y sujetos a los mismos condicionantes tienen altas probabilidad de compartir posiciones e intereses similares, y en consecuencia de producir prácticas, actitudes y gustos también similares (Bourdieu, 1985, citado en Bottero, 2007).
Este mecanismo de asociación diferencial, con frecuencia inconsciente a nivel individual pero que es un componente esencial de la experiencia social individual, es crucial en el proceso de transición desde la desigualdad hacia la fragmentación social. La fragmentación social supone precisamente un profundo distanciamiento sociocultural entre categorías que ahora parecen autonomizarse de las relaciones de desigualdad y poder que las unen. La afinidad y la diferencia de estilos, escuelas y barrios enmascaran o directamente oscurecen la desigualdad que las une y las sustenta. El resultado es la emergencia consiguiente de mundos de exclusión recíproca e inclusión desigual, lo que aquí he denominado fragmentación social.
Sin embargo, las dimensiones subjetivas de la desigualdad no se agotan aquí. La experiencia de la desigualdad tiene una dimensión cultural y otra social, ambas fuertemente entrelazadas y principales para su producción, reproducción y evolución hacia la fragmentación. Pero la experiencia social no existe por fuera de los sujetos o, dicho en otros términos, el sujeto no es una simple marioneta guiada en sus movimientos y percepciones por hilos socioculturales. Y esto aplica también para la experiencia de la desigualdad, en la cual una dimensión propiamente subjetiva introduce otros matices y especificidades, sobre todo cuando nos referimos a las sociedades contemporáneas. Como es de esperar en los planteamientos más estructuralistas y clásicos de la desigualdad (y por supuesto en los análisis cuantitativos y de la estratificación social), esta dimensión está totalmente ausente; pero aún en las perspectivas más relacionales como las de Tilly o Bourdieu que revisamos antes, la importancia de la subjetividad termina constituyendo un aspecto secundario y poco relevante en el análisis.
La inclusión de una dimensión propiamente subjetiva significa reconocer un espacio de libertad y agencia de los sujetos, pero también de reflexividad y sensibilidad. La subjetividad hace referencia a la condición de individuación del sujeto, que no solo es una voluntad o un deseo, como lo plantea Touraine, sino en algunos momentos un destino casi inevitable hacia el que son conducidos los individuos en la sociedad contemporánea. Es decir, la subjetivización es también una condición (social), que, claro está, emerge en algunos momentos e individuos con mayor transparencia que en otros.
Tal como lo señalara Sherry Ortner (2005), por subjetividad podemos entender lo que todo el mundo entiende, es decir “los modos de percepción, afecto, pensamiento, deseo, miedo y demás aspectos que animan a los sujetos actuantes.” Luhrmann (2006) lo expresa de manera similar: “seamos antropólogos o no, usamos la palabra subjetividad para referirnos al modo en que los individuos piensan y sienten”. Sin embargo, más allá de este consenso generalizado que trasciende la academia, el debate teórico se concentra en los fundamentos de esta subjetividad: ¿es la subjetividad un fenómeno absolutamente individual, una dimensión exclusivamente psicológica, o un atributo del actor racional? Un consenso menos obvio pero igualmente sólido, y más restringido al campo de las ciencias sociales, es el rechazo de cualquiera de estas dos posibilidades. Ortner, por ejemplo, añade inmediatamente después de la frase citada más arriba que al referirse a la subjetividad lo hace también “a las formaciones culturales y sociales que dan forma, organizan y provocan esos modos de sentir, pensar y demás”. Pero, cómo compatibilizar entonces el condicionamiento sociocultural y la agencia individual que supone la subjetividad.
Al incluir una dimensión propiamente subjetiva en el análisis de la experiencia de la desigualdad, lo hago desde este consenso disciplinar, asumiendo el carácter sociocultural del proceso y la condición de subjetivización. Las dimensiones culturales y sociales que revisamos en párrafos previos, y en particular su definición como componentes de la dimensión subjetiva de la desigualdad, hacen evidente mi afinidad con esta conceptualización de la subjetividad. La experiencia que tienen los sujetos de la desigualdad o, lo que es lo mismo, la experiencia subjetiva de la desigualdad, está social y culturalmente modelada.[5] La subjetividad es en sí misma una condición social.
Este reconocimiento, sin embargo, no debe interpretarse como un retorno a las perspectivas estructural-funcionalistas ya superadas. Paralelamente a las dimensiones culturales y sociales, se sitúa una dimensión propiamente subjetiva de la experiencia. Es decir, un espacio de libertad en que el sujeto se convierte o puede convertirse en actor de sí mismo. Más allá de la inevitable inmersión de los individuos en una atmósfera cultural y en un entramado de relaciones sociales, no todos respondemos ni sentimos siempre de la misma manera: los individuos tienen sentimientos diferentes, personalidades diferentes, y disposiciones diferentes tanto a lo largo del tiempo como en un momento cualquiera en particular (Luhrmann, 2006). Como lo plantea este último autor, estamos incrustados y somos creados por lo social pero, al mismo tiempo, libres de lo social: “¿cómo entender, entonces, esta construcción social del mundo interior cuando los agentes individuales son tan diferentes entre sí?”, se pregunta Luhrmann como corolario de esta reflexión. Su respuesta, a través de la interacción de seis factores que constituyen la estructura fundante de la subjetividad, no me resulta, sin embargo, del todo convincente. Su principal debilidad reside en que si bien esta estructura contempla factores sociales y psicológicos (e incluso biológicos), sólo da cuenta de una dimensión exclusivamente emocional de la subjetividad, y es incapaz de explicar o incorporar la reflexión, el pensamiento, la búsqueda de sentidos. La subjetividad es emotividad y reflexividad.
Para resolver este dilema, la sociología de la experiencia (Dubet, 2010) provee una salida que se ajusta mejor a mi perspectiva e intereses. El espacio de libertad para la emotividad y la reflexividad, expresado en la dimensión propiamente subjetiva de la experiencia, es producto o, mejor dicho, se sitúa en los intersticios que deja abiertos la confluencia de diversas —y a veces contradictorias— lógicas de acción. La subjetividad propiamente dicha tiene un origen social e incluso cultural como fenómeno, mas no necesariamente en su contenido. Este pequeño matiz tiene implicaciones sustanciales que permiten intentar una explicación menos retórica y más convincente de la agencia que la intentada desde la antropología. Esos intersticios se manifiestan como espacios de libertad, y al mismo tiempo de tensión, en los que el individuo se expresa como un sujeto que siente, piensa, reflexiona; un individuo que crea y busca sentidos.
Las combinaciones de lógicas de la acción que organizan la experiencia no tienen “centro”, no descansan sobre ninguna lógica única o fundamental. En la medida en que su unidad no viene dada, la experiencia social genera necesariamente una actividad de los individuos, una capacidad crítica y una distancia en relación a sí mismos. Pero la distancia en relación a sí mismo, la que hace del actor un sujeto, es también social, está socialmente construida en la heterogeneidad de lógicas y de racionalidades de la acción (Dubet, 2010: 85).
Estas tensiones o incongruencias sociales en las que se sitúa la subjetividad dan por el suelo con toda pretensión funcionalista respecto a una absoluta coincidencia entre el actor y el sistema (Touraine, 2000). Precisamente, el sujeto se constituye (o pretende constituirse) en actor al enfrentar estos dilemas y contradicciones. Dicho en otros términos, no solo los roles ya no definen ni proveen una identidad subjetiva, sino que el habitus no siempre ni a todos provee de preferencias y respuestas satisfactorias, complacientes y tranquilizadoras para el sujeto. Por eso la subjetividad, como lo han hecho notar algunos autores, y como se percibe en múltiples estudios empíricos, tiende a manifestarse con mayor transparencia bajo situaciones de sufrimiento y angustia. Es decir, cuando el sujeto es puesto a prueba.
La subjetividad tiene como sus dos dimensiones básicas la emotividad y la reflexividad. La experiencia de la desigualdad no está exenta de estas dos dimensiones. Al menos como posibilidad teórica y, en muchos individuos, como manifestación empírica. La desigualdad sitúa a los individuos, pobres y ricos, ricos y pobres, frente a numerosos dilemas y contradicciones irresueltas; incongruencias entre diversas lógicas de acción. Son tensiones del propio sistema que cristalizan en la experiencia social de algunos sujetos; en esos intersticios se abren espacios de libertad para la agencia, aunque generalmente acompañados de conflicto, crisis y sufrimiento.
Mientras para muchos jóvenes la desigualdad ha devenido prácticamente imperceptible e irrelevante como consecuencia de la misma fragmentación social, para algunos otros y en situaciones no poco frecuentes ocurre lo contrario: la emotividad y la reflexividad afloran ante situaciones contradictorias o incongruentes que delatan la desigualdad tras el manto de la fragmentación. De manera menos evidente en el primer caso y más explícita en el segundo, en ambas circunstancias la subjetividad es una dimensión presente que marca la experiencia del sujeto. Por un lado, aun las situaciones de extrema fragmentación exigen un trabajo emocional de parte del sujeto; ignorar, incluso de manera inconsciente, exige al pobre pero también al rico, voltear la mirada y focalizar la emotividad en espacios menos desestabilizadores. Tal como lo ha observado Collins (2000: 38), “los individuos tienen la posibilidad de elegir en qué situaciones depositan su compromiso emocional; pueden retirar la atención de sus situaciones laborales para concentrarla en sus vidas privadas de consumo”, por ejemplo. El velo de la ignorancia o la indiferencia ante determinadas circunstancias es una construcción tan social como subjetiva. Por otro lado, aun en mundos aislados y distantes, la desigualdad se filtra a través de incongruencias o contradicciones que exigen al sujeto. Tal como lo ha explorado Sennet (2003) la desigualdad puede crear malestar, y dar lugar a una cadena emocional y reflexiva en los sujetos sobre sí mismos, su inevitable posición social y su experiencia social.